Capítulo I

 

 

Levantó los ojos y desde la bella plaza, surcada subterráneamente por el río, pudo ver una de las mejores imágenes de La Alhambra. La incipiente primavera asomaba a las altas montañas y su liviana brisa le animaba a dar sus largos paseos por las calles desiertas, por la alta colina que él ya tan bien conocía y a la que acudía con tanta frecuencia.

Juan de Flores y Oddouz, como cada mañana, se dirigía a la catedral. Por aquel entonces era ya beneficiado y sus prebendas iban aumentando, de manera que muy pronto terminó por ser diácono y presbítero. Juan de Flores provenía de familia francesa. Su linaje, más deseado que verdadero, era muy bien visto en aquella España de pícaros y hambrunas.

Decían de él que era orgulloso, que presumía de familia noble. Y, tal vez por esto o por su falta, hacía mucho tiempo que gustaba de verse rodeado de riquezas, antiguallas de otros tiempos que por su originalidad se mostraban a sus ojos, si cabe, más ricas y perfectas.

Comenzaron los poderosos a coleccionar objetos de cierto valor. Muchos lo hacían por moda o para presumir y sin mediar en ello ánimo artístico. Compraban y acumulaban, y hubo quien se dedicó a descubrir los tesoros para otros, que estaban acostumbrados a pagarlos por mero deleite.

Juan era, de entre todos ellos, el comprador, el tesorero y el ladrón, así comenzó siendo el mejor coleccionista de Granada.

Al llegar a la catedral sintió el frío de la piedra. Muy lejos quedaba ya el año de Gracia de 1741, cuando las nieves cubrían Sierra Nevada, y un joven de diecisiete años, próximo a recibir las órdenes menores, iba a verse rapado por la tonsura, como era común y propio de su condición. Era indudable que su vida había cambiado agradablemente pero aquella mañana no se sentía pleno, ni satisfecho. Se arrodilló y rezó, pidiendo a Dios que le diera una señal para combatir la monotonía de su vida.

 

* * * *

 

Dicen, quienes lo saben, que Flores vivió cerca de la Real Chancillería. Esta había sustituido a la Audiencia Real en tiempos de los Reyes Católicos, que decidieron crear un tribunal de apelación con dos chancillerías, una en Valladolid y otra en Ciudad Real. Poco tiempo después la de Ciudad Real pasaría a Granada lo que no era de extrañar, pues los Reyes Católicos siempre tuvieron un gran lazo de unión con esta ciudad.

Junto al tribunal real se encontraba la cárcel y frente a ella un portal que daba directamente a la casa de los Flores, habitada por él y su familia.

Era una gran casa, de las de cuatro plantas, con torre destinada a desván. Como era común en dichas viviendas tenía acceso trasero a otra calle, más aislada y óptima para devaneos nocturnos. Esta puerta daba a la calle Calderería Vieja. Tal vez por ser camino directo hacia lo alto del Albaicín o por ser este lugar de muchas iglesias y de buenas vistas, solía Juan frecuentarlo. Por sus calles estrechas paseaba solitario y otras veces buscaba el calor de los vecinos junto a las puertas moras, las que llamaban de las Pesas y de Hizn Román.

Era por entonces el Albaicín un lugar laberíntico pero de casas grandes, algunas de ellas moriscas y en cuyo interior conservaban el carmen que, con el tiempo, sería orgullo de la burguesía.

El historiador Francisco Henríquez de la Jonquera escribió casi un siglo antes sus ya conocidos Anales de Granada en donde describía un Albaicín, que no debió ser muy distinto al del siglo de Flores. Decía así: “En el Alcaçaba y Albaycin son muchisimas sus calles y callejuelas, con salidas y sin salidas, que no se pueden numerar, con sus edificios a lo morisco y calles tan angostas que por alguna taçamente caben dos personas y por algunas no caben…”

Con la expulsión de los moriscos en el siglo XVI el Albaicín perdió una gran parte de sus vecinos. Esas calles estrechas se volvieron solitarias aunque de lejos la estampa del barrio pudiera ser una abigarrada colina de casas blancas. En tiempos de Flores, el barrio se fortaleció con vecinos de otras partes de Andalucía o de la propia medina. Por eso los visitantes que acudían al Albaicín lo hacían con claro propósito, pues nadie ser arriesgaba a subir la escarpada colina para nada.

