Río
Leticia. Una pendiente embarrada desciende hasta el río. Un hervidero de gente, cerdos y perros. Abajo, unas angostas barcas de remo cruzan el río para transportar a la gente a una pequeña isla llamada Fantasía. Detrás de mí, el mercado, las frutas, el pescado. Alguien me ayuda a bajar la pendiente resbaladiza que lleva a la pasarela donde atracan las lanchas motoras. Los demás pasajeros ya han llegado. Tres colombianos de Cali y dos holandeses. Y dos hombres que conducirán la lancha remontando el río a lo largo de cien kilómetros. Uno va sentado fuera en la proa, yo estoy al lado del que conduce. Cuando salimos del puerto el río parece abrirse. El agua, con su brillo metálico, se extiende entre las bajas riberas que se alejan gradualmente.
La pequeña lancha motora surca las aguas, su ruido ensordecedor disturba el infinito silencio que debe reinar en el centro del ancho río. Nos detenemos frente al parque natural de Amacayacu. Un camino se abre entre la selva, pasarelas cenagosas, el resplandor maravilloso de mil tonos de verde, hojas salidas de fantasías disparatadas como cuchillos dentados o afilados, un estanque con plantas acuáticas podridas bajo un cielo cada vez más oscuro, en la lejanía el bramido de una fuerte tormenta. Un mono con la cara maquillada se sienta a mi lado y me mira como si quisiera entablar una conversación conmigo sobre las pruebas de la existencia de Dios, pero en ese momento llega la lluvia que no cae sino que se alza en vertical, una pantalla de agua gris apenas transparente. Cuando escampa, la tierra empieza a humear como si el barro hirviera. La luz se torna de cinc y de hierro. Duelen los ojos cuando la lancha arranca de nuevo. Nos acompañan el baile de delfines rosados y las nubes de formas cambiantes. El río tiene una longitud de miles de kilómetros. Me gustaría llegar hasta Iquitos, hasta los Andes. El ruido del motor aturde. Apenas nos cruzamos con nadie, excepto con alguna que otra embarcación bajita con las figuras menudas de los indígenas. Durante horas vemos las mismas riberas, extensiones de verde y más verde, y nos preguntamos cómo será la vida en ese mundo sin carreteras ni automóviles, hasta que, horas después, viramos y regresamos con la corriente a favor a la isla de Santa Rosa, Perú. La tierra es de lodo. Vemos las raíces superficiales de los árboles enmarañadas, más allá un árbol pelado invadido de buitres, casas de madera levantadas sobre pilotes y unas diez mujeres en corro. Cada una de ellas sostiene un animal en los brazos: un perezoso, un papagayo, un caimán, una cría de cocodrilo, una tortuga de agua, una iguana, una rana gigante. Es obvio que se trata de un montaje. Esas mujeres están haciendo su trabajo, como se demuestra más adelante cuando el conductor de la lancha nos pide una contribución para ellas. Junto a las mujeres hay un hombre que lleva amarrado a una cuerda una especie de jaguar. Este empieza a soplar en cuanto me acerco. Nos encontramos frente a las mujeres pero miramos a los animales, una situación absurda, la reina en visita oficial. Las mujeres tienen diferentes edades, visten camiseta y pantalones. Sus semblantes no desvelan lo que piensan. Supongo que los nuestros tampoco. A los cocodrilos no se les acaricia, el perezoso parece sumido en un profundo sueño, la tortuga tiene doscientos años y ya lo sabe todo. Me alejo del grupo por un campo arenoso donde hay una casa de madera pintada de rosa y verde claro: la Asamblea Tradicional de Dios, Iglesia Evangélica. Los dioses nunca están lejos. Entro por una escalerita tambaleante y voy a parar a una sala grande y vacía. La preside una especie de altar con un atril para la Palabra; frente a este cinco sillas de plástico de un verde vivo acompañan seis estrechos bancos de madera sin respaldo. La luz penetra en el interior a través de los resquicios y hendiduras de las paredes de madera. El ambiente rezuma calma y serenidad. En los lugares donde se reza mucho se nota la presencia de Dios, dijo el filósofo que no creía en Dios. Yo me detengo un rato en el silencio y de pronto oigo arrancar el motor de la lancha. Mientras nos alejamos por el agua, el grupito de gente se hace cada vez más invisible hasta que desaparece en el lejano verde de la ribera del río como un dibujo borrado. Una aldea en una isla en el río, cerca del límite de Perú, a una distancia infinita de la capital donde no se conoce ni su nombre.