16. INTERVENCIÓN

Tengo treinta y cinco años, y acumulo décadas con la misma indiferencia con que acumulaba semanas cuando era niña. Soy más decidida, y más tolerante con mis emociones, pero estos logros parecen haberse consumado a costa de mi piel, que ha adquirido la textura ligeramente quebradiza del tafetán. Quizá el colágeno que absorbe la piel vaya al corazón, pienso, arrastrando un dedo por mi brazo y viendo, fascinada, cómo la piel se cuartea a su paso. Extiendo crema de coco en las estrías y éstas desaparecen. Horas después, vuelven a estar ahí.

Mi piel empieza a estar… necesitada.

No es la única parte de mi cuerpo que está sufriendo cambios. Las resacas tienen ahora una cualidad siniestra, depresiva. El incómodo giro de noventa grados entre los dos tramos de la escalera me da dolor de rodillas. Mis pechos empiezan a necesitar unos sujetadores con varillas que sean sus guardaespaldas, necesito a todas horas un equipo de seguridad. Estoy muy lejos de sentirme agotada, ni siquiera cansada, pero no se me ocurre ponerme a bailar en cualquier momento, como me pasaba a menudo antes.

Estoy un poquito más interesada en sentarme que antes.

Las primeras grandes advertencias de la mortalidad comienzan a llegar. Los padres de la gente empiezan a tener enfermedades. Los padres de la gente empiezan a morir. Vamos a funerales, y a entierros, donde digo palabras de consuelo a mis amigos, aunque en mi fuero interno me consuele pensando que la muerte sólo afecta a la generación anterior. Un suicidio, un infarto, cáncer, son cosas que les ocurren a las personas mayores que yo. No han traspasado los límites de mi generación, por el momento.

Pero observo a la gente de edad que llora en el cementerio, en la iglesia, en el crematorio (que parece extrañamente una sauna municipal), a fin de aprender sobre el futuro. Pronto seré yo quien tenga que enfrentarse a esas horribles despedidas.

Pronto, también, me miraré las manos y comprenderé que son las manos de mi abuela, y que el anillo que ha brillado todos estos años se ha convertido, sin que yo hiciera nada, en una antigüedad. He dejado de ser realmente joven. Todavía habrá un período de plenitud, una década más o menos de equilibrio, y luego lo siguiente que pasará es que empezaré a ser vieja. Eso será lo siguiente.

Un mes después estoy en una entrega de premios en Londres.

Aquí es donde se reúne la flor y nata de la industria de los medios de comunicación, para celebrar una fiesta, antes de volver a la rutina de ser la flor y nata de nuevo.

En el exterior, hay un semicírculo de fotógrafos que iluminan la puerta de entrada con sus flashes epilépticos. Intentar cruzar esa puerta cuando no eres alguien que quieren fotografiar es una experiencia complicada y embarazosa; es vital hacerlo con un paso despreocupado, humilde pero vivaz, transmitiendo el mensaje: No soy Famosa. Dejad de apuntarme. Podéis ignorarme tranquilamente.

Si te equivocas en el andar y muestras demasiada seguridad, sufrirás la terrible indignidad de que treinta fotógrafos levanten a medias la cámara cuando te acerques, y luego vuelvan a bajarla defraudados al darse cuenta de que no eres Sadie Frost. A veces, incluso te gritan.

«Me has hecho perder mi jodido tiempo», me chilló en una ocasión uno, mientras yo avanzaba con un abrigo de imitación de piel que, casualmente, parecía demasiado real. Desde entonces he aprendido que es mejor llevar una trenca. Los paparazzi no se preocupan por alguien con una trenca. Una trenca es segura.

Estoy dentro, y nunca había estado en un lugar con tanta gente importante. Su poder emanaba un suave zumbido, como el motor de un BMW, amortiguado por la buena calidad de su ropa. Las telas eran gruesas y estaban bien cortadas. Los abrigos eran de Prada, Armani, Dior. Piel de becerro en bolsos y zapatos; crema de manos con vetiver y pétalo de rosa. Toda la habitación olía a opulencia. Encarnaban el tranquilo y sólido privilegio inglés. Yo había esperado todo eso.