Los albaicineros, a pesar de ello, se mostraban amables y, viendo a Flores con vestidura de sacerdote, solían confiarle sus secretos o, simplemente, sus nuevas, que él utilizaba a su provecho.

Desde hacía muchos años, nuestro protagonista, se dedicaba a las antigüedades. Primero fueron las monedas, fáciles de conseguir arañando la tierra blanda del campo; luego los pequeños objetos de cobre o de cerámica, muchos de los cuales se los regalaban los campesinos al ver que de ellos no podían sacar buen partido.

Poco a poco se fue labrando una reputación de hombre sabio, de conocedor de otras culturas, de tesorero. Los labradores, que veían la labor del campo poco rentable, rebuscaban en los yacimientos y si algo salía se lo daban a los hombres de ciencia que podían pagar por ello. Una sortija de oro, un puñal o una fíbula, proporcionaban a una familia unos meses de esperanza.

Aquella mañana caminaba Juan de Flores por el Albaicín confundido por el sol reflejado en las casas blancas. Le dieron el alto y reconoció que era José de Nájera, que vivía cerca de las calles que hoy se conocen por María la Miel y del Tesoro.

—¡Buenos días nos dé Dios, padre!

Flores era sacerdote diocesano, de esa categoría a la que me refería antes. Por eso no era llamado padre, ni dedicaba su vida a la cura de almas en el estricto sentido de la palabra. Era pues un sacerdote dado a la vida exterior y a ella se aferraba con fuerza y disfrutaba esmeradamente de todos sus pequeños privilegios. Para no confundir a los albaicineros, aceptaba con resignación que lo creyeran el más devoto de los clérigos.

—¡Un buen día para pasear!

—Así lo espero…—contestó mecánicamente Flores— ¿Cómo van los negocios del almidón?

De esa manera preguntaba siempre por la familia, por su esposa o por su pequeña fábrica que le daba muchos quebraderos de cabeza últimamente y le enfrentaba a los vecinos de la colina.

—No crea vuestra merced que mejor que otros años…—se explicaba José mientras se liaba un cigarro—…este negocio no da para más… los vecinos se quejan del mal olor y yo les digo, ahora protestáis por la suciedad y la fetidez pero ¿no presumís cuando almidonáis vuestros cuellos y enaguas…? ¡Entonces no os parecen malolientes los almidones!

Esto no era nada raro en las ciudades de la España ilustrada. Los nuevos conceptos de higiene señalaban a los olores como la principal causa de enfermedades. Las epidemias se vinculaban con la suciedad y en Granada, cuyas calles eran herederas de un entramado medieval, se temía especialmente a la estrechez de vías urbanas que, debido al hacinamiento, terminaban por descuidarse. El acoso que sufrió el señor José sería el mismo que experimentaron los dueños de mataderos u hornos.

Juan se sintió distraído por unos golpes secos. Provenían del interior de la casa del viejo José.

—¿Qué ruidos son esos?

—Unos obreros que tengo dentro abriendo una zanja en el patio, para liberar el agua estancada. Me han asegurado que el agua se llevará el olor y la suciedad.

—¿Está usted cavando en su casa? —al inquieto Juan no se le escapaba ningún detalle.

—Eso digo, una gran zanja han abierto ya.

Juan de Flores suspiró profundamente. Como buen conocedor de antiguallas, recordaba el revuelo que había causado tiempo atrás y en esa misma finca, el hallazgo de una piedra con letras de bronce.

