El toro
Noventa personas medio desnudas, los cuerpos pintados de rojo. Juntas constituyen la forma de un toro. Yacen sobre un suelo de piedra clara en Cali, Colombia. Representan las patas, el lomo, el gran cuerpo, la cabeza y los cuernos de un toro, rojo de sangre. Los dos cuerpos más alejados son los cuernos. Ignoro cuánto tiempo estuvieron esas noventa personas tendidas en el suelo. En la foto eso no se aprecia. Algunos tienen las piernas abiertas, otros sostienen la cabeza en los brazos; los que constituyen las patas del animal yacen con la cabeza en dirección al vientre y los que forman el vientre yacen con la cabeza en dirección a los pies de quienes forman el lomo. Muy cómodo no debió de ser. Es como si el destino les hubiera concedido una disposición muy particular, con lo que la imagen que crean nada tiene que ver con la iconografía de la violencia diaria que aparece en las portadas de los periódicos, como las matanzas afganas o las consecuencias de las bombas suicidas paquistanís. Noventa personas representan aquí la forma atávica de un animal muerto. Sus cuerpos están dispuestos en un orden. Yo me los creo, sus noventa cuerpos se han convertido en un animal muerto. Ahí donde más o menos deberían ir las vértebras de la nuca, unos papeles de colores algo frívolos colocados entre dos brazos representan las banderillas, esos arpones engalanados y traicioneros que el matador clava volando en el cerviguillo del toro para estimularle. Las banderillas han de estar muy bien clavadas pues con su baile acompañan los furiosos saltos del animal. En el instante en que fue tomada la foto debió de reinar una gran calma, un toro muerto no se mueve. Vuelvo a mirar la potente cabeza del animal y sus cuernos. No es fácil representar con el cuerpo humano el cuerno encorvado de un toro. Intento imaginarme qué sucedería si ese toro articulara sus noventa cuerpos para ponerse en pie y qué aspecto tendría el nuevo Teseo que volviera a matarlo.