LOS HEROES

—¡Cuatrero y cobarde! ¡Comedor de huevos fritos! ¡Ladrón! Allí estaba la avalancha, la furia peligrosa y terrible de aquel hombre un tanto esmirriado, de aquel vejete de rostro curtido y fosco, que hubiera parecido próximo a la tumba si no irradiase de él tanta fuerza salvaje, tanta agresividad. La voz ronca se le cascaba al gritar, y el cuerpo, lanzado de un lado a otro de la tienda de campaña, le temblaba; pero de los ojos brillantes, protegidos por unos cristales mal acabalgados sobre la corva de su nariz de águila, se escapaban rayos de energía como si el sol hubiera cogido al sesgo la hoja pulida de un machete.

—¡Ladrón de ganado! Cada vez que mete una res en el pueblo, ¿qué vende? ¡Vende la revolución! ¡Qué sabes tú de esto, cuatrero? ¿Sabes lo que es la revolución? ¿Sabes qué es? ¿Lo saben ustedes?

El Generalísimo se dirigía indistintamente, ora a sus ayudantes, ora al hombre que, a los pasos de la entrada, hacia el interior de la tienda, se mantenía en una posición rígida, y que a todas luces, a pesar de la impasibilidad de su rostro, era el reo.

—¿Lo sabes tú? —volvió a preguntar, deteniéndose iracundo delante del supuesto reo—: ¿No contestas?

—Sé lo que es la revolución —repuso éste—. Soy insurrecto del 68.

En el fondo de la tienda los ayudantes cambiaron de posición; el Generalísimo se quedó un instante en suspenso, fijos los ojos encendidos en los ojos del que se había atrevido a replicarle y, poco a poco, la mano crispada se dirigió al mango del machete pequeño, corvo y mohoso, que mantenía la salud de la revolución por todo el espinazo de la Isla.

Y con la hoja fuera de la vaina, la voz ronca, balbuciente por la ira, rugió:

—¿Cómo dices, cuatrero?

—Soy de Yara —insistió el reo—. Soy coronel de la revolución y sé lo que ella significa.

Uno de los ayudantes, en el fondo de la tienda, dio un paso hacia adelante, en tanto que, contra el cuerpo rígido del rebelde, caía la hoja corva y mohosa del primer machete de la insurrección.

—¡Cómo! ¿Tú sabes lo que es la revolución? ¡Tú que la vendes! ¡Tú que has metido la carne de la revolución en el pueblo para engordar soldados! ¡Di!

¿Quién te hizo coronel? ¡Dilo! ¡Para degradarlos a los dos! ¡Para colgarlos a los dos! Porque los dos debéis ser iguales, los dos ladrones, cuatreros, comedores de huevos fritos, buenos sólo para enseñarle las espaldas al soldado! ¡Dilo! ¿Fue algún cuatrero como tú, de esos que mandé a buscar, no? —Maceo-dijo sordamente el otro.

—¡Maceo! —el Generalísimo vaciló, y no vaciló, más bien se detuvo para cobrar nuevos ímpetus— ¿Y qué me dices a ITÍ con Maceo? ¿Esas son las estrellas que te puso? ¡Mira cómo te las arranco! ¿Me quieres meter miedo ahora con Maceo, carroña? ¡Delante de él te haría lo mismo! ¿Maceo? ¡Yo! ¡Yo te las arranco; son de papel! ¡De dedo!

—Estoy ratificado por el cuartel general —insistió el contumaz.

—¡Cállate! ¡Cállate, ladrón! ¡Quédate en atención y cállate, como callado y en atención vas a quedar mañana en una guásima! ¡Cállate! Si sabes to que es la revolución, vas a saber también quién es el jefe de ella.

Decididamente allí estaba la avalancha. La furia peligrosa y terrible del Generalísimo se había soltado como un alud, y no su lengua sólo, sino también el machetín, corvo y mohoso, pero como él agresivo e inflexible, lanzaba ofensa tras ofensa a cual más hiriente y humillante. Las manos sarmentosas del Generalísimo ya habían borrado de los hombros del reo toda sombra de jerarquía y todavía la impasibilidad del degradado perduraba, aunque ya en sus ojos había algo, y en su boca, y en las manos caídas en atención, que no era, ni con mucho, el reflejo de la serenidad.

