ANAZABEL
Altamón es un pueblecito escalonado en la ladera de una montaña a cuyos pies está la ciudad de Schenectady; a un rato de tren se encuentra Albany, y a quince días, caminando a pie por la línea del ferrocarril, en invierno, Siracusa. Si uno puede coger un vagón de mercancías que vaya hacia el Norte, a las cuatro o cinco horas se tropezará con Witerve y, a su lado casi, con las minas de Pont Henry, limítrofes del Canadá, en las cuales siempre se puede hallar, además de trabajo, a la Guardia Montada de la frontera. Esta es la exacta geografía de la región septentrional del estado de Nueva York según el recuerdo del latino Gustavo Gracián.
Entre todos estos pueblos no hay más que nieve, por lo menos durante el invierno; antes y después de él acaso haya yerbas, sol, árboles verdecidos y carros con ruedas, pero a lo mejor las nieves son eternas, como aseguraría un hijo del trópico que llegase a Altamón por el mes de diciembre y se marchase antes de abril o mayo. En esa época del año todo es nieve, incluso las casas y los árboles, incluso el sol. A los carros les quitan las ruedas, que sustituyen por una especie de tablones, semejantes a enormes escarpines turcos o a cestas de jugar al jaialai, aplanadas; las herraduras corrientes de los animales de tiro se convierten en dentadas, y hasta los hombres que tienen que trabajar de verdad fuera del pueblo, a quienes, en plena nevada, el calor obliga a desproveerse de sus pellizas, se sujetan el calzado de modo parecido a las herraduras de las bestias o a los spies de los jugadores de béisbol.
Cuando Gustavo Gracián, acompañado de su amigo el Cubano, llegó a Altamón destinado a trabajar en un almacén de pontones del ejército, la nieve lo cubría todo, y a él le pareció maravilloso.
Habían caminado tanto que el sol se quedó atrás, y ya sólo se veía su imagen pálida y fría. Era tan grande la distancia establecida entre ellos y el mar, que se habían vuelto un solo hombre. Las penalidades los tenían cambiados, y desde que dejaron el barco que los había conducido a aquella tierra extraña se terminaron entre ellos las diferencias.
Ahora se estaban allí, caminando sobre la nieve, en busca de míster González, el ingeniero pirotécnico que, según el intérprete de las oficinas militares, era el único que podía darles trabajo hasta tanto lograran conseguirse las cartas de identificación, sin las cuales no se les consentiría penetrar en los almacenes del ejército.
—Es latino como ustedes —les había dicho—, y aunque prefiere tratar con americanos, puede ser que los ayude, porque hoy los trabajadores escasean. Encontraron al ingeniero donde el intérprete les había indicado, y a las pocas palabras se les quitó el susto que llevaban. Tenía trabajo para ellos: se acercaban las fiestas de Navidad y habría fuegos artificiales; si aceptaban sus condiciones, podrían comenzar en seguida aserrando la madera que hacia falta.
Después que los hizo almorzar, los llevó hacia su casa y les mostró el trabajo que tenían que hacer. Afuera, a la intemperie y bajo una capa de nieve, se amontonaban los árboles recién talados que debían aserrar. Los estuvo observando durante largo rato mientras trabajaban y, después de hacerles algunas indicaciones, se acercó a la casa, donde gritó algo en inglés y se marchó.
A la media hora de labor se sintieron un poco fatigados, percatándose entonces de que aquel trabajo se parecía mucho al que realizaron como cargadores de bananas en Puerto Limón, y casi al unisono comenzaron a cantar como es costumbre entre esos trabajadores del Caribe. La sierra tenía dos metros de largo y la manejaban entre los dos, apoyándose en el árbol que aserraban.
Aunque la nieve caía en copos espesos, tuvieron al fin necesidad de quitarse los suéters.
—¿Tú no crees que hemos metido la pata al dejar el mar? —preguntó el Cubano.
—Nadie te convidó a ti. Yo esperaba que te fueras para La Habana, pero desde que te decidiste a venir conmigo parece que te tengo más afecto. En todas partes, para vivir, tendremos que trabajar lo mismo.
Se habían detenido mientras hablaban, cuando unos golpes dados en un cristal les hicieron volver la vista hacia la casa. Alguien, a quien no se distinguía bien, les abrió los brazos como preguntándoles qué hacían, y entonces conprendieron que el ingeniero antes de marcharse había ordenado que les vigilasen la faena.
Gracián pensó entonces que, efectivamente, el mar estaba demasiado lejos, y que no en todas partes se ganaba la vida con iguales esfuerzos.
