3. ¡NO SÉ CÓMO LLAMAR A MIS PECHOS!
Por supuesto, sé que la adolescencia es, en teoría, una increíble… eclosión. He pasado mucho tiempo en la biblioteca. He leído la Anatomía de Gray, intentando encontrar las partes más escabrosas. Puedo repetir textualmente lo que dice sobre el desarrollo neural adolescente, sobre cómo el cerebro adolescente explota, básicamente, cuando las hormonas del sexo se activan. La sustancia blanca (fibras como alambres) establece autopistas de razonamiento. El cerebro se ilumina como la Costa Este de Estados Unidos al anochecer: luces que se encienden y se apagan formando ondas; estallidos de estrellas; espirales; olas. A los catorce años, soy un experimento. Por dentro, me están resucitando. Estoy inmersa en una especie de vorágine de perspectivas que, en años posteriores, trataré de emular pagando mucho dinero en discotecas y en fiestas, en cuartos de baño —contando billetes de diez libras para pastillas con las que sentir una décima parte de esa falta de remordimientos, entusiasta y generalizada.
Leo las biografías de contemporáneos de mi edad y me quedo pasmada. Bobby Fisher fue gran maestro de ajedrez a los quince años. Picasso exponía su obra a los quince años. Kate Bush compone The Man With The Child In His Eyes[22] a los catorce años; tan joven que el niño en sus ojos podría haber sido en realidad su propio reflejo. Tengo, como cualquier otro adolescente, el potencial de ocupar un lugar en el mundo, igual o mejor que el de cualquier adulto. Podría ser un jodido genio.
Ésa es la teoría, al menos. Y la verdad es que soy consciente: mi diario registra cómo utilizo esa expansión sin precedentes de mi capacidad intelectual para tomar en consideración algunas de las cuestiones y conceptos más trascendentales: «Ojalá pudiera llorar constantemente. Me desahogaría tanto.» «¿Soy una de esas personas fallidas?» «Algunos días tengo la sensación de que puedo hacer ¡CUALQUIER COSA! Sé que estoy aquí, en cierto modo, ¡para salvar el MUNDO!» «Si llevara un sombrero, ¿parecería más delgada? ¿En serio?» Y el 14 de marzo de 1990: «He encontrado el sentido de la vida: Squeeze. ¡Cool for Cats![23] ¡BRILLANTE!»
Pero, para ser sincera, suelo estar demasiado ocupada apagando los fuegos de mi aspecto físico para prestar mucha atención a mi cerebro, o a mi potencial de genio prodigioso. Tío, es para volverse loca. Te estalla esa mierda por todas partes. La menstruación y la masturbación son lo de menos. Mi cuerpo deja de ser algo que sólo hace caca y rompecabezas para convertirse en unos grandes almacenes mágicos que algún día venderán bebés, y eso ocupa casi todo mi tiempo y mis quebraderos de cabeza.
Una mañana descubro al despertarme que tengo el cuerpo lleno de pequeñas marcas de un rojo amoratado, como si mi estómago, muslos, pechos, axilas y pantorrillas fueran un helado de vainilla con vetas de frambuesa. Al principio creo que es un sarpullido, y me paso dos días embadurnada de Sudocrem, una pomada para culitos escocidos de bebé, con la esperanza de que esto las mejore. Cuando mi madre advierte que se le están agotando las reservas, acusa a Cheryl, que tiene dos años, de habérsela comido de nuevo, y yo, con gran nobleza, no la corrijo.
Pero cuando me examino las marcas más detenidamente, con la puerta cerrada con llave y una lámpara Anglepoise[24], escuchando Cool for Cats a todo volumen para darme ánimos, me doy cuenta de que no se trata de una irritación sino de pequeñas melladuras. Mi piel se ha desgarrado al crecer: son estrías que cubren casi todas las partes suaves de mi cuerpo. La pubertad es como un león que me ha arañado con sus garras mientras intento huir de ella. O como le explico a Caz esa noche: «Tendré que llevar medias y cuello alto el RESTO de mi VIDA. Incluso en verano. Tendré que fingir siempre que estoy helada. Será algo que todo el mundo sabrá de mí. Que soy una friolera.»