—¿Coronel? ¡Soldado! ¡Digo, ni soldado siquiera! ¡Carroña! ¡Se te acabó todo! ¡Tan ladrón seguirías siendo de una manera como de otra! ¡Maceo!. ¡Ahora parece que se me quiere meter miedo con Maceo!

Los dos hombres estaban frente a frente: los dos eran viejos, los dos semejantes, aunque uno representase en aquel momento la iracundia y el otro el coraje acallado por el respeto. Los dos tenían pelos canos en el rostro; el chivo del Generalísimo, impulsado hacia adelante, agresivo como todo él; el del reo más breve, mas ensortijado, de mestizo. Los dos estaban curtidos por el sol de la insurrección, los dos templados en el mismo fuego; pero el peso de la responsabilidad le quitaba a uno lo que al otro le daba el sentido de la disciplina. En el cerebro del Generalísimo, en plena borrasca, algo lo hacía sentirse inseguro: pero era incapaz de reaccionar además, ya estaba viejo, ya estaba un poco cansado, y la revolución no iba bien; cada vez eran menos, cada vez más cercados, cada día más hambrientos; por momentos más escasos la carne y el plomo, y aun la quinina; todo más agravado por la reconcentración. Y sobre tantas calamidades, los traidores, los carniceros de la revolución, vendiendo el poco ganado que quedaba al enemigo. Tenía que ser inflexible. Las confidencias acusaban a varios jefes que operaban en el Triangulo, y de todos los que mandó buscar solamente había comparecido aquél, que ahora tenía que soportar solo la avalancha, crecida por la manifiesta desobediencia de los otros que, culpables a todas luces, no se atrevían a afrontar la severa sanción del jefe.

—¡Cuatreros! ¡Los voy a pulverizar a todos!

Y reanudó violentamente sus paseos por la tienda; su voz ronca, ya más moderada, dijo;

—Ya sabe lo que le espera. ¿Tiene algo que alegar?

Como estaba de espaldas al acusado, se detuvo volviendo ligeramente el rostro para oír la respuesta que el otro demoró, acaso deliberadamente. El Generalísimo giró sobre sí mismo con nueva violencia y gritó:

—¡Conteste!

—Soy inocente.

—¡No! ¡No! ¡No le digo que niegue! ¡Le pregunto si tiene algo que alegar! —Alego mi inocencia. Pido la formación de un consejo de guerra!

Las respuestas secas y breves, más la impasibilidad del rostro del interrogado, excitaron de nuevo al Generalísimo, que saltó hacia él enarbolando el machete.

—¡Qué dices! ¿Niegas mi autoridad? ¡Mi autoridad! ¿Hace falta consejo de guerra para un cuatrero? ¡Ya harán consejo con tu carroña las tiñosas!

El machetín pasaba y repasaba delante de los ojos impasiblemente duros del acusado, cuyos maxilares, bajo la piel veterana, se precisaban contraídos por la violencia contenida. Una gruesa gota de sudor se desprendió de su frente y rodó hasta el bigote cano.

—¿Sudas? ¿No eres guapo? ¿Por qué te hizo coronel Maceo?

Se volvió hacia los ayudantes y preguntó a uno de ellos:

—¿Cómo pudo sorprender a éste, capitán? ¿Cómo pudo traerlo?

—No lo sorprendí mi general —contestó el oficial interrogado—. Le encontré entre sus fuerzas y le comunique la orden del cuartel general.

—No sospecharía de lo que se trataba.

—Lo ignoro.

—Está bien; usted nunca sabe nada; además, yo no se lo he preguntado.

Una vez más el Generalísimo reanudó su paseo nerviosamente. Algunas frases ininteligibles y roncas se escaparon de sus labios.

