LOS IMPONDERABLES DE PEDRO BARBA

El jefe de la brigada se irguió sobre los estribos y miró, lo más lejos que pudo, hacia donde había partido la cabeza de la columna, cuyos primeros hombres apenas se distinguían ya en la claridad naciente del día Después echó una mirada grave a la escolta que lo rodeaba y dijo sencillamente:

—Vamos.

Estaba en lo alto, sobre un ligero declive de la loma, en cuyas laderas había pernoctado la columna, y, al bajar en el caballo que jineteaba, se echó muy hacia atrás, manteniendo el equilibrio, tirando de las riendas para que la cabalgadura no se fuera de boca. La escolta lo siguió, y al llegar al limpio hubo un gracioso y breve escarceo de bestias. Pedro Barba, el ayudante, que no gustó de detener el impulso de su caballo, trotó unos cuantos metros y después se volvió sujetando al bruto, que se quedó apezuñando la tierra nervioso e impaciente.

—Pedro Barba —dijo entre dientes el jefe.

Como si aquel fuera oído, se apartó un tanto de la «gatera» agitó su sombrero de guano, en señal, al grueso de la columna que venia a la retaguardia y apareóse al grupo de la escolta, casi al lado del jefe, sin decir una sola palabra. La segunda brigada del Cuarto Cuerpo de Las Villas se ponía en marcha en su quinta jornada. Atrás quedaban el Guamá, Loma del Pájaro —donde se había combatido—; Sabanas Nuevas, Pirindingo, Barrabás, Masgüira y el Corojo. Una serie de rápidas marchas, sin objetivo preciso, que hizo decir a un insurrecto:

—El general parece que no quiere que nos salga moho. ¡Otra vez al jamelgo y sin un traguito de café!

Y el general tenía la expresión cerrada. Desde la tarde anterior no abría la boca sino para lo preciso; pero ahora, ya en marcha, aprovechando que su ayudante trotaba a su lado sin más gente cerca, le preguntó:

—¿Qué dicen?

Pedro Barba llevaba toda la campaña al lado del jefe y comprendía este lenguaje. Contestó con intención:

—Comentan.

Se quedó pensando en el informe que iba a dar y añadió:

—Desde Loma del Pájaro ya no creen en lo de la «suspensión de hostilidades» que han hecho correr los «majases» La última duda la borró la acción contra el tren de Encrucijada. Pero ahora...

—¿Ahora qué?

—Ahora ellos dicen: «Viene el americano»

—¿Y?

—Verá. El sargento Abigail me preguntó: «¿Qué quiere el gringo?» Como yo lo miré sin contestar, dijo: Se equivoca si se figura que nosotros le hemos estado «ramajeando» el camino. Estaba también Palmero, el remediano, y le pregunté: «¿Qué dices tú a eso?» Palmero me respondió: «Corojo que pele, me lo quiero comer yo». Jefe, ésos hablan en nombre de la tropa. Parece que a la gente no le acaba de gustar el «tutor»

—¿Y tú qué dices, Pedro Barba?

—Yo también hablo en nombre de la tropa, jefe.

—¿Y qué dices?

El general hablaba severo, pero Pedro Barba no se inmutó:

—Digo..., lo que mi abuelo: «Dame mejor enemigo manco que amigo con garras»

—¿Y el hambre de la tropa, Pedro Barba?

—Lo mismo le pregunté a Palmero. El no me contestó nada a viva voz; se sacó la faja y me la enseñó: le había hecho agujeros desde la punta del cuero hasta la misma hebilla. Es lo imponderable. Tienen hambre, pero son celosos de su obra. Parece que seremos libres.

—La guerra no se hace sólo con celos, Pedro Barba. El mando tiene que pesar el pro y el contra.

—Bien, que pese entonces la faja y el corojo de Palmero.

—¿Y también las palabras de tu abuelo, supongo?

—¿Por qué no?. Era un hombre del 68. Murió sobre la yerba.

—¿Y si la ayuda fuera impuesta?

—Que es impuesta lo «saben todos; por eso piensan así».

—¿En la ciudad? Cuando entreguemos los machetes seremos igualitos a cualquier «majá» de esos que miran la manigua desde el pueblo, moviendo la cabeza y diciendo que estamos locos. Aquí hacemos correr al soldado delante o detrás de nosotros. Mientras Palmero parte sus corojos y le da tirones a la faja, la gente de la ciudad está aprendiendo a vivir. Nosotros vamos a quedar para contar mentiras.

