EL CORDERO
A pesar de los años transcurridos y de los múltiples sucesos que me han ocurrido en estos años, no he logrado olvidar el fin de aquel cordero que, siendo yo niño aún, me regaló mi padre. No lo he olvidado ni lo podré olvidar jamás. Muchos hechos de aquella época se han borrado de mi mente; muchos, casi todos; los que no, se han ido opacando; mejor dicho, desfigurándose, cobrando sabor a leyenda.
A ello contribuye, más que el tiempo transcurrido y, quizás, más que mi poca edad de entonces, el alejamiento del lugar donde estas cosas de que quiero hablar acontecieron.
Fue en mi país natal, que a veces evoco con una tristeza enfermiza que es dulzura, saudade; y otras con un dolor agrio, inquinoso; con una malquerencia que, probablemente, hallarán injustificada los que ignoren que allí sufrí mucho, que en aquel ambiente escaso y gris se fue mi alma haciendo al egoísmo, a un odio concentrado contra todos.
Tenia que haber mucha gente buena, mucha gente triste, pero yo nunca di con ella; sólo vi gente sórdida, baja; gente que si hacia un bien exigía inmediatamente la reciprocidad, como si se tratase de mercaderías.
En aquel pueblecito mío, tan bello por su paisaje lleno de una tristeza vaga, la población se dividía en dos clases: blasfemos y místicos. Había dos templos, la iglesia y la taberna, a cual de los dos más sombrío.
Allí Dios y el diablo tenían sus atribuciones fijas, marcadas. Jesucristo no salía a la calle nada más que en procesión; el diablo era más demócrata: todos los días al morir la tarde pasaba por la puerta de la casa representado en una bruja tuerta y coja que decía la buenaventura y echaba el mal de ojo. Las muchachas casaderas la halagaban con regalos y la escuchaban a escondidas de sus abuelas, sus enemigas mortales, tal vez por el parecido físico. El cura también la odiaba y siempre que podía le azuzaba los mozos para que la manteasen.
Todo esto al reflejarse en mi espíritu me iba haciendo malo, egoísta. Me mataron la alegría a fuerza de echarme pimienta en la boca por decir malas palabras, es decir, palabras que juzgaba mala una tía loca y beata que me cuidaba desde la muerte de mi madre.
Se llamaba Josefa; doña Josefina para los extraños, y para los de la casa tía Pepiña; era hermana de mi padre.
La tía Pepiña rezaba el rosario constantemente, y de vez en cuando me daba castañas o pellizcos, según tuviese el humor. Era una enferma cuya energía sólo deponía ante el cura —padre Antón—; y que culminaba, simbólicamente, en el moño erecto sobre la frente.
Sus labios, siempre encogidos, semejaban el culo de una gallina; era delgadita, hábil, y hablaba con mucha rapidez, costumbre adquirida, probablemente, en el rezo constante.
Recuerdo que mi pobre mamá le tenía miedo. A mí un día por poco me mata porque le dije:
—Tía Pepiña, ¿por qué usted no se mete a bruja, para decir la buenaventura? Yo creo que papá la consentía mucho porque hacia unas sopas de ajo que le gustaban en extremo. La versión de las criadas era que le había dado a beber un menjurje compuesto con las uñas molidas de un gato negro y viejo que nunca salía de su habitación. ¿Quién sabe?
(!Ay, tía Pepiña si algún día voy por mi pueblo rogaré que te desentierren para ver si usabas el moño en la frente en tu necesidad de ocultar los cuernos!)
En casa me median el cariño por mis adelantos en la escuela, de la misma forma que el maestro propinaba los palmetazos a medida de mis desaciertos. ¡Qué bien me acuerdo de aquel maestro! Era un aldeano rudo, de unas manazas enormes. Su verdadero oficio no consistía en enseñar, sino en castigar al que no sabia; se deleitaba haciéndolo.
