DOCE CORALES
Plácido se adormilaba. El caballo era lo bastante viejo y manso para echar un sueño sobre él y acortar así el camino hasta la encrucijada del pueblo. A partir de allí, mientras durase el peligro, se haría el dormido. Lo había aprendido de los perros. Van por los sitios que conocen como si nada; la cola ni baja ni rizada, husmeándolo todo, haciendo la gracia en las esquinas, en los postes y hasta en los portales. Pero al cruzar un barrio poco familiar se apartan de las casas, dejan caer la cola y la cabeza, y hasta cojean un poco.
Plácido, imitándolos, se hacía el dormido, abandonaba las riendas y dejaba que el penco acortase la marcha. Así, inofensivo, pasaba el pueblo y todo el camino hasta que perdía, en el recodo de La Pastora, la tienda de don Cipriano. A partir de aquel sitio, el hombre y la bestia parecían distintos. Todo se ponía en movimiento. Plácido, un poco colgado sobre un lado, picando el ijar del penco, componiéndose el sombrero de yarey que hasta entonces le había cubierto el rostro.
Llevaba las alforjas llenas de sal para los insurrectos que estaban en el monte. Cinco arrobas por lo menos.
A veces, en el fondo, un poco de venda y quinina, aunque no siempre, que ante todo lo que importaba era la sal. Ahora, aún en la modorra, algo en punta, como un clavo, comenzó a inquietarlo. Pasó un rato antes que se depertase del todo. Era a causa del yarey: el sobrino de don Cipriano, estando Plácido tomando la mañana, había dicho con manifiesta intención:
—Están buscando a uno que pasó con un yarey nuevo y cuando regresó no traía nada sobre la cabeza.
El muchacho hablaba mientras enjuagaba el vaso. Parecía que miraba a hurtadillas, pero Plácido no se comprometió, aunque algo del color se le fue.
—¿Y eso también es delito? —preguntó para reponerse.
—No sé; parece que piensan que está en cosas con los insurrectos y que con ellos se quedó el sombrero. Ya sabe cómo es el sargento. Dice que lo ahorcará si lo coge.
Y allí iba Plácido, ya con los ojos muy abiertos. Se compuso en la montura y, como ya estaba llegando a la encrucijada, dejó caer el cuerpo sobre sí mismo e inclinó la cabeza como si dormitase; pero, ¡bien despierto que iba!
Ocultos los ojos se hacían más precisas las imágenes; sobre todas, las del sargento. Un bruto cuadrado. Más bruto y más cuadrado cuando se trataba de los insurrectos o de sus amigos. Los que llevaban a su presencia iban con escalofríos y no salían como habían entrado, si es que salían.
El sargento se estaba fijo en la mente de Plácido; y también las arrobas de sal de las alforjas; y el yarey que había dejado en el monte. Pensó, asimismo, en la valla. El domingo anterior perdió un canelo que «era un tigre» cuando ya estaba a doblón por él. Le parecía estar oyendo la voz del sargento; «¡Pago a doblón! ¡Pago a doblón!» Ya el canelo con la «vena» se oía el grito del sargento: «¡Arriba, colorao, que eres jerezano!» Pero ya el canelo no tiró más; inclinó la cabeza, bajó la cola y se puso a esperar el final, mientras el contrario, crecido, lo cruzaba como un rayo con las espuelas una y otra vez Cuando lo cegaron dio un salto y pareció que quería hacer algo, pero volvió enseguida a su posición anterior.
—¡Levántalo, Plácido! —gritó una voz estentórea— ¡Déjalo para padre! —Plácido, aún atento hasta aquel instante, se sonrió. No, ¿para padre? Una cosa era «calidad» y otra aquello: «ley de boniato» ¡Dejarse matar así, sin levantar las patas del suelo!
—¡Onza a peso!