Caz y yo vivimos un extraño momento de paz en nuestra relación. Dos días antes nos abrazamos espontáneamente. Mi madre se quedó tan asombrada y alarmada que nos hizo una foto para celebrar la ocasión. Todavía la tengo: las dos con la misma bata, descalzas, con las caras juntas y una expresión que refleja un noventa y ocho por ciento de buenas intenciones y un dos por ciento de agresividad enconada. Nuestra madre cree que por fin hemos establecido un vínculo —unidas por la responsabilidad de ser las dos hermanas mayores en una familia de siete hijos— que nos permitirá zanjar nuestras diferencias como las adultas en que nos estamos convirtiendo rápidamente.
Si nos abrazamos en realidad es porque acabamos de tener una conversación de dos horas sobre cómo llamar a nuestra vagina.
—Soy incapaz de pronunciarlo —le digo a Caz.
Estamos en el dormitorio, yo en la cama, ella en el suelo. Es la novena vez que escuchamos Cool for Cats esa mañana. La cinta está cada vez más desgastada, y la voz de Chris Difford tiembla un poco cuando los indios mandan señales desde las rocas, en lo alto del desfiladero. Caz está tejiendo un jersey para tener algo que ponerse.
—Creo que prefiero hacer como que no tengo antes que llamarla «vagina» —continúo—. Como algún día resulte herida y me lleven a un hospital muy serio, donde la jerga esté prohibida y me pregunten «¿Dónde le duele?», creo que, antes que decir «En la vagina», les contestaré «¡A ver si lo adivinan!», y luego me desmayaré. Odio la palabra vagina.
—El año pasado era mucho más fácil —asiente Caz, con tristeza.
Hasta el año pasado, todos los niños Moran vivimos bajo la ilusión de que la palabra «ombligo» no se refería al hoyo arrugado en el centro de la tripa, sino a los genitales femeninos. Cuando nos hacíamos daño en esa zona gritábamos: «¡Me he dado un golpe en el ombligo!», y todos lo entendíamos. Por eso nos parecía tan divertido lo de «oficial naval»[25]. Cuando el Príncipe Andrés se casó con Sarah Ferguson y, en la retransmisión de la ceremonia de la BBC1, Jonathan Dimbleby se refirió a él como «oficial naval», nos dio tal ataque de risa que tuvimos que tumbarnos boca abajo en la escalera para que la sangre nos volviera a la cabeza.
Además, durante un breve período, en 1987, nuestra hermana pequeña Weena pronunció «china» en vez de «vagina», y los demás utilizamos ese término por algún tiempo. Ese mismo otoño, T’Pau sacó el single del número uno «China In Your Hand»[26], y tuvimos que volver a tumbarnos boca abajo en la escalera para que nuestra circulación sanguínea volviera a la normalidad. Entrar en una tienda donde sonaba el tema era un grave riesgo. Teníamos que salir corriendo, con las capuchas puestas, muertos de risa.
Así que ahora, en 1989, no tenemos ninguna palabra para «vagina», y con todo lo que está ocurriendo allí abajo, sentimos que necesitamos una. Guardamos silencio, pensativas, un momento.
—Podemos llamarlas Rolfs —dice Caz, finalmente—. Cómo Rolf Harris… Me recuerdan a su barba.
Nos miramos. Las dos sabemos que Rolf Harris no es la respuesta que buscamos.
El problema con la palabra «vagina» es que las vaginas siempre parecen traer problemas. Sólo una masoquista querría una, porque sólo les pasan cosas horribles. Las vaginas se desgarran. Las vaginas se «examinan». Se encuentran pruebas en ellas. Los asesinos en serie dejan cosas en ellas, como señales de un código morse; son como la repisa de la entrada, donde dejas las llaves y las monedas pequeñas. Nadie quiere una.
No. Aclaremos esto desde el principio: en realidad, yo no tengo vagina. Nunca la he tenido. La verdad es que conozco muy pocas mujeres que la hayan tenido. La reina Victoria, evidentemente. Barbara Castle. Margaret Thatcher. Con el vello púbico peinado, por supuesto, como si fuera una réplica de su cabeza.
Pero todas las demás mujeres…, no. Porque no creo que yo sea la única. Nadie que conozco llamaría «vagina» a la vagina. Tiene nombres en argot, apelativos cariñosos, nombres inventados, nombres acuñados en el salón familiar que luego han pasado de generación en generación. Cuando pregunté en Twitter los apelativos que le había dado la gente en su infancia, recibí más de 500 respuestas en 20 minutos; un gran porcentaje de ellos completamente irracionales. Fue como abrir la Caja de Pandora de la Entrepierna. El primero que llegó marcó el tono: la madre de mi mejor amiga de la infancia llamaba a la vagina «el patito», y al período «la enfermedad del patito».
