Velos
Bucear no sé, la verdad, pero me gusta flotar bajo el techo translúcido del agua en movimiento como si fuera un torpe animal acuático ya extinguido. No soy un manjar para nadie, de modo que no hay peligro. Voy flotando por encima del fondo del mar y con mis primitivas gafas de buceo contemplo la plata deslizante de la superficie que, vista desde abajo, es muy diferente que desde arriba, donde esa misma fina membrana semeja una oscura cortina agitada por el viento. Ese es el territorio del silencio, aquí todo es posible. Las palabras existen todavía, aunque privadas de su sonido, espíritus hechos de lengua sin más. Veo peces que no se sorprenden de mi presencia y lo que más me fascina son los velos sin novia que la corriente menea, verdes, grisáceos, con finas ramificaciones. Hierbas de mar, algas, dentadas, lobuladas, plata, bermellón, cabello de mujer, telas de araña, plumas íntimas y seductoras, hebras mágicas. A veces sus nombres evocan al dios a quien escribo, Posidonia oceanica, o recuerdan fragmentos de canciones cantadas en su honor, Bryopsis plumosa, Caulerpa prolifera, Ulva lactuca, nombres de mujeres que uno desearía conocer. Ahora bien, hay algo que no debes hacer jamás. Sustraer algo de ese territorio y subirlo al mundo al que no pertenece. Si haces eso, se rompe el hechizo y las hierbas se tornan criaturas oníricas extraviadas en una dimensión equivocada, que es la nuestra. Entonces te ves en las rocas, desorientado, el animal acuático transformado de nuevo en hombre con la mano llena de plantas húmedas, unas formas caprichosas sin encanto. La metamorfosis ha fallado.