Tenía unas disciplinas monstruosas, que todos los chicos suponíamos con plomos en las puntas, con las que nos golpeaba las nalgas a la menor causa. Yo en las cuentas salía bien librado, pero a la hora de decir el catecismo de memoria, me perdía; el miedo me hacia olvidar la lección marcada entre crucecitas. Tanta era mi seguridad de no aprenderla, que ni la repasaba.
Todo se me volvía en vigilar al maestro, a las disciplinas colgadas de uno de los brazos del crucifijo que mostraba su laceria en un ángulo de la mesa, y pensar en mi casa: en la huerta, en las higueras, sobre las cuales los espantapájaros servían para que los mirlos se posasen, descansando del saqueo cotidiano. De aquellas higueras, mamá, con gran escándalo de la tía Pepiña, colgaba una hamaca que había traído de Cuba, país que yo entonces creía muy lejano y que asociaba a las tierras de que nos habla la Historia Sagrada. Esas tierras donde las mujeres iban a buscar agua en cántaros a los pozos bíblicos. Mujeres bellas, dulces, rítmicas. Mujeres descalzas, que vestían claros hábitos, tan distintos de aquellos llenos de colorines que usaban las aldeanas de mi pueblo.
Al ver a mi madre me acordaba de todo aquello. De las mujeres de Jesús de Nazareno de que nos hablaba —¡parece mentira!— el maestro aldeanote y rudo.
Gozaba entonces de un desfile de suaves paisajes llenos de sol. Carretas blancas, corderos, borriquitos, palmeras. Veía a la Samaritana, a la Virgen Maná, a Jesús, el triste rabí, a los cuales mamá conoció seguramente en su país lejano.
Ella me lo decía; ella, que nunca me engañaba, me lo decía a escondidas de tía Pepiña, como si fuesen cosas malas, iguales a las que contaba la bruja del mal de ojo, a quien mamá siempre le daba limosna.
Mamá había muerto hacia un año. Mis dos hermanas, Julita y Maná, estudiaban en el colegio de monjas, y sólo podía verlas dos veces al año y en vacaciones.
Papá siempre estaba de viaje, y a su regreso, antes de extremarse conmigo, consultaba al maestro y a la tía, y como éstos me pegaban todos los días, ¡figúrense!, ¿qué le iban a decir?
El maestro me pegaba hasta hacerme daño. No valia que me pusiera la gorra doblada en los fondillos del pantalón; los plomos lo traspasaban todo.
Echado boca abajo, sobre sus rodillas, me pegaba hasta que sentía mis sollozos silenciosos y entrecortados, más que por el dolor, por el despecho y por el odio a mis condiscípulos, que asistían regocijados al castigo diario. Después besaba a ocultas el escapulario que me había dado mi madre y le llevaba a la tía Pepiña la eterna carta del maestro:
«Doña Josefina: Como siempre y con gran pena me he visto precisado a castigar a Gabrielito. Mande como guste a su humilde servidor, Eliso Rodríguez.» Yo creo que los dos se entendían: ¡eran tan desvergonzados! Después estas cartas archivadas servían para convencer a papá.
Un día escuché, detrás de una puerta, cierta conversación entre los criados que me explicó, en parte, la malquerencia de la tía.
Era la historia mil veces repetida en aquellas comarcas. —Sí, mujer— decía la cocinera a la criada —, esta vieja es la bruja de la casa, una beatona. Todo lo que puede apañar es para el cura, para la iglesia. ¿No ves como tiene a las hijas del caballero alejadas de aquí porque ya son mayorcitas y pueden hacerle sombra?
—Ahora creo que se ha encaprichado en tener una capilla propia.
—¡La muy bruja! Será para celebrar sus aquelarres. Yo les tengo tima a todas las escobas de esta casa. ¡Sabe Dios en cuál montará ella!
—¿Te acuerdas de doña Isabel?