Pero lo que no había esperado eran las caras: las caras de las mujeres. Los rostros de los hombres eran lo que cabía imaginar; famosos o no famosos, los hombres parecen…, bueno, eso, hombres. Hombres de cuarenta, cincuenta y sesenta años. Hombres con dinero, bien cuidados, sin grandes preocupaciones. Hombres que pasan las vacaciones en un lugar donde el sol está asegurado, y a quienes les gusta la ginebra.

Pero las mujeres: oh, las mujeres parecen todas iguales.

Las pocas veinteañeras o de treinta y pocos no contaban. A esa edad parecen normales. Pero, cuando se acercan a los treinta y cinco, treinta y seis, treinta y siete, empiezan a aparecer los primeros rasgos de homogeneidad. Labios que no se deterioran como sería de esperar, labios que parecen inflarse hacia arriba y hacia fuera, de forma ilógica, con el mohín de Elvis. Frentes brillantes, estiradas. Algo indefinible, pero definitivamente extraño en las mejillas y en la mandíbula. Ojos estáticos muy abiertos, como si estuvieran en Harley Street[168] y acabaran de ver su última factura.

Es como si sus criadas de Europa del Este les hubieran lavado y planchado el vestido, el abrigo y la cara, todo al mismo tiempo. Como si en el lavadero, a las once de la noche, las caras de estas mujeres durmieran colgadas de perchas de palisandro, rociadas con aroma de verbena.

Cuando miro a mi alrededor, recuerdo aquella escena de El sobrino del mago en que Polly y Digory encuentran un comedor de gala donde una corte entera, docenas de reyes y reinas, todos coronados, se sientan alrededor de una mesa convertidos en piedra por arte de encantamiento.

Mientras los niños recorren la mesa, las caras pasan poco a poco de una expresión «amable, feliz, amistosa» en un extremo, a una zona intermedia de angustia, inquietud y desconfianza; y acaban, en el extremo de la derecha, en unas personas cuyos rostros son «los más temibles: hermosos, pero crueles».

Y a esto se asemejan las mujeres. Si exceptuamos que ellas no parecen ni crueles, ni frías ni calculadoras.

A medida que avanzas por las décadas —desde las felices y despreocupadas veinteañeras hasta las grandes damas de cuarenta, cincuenta y sesenta—, las mujeres de la sala sólo parecen cada vez más asustadas. Ser tan privilegiadas como ellas y tener su seguridad, y, aun así, pasar por unos tratamientos tan dolorosos y caros, da la impresión de una sala llena de miedo. Miedo femenino. Adrenalina que las ha llevado a un cirujano y a una enfermería repleta de caras vendadas.

No sé qué les asustaba exactamente —que sus maridos las dejaran, que las mujeres más jóvenes las desbancaran, que las cámaras del exterior las juzgaran, o únicamente la decepción, silenciosa y extenuada, del espejo del baño por la mañana—, pero todas parecían aterradas. Habían gastado miles y miles de libras para parecer, en sentido real y figurado, petrificadas.

Así que ése fue el día en que finalmente comprendí, en lo más profundo de mi ser, que hacerse la cirugía estética no era ni sensato ni acertado. Me fijé en los resultados y me parecieron tanto malsanos como aborrecibles. Porque no sólo daba la sensación de que esas mujeres habían hecho algo muy radical, empujadas obviamente por el miedo, sino que sus maridos y parejas y hermanos e hijos y amigos varones parecían extrañamente inconscientes de eso. Ellos no se lo habían hecho. Estaban al lado de ellas, vivían con ellas, pero era obvio que en un mundo completamente diferente. Algo les duele, les duele profundamente, a estas mujeres; algo que sus hombres se han sacudido de encima. Como ya he dicho, del mismo modo que puedes detectar si eres víctima del machismo preguntando «¿Es esto educado?», puedes detectar si se está ejerciendo alguna presión social misógina sobre las mujeres preguntando tranquilamente «¿Lo hacen también los hombres?».

Si no lo hacen, es posible que estés ante lo que las feministas exaltadas llaman «una auténtica mierda».

