Capítulo VII

 

 

La mentira es, a veces, la única manera de alcanzar la verdad. Si con las primeras piezas halladas, auténticas obras romanas, no consiguieron más que una modesta atención por parte de la Iglesia y del rey, con las obras falsificadas provocaron la polémica entre el mundo científico, que sumieron a Granada en un vivo enfrentamiento entre defensores y detractores.

Muchos eran los defectos del prebendado pero en absoluto era un necio, siempre se había guiado por un correcto instinto y puede que sin sentirse del todo orgulloso de sus actos decidiera participar del embuste comprendiendo lo rentable que llegaría a ser. No tardaría mucho, por tanto, en creerse sus propias farsas por muy enrevesadas que fueran.

—Señor…ya sé que no es del todo bueno vivir de la mentira. Pero la mentira bien puede ser piadosa pues mi actitud es por piedad para con el prójimo. ¿Quién en su sano juicio desperdiciaría la oportunidad de dar notorio a mis hallazgos? ¿Es que no merecen los restos de mi basílica que se les atienda como están siendo analizados los plomos que nosotros mismos hemos fabricado? No sé dónde está el límite de lo honrado, si con ello no se pretende hacer mal a nadie sino más bien al contrario, demostrar a todo granadino que posee una joya bajo tierra.

Cada día y cada noche, se decía Flores que actuaba con nobleza pues un acto que atraía a los fieles al rezo no podía ser malo ni repudiado por Dios.

 

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Muy pronto aprendió el oficio. Curioso por conocer todos los campos, manipulaba él mismo sus plomos. Para que nadie pudiera diferenciarlos de los antiguos del Sacromonte, los metía en vinagre, los hervía en pócimas apestosas aherrumbrándolos hasta darles el color del orín. Y no contento con fabricarlos, también se ofrecía a depositarlos en lugares destacados y fáciles de encontrar del interior de la excavación. Sobre estos materiales maleables escribía textos ininteligibles, letras misteriosas que parecían de otros mundos. Se inventó un nuevo lenguaje que volvió locos a quienes intentaron descifrarlo. De esa manera se aseguraba ser el único traductor y de ellos decía haber descifrado lo que le convenía, llegado el momento.

 

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En España era ciertamente fácil hacerse delincuente. Si bien la moda francesa no terminaba de aceptarse por el gran público, ningún español, incluso con ideas afrancesadas, renunciaba a ir tapado con su capa. Se envolvían en ella disfrutando de su anonimato y actuando como en tiempo de carnaval. Desde 1716 hasta 1745 se dictaron varios bandos para modificar la vestimenta del español, pero fue inútil. En aquel momento en el que vivía Flores aún no se había dictado la orden que provocó el motín de Esquilache, a causa del cual los españoles se revelaron por no poder vestir como gustaban. Así pues, Juan de Flores se ocultaba bajo la capa y a veces, en la oscuridad de la noche, habiendo emborrachado a los guardias, entraba en los lugares que horadaban, que ya por entonces empezaban a llamar minas, dejaba la obra enterrada y bien enterrada y a la mañana siguiente, como director que él era, daba la orden de desenterrarlo. Escogía para ello el mejor momento, cuando los vecinos o curiosos se asomaban a las vallas para ver trabajar a los obreros y, como en patio de teatro, Flores representaba su pantomima.

—¡Milagro! —gritaba uno de los vecinos.

Y otro, inspirado por la sorpresa, exclamaba:

—¡Juro haber visto a la misma Virgen María depositar esas láminas allí mismo!

Y otro más allá, enfebrecido por la euforia del momento, contestaba:

—¡Llamad a las puertas de la catedral, que seguro que son los plomos del Concilio! Que el padre ha descubierto los restos más sagrados de Granada.

Diciendo esto, todos los asistentes se arrodillaban y se santiguaban y Flores tenía que bendecirles con la sonrisa reflejada en sus labios.

 

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Un día, la Junta de Excavaciones, compuesta por los más doctos y destacados miembros de la sociedad de Granada, se reunió como era habitual en el despacho del presidente de la Real Chancillería. Tomaban las piezas encontradas y las analizaban, siendo las que contenían restos epigráficos las más interesantes al aportar conocimiento de la antigua ciudad de Iliberri. Los extraños signos que Flores y sus secuaces elaboraron inquietaban a esos doctos señores. Juan de Flores callaba y observaba las acaloradas discusiones entre los expertos, mostrando dudas sobre si lo escriturado era una Y o una J; letras inconexas y algo desfiguradas, que no podían traducirse.