—¿Cómo no me voy a acordar, mujer! La pobre murió de tanto sufrir.
—Qué buena era, ¿eh?
—El reveso de la medalla.
—¡Qué buena! Siempre nos daba el aguinaldo, como ella le llamaba Nunca he de olvidarla.
—No sigas, que me entran ganas de llorar. ¿Recuerdas la ropa que nos daba para los chicuelos...? ¡Qué lástima!
—¿Se habrá salvado?
—¿Quién?
—La señora.
—¡Qué animal eres!
—¡Como nunca se confesaba!
—No se confesaba con don Antón porque la probe sabia muy bien que era un lebertino, ¡pero bien que rezaba!
—Sí; está en la gloria.
—¡Qué duda!
—En cambio, ya ves cómo nos escatima los salarios la beata, ¡mal espíritu la posea!
—Apenas nos da para cocinar... Todo lo que apaña es para el cura.
Aquella conversación que reconstruyo lo más fielmente posible me explicó muchas cosas, y desde entonces odié más a mi tía y al padre Antón.
Por fin llegaron las vacaciones, y con éstas coincidió el regreso de papá que, contentísimo porque me llevé a casa un diploma de aplicación en las matemáticas —al fin era comerciante y el catecismo creo que sólo a medias le interesaba—, me regaló lo que le pedí: un cordero.
Lo prefería cualquier otro regalo porque aquello vivía y yo podía hacerlo feliz con mis cuidados, porque tenía unos ansiosos deseos de querer algo que fuese mío en absoluto, que nadie me lo discutiese y que a la vez no me discutiese a mí que no me analizase.
Además, tenía otras razones más inmediatas y tangibles que obraban en mí directamente para preferir al corderito a un perro. Por ejemplo: este animal, como todos los animales caseros, estaba desprestigiado a mis ojos, porque mi tía era muy dada a ellos, razón más que suficiente para odiarlos yo.
Aquellas vacaciones las pasé un poco triste porque mis hermanas no vinieron. La tía Pepiña había dispuesto que las pasasen con unos parientes que veraneaban en Villagarcía, las playas de moda del país.
Yo todas las mañanas sacaba a pacer mi cordero a un bosque que se alzaba detrás de nuestra casa y al que se llegaba por una especie de puente tendido sobre un pantano cubierto de mimbres y que me atraía por su silencio, hecho de constantes murmullos. Estaba lleno de árboles monumentales, soberbios. Allí, a pesar de mi poca edad, meditaba en mil cosas pesarosas.
A veces tenía miedo y echaba a correr seguido por el cordero, como si éste fuera un perro y sintiera también pánico a lo desconocido. Entonces me quedaba en el portón de la huerta, y allí sentado lloraba hasta mediodía sin saber por qué; todo acongojado, con un terror indecible por la llegada de la noche; sin desear nada, huyendo como un salvaje de todo el mundo.
¡Oh, sí, aquel pueblo me hizo desdichado para toda la vida! Jamás podré curarme de la melancolía que en mi espíritu destiló su paisaje tan dulce y a la vez tan tétrico y sereno, ni la amargura que la maldad de unos y el abandono de otros me produjo.
No obstante, a veces pienso en él con una tristeza infinita que es casi un éxtasis, y es cuando me acuerdo de mi madre, enterrada allí, en el cementerio humilde al pie del bosque monumental y lleno de murmullos, sobre el cual, en sus paseos melancólicos, me narró alguna parábola ingenuamente nostálgica. ¡Mamá era una niña!
Las clases tomaron. En ellas tenía que hacer un esfuerzo supremo para no romper a llorar. Ahora me acosaban más preocupaciones; había cifrado todo mi cariño en el cordero, que ya nadie sacaba a pacer y a brincar.
Se quedaba atado en la huerta porque mi tía no quería que le estropease las hortalizas. Se iba poniendo flaco y triste.