Porque el verdadero problema es que todos nos estamos muriendo. Todos nosotros. Cada día las células se debilitan y las fibras ceden y el corazón se acerca más a su último latido. El coste real de vivir es morir, y nosotros gastamos los días como si fuéramos millonarios: una semana aquí, un mes allí, alegremente desperdiciados hasta que sólo nos quedan dos monedas en los ojos.

A mí, personalmente, me gusta el hecho de que vayamos a morir. No hay nada más estimulante que levantarte por la mañana y decir «¡GUAU! ¡ESTO ES LO QUE HAY! ¡ESTO ES LO QUE HAY REALMENTE!». Te ayuda a enfocar las cosas de maravilla. Te hace amar apasionadamente, trabajar intensamente, y darte cuenta de que, dada la situación, no tienes tiempo para sentarte en el sofá en bragas y ver Homes Under the Hammer.

La muerte no es una liberación, sino un incentivo. Cuanto más centrado estás en tu muerte, mejor vives la vida. Mi arenga típica en la última ronda de copas (después de aquella en que lamentaba que cerrasen la maravillosa freiduría de Tollington Road; la que hacía los huevos encurtidos) es que los humanos aún creen en la vida después de la muerte. Creo sinceramente que es el mayor problema filosófico con el que se enfrenta el mundo. Incluso las personas que se declaran abiertamente no religiosas, piensan que van a encontrarse con su abuela y con su perro, Crackers, cuando finalmente la palmen. Todo el mundo cree que va a conseguir un arpa.

Pero creer en el más allá niega por completo tu existencia actual. Es como una insidiosa y desestabilizante enfermedad mental. Detrás de cada día, de cada acción, de cada palabra, piensas que en realidad da igual si la has jodido porque siempre podrás arreglarlo en el paraíso. Harás las paces con tus padres, te convertirás en una persona mejor y perderás esos kilos que te sobran en el cielo. Y aprenderás francés. ¡Al fin y al cabo, te sobrará tiempo! ¡Es la eternidad! ¡Y tendrás alas, y siempre brillará el sol! Así que, realmente, ¿a quién le importa lo que hagas ahora? Esto no es más que una deslucida sala de espera donde sólo estarás veinte minutos, en los que no tendrás alas y estarás obligado a ir de un lado para otro, andando, como los cerdos.

Si nos preguntamos por qué la gente es tan apática e indiferente ante los horrores claramente evitables que se producen en el mundo —hambrunas, guerras, enfermedades, los mares volviéndose amarillos como el pis y llenándose de arandelas de abrir latas y máquinas de fax rotas—, la respuesta es justo ésta. El Cielo. La mayor pérdida de tiempo que se nos ha ocurrido nunca, dejando a un lado los rompecabezas.

Sólo cuando la mayoría de los habitantes de este planeta estén convencidos de que se están muriendo, cada minuto que pasa, empezaremos a comportarnos como seres conscientes, racionales y compasivos. Porque, aunque el atractivo de «ser bueno» sea grande, el terror de caer, imparablemente, en la nada absoluta es mucho más efectivo. Estoy impaciente por que a todos nos llegue El Miedo. El Miedo es mi Segundo Advenimiento. Cuando todas las personas del mundo admitan que van a morir, empezaremos realmente a conseguir algo.

Así es. Sí. Todos estamos muriendo. Nos estamos desintegrando en el vacío, una célula tras otra. Nos estamos deshaciendo como azucarillos en champán. Pero sólo las mujeres tienen que fingir que esto no ocurre. Los hombres cincuentones andan por ahí con la tripa desparramándose por encima del cinturón y una cara como un colchón roto de vagabundo en un paso subterráneo. Les salen pelos de la nariz y arrugas como desfiladeros y sueltan «¡Uff!» cada vez que se levantan o se sientan. Los hombres envejecen visiblemente, cada día, pero las mujeres se supone que deben parar su declive a los treinta y siete o treinta y ocho años, y vivir los siguientes treinta o cuarenta en una burbuja mágica donde el pelo siga brillante y castaño, la cara tersa, los labios rellenos y las tetas por encima de la tercera costilla. Lamento volver a mencionar esto; las feministas exaltadas siempre damos la matraca con el tema; pero Moira Stuart y Anna Ford fueron despedidas al cumplir cincuenta y cinco años, mientras que Jonathan Dimbleby, de setenta y tres, está convirtiéndose poco a poco en un puto genio tras su escritorio. Como dijo Mariella Frostrup: «La BBC hace que encontrar presentadoras de cierta edad parezca el Santo Grial. Pero lo único que tienen que hacer es revisar la lista de la gente que han despedido.»