No se sentía seguro. Sin saber cómo, había vuelto a su vaina el machetín corvo y mohoso que poco antes había subrayado cada una de sus palabras. Dos veces se detuvo delante del hombre que cerca de la entrada de la tienda permanecía rígidamente en atención, y dos veces tornó al paseo sin proferir una palabra. Los ayudantes permanecían quietos, también en atención, cambiando de vez en cuando una rápida mirada; afuera, en el campamento, todo era silencio, como si se supiera que en aquel instante se estaba decidiendo sobre la vida de un jefe. Las cejas pobladas y blancas del Generalísimo formaban un solo arco hirsuto y agresivo, que de una tos seca quebró por un breve instante. De súbito se detuvo delante del oficial que había hablado antes y ordenó:

—Que venga el jefe de la escolta.

Mientras esperaba, se acercó a su mesita de campaña, se inclinó sacando de bajo ella el galón de ron que nunca le faltaba, y llenando un vasito lo apuró de un trago.

—Presente, mi general —dijo un oficial entrando en la tienda.

El jefe se le quedó mirando como si no lo viera, a la vez que encerraba en la palma de la mano el blanco chivo que acarició repetidamente.

—Este... —se interrumpió, mientras que con el pulgar de su diestra se le quedó señalando por encima del hombro—. Este, entrégueselo a las avanzadas; lo quiero siempre en primera fila, bajo el fuego.

El jefe de la escolta dio un paso atrás disponiéndose a cumplir la orden.

—¡Espere...! Si intenta fugarse, que le tiren por la espalda. ¡Y nada de armas! Si las quiere, que se las coja a los españoles. Ya puede irse.

En la tienda parecía haber entrado un poco más de claridad, y que ésta no era ajena al rizo de la sonrisa irónica que movió los labios del jefe degradado en el momento en que, después de saludar reglamentariamente, siguió al jefe de la escolta.

Aquella misma tarde, cuando las guerrillas regresaban al campamento, el nuevo soldado, que había salido a pie, tomaba jinete en un mal caballo; hombre y cabalgadura lucían fatigados; ambos, el hombre y la bestia, abatían sus cabezas envejecidas y cansinas como si regresaran de una demota. El soldado marchaba separado de sus compañeros, como si aún no hubiera perdido la costumbre de andar como jefe, delante de los demás, de guía. Ya cerca del campamento, sobre el lomo de la última colina, las luces del ocaso, rojas, le hicieron un fondo de llama que destacó rotundamente la silueta del guerrero desarmado.

—Es un león —dijo un insurrecto.

Los demás se volvieron hacia el hombre que había sido capaz de admirarlos a ellos, tan hechos a todo lo heroico.

—Es suicida, mejor; parece que busca que lo maten.

—¿Qué dirá el viejo?

—Diga lo que diga, se ha encontrado un hueso duro.

La guerrilla avanzaba sobre el campamento; al llegar comenzó a orillarlo buscando la aguada de los caballos; hacia la derecha le quedaba la tienda del Generalísimo, a la entrada de la cual, éste, como si atendiese al regreso de las avanzadas, observaba el paso de los jinetes en ojillos llameantes. Al ver entre la tropa, desarmado, al nuevo soldado, una sonrisa irónica se mezcló entre la maraña cana de sus bigotes, se acarició repetidas veces el chivo, y dijo despectivamente;

—Yo, por lo menos, me hubiera buscado una estaca. Habrá que mandarlo con la impedimenta.

Emitió un gruñido gutural, alzándose sobre la punta de los pies como si tratase de estirar el cuerpo ya harto erquido, y tras una ligera indecisión, se dirigió hacia los insurrectos que llegaban, y que se detuvieron respetuosos al verlo acercarse.

—¿Le enseñaron mucho las espaldas al soldado, sargento? —le preguntó, burlón, al jefe de guerrilla.

—No, mi general; nos los topamos y tres de ellos quedaron tirados en el monte; este hombre que usted nos mandó sabe lo que es pelear; él sólo lo hizo todo.

—¿Con los dientes?

—No mi general; le sacó a uno de ellos las armas y...

El sargento que hablaba se detuvo dubitativo, como si temiese comprometer al mismo que elogiaba.