Ésta es, con claridad, una línea de pensamiento que no se ha visto interrumpida —puede que en generaciones— por ninguna influencia exterior. Es una endogamia léxica.
La variedad de nombres era inmensa. Algunos eran bastante bonitos y divertidos: tu flor, tu monedero, rajita, chichi, pepita, María, conejito, chirla, almejita, papaya, cascabel, pizquita, osito, ninfa, patatilla, higo, bollito, magdalena y bolsillo.
Era evidente que otros tenían su origen en alguna broma familiar: Valeria, tita Elena, ñoqui, fandango, pudin de Yorkshire (ella gritaría: «¡Tengo arena en mi Yorkshire!»), bajo el menhir y el centro de Birmingham.
Y luego estaban los muy estrambóticos y/o inquietantes: tu diferencia, tu secreto, tu problema, dulce Fanny Adams (el apodo de una niña victoriana asesinada; en resumidas cuentas, un mal día para el imaginario de la vagina) y cloaca. Supongo que «cloaca»[27] salió de una familia que criaba serpientes y utilizaba la misma palabra con todas las especies para ahorrar tiempo.
Entre los nombres que me llegaron, fue interesante encontrar la-la, tinky y po: casi todos los Teletubbies parecían estar basados en apelativos familiares de vagina. Imagino que en algún lado hay que buscar la inspiración.
Yo, personalmente, tengo un coño. A veces es un «chocho» o una «vulva», pero casi siempre es mi coño. Coño es una palabra correcta, antigua, histórica y fuerte. Me encanta que mi escalera de incendios sea, con mucho, la palabrota más utilizada en la lengua inglesa. Sí. Así de poderosa es, chicos. Si os cuento lo que tengo ahí abajo, puede que las damas ancianas y los clérigos se desmayen. Me encanta cómo se escandaliza la gente cuando dices «coño». Es como tener una bomba atómica en las bragas, o un tigre enloquecido, o un arma.
Comparado con esto, la mayor palabrota que tienen los hombres de sus partes íntimas, «polla», resulta francamente insípida, y estoy segura de que te dejan utilizarla hasta en Blue Peter[28] si algo va mal. En una cultura donde casi todo lo femenino se sigue viendo como algo remilgado y/o débil —la menstruación, la menopausia, el mero hecho de llamar a alguien «niña»—, me encanta que «coño» se mantenga ahí, por sí sola, como la palabra suprema e invencible. Tiene casi una resonancia mística. Es un coño —todos sabemos qué es un coño—, pero no podemos llamarlo coño. No podemos pronunciar la palabra. Es demasiado poderosa. De igual modo que los judíos no pueden pronunciar nunca Tetragrámaton, y deben decir «Jehová» en su lugar.
Por supuesto, comprendí que todas mis teorías sobre llamar coño a mi coño no servían para nada cuando tuve dos hijas. No tiene el menor sentido hablarles de «las resonancias místicas de Jehová» y esas cosas cuando en la guardería les persigue un profesor con una escoba, enfurecido porque ellas han dicho tan tranquilas la peor palabrota de la lengua inglesa, justo antes del refrigerio de media mañana.
Cuando Lizzie tenía sólo unos días —más o menos cuando se me pasó el efecto del primer kilo de morfina y pude volver a concentrarme en las cosas, aunque, para ser sincera, me faltaran más de dos semanas para sentarme de nuevo sin gritar «¡VIRGEN SANTÍSIMA…, CREO QUE ESTÁ ROTO!»—, mi marido y yo mirábamos a nuestra preciosa niña. Con sus ojos azules, su boquita de piñón y tan suave como un ratón de terciopelo, acababa de hacerse una caca tan enorme que se había metido hasta el último rincón de la parte inferior de su cuerpo.
Mi marido se acercó a sus partes bajas, indeciso, con una toallita limpiadora y luego se desplomó en una silla, con aire derrotado.
—No sólo tengo que quitar todo… esto —dijo, como si fuera a darle un ataque—, sino que ni siquiera sé lo que estoy limpiando. ¿Cómo vamos a llamarlo? No podemos decir «coño».
—¡Su NOMBRE es Lizzie! —contesté, desconcertada.