¿Por qué las chicas? ¿Por qué no podemos sencillamente desabrocharnos el cinturón, quitarnos los tacones y pudrirnos alegremente como los chicos?

Mi Teoría de la Conspiración Subconsciente sobre la negación de la edad es que las mujeres, como he dicho antes, generalmente empiezan a «no pintar nada» a partir de los treinta y cinco. Es la edad en que la fertilidad decae, y el bótox y los rellenos empiezan a aparecer. Es el momento en que las mujeres se meten en su cuenta de ahorro y empiezan a gastar toda su jubilación en eliminar esos signos del paso del tiempo, y simular que tienen treinta años de nuevo.

Dicho esto, mi Teoría de la Conspiración Subconsciente querría señalar que, por una increíble coincidencia, es precisamente a esa edad cuando la mujer empieza normalmente a tener seguridad en sí misma.

Habiendo dejado por fin atrás, reconozcámoslo, el horror de los veinte años (Te acostaste con Steve. ¡Steve! ¡Steve «Caraconejo»! ¡Tenías un trabajo tan aburrido que te escondiste en un armario y comiste trocitos de papel! ¡FUE EL VERANO DE LAS CULOTES!), cumplir treinta es el punto de partida de lo realmente bueno.

Lo más probable es que te vaya estupendamente en el trabajo. Tienes por lo menos cuatro vestidos bonitos. Has estado en París, has practicado sexo anal, sabes cómo represurizar la caldera y puedes recitar trozos de La tierra baldía mientras preparas un cóctel de whisky.

Qué extraño resulta entonces que, cuando tu cara y tu cuerpo empiezan a mostrar las señales (arrugas, flaccidez, canas) de que vas a empezar a dar patadas en el culo a la prepotencia e intolerancia de los zoquetes, te veas presionada a… eliminarlas. Da la impresión de que, en realidad, aún eres un poco torpe y maleable, y de que estás totalmente dispuesta a que te la juegue alguien un poco más listo y mayor que tú.

Yo no quiero eso. Quiero una cara llena de arrugas y cansancio y una dentadura color crema que, con franqueza, digan a la gente estúpida y venal: VETE A LA MIERDA. Quiero una cara que diga arrastrando las palabras (a ser posible con la voz de James Cagney, aunque Cagney de Cagney & Lacey[169] también serviría): «He visto más niños pequeños testarudos/jefes taimados/desfiladeros escarpados/coreografías complicadas de Parappa the Rapper[170]/grandes cantidades de dinero de los que tú jamás verás, majo. Así que levanta el culo de mi silla y tráeme un sándwich de queso.»

Las arrugas y las canas son el modo de decirte la naturaleza que no te acuestes con cualquiera, el equivalente a las franjas amarillas y negras de una avispa, o a las marcas en el abdomen de una araña viuda negra. Las arrugas son tu arma contra los idiotas. Las arrugas son tu señal «NO TE ACERQUES A ESTA MUJER SABIA E INTRANSIGENTE».

Cuando me haga «mayor» (cincuenta y nueve años, calculo que a los cincuenta y nueve años uno es mayor), pienso correr por la ciudad con una melena blanca de más de medio metro de anchura, como una de las Mujeres Salvajes de Wongo[171], GRITANDO que puedo sentir cómo mis células mueren y pidiendo copas dobles que me ayuden a olvidarlo. No me gastaré cincuenta mil libras en teñirme el pelo, subirme las tetas, rehacerme la cara y fingir que soy una lozana pastorcilla virgen, en busca de mi primer revolcón en la feria de las novias.