—¡Acabe! ¿Y qué?

—Cuando acabó la pelea las rompió.

Detrás del que hablaba, entre los rostros emocionadamente impasibles de sus compañeros, se opacaba al cansado y envejecido reo de la mañana, nuevamente reo ahora, según las apariencias.

Los ojillos brillantes del Generalísimo se movieron del sargento al viejo soldado, una y otra vez, como si tratase de comprender; al fin, a duras penas, como mortificado por haberse ocupado de aquel asunto, dijo:

—¡Que las rompió? ¿Y por qué?

—Eso mismo me pregunto yo, mi general.

—¡Responda! —exclamó el Generalísimo dirigiéndose súbitamente al interesado.

—Si me lo permite, mi general —repuso el interrogado tratando de disimular su cansancio—; no me gusta pelear dos veces seguidas sino con armas mambisas.

La garganta del Generalísimo dejó escapar de nuevo el ronquido que le era peculiar, sacudió bruscamente la cabeza, se ajustó bien los lentes, y dijo, echando hacia adelante el chivo ya agresivo por la prominencia del maxilar.

—¡Bah! Cosas de loco; esas armas eran ya de la revolución.

Y girando mecánicamente, se volvió a su tienda, entró en ella, cogió de bajo su mesa de campaña el galón de ron, y llenando un vaso, lo apuró, después de chasquear la lengua ruidosamente miró hacia el ayudante, que al verlo entrar se había puesto en atención, se pasó la diestra por la amplia frente, y con voz más ronca, como si tratase de condenar, exclamó:

—¡Dígale a ese, a ese de por la mañana, que se conforme con ser subteniente. Que se arme.

Afuera se había puesto ya el sol; un canto de soldado se dejaba oír a lo lejos, aunque aquella tarde habían comido solamente tripa de corojo.

Muchos días semejantes pasaron aún para la insurrección; de la Metrópoli llegaban soldados y soldados, cuyas columnas cruzaban todos los caminos que el ansia de libertad de unos pocos ramajeaba en la tierra virgen; el esfuerzo se hacia más glorioso en el anonimato de una guerra de escaramuzas; el Generalísimo tenía necesidad ahora de cambiar frecuentemente de campamento, siempre avizor, con las miradas relampagueantes tras los cristales de sus lentes de hombre civil.

Un día de aquellos, las tropas insurrectas culebreaban colina tras colina en busca de asiento. Marchaban cansadas y silenciosas, bajo el peso de la noticia que más aceleradamente hizo latir el corazón de los hombres en la manigua: Maceo había caído.

El Generalísimo marchaba al frente de sus tropas, bien plantado sobre su caballo, con la mirada más dura y brillante, con los pelos del rostro aún más blancos e hirsutos. El sabia bien lo que se había perdido, pero no decía nada; otros hablarían después que la guerra terminase; él solo estaba allí para seguir adelante, hacia la República.

Detrás de él, no tan erguido, con la cabeza abatida sobre el pecho como el día que regresó de la pelea, sin armas, otro viejo marchaba cansado y silencioso. El Generalísimo, que había detenido su cabalgadura juzgando el terreno propicio para acampar, se fijó en él. Las miradas de los dos viejos se encontraron.

—Mala noticia —dijo uno en voz baja.

—Mala, mi general —respondió el otro.

—Maceo hacia bien las cosas, coronel.

El otro rectificó:

—Comandante, mi general.

—He dicho, coronel, que Maceo hacia bien las cosas.

Los dos viejos se miraron intensamente, los dos serenos y graves; por fin, el menos erguido de los dos repuso:

—Con su permiso, mi general. Maceo nunca hizo coronel a ningún ladrón de ganado. El generalísimo Gómez, emitiendo su gruñido, se apeó del caballo, dio la orden de acampar y contestó:

—Yo tampoco.

Y comenzó a caminar; el sol en el ocaso, grande y rojo, alargó su sombra, infinitamente, como si pretendiese cubrir con ella toda la Isla; otras mil sombras se alargaban en el llano. Después, el campamento se perdió en la noche, sin una sola canción, en espera del alba.