—Canta —le dijo su compañero—: parece que no quieren que respiremos.
Y desde entonces, antes de cogerse un descanso, miraban para los cristales de la casa. Por cuatro o cinco veces sintieron la misma peculiar llamada y divisaron los consabidos brazos abiertos.
Hacia unas tres horas que trabajaban cuando oyeron unas voces alegres, y un poco más tarde, por el fondo de la casa, salieron dos jovencitas que se detuvieron a mirarlos después de saludarlos en inglés. Al rato, la mayor de ellas, que los había estado observando alternativamente, le dijo a la otra en correcto castellano:
—¿Qué te apuestas a que le pido un beso al muchacho?
Gustavo Gracián sintió un escalofrío en la nuca, pero siguió aserrando sin darse por enterado y le dirigió una mirada significativa al Cubano, mientras la menor de las muchachas dijo riéndose:
—Yo entonces se lo pediré al que tiene la cara de gaviota.
Y ambas a la vez se dirigieron al que habían elegido, acercaron a ellos los rostros y dijeron en castellano:
—Dame un beso...
A Gustavo Gracián se le vio palidecer, pero sin llegar a atreverse; en tanto, el Cubano, que había soltado la sierra, le pasó el antebrazo por la nuca a su muchacha y la besó dura y largamente en la boca. Ella se debatió, y cuando logró desasirse, levantó la mano para pegar, pero el Cubano le sujetó la muñeca.
—Te doy lo que me pediste —le dijo—; si quieres más, avisa; no olvides que a la gaviota le gustan las sardinas.
Entonces ocurrió una cosa imprevista; Gracián, que se había quedado entontecido por la sorpresa y la emoción, recibió una bofetada de la que no había sido besada.
—¡Atrevidos! —gritó indignada, mirándolos alternativamente— ¿De modo que sois latinos y estabais callados? ¡La culpa la tiene papá por emplear chusma! ¿Quién le iba seriamente a pedir besos a unos atorrantes como ustedes...?
Iba a continuar insultándolos cuando apareció el ingeniero:
—¿Qué hacéis ahí...? Oye, Anazabel, no interrumpas el trabajo de los muchachos.
Anazabel se marchó furiosa llevándose a su hermana de la mano, no sin antes dirigirles una última mirada violenta, a la que el Cubano contestó cantando:
Sardinita de la costa, te fuiste al mar y encontraste el pico de la gaviota...
Y dirigiéndose a su compañero, le dijo sentenciosamente:
—Si una mujer te pide un beso, dáselo o no, pero si te pega, zúrrala fuerte. Aquella tarde comieron en la cocina de la casa y los llevaron a dormir a una barraca sin ninguna clase de calefacción, don-de poco faltó para que amanecieran helados.
Cuatro días después acabaron de aserrar los troncos que quedaban en la casa, y al día siguiente, que era domingo, debían ir a un bosque de pinos, visible desde Altamón, en lo alto de la montaña, para ayudar a transportar al pueblo otro lote de árboles. Parecía que el ingeniero quería aprovechar el trabajo de los dos hombres a un bajo jornal, y aunque Gracián no había vuelto a ver a Anazabel, no pensaba como su compañero, que se quejaba a diario del trabajo y de la explotación de que eran objeto.
Gracián hacía alegremente su faena al aire libre, y a las horas en que, según sus cálculos, podían estar las muchachas en la casa, procuraba lucir posiciones esbeltas al aserrar. Le sonreía a su compañero con elegante condescendencia y hablaba con gestos dogmáticos, moviendo la cabeza y aplastando un labio contra otro al final de cada frase. Siempre se colocaba en forma de poder ver la casa, pero cuando sabía que Anazabel se había ido, se desalmidonaba y volvía a ser el hombre de siempre.
El aserrar es uno de esos trabajos que obligan —más que permiten-a pensar en otra cosa; a la hora de practicarlo ya se puede hacer subconscientemente y queda el pensamiento libre para forjar toda clase de ensueños.
La tarde del sábado, estando comiendo en la cocina, vieron entrar a Anazabel, y Gracián pensó que había ido sólo para hacerse la interesante, aunque no se dignó a mirarlo. Habló con la cocinera algo que no entendieron y añadió en castellano:
—Mañana pienso divertirme mucho en el bosque.
Sólo al salir pareció fijarse en ellos, y arrugando el entrecejo dijo, con una expresión que quiso ser dura:
—Bien podrían ponerse en pie cuando entra la dueña de la casa.