El jefe se movió sobre el caballo, casi iracundo:

—¿Mentiras?

—Mire, jefe —insistió Pedro Barba—, ya lo veo a usted viejo y echado a un lado, diciéndole a los críos: «Niños, este hombre que veis aquí, fue una palma muy alta. Un día, yendo con Pedro Barba, en las márgenes del Yaguanabo...» Y vendrá la mentira. Primero, porque tendremos algunos años por delante para hacer cuentos y las verdades se nos habrán gastado; y después, porque la guerra no se puede contar tal como es. La gente la cree una sucesión ininterrumpida de hechos heroicos. El héroe debe ser un hombre muy grande, montado en un hermoso corcel, con armas relucientes. ¿Qué podrá usted ofrecer en cambio a la imaginación de sus paisanos?.

¿Las anécdotas de Abigail o de Palmero, o las de mi abuelo? Les parecerán cuentos graciosos. Usted, yendo ahora camino de la costa a recibir al gringo, con sus setecientos hombres desharrapados, hambrientos y malhumorados, mientras su cara endurecida no dice lo que oculta por dentro, montado en un pobre criollo; con su tercerola sin tiros, en el arnés, y al cinto el viejo machete desmancado, ¿es un héroe...? ¿Es un héroe, inquiriendo lo que dicen sus hombres, pensando en lo que será de la patria, protegida a la fuerza? No, la gente no comprenderá lo heroico de dejar la casa pequeña y acariciante para trocarla por esta grande de la manigua, a veces tan inhóspita. Es demasiado sencillo para no tener que contar mentiras desde el rincón que la paz nos reserva.

—Estás exagerando, Pedro Barba.

—No exagero, digo lo que será, aunque también sé que cuando hayamos desaparecido todos, cuando ya no quede memoria real de nuestras personas y de nuestros hechos, nos crearán historias llenas de gloria, de acciones maravillosas. Cualquier reparo que se nos haga, aunque sea aparentemente justo, se tendrá por una grave ofensa a la patria. Lo llenaremos todo. Nos pintarán montados en hermosos corceles. Los hombres más notables se dirán nuestros descendientes. Nos levantarán estatuas. Seremos entonces, y sólo entonces, los fundamentos de la patria los libertadores. Como ve, es un hermoso destino.

—¿Les hablaste asía Palmero y a Abigail?

—¡No! Hubieran dicho: «Al pobre Pedro Barba lo volvió loco el hambre» A ellos les dije: «Son ustedes unos mentecatods que se meten en lo que no les importa. Con fajas agujereadas, pomarrosas silvestres y corojos pelados, no se le gana «al soldado» si el gringo quiere quedarse en casa a la brava, volveremos a coger la manigua» Y la verdad, jefe, no parecieron muy convencidos. Las últimas palabras quedaron flotando en el bochorno del día y en la ternura que había roto los duros ángulos del rostro del jefe. La columna estaba ahora en plena sabana. Lejos, por delante, se veía la mancha negra de la vanguardia que levantaba al cielo una demorada nube de polvo; detrás, mucho más cerca, galopaba el grueso de la columna, los hombres con hambre, que hacía tres años asestaban golpe tras golpe al poder de la metrópoli obstinada.

Ya no estaban en el primer tiempo de la guerra; ahora los bohíos que se encontraban habían sido abandonados y lucían en ruinas; el plantío era puro terrón sabanero; todo, campo muerto, sin la gracia pródiga del surco, sin el escándalo familiar del animal doméstico. El insurrecto había tomado el color de la tierra reseca, y el alzamiento, que comenzara en gestos heroicos, trocóse en lucha sorda y esforzada, con sus fiebres palúdicas, sus heridas agusanadas y el hambre roedora.

Ahora venia el tutor peligroso, que se había colmado la bandera con estrellas de tierras vecinas, cuando ya «el soldado» no podía ganar y el insurrecto había paseado por la isla, de punta a punta, el brillo del machete mambí Los hombres de la guerra soportaron bien los golpes duros. En Dos Ríos y en Cacahual habían caído los dos grandes jefes, pero al estupor producido siguió, acrecentada, la voluntad de la lucha hasta el fin.