Un traspiés del caballo lo sacudió. ¿Acaso sería la suya también ley de boniato? Mejor era irse al monte, levantar de una vez las patas del suelo y «tirar» ¡Si ahora lo cogía el sargento! ¡No digo yo la vena! Pero cada hombre era lo queera. Como los gallos. El se estaba en el pueblo de majá, escurriéndose entre los «civiles» ni en un lado ni en el otro: en los dos. A veces se imaginaba como un gallo suelto en medio de la valla, sin espuelas, frente a un enemigo temible. Hoy la sal, mañana la correspondencia, hasta el yarey nuevo. Un día le habló el dueño de la tienda:
—Oye, Plácido, este mes llevas comprada media docenas de sombreros.
El había respondido con su sonrisita infeliz:
—Sí. Se pierden; dos fueron para Nicasio.
Siempre en el peligro, pendiente del azar. Sin cobrar nunca. Las «partidas» en la manigua tenían sus ganancias. Un asalto, una sorpresa. Se lanzaban al galope, con los machetes preparados. Entonces todo llegaba a la cumbre: el esfuerzo, el grito ronco, la muerte. Había un momento ya sin ataduras de ninguna clase. El caballo casi en el desboque, los cuerpos rígidos. El hombre era entonces como una bestia triunfante, como un gallo fino. El último como el primero, todos iguales. Lo de Plácido era muy distinto; siempre escurridizo, siempre en el disfraz Majá. Sonriendo infelizmente en la tienda mientras compraba la sal, o el machete, o el nuevo yarey.
—¡Tanta sal, Plácido!
—Esa gente me mató ayer otra vaca; tengo que salar el cuero.
La valla era apenas un desquite. Allí estaba el sargento gritando, vociferando sus «monedas al gallo colorao» ¡Como si hubiera gallos coloraos.
Pero había hombres para todo, como había gallos de todas clases. Y Plácido también era como era. Le habría gustado mejor estar en la manigua que acarreando sal para los insurrectos. Tenía un buen caballo, lo mismo que tenía un gesto violento. Y allí, montado en un mal penco, dándole su sonrisa a todo el mundo. A los insurrectos también. ¡Qué cosa! No todos comprendían lo que tenía que hacer a diario, con la sombra de la soga detrás de él. Pero se sonreía y se sonreía como un infeliz Y hasta le llevaba un yarey nuevo al que se lo pidiera. ¡Ahora mismo llevaba uno en las alforjas!
Nunca dijo: «Es peligroso» Eso quedaba para pensarlo él, como ahora que ya estaba entrando en el pueblo. Estremeciéndose, sintió que alguien lo llamaba:
—.¡Eh, paisano, paisano!
Plácido, por un momento, quiso hacer saltar a su penco; el cuerpo se le irguió.
—¡Oye!
Hizo como que no oía, como que dormitaba, y dejó seguir a la bestia.
—¡Oye!
Al fin se volvió. El soldado venia hacia él, el fusil colgándole en el brazo.
—Vamos, que el sargento quiere verte.
—¿El sargento?
La expresión del soldado le pareció burlona. Era la guerra. La emboscada y la matanza habían crecido los odios hasta hacerlos espesos. De pronto se oía un tiro y el soldado caía con el balazo en el pecho. No se veía nada. Se oía el tiro y nada más. Otra vez el camino era espantosamente difícil: sofocaba el calor, sofocaban las ramas que se atravesaban; la fiebre. Envenenaban las aguas palúdicas. Y había que marchar sobre fangueros o a través de sabanas como desiertos. El odio crecía. En ocasiones, cuando la desgracia era mucha, acaso no. Se pensaba más: ¿qué hacían ellos allí? Soldados hubo que acabaron por irse también al monte. Otras veces, cuando el soldado iba más cansado, llegaba el tropel. Surgía de pronto de una ceja de monte, de un barranco. Galopes de caballo y brillos de las hojas de acero en avalancha. No quedaba tiempo sino para morir. Para taparse el rostro con el brazo y morir, roto el último pensamiento.
Plácido no pensó en huir, se recogió más en sí mismo, se hizo más infeliz sobre su penco, apretando con las rodillas las alforjas como para hacerlas más pequeñas.
—¿El sargento? ¿Qué me quiere el sargento?
—Te llama; ya te lo dirá.