—Ya sabes a qué me refiero —suspiró mi marido—. No voy a utilizar esa palabra. Eso es lo que tú tienes. Un coño. Pero no lo que tiene ella. Tú tienes… a Scooby. Ella, a Scrappy Doo[29]. Es completamente diferente. Oh, Dios…, se ha puesto la espalda perdida, se ha manchado hasta el gorro. Estoy quitando caca de un gorro. No estoy seguro de que me guste esto de la paternidad. ¿CÓMO VAMOS A LLAMAR A SU VAGINA?
Nos pasamos las siguientes semanas aportando ideas como dos ejecutivos que diseñaran la campaña publicitaria de un nuevo yogur con sabor a jamón.
—Parece una mariquita —dijo mi marido en un momento especialmente imaginativo—. Podemos llamarla ¡su mariquita!
—Sí, pero si nos ponemos así, también se parece al escarabajo de Volkswagen —señalé—. Podríamos llamarla Herbie. Y cuando llegue a la adolescencia y se vuelva loca por los chicos, podremos repetirnos el uno al otro «Herbie se va a por plátanos»[30], mientras tú construyes un torreón sin puertas donde encerrarla.
Otra semana, a mi marido se le ocurrió Baby-Gap —«¡Es su baby gap!»— que, además, de ser muy ingenioso, suponía que, al ponerle una camiseta o un jersey con el logo de Baby Gap[31], nos partiríamos unos minutos de risa.
El caso es que ese nombre vivió deprisa y murió joven; lo utilizamos tanto que dejó de ser gracioso. Las palabras empezaron a parecer viejas y trilladas, como un chicle mascado demasiado tiempo.
Sabíamos que necesitábamos algo menos artificioso, pero hasta que Lizzie no comenzó a hablar, hacia los doce meses, la palabra no me vino a la cabeza.
Ella se había caído y se había hecho daño en el baby-gap. Al sentarla en mis rodillas y explicarle en voz alta lo que le había pasado —como se hace cuando se enseña a hablar a un niño— me sumergí en la oscuridad de mi subconsciente y regresé con:
—Bot-bot. Te has hecho daño en el bot-bot —dije, secándole las lágrimas.
Bot-bot, así es como mi madre llamaba a nuestros genitales antes de que llegáramos a la adolescencia: «bot» la parte de atrás, y «bot-bot» la de delante. Una palabra que sirve para todo. Éramos demasiado pobres para algo más… especializado.
Y aquí estaba ahora, de nuevo en funcionamiento para otra generación. Un nombre redondo, pulcro, contundente y pequeño para un bot-bot redondo, pulcro, contundente y pequeño.
Por supuesto, cuando crezca, Lizzie estará igual que Caz y yo en 1989. Cuando eres adolescente, necesitas encontrar algo un poco más… roquero. No puedes seguir llamando bot-bot a un lugar que va a ser el epicentro de la mayoría de tus decisiones y pensamientos durante los próximos cuarenta años. Scarlett O’Hara no correteaba por Atlanta detrás de Ashley y luego de Rhett por culpa de su bot-bot. No hay ningún bot-bot en las pinturas de Georgia O’Keeffe. Madonna no enseña su bot-bot en Sex.
A menudo, después de caminar hasta un claro del bosque y fumar una pipa ceremonial con los nativos, he pensado que idear un nombre para los genitales es un rito iniciático tradicional para las chicas. Tan importante como la primera regla, o decidir si puedes llevar o no pantalones de peto. Cuando empiezan los «toqueteos» en el colegio —creo que hoy en día hacia los doce años; parece la versión un poco más madura del deseo incontenible de los niños pequeños de meter el dedo en los reproductores de DVD—, es importante que una niña empiece a pensar exactamente dónde le toquetean. Aunque «dentro de mí» es un buen punto de partida, es, básicamente, una dirección o una orden, no un nombre.
En la actualidad, en un mundo en el que los adolescentes reciben toda la educación sexual de la pornografía, es posible que Adán diera nombre a los animales, pero Ron Jeremy[32] se lo da a las vaginas. Como era de esperar, si se deja la elección de las palabras a los actores porno que improvisan el diálogo en una escena de doble penetración, no hay mucha reflexión, ni delicadeza, ni estética en ellas.
En consecuencia, está creciendo una generación entera de chicas que llaman a sus genitales «pussy»[33]. Personalmente, no me gusta «pussy». He escuchado demasiadas veces ese término para aludir al tercer personaje de una película porno para que pueda parecerme alegre o divertido.
«Eso le gusta a tu pussy, ¿verdad?» «¿Le doy esto a tu pussy?»