La columna que ahora avanzaba, atravesando sabanas y pastizales rumbo a la costa, a recibir la primera expedición interventora, había sido cogida por el hambre. En aquellas circunstancias, el jefe de la brigada recibió la orden de moverse hacia la costa, lo que cumplía en medio de comentarios y rumores. Quedaron por los flancos Las Nueces, Vega del Gato, Cuchilla de Mabujina, El Quirro, Sumidero, Asiento de la Siguanea. Las fuerzas insurrectas se concentraban sobre las lomas de Trinidad, en un alarde de poder que impresionara al aliado recién aparecido.

Mientras tanto, el hambre crecía. Eran muchos los hombres sobre aquellas tierras peladas, pobres, en su hermosura del trópico, por la voluntad del enemigo; pero los insurrectos no se dolían demasiado en la calamidad. El jefe, aparentemente imperturbable, seguía la marcha. Diariamente, su ayudante Pedro Barba le rendía el parte: «Hoy hemos perdido tantos hombres» EI jefe, de piedra, parecía no enterarse. Ya en la última etapa, dejó pasar la columna delante de él. A pie, apoyado en su montura, observó detenidamente a sus hombres; de vez en vez decía el nombre de alguno de ellos, en voz baja, haciendo un movimiento casi inperceptible con su brazo, como si fuera a contestar el saludo de los suyos. Era una teoría de hombres famélicos, de rostros angulosos y renegridos por el sol, que le sonreían. Cuando pasó el último, montó su caballo y les trotó al lado, en silencio, adelantándolos, sin volverlos a mirar ya, la vista fija en el horizonte, el cuerpo muy erguido y en la cara su gesto de piedra.

Unos pasos detrás de él trotaba Pedro Barba, imitándole la actitud, pero con el rostro más móvil, casi sonriente. Así entraron en el erial que se extendía hasta perderse a lo lejos, en la reverberación canicular; los hombres, desfallecidos sobre las bestias, se dejaban llevar al paso impuesto por las cabalgaduras sudorosas que, de vez en cuando, aspiraban, como extrañadas, las breves brisas que llegaban de la costa ya cercana. Escasos grupos de palmas canas, de áspero plumero, precisaban, que no rompían, la monotonía seca del paisaje sabanero, recruzado por la rápida sombra del aura que planeaba su voracidad sobre los hombres impasibles. El jefe no había variado su actitud; marchaba delante de todos como si nadie lo siguiera, seco e inconmovible como la sabana misma. De súbito se volvió, mirando, ora a sus hombres, ora a su ayudante.

—A ver —dijo con voz metálica—; anda, dales de comer.

¿Qué me dices ahora de tus imponderables?

Pedro Barba fue a fingir que no comprendía, pero vio la cara del jefe demasiado endurecida y habló seriamente:

—Los imponderables son ellos mismos, jefe.

Pero ya el otro no lo escuchaba; su rostro, de pronto, había adquirido una dulzura inusitada y, como si tratase de ocultar sus sentimientos, lanzó su caballo al galope, adelantándose a todos. Pedro Barba lo siguió de cerca, y aunque no había orden, todos los hombres que un momento antes parecían desfallecidos, pusieron sus cabalgaduras a la carrera.

Fue un hermoso e imprevisto espectáculo el de aquellos infelices lanzados en avalancha. Delante de ellos se extendía el inmenso campo sabanero, y las bestias galoparon libremente, levantando el polvo en cortina que llegó a ocultar el vuelo entrelazado de las auras que seguían a la tropa.

La galopada continuaba abriéndose, y retumbaba ya, en el corazón de la sabana, el rugir inconfundible de la carga. Parecía que de un instante a otro iban a verse relucir al sol las largas hojas de los machetes heroicos. Un grito múltiple rompió en la llanura e hizo más elásticas las patas de los potros. Crecían los hombres, crecían las bestias, crecía el tropel. El paisaje se hacia más inmóvil en aquella avalancha súbita. En el azul límpido y doloroso de la canícula, la mancha de auras, en su vuelo impacible, era una sombra inquieta, rígidas las alas de las rapaces, los picos caídos a tierra, los ojos fijos en algo que sólo ellas veían.

Nadie supo cuándo cayó Palmero. Quedó detrás de la cortina de polvo, el rostro renegrido cubierto de terrón, quietos los ojos, los brazos abiertos sobre la tierra como si tratase de abrazarla. De la cintura le salía un pedazo de la comea llena de huecos con los que quiso vencer a la calamidad. La frente, bajo la sombra calada de una mata de guao.