S.P.Q.R. Las siglas romanas de El Senado y el Pueblo de Roma era el lema que más gustaba a los romanos. A Juan de Flores no se le podía escapar tan conocida frase. Una inscripción romana en el Albaicín avalaría la idea de que en este cerro, como algunos antiguos habían asegurado, se encontraba el poblamiento de la Iliberri romana, es decir, la Granada romana que muchos buscaban. Desgraciadamente para él, la lápida pasó de mano en mano, entre ignorantes de la historia y la arqueología, hasta desaparecer. “Recuerda, amigo José…”, le dijo recordando el suceso antes mencionado, “…que si encuentras algo antiguo, alguna estatua o similar, debes llamarme y, viendo si tiene importancia, procedería a comprártela con sumo gusto”.

José vio en los ojos del clérigo un brillo de avaricia.

—Desde luego, señor…—asintió José—…Bien que lo sé.

Juan se despidió de él y desapareció a través de la Puerta Nueva llamada también de las Pesas. La brisa de la alta colina se aceleraba al llegar a campo abierto, a la inmensidad de la plaza de la iglesia de San Nicolás desde donde se presenciaba la imagen más majestuosa del palacio alhambreño.

“¡Qué belleza pueden tener las piedras!, se asombraba Juan de Flores, ¡Parece mismamente que la Alhambra la hubiera hecho Dios con sus propias manos! Y sin embargo, los infieles que la levantaron qué bien vivieron entre sus paredes. Esta no hizo falta descubrirla, pues ya estaba ahí a los ojos de la gente pero ¿y las demás riquezas que no vemos? ¿Las que ignoramos y se encuentran bajo esta tierra?”.

La Alhambra, por aquel entonces no era la gran fortaleza que hoy conocemos. En el siglo XVIII apenas tenía un interés artístico o arqueológico. A principio del siglo XIX el destacamento allí guarnecido fue sustituido por uno de inválidos del ejército lo que explicaba la poca importancia que debió tener para los gobiernos del momento. Hacia el 1830 se habilitó el recinto como prisión utilizando a sus ilustres invitados en labores de restauración arqueológica a la manera de entonces, es decir, de desplome de todo lo dudoso. Así, sus suntuosas ruinas fueron el hogar de presidiarios y gente de mal vivir.

“Si el amigo José descubriera algo importante, algo significativo para Granada, la Iglesia y el rey no podrían poner peros a mi intención de buscar tesoros ocultos. A mí me otorgaría distinción y buen nombre y para el rey sería una alegría importante al ponerse a la altura de las maravillas de Herculano, en la Italia que todo lo tiene”.

El hallazgo de la ciudad oculta de Herculano, que como muchos descubrimientos tuvo lugar por casualidad, replanteó a los científicos e historiadores los motivos para estudiar las antiguas civilizaciones en su propio ambiente, buscando recuperar un pasado que infravalorábamos. En este pasado nos basaríamos para hacer avanzar la civilización de la que formábamos parte. Herculano apareció a los ojos de los hombres por primera vez en 1738. Pompeya lo haría unos años después. Sería un rey español, Carlos III, el que entrando en el juego del coleccionismo, impulsara la obsesión por las excavaciones. Para Juan de Flores, como para la gran mayoría de coleccionistas, este afán arqueológico tenía un fin fundamentalmente lucrativo y de notoriedad. Bien mirado, la actitud de Flores y sus contemporáneos no fue del todo bochornosa, pues aún quedaba por venir el peor enemigo de la arqueología, el expolio napoleónico.

“Algún día, se decía, será común entre los hombres sabios buscar debajo de la tierra las civilizaciones antiguas y eso no será un descrédito sino más bien lo contrario, pues dará fama y gloria al pueblo que las descubra”.

Juan de Flores bajó por la colina del Albaicín hacia el río Darro. En cada puerta de iglesia se persignaba. Tanta confianza en Dios debió dar su fruto porque, tan pronto llegó a su casa, encontró a un criado de José de Nájera esperándolo quien había sido enviado para decirle que en la zanja abierta en el patio de la fábrica de almidón, se encontró una piedra con letras extrañas, que a su parecer simulaba ser muy antigua.

El clérigo recogió sus faldas y subió de nuevo la colina con la fuerza que le daba la esperanza.