Tiene esa desagradable desconexión física —las mujeres separadas de sus vaginas— que me resulta tan antierótica en la mala pornografía; ADEMÁS de dar siempre la incómoda sensación de que el caballero quizá esté hablando del gato de la mujer, sentado justo detrás de la cámara con una mirada torva.
Algún día, pienso ociosamente, todos esos gatos que ven cómo se ruedan escenas porno se sublevarán, asqueados por la zafiedad de unos diálogos que con tanto descaro los señalan a ellos, se dirigirán al plató y vomitarán ostentosamente una bola de pelo en mitad de una felación.
Pero, seamos sinceros, «pussy» es lo de menos. Hay una colección de palabras de argot que, de un modo u otro, son tan horribles como «vagina». ¡Hablemos de ellas!
- Tu sexo: suena como un intento preventivo de exculparse.
- Agujero: algo malo que puede pasarle a las medias o a las mallas. Mi Johnnylulu[34] es algo BUENO que les pasa a las medias o a las mallas.
- Tarro de miel: sugiere la llegada inminente de abejas.
- Potorro: una mezcla muy desagradable de boñigas, estupidez y puñetazos. No.
- Bush[35]: la banda de rock con ese nombre es un coñazo. La vegetación está llena de arañas. No.
- Vag: parece el nombre de una mujer prepotente y agresiva como Barb y Val[36]. Sugiere también un fumador compulsivo de Rothmans, y una adicción límite al bingo. No.
Por otro lado, las que sí me gustan:
- Chumino: suena un poco a gato ligeramente explotado.
- Chichi: divertido.
- Chocho: un caniche francés mimado y algo ridículo.
- El pozo de Saarlac[37]: eco infinito, entre otras cosas porque, por mucho que quiera a Han Solo en su interior, jamás lo consigue.
La verdad es que, una vez que empiezas a poner nombres estúpidos a tu vestíbulo principal, no hay ningún motivo para parar.
«Se está yendo todo por el West Midlands Safari Park y Zoo», diré, tristemente, sentada en el váter en pleno ataque de cistitis. «El árbol fue alcanzado por un rayo en el jardín de medianoche de Tom.»[38]
Y otros días más felices una puede comentar: está entrando la niebla en el promontorio de Kintyre[39].
Pero ¿qué pasa con tu delantera? Después de todo, no parece que sea más fácil encontrar un nombre para los pechos. Están sobre la caja torácica desde que tienes trece años, y apenas existe una palabra para referirse a ellos que no vaya a resultar embarazosa para ti, o para otra persona.
Hace un par de años, Scarlett Johansson, la vampiresa de moda de voluminosos labios, reveló que llamaba a sus pechos «mis niñas».
«Me gustan mi cuerpo y mi cara», dijo, haciéndose eco del pensamiento de todos, excepto los ciegos, «y me encantan mis pechos: los llamo “mis niñas”.»
No era la primera vez en su carrera[40] que Johansson sacaba un tema controvertido. ¿Cómo, exactamente, puede llamar una mujer adulta de manera sensata e ingeniosa a sus tetas? Ella tiene la respuesta perfecta: «mis niñas» es divertido, posesivo y femenino; pero nadie más puede llamarlas así, porque todo el mundo pensaría que hablas de las tetas de Scarlett Johansson, no de las tuyas.
—No sé…, ¿no quedan raras mis niñas con este top? —podrías decir.
—Bueno, «mis niñas» quedarían fantásticas con ese top, porque Scarlett Johansson tiene una delantera capaz de traer la paz al mundo —respondería una amiga—. Pero las tuyas parecen deformes, y tus pezones andan por todos lados. Para ser sincera, me recuerdan a los ojos de Marty Feldman.
En el mundo de los tabloides, por supuesto, las cosas son fáciles. La palabra es melones. O, más bien, ¡MELONES! «Keeley, la chica de la tercera página, tiene unos ¡MELONES fantásticos!», dice Shayne Ward. «¡Cheryl tiene los mejores MELONES de Girls Aloud[41]!» Incluso cuando alguien utiliza otro término al hablar con un periodista del Sun, su magnífico corrector ortográfico lo transforma siempre en «melones». Una vez me entrevistaron en la época en que llamaba a mis tetas «cántaros»[42] (era el momento cumbre del britpop; sólo pensé que el grupo Blur lo aprobaría) y, como era de esperar, el artículo se publicó al día siguiente con un «“Me encantan mis MELONES”, dice Caitlin Moran».