Cuando la columna se detuvo se pudo ver, a media jornada aún, al Yaguanabo, a cuyas márgenes acamparían las tropas. Aquella tarde, ya en vivac la columna, habló el jefe.

—Muchachos, vamos a acampar aquí. Dentro de un plazo de diez días llegará la primera fuerza expedicionaria que nos envía el Gobierno amigo de los Estados Unidos. Estamos cumpliendo nuestro deber con la patria.

Iba a descabalgar, pero se detuvo, recordando algo.

—No podéis más —añadió—; si es necesario, yo creo que lo es, que se sacrifiquen los caballos.

Se volvió entonces, algo irónico, hacia su ayudante, y le dijo:

—Amigo Pedro Barba, el imponderable de hoy tiene más patas que ninguno. Pero ya los insurrectos hacían acopio de cangrejos en las cercanías del río. Una hora después, Pedro Barba, echado al lado del jefe, le sonreía a su malhumor. —¿Usted ve, jefe?

—¿Qué, Pedro Barba, querrás decirme que podemos rechazar al americano porque la tropa encontró unos cuantos cangrejos?

Pedro Barba no decía eso. Sólo quería hacer hincapié en el número de patas que podría tener un imponderable mambí.

—Usted no sospechó que podrían ser más de cuatro, y ya ve.

—Un azar.

—Acaso más que un azar; pudiera ser la demostración de que nos bastamos a nosotros mismos.

Pero la satisfacción de Pedro Barba duró poco. Por la noche se morían a causa del envenenamiento producido por los crustáceos. Dos habían muerto ya, y algunos más estaban en las últimas cuando llegó el remedio. Un insurrecto se presentó al jefe. Era de la región y sabía curar el mal.

—Con tostar el «garapacho» y tomarlo molido, ya está, jefe; se quita la maleza.

—¡Tus imponderables, Pedro Barba! —dijo el jefe, escéptico.

Pero los hombres comenzaron a sanar, y Pedro Barba se puso a hablar de los recursos naturales:

—Todavía me estoy acordando de la galopada de ayer. ¿Es que hubiéramos podido pasar la sabana de otra manera? Éramos como muertos y de pronto usted se lanza y todos lo siguen. ¿Pensó usted en dar la orden? Acaso no. Aquello salió así. Fue una carga que le dimos a nuestra propia necesidad.

—En la que cayó Palmero.

—En la que cayó Palmero, jefe.

Caminaban rodeando el campamento. Ya había dudas, según los últimos reportes, de que los americanos desembarcasen por allí. Pedro Barba parecía derrotado cuando el jefe dijo:

—Habrá que comerse los caballos, Pedro Barba.

—Sin sufrimientos no haremos la guerra. Si nos comemos los caballos, buscaremos otros, o seguiremos esto a pie. Todavía ni usted ni yo sabemos cuál será el fin.

Delante de ellos se alzaban las peculiares lomas trinitarias, separadas por breves planicies. A lo largo del río descansaban los hombres de la columna; el jefe se llevó las manos a los ojos para ver mejor.

—Pedro Barba..., están haciendo candela.

El ayudante vio también las hogueras. Ninguno de los dos se atrevió a añadir palabra, pero se dejaron llevar hasta el campamento por el sentimiento confuso que los dominaba. No cabía duda, algún caballo sacrificado... Y sin embargo, ninguno de los dos lo creía.

Nadie se movió en el campamento a la llegada de los jefes. El sargento Abigail, frente al caldero, estaba como cogido en falta, pero Pedro Barba le vio la malicia en el fondo de los ojos y confió en su suerte.

—¿Caballo? —preguntó.

El sargento aún dudó un instante: al fin dijo:

—Nadie quiso matar el suyo. Es cangrejo.

—¡Cangrejo!

—Sí, cangrejo siguato. Allá tenemos la cura.

Y señaló un fuego vivo que tostaba los carapachos. Pedro Barba no dijo nada; se volvió a su jefe, sin desafíos, superado, y ambos echaron a andar sin hablarse, los rostros serios, las vainas de los machetes dándoles en las piernas.

Por delante se demoraba el mar. El jefe se detuvo mirando ensimismado el azul quieto de las aguas y dijo:

—¿Por qué tienen que venir ésos?

A sus espaldas, más allá del Yaguanabo, se extendía la sabana, campo de mambises.