Aún recuerdo sus ojos alegres cuando me veía llegar del colegio y lo sacaba afuera de la huerta a triscar el musgo que crecía al pie de la tapia.
Eramos felices una hora, mientras anochecía. El entonces se quedaba solo, y yo, solo también, marchaba a ocultar mi pesadumbre bajo las mantas de la cama donde más tarde venia a acostarse la tía, que a veces se estrechaba contra mi frenética por su miedo —como decía-a los malos espíritus. Entonces tenia frases ambiguas:
—¿No tienes miedo, monín?
—¿A quién, tía?
—¡A quién va a ser, a los duendes!
—No, yo no tengo miedo por mí.
—¿Por quién, entonces?
—Por el cordero; ¿usted no cree, tía, que al cordero pueda pasarle algo malo? —¿Qué quieres que le pase? No me hables de eso ahora— decía malhumorada, mientras que aprovechando la oportunidad del disgusto fingido, volvía a estrecharse a mí, sudorosa y lasciva.
—Un día —no me explico cómo se me ocurrió la fatal idea-me escondí y no asistí a clase. Había dejado el portón de la puerta arrimado; di la vuelta a la casa y entrando en la huerta eché a correr con el cordero hacia el bosque. Ibamos locos de contento. La inquietud por mi acto no era suficiente a matarme la alegría. El sol lo llenaba todo de luz, y hasta el pantano, cubierto de mimbres misteriosos, parecía alegre.
Ya en el bosque, una ligera congoja comenzó a obrar en mí, pero sin tomar consistencia. Nos internamos en él más que de costumbre, al amparo de una discreta penumbra. No se veía ni un alma, ni un camino trillado; el murmullo del bosque era más penetrante que otras veces, más misterioso.
De pronto, del fondo de la espesura se dejó oír el caramillo de un pastor que tocaba desesperado. El cordero se inquietó en seguida y yo me estremecí, acordándome de la fábula del pastor y del lobo.
Buscando el lindero del bosque echamos a comer. Aquella vez el cordero me cruzó delante y se ocultó a mi vista. Ya cerca de la entrada me quedé parado en seco, lleno de temor.
Mi tía, acompañada del sacristán, un aldeano místico de ojos verdes como jamás olvidaré, estaba en pie, a pocos pasos de mí, los brazos en jarras. El sacristán tenía cogido al cordero por el cuello.
—¿Cómo ha sido esto, perdido? —gritó mi tía.
Yo estaba mudo por la sorpresa y el espanto.
—¿Qué? ¿No constestas? ¡Ahora verás, vamos! —Y cogiéndome por la muñeca me arrastró tras de sí.
Delante marchaba el sacristán con el cordero sobre los hombros. Atravesamos el puente, y dejando a un lado el portón de la huerta de la casa, que se distinguía a lo lejos todo bañado de sol, llegamos a una casa de mal aspecto. Era la carnicería del pueblo.
—Tía, ¿qué vas a hacer? —dije tuteándola— ¿Qué vas a hacer?
—¡Ahora lo veras, perdido!
—¿Lo van a matar, tía Pepiña? —le pregunté pleno de angustia, abriendo muchos los ojos.
—No, a matar no; tú mismo verás lo que van a hacer. Lo van a trasquilar.
Yo suspiré profundamente, como si me viniese la vida. Lo bueno se nos hace fácil creerlo. Tuve deseos de besar a mi tía.
En aquel instante el carnicero, que había estado hablando con el sacristán, cogió al cordero por las patas traseras y, balanceándolo un momento sobre sus hombros, le destrozó la cabeza contra un pilar.
—Para que no sufra mucho —dijo, mientras yo desfallecía.
En tanto le hundía el cuchillo en el cuello, los ojos, casi humanos, fijaban en mí su miraba turbia, muy triste, infinitamente triste.
Todavía oí como una voz lejana que decía:
—Ya sabe, Fermín; tú te encargas de que se lo preparen como le gusta al señor cura.