Capítulo XII
El doctor don Antonio de Calatrava se hizo asiduo de la casa de los Flores. Cada día, como el padre Diego, acudía a visitarlo para administrarle la medicina y ver el progreso que experimentaban sus muchas enfermedades. Y no era extraño que se encontrara con alguna nueva, siendo el caso de Flores chocante para la ciencia.
—Créame, padre Diego, cuando le digo que el señor Flores se encuentra muy enfermo. Es verdad que parece que se reanima pero luego vuelve a recaer y aún con más empeño. Que se diría que él mismo provoca las enfermedades para convertirse en mártir.
—Yo sé muy bien… —asentía el clérigo— …que el señor Flores parece, a veces, fuera de sí, como si interpretara la vida de otro como él. No se siente arrepentido de todo lo que dijo que hizo, sino más bien se siente disculpado y no encuentra en su situación más que una grave injusticia. Yo creo que se le ha secado el seso de tantos legajos que ha consultado.
—La justicia no podrá excusarle por parecer loco. Y yo tampoco firmaré un certificado que así lo diga porque solo veo pústulas y vientre hinchado y ojos cegados por las cataratas. Creo que es un necio y no un loco.
—Por mucho que habláramos con toda Granada no conseguiríamos ponernos de acuerdo en este punto. Flores es todo eso en uno, un loco y un cuerdo, un mártir y un engañador. Pero yo me pregunto: ¿Es correcto culpar al mártir al tiempo que al falsario? Labor difícil la de la justicia.
El galeno asentía y volvía al día siguiente.
Mientras, el proceso judicial seguía su curso. Lentamente, con sus días y sus noches, los ministros elaboraban informes y visitaban los lugares que creían importantes para ampliarlos. Juan de Flores, cuando conseguía levantarse de la cama, miraba con aire lánguido hacia la Plaza Nueva y otras hacia la sierra, y viéndola nevada sabía que era invierno y si era verdosa adivinaba que era primavera.
Pero finalmente, en una de esas primaveras presentidas, llegó una visita que no esperaba. Los ministros venían a comunicarle que la sentencia se había firmado. Era marzo de 1777.
* * * *
Granada ya había olvidado el escarnio al que se vio sometido Juan de Flores tres años atrás. Las excavaciones de la alcazaba se intentaron proseguir en manos de otros doctos hombres de ciencia, con el fin de averiguar si era verdad que bajo aquel terreno se hallaba el foro romano y el templo, que Sarabia había llamado Templo de Apolo. Pero el rey no había dado su consentimiento en tanto en cuanto el juicio seguía su curso. Era solo la manera de decir que no tenía interés en dar alas a otros que pudieran envolver a Granada en la misma vergüenza.
A Flores le dijeron: “…Debemos condenar y condenamos al padre Juan de Echevarría y a don Juan de Flores a ocho años de reclusión, al primero en el Convento de San Francisco, Orden de Capuchinos, de la ciudad de Alcalá la Real; y al segundo, en el de Antequera, de la misma Religión, encargándose a los superiores procuren exhortarles en la retractación de sus graves delitos. De la misma manera se prohíbe a los mismos Juan de Flores y Juan de Echevarría que escriban directa o indirectamente sobre el Voto de Santiago o tomen contacto con las excavaciones realizadas en la Alcazaba en el sitio del Albaicín. Si todo esto no lo atendieran se verían desterrados de los dominios de España”.
Cuando esto oyó Flores en el silencio de su casa, en la soledad que lo había acompañado durante tres años, paredes frías y vacías de objetos y sin libros, no pudo más que prorrumpir en un amargo llanto.
—¡Dios mío! No me han entendido, no me han entendido…
Los ministros se miraron aturdidos. La sentencia se había hecho pública.
* * * *
La Razón del Juicio es extensa y puede consultarse hoy mismo en la ciudad de Granada. Tal vez, después de tantos años, un nuevo lector, con conocimiento de la vida y de las personas, pueda discernir si Juan de Flores fue inocente o malvado. Buscar las razones psicológicas que le incitaron a hacer lo que hizo corresponde a otros expertos y con todo resultará complicado, ya que a cada uno hay que medirlo con arreglo a las normas sociales que le tocó asumir.
Es muy posible que el señor lector, a estas alturas, piense que Flores obtuvo su merecido con la pena de reclusión. A mí me parece que privarle de libertad le debió suponer poca cosa a quien no podía disfrutar de ella por su precaria salud. Pero, para un coleccionista nato, arrebatarle sus posesiones es una sentencia mayor y más cruel:
“…Se ordena que todos los monumentos recogidos en este proceso, pertenezca al Voto de Santiago o a las excavaciones de la Alcazaba, de piedra, mármol, alabastro, vidrio, barro, plomo, bronce, cobre y otros metales, en cuyos planos y reversos se hallan esculpidas varias figuras, inscripciones, letras, círculos, triángulos y cifras, se rompan, deshagan y demuelen, reduciéndolos a polvo o menudos pedazos, hasta que no quede vestigio conocido de las imposturas y fraudes que se hicieron sobre estas materias”.
Hay quien dice que oyó un lamento desgarrador salir de la casa de los Flores. La imaginación del pueblo llano no tiene límites, así que es muy posible que inventaran que Flores creyó morir al sentir que todas sus pequeñas y grandes pertenencias iban a ser pasto de las llamas.