Otra vez se acordó de la valla; de su gallo canelo, con la cola y la cabeza bajas, dejándose matar. Sentía ya los puños del sargento, como zapatazos, retumbándole en el cráneo. Iba pálido, pero en los labios le quedaba un resto de aquella sonrisa tan característica. No se acordaba del canelo solamente; había tenido un «indio malatobo» que le decían la Serpiente. Se escurría, se agachaba, mientras los golpes del contrario daban en el aire. El que lo conocía le jugaba en contra: «6abe demasiado para ser fino» decían. Pero el «malatobo» siempre escapaba, hasta que un día se huyó sin una picada. Cuando volvió a la valla lo mató «un ratón»
No, la ley de Plácido no era de «boniato» Si acompañaba al soldado sin resistirle era porque ese era su oficio; porque esa era su suerte. Tenía que hacerse el infeliz desde la punta de la cabeza hasta los cascos del penco. Si no, andana montado en su potro tordillo, en el cual no sería muy fácil que lo cogieran. Vigilando al soldado, arrojó al suelo un puñado de sal. Fingiendo una indiferencia que más bien lo comprometía, no osaba ya preguntarle otra vez al soldado.
Bueno, parecía que le había llegado la hora. ¡El maldito yarey! A lo mejor lo ahorcaban.
Arrojó otro puñado de sal. Al instante, dos puñados más. —¡Ah! ¿Y el yarey que llevaba? ¿Cómo iba a explicarlo todo? Los otros de la tienda también le saldrían. Pero, sobre todo, la sal. Aquella sal.
Como el soldado lo miró cuando iba a echar otro puñado de sal, quiso darle una de sus sonrisas, pero le salió torcida como si estuviera tragando en seco. Al soldado no le importaba; ni siquiera se fijó en la palidez de Plácido. Probablemente estaba acostumbrado a que se pusieran pálidos todos los que llevaba hasta el sargento.
Plácido se compuso exageradamente sobre la montura mientras echaba al suelo dos o tres manotadas de sal; ya sentía más pesada la alforja que iba hacia el lado del soldado.
—¿Qué haces? —preguntó el soldado queriendo extrañarse.
—Está flaco el penco, los huesos atraviesan la montura.
—Acaso él también dirá lo mismo, porque tú no estás tan gordo.
—Ja, ja, ja. Usted es gracioso.
El soldado lo miró con ojos aburridos. Explicó:
—El sargento me dijo: «Traime al gallero ese que vive después de La Pastora» Para allá iba yo cuando te vi. «Tráimelo en seguida» dijo. Si a mano viene tú sabes para qué te llama.
—No, no sé. Yo estoy para servirlos. Soy un hombre tranquilo, como todos saben.
Cuando llegaron al cuartel, Plácido apenas había podido tirar unos cuantos puñados más de sal.
—Entra con el caballo; puede ser que sea para largo.
No, no iba a durar mucho. Allí estaba el sargento con su figura brutal, tan distinta a la suya. Él, alto, flaco, doblegado. El otro, bajo, cuadrado, rojo y agresiva. Sobre la mesa, al alcance de la mano, la pluma y el vergajo.
—¡Ah, eres tú!
Pareció que todo había cambiado; que el bruto se hubiera hecho de seda.
—¡Eres tú! —volvió a exclamar levantándose.
El sargento miró a Plácido por un instante, como si no tuviera nada contra él, y de pronto dijo:
—Traigan café para el amigo.
Así procedían algunos guajiros cuando él los visitaba; antes que nada un poco de café.
Plácido comenzó a reponerse; aquello no era para nada malo. Pero pensó rápidamente en la sal, en el yarey que tenía en las alforjas, y casi se quiso entregar a la fatalidad.
El sargento, que le había dejado caer suavemente una mano sobre el hombro, le dijo con cordialidad:
—Ven conmigo. Quiero que veas algo.
Plácido no pudo evitar que se le helaran las plantas de los pies. Siguiendo al sargento, llegó a un patio donde se alineaban unas jaulas para aves.
—¡Mira! ¿qué te parecen? ¿Los has visto iguales alguna vez?
