AGRADECIMIENTOS

Cuando me reuní por primera vez con mi agente, Georgia Garret, y me preguntó qué quería hacer, me oí decir: «¡Quiero escribir un libro sobre feminismo! ¡Un libro divertido pero polémico sobre feminismo! ¡Como La mujer eunuco, pero hablando en broma de mis bragas!»

Me quedé tan sorprendida como ella; había ido a proponerle una especie de calcetín navideño «Come, reza, postales graciosas de gatos»[176], y/o mi proyecto a largo plazo de una versión gay de Oliver![177] Pero, por culpa de su entusiasmo instantáneo («¡Perfecto! ¡Escribe ese libro! ¡Ya!») y de mi convencimiento de que, si escribía un libro, estaría en mi derecho de fumar, acabé escribiendo Cómo ser mujer en una fulgurante nebulosa de cinco meses. Fumé un montón. Al final, mis pulmones parecían dos calcetines llenos de arena negra. Pero, mientras estuve metida en faena, ella fue quién más ánimos y diatribas me inspiró, y se lo agradezco desde el fondo de mi corazón destrozado por el tabaco.

Mi maravilloso editor, Jake Lingwood, y todo el equipo de Ebury fueron igual de «¡Uuuuh!» durante todo el proceso, incluso cuando hice campaña para poner en la portada del libro mi barriga desparramada por encima de una mesa, con «Así es la barriga de una mujer REAL». Gracias, chicos. Sobre todo por el dinero. Me lo gasté en una cocina nueva y un bolso. ¡Sí! ¡Feminismo! ¡Uuuuh!

Gracias a Nicola Jeal, Louise France, Emma Tucker, Phoebe Greenwood y Alex O’Connell de The Times, que hicieron gala de una paciencia cálida y sexy el verano en que las llamé una y otra vez para decir: «¿Me perdonáis la columna de esta semana? Estoy escribiendo un libro sobre FEMINISMO, por el amor de Dios, no intentéis ENCADENARME al RECUENTO DE PALABRAS QUE HE PACTADO EN MI CONTRATO, no me deis la tabarra con el Hombre», aunque todas eran mujeres de lo más razonables e insistían en que me tomara ese tiempo libre.

Mi familia fue, como siempre, una fuente de risas y diversión, y fantástica a la hora de llevarme al pub cuando estaba demasiado estresada, insistiendo en que me emborrachara y fingiendo después que todo el mundo se había olvidado la cartera en casa. Mis hermanas —Weena, Chel, Col y Caz— son las feministas más acérrimas a este lado de Greer, y estuvieron siempre ahí para impedir que mi entusiasmo por el proyecto se enfriara, recordándome especialmente cuánto le gustaba a Carl Jung azotar a la gente con un paño de cocina hasta que le asestaban un puñetazo. No sé por qué me resultaba eso tan inspirador, pero era así. Y mis hermanos —Jimmy, Eddie y Joe— son también mis hermanas en «La Lucha», excepto cuando me tiran al suelo gritando: «¡Es hora de hacerte picadillo!»

Gracias eternas al temible Alexis Petridis, quien, aunque me pasé un verano entero llamándole por teléfono, llorando: «¡Creo que este libro es imposible, Alexis! ¡Escríbelo por mí, Alexis! ¡Aunque seas una parte del patriarcado!», jamás me dijo que él también tenía un trabajo, y que no me entendía nada por lo mucho que gimoteaba.

Y a las mujeres de Twitter —Sali Hughes, Emma Freud, India Knight, Janice Turner, Emma Kennedy, Sue Perkins, Sharon Horgan, Alexandra Heminsley, Claudia Winkleman, Lauren Laverne, Jenny Colgan, Clare Balding, Polly Samson, Victoria Coren y sobre todo la formidable y sin duda aterradora Grace Dent— que me recordaban a diario que hay montones de mujeres divertidas y bien documentadas, y que realmente necesitaba poner el listón muy alto si quería competir con ellas. Gracias también a las Mujeres Honorarias de Twitter —Dorian Lynskey, Martin Carr, Chris Addison, Ian Martin, David Quantick, Robin Turner, David Arnold— por ser los mejores compañeros de oficina imaginarios del mundo; y especialmente a Jonathan Ross y Simon Pegg, por sus citas increíbles. Y a Nigella, cuyo comentario me hizo gritar de alegría.

Lizzie y Nancy, os quiero, tesoros, y siento mucho que mami tuviera que estar lejos todo el verano, pero la verdad es que el tío Eddie juega mucho mejor con vosotros a Mario Kart; y en cuanto os enseñe a decir «¡Maldito seas, Patriarcado!» siempre que os caigáis, seré la mejor de las madres.

Finalmente, me gustaría dedicar este libro (como si estuviera en un escenario o algo parecido, a punto de tocar «Paradise City», en vez de tecleando en un portátil sin que nadie me vea) a mi marido, Pete Paphides, el feminista más exaltado que he conocido jamás, hasta el punto de que fue él quien me enseñó lo que es el feminismo, o lo que debería ser, al menos: «Ser todo el mundo educado con todo el mundo.» Te quiero mucho, mi amor. Y fui yo quien rompió aquel pomo de la puerta trasera. Me caí sobre él cuando estaba borracha y quería ser Amy Winehouse. Ahora lo puedo admitir.