Gracián enrojeció, y parecía dispuesto a obedecer cuando habló el Cubano irónicamente:
—Yo suelo complacer a las damas cuando me gustan y, aunque usted no está del todo mala, debo decirle que nosotros somos obreros y no domésticos.
—Usted lo que es un grosero y le voy a hablar a mi padre para que lo despida.
—¡Para lo que paga! El daño se lo va a hacer él.
—Lástima que esté echando a perder a su compañero —añadió Anazabel dirigiéndose a la puerta—; si no fuera por él ya estaría despedido.
La emoción había puesto a Gracián ligeramente pálido; se tomó eufórico, tratando incluso de hablar en inglés con la cocinera, pero pensó que ella podía estar oyéndolo detrás de la puerta y calló por miedo al ridiculo.
Aquella noche el frío y los ensueños no lo dejaron dormir. Se repetía en voz baja todas sus palabras, y su antipatía de antes por el Cubano, consecuencia de la diferencia de caracteres, se despertó de nuevo. Tenía razón Anazabel; no era más que un grosero que sólo sabía lucírselas con las mujeres.
A la mañana siguiente, acompañados del Ingeniero y calzados con spies, emprendieron el camino hacia el bosque de la montaña, donde ya los taladores habían tumbado buen número de árboles. Trabajaron hasta bien entrado el mediodía en cargar los pinos para el transporte, y a esa hora les vino a avisar la propia Anazabel, a la cual no habían visto en toda la mañana, para que fueran a almorzar.
Llegó rauda, patinando con sus esquíes, pero al llegar se sentó en uno de los árboles talados y comenzó a descalzarse los patines. Mirando para Gracián dijo:
—Espera, me los llevarás y hablaremos por el camino.
Gracián no supo qué responder el corazón se le crecía dentro del pecho y, como siempre, la emoción se tradujo en palidez Aquello se parecía mucho a cualquiera de los ensueños que últimamente se había forjado.
Cuando los jornaleros se alejaban, el Cubano, un poco rezagado, le gritó a Gracián:
—No olvides lo que te dije: si una mujer te pide un beso, dáselo o no; pero si te ofende, zúrrala fuerte.
Gracián fue a responderle agresivamente; pero Anazabel, que había hecho como que no oía nada, le interpeló:
—¿Qué haces ahí mudo? Ven y ayúdame a descalzarme esto; siéntate. Parece que eres en extremo asustadizo.
Gracián se sentó a su lado sin decir una palabra ni hacer un ademán para ayudarla; ella continuó:
—El otro día me porté mal contigo. Realmente lo que me merecía era que me hubieras besado. ¡Y pensar que si te lo hubiera pedido en inglés no me hubieras entendido!
—Tal vez sí —respondió Gracián, sintiéndose sobre ascuas— Usted podría ahora hacer la prueba.
—¡No tendría gracia! Caramba, no eres tan corto como pareces.
Después, dando sus labios como el primer día que se encontraron, dijo algo en inglés que Gracián no entendió con exactitud, pero posó furtivamente su boca en la de ella.
Anazabael se rio, y levantándose, corrió detrás de los jornaleros, que ya no se veían, mientras Gracián se demoraba en coger los esquíes.
Ya tarde regresaron al pueblo. Los pinos quedaron sobre los trineos que serían descargados a la mañana siguiente, y Gracián, que deseaba estar solo para gozar intensamente de su felicidad, se fue a recorrer los caminos abandonados.
Aquello era el amor. Tanta dicha le dolía en el pecho. No pensaba en el porvenir; tampoco se le ocurría dudar del amor de Anazabel: todas las inquietudes cedían ante el recuerdo de aquel beso que aún se sentía fresco en los labios.
Además, él servia para otra cosa que para aquella vida que hacia. Pronto lo demostraría. De paso le daría una lección al Cubano, que pensaba que todas las mujeres eran iguales y que el amor les llegaba con desplantes y zurras.
Ya muy entrada la noche regresó al pueblo. Antes de irse a acostar pasaría por la casa de Anazabel, a la que tal vez aún pudiese ver.
Cuando se acercó a la casa, el corazón le latió con violencia. La rodeó; llegó hasta los trineos cargados de pinos, desde donde se dominaba perfectamente el fondo de la vivienda, y viendo una luz, se acercó muy despacio, con las precauciones de un hombre que va a robar. Alcanzó la puerta de los criados y le sorprendió encontrarla abierta, pero al mirar hacia dentro se quedó petrificado, como si todo en él se hubiera roto, paralizado de súbito.
En el mismo sitio donde ellos solían comer, Anazabel gema, amorosamente, entre los brazos del Cubano.