Plácido era todo lo que se puede exigir de un hombre. Vivía conscientemente alrededor de la muerte. Pero, además, era gallero. Acaso, antes que nada, era gallero. No sólo para él mismo, sino para todos. Aún no era el viejo que es hoy, pero era Plácido el Gallero. Entre las cualidades de cualquiera de sus gallos estaba esta otra: «Lo cuidó Plácido». Si estaba con los insurrectos era porque había nacido cubano, acaso también porque a un gallo de pelea no se le puede decir que el «colorao» Ahora estaba mudo de asombro. Pasaba de una jaula a otra, todo lo otro olvidado ya, manifestando su asombro con aclamaciones y palmadas. Cuando llegó al último jaulón se volvió hacia el sargento. Juntó y abrió los brazos, exclamando:
—¡Doce corales! ¡Son doce corales!
El sargento, lleno de orgullo, reía a carcajadas.
—¿Cómo, cómo? —preguntaba.
—¡Doce corales!
Nunca había oído aquella expresión, pero le gustaba: sabía que significaba algo superlativo, y que en boca de Plácido era más aún. Se hubiera estado todo el día haciendo la misma pregunta para que le respondiera lo mismo.
—¿Son doce corales? ¿Doce corales? Entonces, ¿son buenos?
—¡Oh! ¿Buenos?
Plácido sacó uno de los gallos: para calmarle la agitación lo movió de un lado a otro con ambas manos, le pasó los ágiles dedos por las alas, componiéndole las plumas, y después de sopesarlo lo levantó en alto, buscándole el perfil:
—¡Un pájaro! —exclamó.
—¡Un pájaro! —remedaba el sargento lleno de felicidad—
¡Ja, ja,ja! ¡Un coral! ¡Un pájaro!
Verdad, era verdad. ¿Cómo no se había fijado antes?
Eran como corales, como pájaros. Los dos reían. Acababa de llegar el café y mientras lo tomaban se reían felices.
Entonces ocurrió algo.
Para llegar al patio habían seguido un pasillo. A un extremo del pasillo, el patio; al otro, el despacho, del sargento. Y Plácido acababa de ver como ponían sobre la mesa del despacho sus alforjas cargadas de sal, y al lado de ellas el yarey que llevaba escondido.
Se estaba riendo cuando lo vio.
El sargento, pletórico, decía:
—Uno es para ti. Me los vas a tusar. Uno es tuyo. Sé que eres el mejor gallero de la provincia. ¡Y ahora con estos corales!...
Plácido ya no lo seguía; tenía perdido el color viendo venir el soldado por el pasillo.
—¿Te ocurre algo? —preguntó el sargento.
Plácido movió negativamente la cabeza, con su sonrisa infeliz característica toda descompuesta. El sargento insistió con calor. Era dichoso. Hacía tiempo que no era tan dichoso. Su crueldad habitual era odio y venganza adquiridos, casi profesionales, y su alegría de ahora era suya propia. ¿Qué le pasaba al amigo? ¿Es que ocurría algo con sus doce corales? ¿Se sentía mal?
—¡Habla, hombre, habla!
A unos pasos, impaciente y respetuoso, esperaba el soldado. El sargento lo notó con mal humor.
—¿Qué quieres ahora? Déjame tranquilo.
Se extrañó viendo la insistencia del soldado.
—¿Es que no oyes?
—Mi sargento...
Pero el sargento no quería ahora saber nada. Estaba todo entregado a su amigo. Y además, Plácido acababa de ponerle una mano sobre el hombro.
—Dime, dime. Caramba, pensé que te ocurría algo malo. ¿No es nada? Espera entonces.
Tranquilo ya por Plácido, lo volvía a ganar la extrañeza por la actitud insistente y desacostumbrada del soldado. Resolvería en seguida lo que fuera y vendría a estarse en paz con su tesoro. Plácido lo vio ir hacia el despacho. Miró a su alrededor las altas tapias del patio; no podía escapar. Todo acababa de torcérsele cuando ya creía tener encontrada la solución. Acaso aún tendría tiempo.
Tornó a acordarse de «malatobo», metedorde cabeza, agachao y escurridizo como un majá. El no iba a ser menos.