Porque en el aspecto de esas mujeres hay un mensaje tácito. Las mujeres que han tenido la aguja, o el cuchillo, parecen decir: «Mis amigos no son mis amigos, mis hombres son pusilánimes y muy poco de fiar, el trabajo de mi vida no vale nada, tengo cincuenta y nueve años y las manos vacías. Sigo tan indefensa como el día en que nací. ADEMÁS, me he gastado todo el dinero del yate en mi culo. Se mire como se mire, he fracasado en la vida.»

Pero ¿qué pasa con la cirugía estética? Aunque es fácil criticar a las mujeres que se han gastado treinta mil libras en una mala intervención, y ahora parecen astronautas que experimentaran la fuerza G en un túnel de viento, hay otras mujeres —famosas a las que no podemos nombrar, porque nos demandarían, PERO TODOS SABEMOS QUIÉNES SON— que se han hecho otra clase de intervenciones mucho más caras y sutiles. Su aspecto es… joven, pletórico, radiante. Asombroso. Un asombroso que vale miles y miles y miles de dólares. ¿Seguro que las intervenciones sutiles están bien? No intentas aparentar veintisiete años. Sólo intentas tener unos asombrooooosos cincuenta y dos años. En muchos sentidos, sugerir un código moral contra la cirugía estética es algo de una vaguedad surrealista. Al fin y al cabo, según parece, dejamos de discutir sobre la moralidad del tráfico de armas hace años; y eso que hablamos de matar personas, en algunos casos de un modo espantoso. En la cirugía estética, en cambio, hablamos de mujeres un poco regordetas que quieren que su nariz se parezca a la de Reese Witherspoon; algo que casi todos estaríamos de acuerdo, estoy segura, no está al mismo nivel que volar la pierna de un huérfano somalí.

Pero la cuestión es que no son sutiles. Nos seguimos dando cuenta. Todos comentamos la «buena» intervención tanto como si hubiera sido «mala». Seguimos viendo que el Tiempo, al acercarse a ellas, pareció dar un viraje brusco hacia la derecha y dejó sus rostros sin marcar. Seguimos notando un escote de treinta y tantos sobre un corazón de cincuenta y tantos. Y, aunque parezca natural, sabemos… sabemos porque podemos ver la fecha en el calendario, y en nuestro propio rostro, que no es real. Que es una negación del hecho de que nos estamos muriendo. Un desvío inquietante y esencial de la percepción. Que sólo, sólo, sólo las mujeres están en la conspiración. NO HAY NADA «SUTIL» EN PARECER DRÁSTICA, ILÓGICAMENTE MEJOR, MUCHO MEJOR QUE LOS DEMÁS.

Suspiro. Verás, me encanta el artificio y la fantasía y el escapismo tanto como a cualquiera; me encanta el travestismo y el maquillaje y la reinvención y las pelucas y la simulación e inventarte a ti mismo desde la nada todas las veces que sea necesario. Todos los días, si quieres. Cuando finalmente acabe este debate, debería permitirse a las mujeres que tuvieran el aspecto que les diera la gana. Que el patriarcado deje en paz mi cara y mis tetas. En un mundo ideal, nadie criticaría jamás a las mujeres por su aspecto, fuera el que fuera; aunque pareciera que «llevo una pinza sujetapapeles debajo del pelo para tener la cara así de tensa». La cara de una mujer es su templo.

Pero todo esto partiendo de la base de que la apariencia de las mujeres debe ser divertida, alegre y creativa, y decir cosas asombrosas de nosotras como seres humanos. Aunque sea una drag queen de un metro ochenta —tambaleándose por el centro de Birmingham a las cuatro de la mañana, con zapatos de órdago y barra de labios de un centímetro de grosor— que haya tenido que sentir dolor y que gastarse un montón de dinero, y esté negando TOTALMENTE la realidad (es decir, que tiene pene), no lo habrá hecho por miedo. Al contrario, el valor que eso supone está fuera de escala.

Pero que las mujeres vivan con miedo a envejecer, y utilicen trucos caros y dolorosos para ocultárselo al mundo no dice nada bueno de nosotros como seres humanos.

Oh, hace que parezca como si unos tipos nos hubieran creado para que lo hiciéramos. Hace que parezcamos unas perdedoras. Hace que parezcamos cobardes. Y eso es lo último que somos.

Eso es lo último, ultimísimo que somos.