Personalmente, no tengo melones. Ni uno. Me pareció tan extraño como leer: «“Me encanta mi COLA PRENSIL A RAYAS DE LÉMUR”, dice Caitlin Moran.»
«Melones» suena demasiado a Benny Hill. Los melones son redondos, rebotan, hacen gracia; es como si hablaras de «tus payasos rosas del pecho», imitando —wah wah wah waaaaaaah— el sonido de un trombón, y zanjaras así el asunto.
Los melones son, por lo general, blancos y de clase obrera. En realidad, no hay melones de Bangladesh ni de Bahréin. No hay «melones de Lady Antonia Fraser». Melones es lo que tienen Jordan, Pamela Anderson y también Barbara Windsor, excepto cuando Barbara tiene un cáncer de mama en el guión de EastEnders, y éstos pasan a ser rápidamente «pechos». Los «melones» no pueden, por supuesto, tener cáncer, o dar de mamar, o ser objeto de las sutiles artes eróticas del Tao. Los melones existen únicamente para moverse arriba y abajo en el pecho de las mujeres entre doce y treinta y dos años, después están demasiado caídos, y entonces supongo que desaparecen de la faz de la tierra, rumbo al espacio; es posible que acaben formando parte de los anillos gigantes de Saturno.
Exactamente por todo lo contrario, «pechos» tampoco sirve. Nunca escuchas la palabra «pechos» en un contexto positivo. Pechos son malas noticias. Como le pasa a la vagina, los pechos están para que los médicos los examinen y para tener cáncer; y, además, es la palabra que eligen tipos que van a hacer cosas retorcidas contigo («¿Puedo tocarte el pecho derecho con el dedo?») o viejos pervertidos («Sus magníficos pechos se vieron liberados del fino tejido, y parecieron bailar hacia Hengist[43]»).
«Pechugas» es una alusión terrorífica a pollos descuartizados y cocinados al vino blanco. «Busto» recuerda un poco a Les Dawson[44]. «Escote» tampoco sirve, es evidente: «me duele el escote»; ni tampoco «embonpoint», que suena a puntillas y bordados, así que dejaría de existir en cuanto te quitaras el sujetador. «Tetas» resulta agradablemente realista en la vida cotidiana: «dame un KitKat, me he dado un golpetazo en la teta con la puerta», pero no acaba de funcionar su paso a la vida nocturna, donde parece un poco brusco. Personalmente, me gusta bastante la idea de «los muchachos», pero también llamo así a mis siete hermanos, y como ese potencial de confusión podría aumentar aún más la incidencia de nuestros trastornos mentales, será mejor que lo olvide.
Pasé por una época en que les daba nombres de parejas famosas: «¡Me hizo sacarme mis dos Ronnies!»[45] «Iba todo tan bien hasta que el espantapájaros y la señora King[46] se negaron a entrar en el top.» «En realidad las llamo Simon y Garfunkel porque una es más grande que otra.» Pero entonces tuve un bebé. La comadrona me miró con mucha severidad cuando intenté meter el vértice de «Christopher Dean» en la boca de mi recién nacida, mientras «Jayne Torvill»[47] yacía, traumatizada y sangrante, al lado.
La lengua inglesa tiene que ser capaz de entender de un modo convincente el problema de los senos de las mujeres. Lo cierto es que, dado lo timoratos, ignorantes y ridículos que somos, hay bastantes probabilidades de que éste siga sin resolverse por algún tiempo. Quizá deberíamos abandonar el lenguaje hablado en el interregno y referirnos a ellas sólo como «(.)(.)».
Sin duda, la solución de mi problema y el de Caz fue comprender que, cuando se trataba de pechos y vaginas, el lenguaje no era realmente necesario. Tras un breve período en que los llamamos, al alimón, «Arriba y Abajo» —con la ventaja adicional de que sonaban como la producción clásica de la BBC, que tanta gente recuerda con cariño—, caímos en la cuenta de que podíamos limitarnos a señalar las zonas pertinentes mientras decíamos con los labios «allí», exageradamente, como Les Dawson. «Allí» y «allí» funcionó a modo de operación de contención hasta que nos hicimos lo bastante mundanas e indecentes para decir «tetas» y «coño»: yo a los quince años, y Caz hacia los veintisiete, creo recordar. Pero ¡menudo discurso de dama de honor pronunció!