—¿Y cómo sabrán lo que es verdadero? —se preguntaba Flores con el delirio marcado en su rostro—. ¡Si hasta yo mismo dudo algunas veces! ¡Ay, padre Diego, que creo que en este juicio van a pagar justos por pecadores o lo que es lo mismo, verdades por falsedades!
—Los que así lo han dispuestos son personas de gran valía. Sabedoras de todo lo que es arte y ciencia. Sabrán diferenciar lo que los falsarios inventaron.
—Que no, amigo Diego, que no, que yo fui un necio dejándome convencer creyendo que hacía bien, pero otros fueron como si hubieran nacido para mentir el resto de sus vidas, que son expertos en confundir y en hacer más real lo que es real de por sí.
Por mucho que trató de convencerle el padre Diego, Juan de Flores se vio sumido en una dolorosa espera, convencido de que la destrucción de los monumentos iba a ser una equivocación.
* * * *
Pedro González, aguador de oficio, oyó aquel extraño ruido sin que pudiera determinar qué era, pues los ruidos en las estrechas calles del Albaicín se transmiten como una onda expansiva, de calle a calle, tomando una dirección casi laberíntica.
Paró prontamente a su mula que ya empezaba a rebuznar acuciada por el chasquido, y, calmándola con palmadas en el lomo, no tuvo otra ocurrencia que dejarla allí y acercarse a la esquina de la calle desde donde confiaba ver la causa de aquel alboroto.
Pedro González recorrió toda la calle. Sacó la temerosa cabeza y aguzó los ojos y oídos. Muy pronto el estruendo se le echó encima y fue tan inesperado que su corazón saltó como una liebre y su mula se espantó coceando colina abajo sin que pudiera mediar para recogerla o, al menos, salvar algunos cántaros de agua que se estrellaron contra el suelo.
—¡Por vida de…! —gritaba el aguador—…¿A qué viene tanto lío? ¡Ni el mismísimo Lucifer haría tanto estruendo con su legión de demonios!
No hizo más que gritar tamaños despropósitos cuando un grupo de hombres, algunos uniformados, pasaron a gran velocidad por la estrecha calle colindante. Unos pateaban el suelo arenoso enérgicamente y otros, guiando un carro de varas, hacían lo posible para que su caballo no se desmandara, pues de las casas cerradas asomaban los vecinos por puro miedo, creyendo que un terremoto se aproximaba.
Los soldados, obreros y mozos, junto con el carro, se desviaron hacia la antigua alcazaba y allí, buscaron el llamado Huerto de Lopera donde hacía tiempo que nadie entraba a excavar, tiraron las vallas protectoras, entraron en sus terrenos y se pusieron a trabajar bajo la atenta mirada de los vecinos.
—¿Van a excavar nuevamente? —preguntó un alpargatero.
—¡Apuesto a que así debe ser! —respondió el aguador que había seguido al ejército de operarios con la mirada—…¿No se ha dado cuenta vuestra merced los picos, palas y otros utensilios que en el carro había? Nunca vi cosa igual salvo en construcciones importantes…
Pero al poco, los ecos provenientes del huerto fueron tan descomunales y el polvo que de allí salía tan gris, que el alpargatero, seguido del aguador, decidió encaramarse a las vallas caídas y vislumbrar lo que dentro se estaba fraguando.
—¡Por vida de…!—volvió a jurar Pedro González—…Que en vez de excavar lo que hacen es tapar y enterrar. El hueco que allí había ha quedado convertido en terreno llano y nada de él se conoce. Ahora parece un patio de vecinos y apuesto mi mula a que si encima plantan una higuera nadie se dará cuenta de que allí una vez hubo una ciudad romana.
—¿Y quién dijo que la había?
González miró al alpargatero con cara de desconfianza. No debía haber en toda Granada quien no supiera del suceso de Juan de Flores.
—Disculpadme vuesa merced, pero soy vecino nuevo en el Albaicín. No sé de Flores ni de ciudades de otros mundos, pero sé descubrir un suceso importante cuando lo veo. Y este es uno, sin duda, pues nadie se toma tantas molestias en tapar un agujero de tantas dimensiones.
Poco a poco, el polvo grisáceo de la zona removida terminó por posarse. Los vecinos, que asomaban desde sus casas, se arremolinaron alrededor de la puerta del huerto. Viéndoles tan inquietos uno de los soldados creyó conveniente aconsejar que se dispersaran pero, como la curiosidad es más fuerte que el miedo, hubo quien acertó a preguntarle:
—¡Señor soldado! ¿Hay o no hay ciudad antigua? —gritaba una lejana voz oculta entre los agolpados vecinos.
—Señores, márchense. Que aquí no hay nada que ver ni que saber.
—Pero ¿van a seguir excavando?— preguntó González—…Comprenda vuestra merced que aquí hay pocos divertimentos y si nos quitan este qué vamos a hacer los vecinos de la alcazaba…
—Pues vayan a Plaza Nueva que mañana hay quema de libros y monumentos, que aquí se ha terminado el espectáculo.
No hizo más que decir esto, sacando la hoja de su espada, y los albaicineros se volvieron a sus casas, chocando entre sí por alejarse lo antes posible.
Con estas advertencias
se enteraron los granadinos de la próxima fiesta, pues quemaban
libros en Plaza Nueva.