De nuevo apareció el sargento en el pasillo, el rostro furibundo. Acababa de gritar: «¡Imbéciles! ¡Todos son unos imbéciles!» Por primera vez en su vida lo ponía furioso que se le presentara la ocasión de hundir a un enemigo. ¿Por qué tenía que ser precisamente en aquel momento? ¡Tan contento que estaba hacia un instante!. Pero al traidor aquel lo iba a aplastar de un solo golpe. ¡Doce corales! ¡Doce pájaros! ¡Conque doce corales!
Los dos rostros se encontraron. El del sargento, furioso, pero con un resto de esperanza que le quitaba la agresividad; el de Plácido, sonriendo y casi conmovido.
—¿Usted notó lo que me pasaba, eh? —dijo.
El sargento apenas movió la cabeza.
—Usted sabe, uno es lo que es. Uno sabe sus cosas y hace bien en ocultarlas cuando todos nos hacen más que vigilarlo. Si uno dice lo que sabe, se fastidia. ¡Ah...! ¿Qué camino cogía aquel infeliz cuando él pensaba que lo iba a negar todo? ¡Pero Plácido continuó, «ventajoso» como si tuviera presente a su mala —tobo:
—A nadie le he dicho mi secreto. A usted es distinto. Usted no es del patio, y si promete no contárselo a nadie... Si me promete...
El sargento estaba menos furioso. Había pensado que Plácido iba a confesar y... ¿Es que no se daba cuenta ese infeliz de que ya lo sabía todo? ¿Qué hasta el tendero acababa de acusarlo?
Plácido, sonriente, moviendo la cabeza de uno a otro lado, le puso la mano sobre los galones, miró a todas partes y le acercó los labios al oído:
—¿Para cuándo los quiere pelear...? No, espere. Antes de tusarlos... Espere... Yo mismo lo voy a enseñar. A nadie, ni una palabra, ¿eh?
Se acercó más al sargento y le dijo como en un susurro:
—Sin que lo noten mucho los otros, tráigame un buen puñado de sal gruesa; en mis alforjas hay bastante.
El rostro del sargento estaba transfigurado. Nunca pendió tanto de los labios de nadie ni se había cuajado tanto su alegría. Aún quiso escuchar algo más antes de dejar escapar su carcajada de hombre feliz Plácido se pegó aún más y añadió: —Algunos, algunos bobos, les dan pimienta para encenderles la sangre. Eso es lo que les sobra cuando son finos de verdad. ¡Sal! Hay que darles sal para enfriársela, para que sean ventajosos.
La risa del sargento estallaba contra las tapias del patio. Gritaba:
—¡Lo que yo les decía. ¡Unos imbéciles! ¡Ja, ja, ja!
Se reía, agarrándose con las dos manos el cuerpo estremecido de Plácido.
—¡Ja, ja, ja! ¡Ja, ja, ja!
Una duda cruzó. Muy bajo, como si no se dirigiera a su interlocutor, con el temor a ocasionar algo irremediable, dijo:
—Pero..., ¿y los sombreros?
Plácido hizo como que no escuchaba. Había esperado demasiado, y ahora acaso no seria de tanto efecto.
—Tráigame la sal; ande, hombre ¡Ah! Uno es para mí ¿no? Entonces tráigame un yarey que llevo en una de las alforjas... Es lo mejor para transportar los gallos finos. Yo los uso siempre.
El cuartel se llenaba con las carcajadas del sargento. Se metió por el pasillo doblándose por la risa, empujando a los que se encontraban a su paso:
—¡Quiten! ¡Imbéciles! ¡Conque sal y sombreros para los insurrectos! ¡Ven visiones de cobardes que son! ¡Ja, ja, ja!
Todo el día estuvo Plácido tusando los jerezanos. Cuando terminó, metió el suyo en el yarey, el que cerró por las alas cosiéndoselo con un alambre, mientras que el sargento se reía hasta desternillarse, completamente feliz Era tarde y ya estaban bajando la bandera cuando Plácido se montó de nuevo en su penco. Aún se inclinó hacia el sargento y le recomendó por última vez.
—Ya sabe. Todas las mañanas unos granitos.
Ya se alejaba cuando se volvió para decirle:
—¡Ah! Y no le diga más a ningún gallo «colorao». El que perdió el domingo era canelo.