Sentía un placer morboso en la dulce espera y este placer llegaba a su punto álgido cuando el más anciano de los profesores se daba por vencido. Entonces, Juan de Flores, sabiendo que no podría equivocarse, exponía su alegato.

—Señores, estos signos no pretenden hablarnos con la palabra sino con el misterio de la doctrina, debemos descifrarlos con la fe en Cristo y no con la verdad de la razón. Así pues yo digo que hemos de leerlo hacia atrás y no hacia delante, como lo haría nuestro raciocinio. Y teniendo en cuenta las notas recogidas por mí en las excavaciones puedo asegurar que esto quiere decir lo siguiente…

Flores hablaba y hablaba. Todos los que le oían quedaban boquiabiertos, incluso los más sabios de los presentes tenían que ceder ante tantas razones.

Sin embargo, la duda se sembró entre los más escépticos, Juan de Echevarría (que sería conocido en la ciudad por su libro Paseos por Granada y sus contornos) replicó a Flores. Cristóbal Conde lo corroboró. Seguramente, Echevarría se mostraría así por convicción y Conde por ser el heredero directo de las insidias de Viana y por lo tanto, conocedor e instigador de todas las mentiras sobre el Sacromonte.

Flores decidió ser más cauto en el futuro

 

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Aunque tuvo sus detractores y deseaban desenmascararlo, también hubo quien vio en él un mártir de la opinión pública.

Ya habíamos hablado de los dibujos que la Academia de San Fernando encargó, siguiendo la directriz impuesta por los nuevos conceptos de Ilustración y del muy honorable Sarabia. Por primera vez se plasmaba en una instrucción lo siguiente:

“Las ruinas antiguas no son meramente para vistas y dibujadas: se han de estudiar con seriedad y discernimiento: porque la excelencia de la mayor parte de las cosas antiguas pende de que sus Autores trabajaban más con el raciocinio que con las manos, al revés de lo que suele acontecer a los modernos”.

Los conceptos de conservación y restauración, que tenían una base puramente práctica, comenzaron a cuestionarse. La historia se beneficiaba con esta nueva mentalidad en la que se mantenía la necesidad de conservar y restaurar a partes iguales.

A Sarabia, como a los demás encargados de elaborar Las antigüedades árabes de España, le ordenaron realizar copias exactas de cada material encontrado, observarlas con detenimiento y buen juicio puesto que, decían, un arquitecto ha de saber manejar la pluma casi tanto como el pincel.

Sarabia, ejecutó un informe dividido en dos partes: una dedicada a la arquitectura árabe y otra a la cristiana, y en cada una de ellas aportó sus propias conclusiones sobre los hallazgos de Juan de Flores a los que calificó de origen cristiano.

Con todo, los misteriosos hallazgos tenían para Sarabia una clara asociación elvirista. Llegó a esta conclusión comparando Granada con Roma justificando que ambas tenían siete colinas.

Basándose en los inventos de Flores, que él constataba ciertos, afirmó que en el Capitolio de Granada estuvo el suntuoso templo de Nata Diosa Patricia, de singular veneración para los Ylliberitanos y que este dato podía confirmarse en el Canon 59 del Concilio de Elvira.

Los defensores de que el Concilio de Elvira tuviera su origen en tierras de Granada también intentaban obviar el gentilicio romano, porque algunos sectores de la Iglesia seguían identificando a Roma, aunque pueda considerarse la civilización más adelantada de la historia, con los asesinos de Cristo. Por lo tanto, si se deseaba contar con el apoyo cristiano era mejor dulcificar los términos. Así empezó una nueva teoría, apoyada en las falseadas inscripciones, una teoría que aseguraba que Granada tenía un origen bíblico. Aquellos hombres, que se creían de ciencia, razonaban con la fe lo que era imposible constatar con la arqueología. Hasta el ilustre Sarabia vio creíble que la Torre de Babel hubiera sido construida en plena ciudad de Granada.

 

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Dentro de la alcazaba se encontró un capitel de extraordinaria originalidad realizado sobre un ábaco hexagonal y adornado de hojas de acanto. Como no se vio relación con ningún otro capitel hallado hasta el momento, Sarabia lo catalogó anterior a las órdenes clásicas y, consecuentemente, pudo demostrar que era obra de los fenicios, a los que consideraba responsables del origen de la ciudad de Granada. Del mismo lugar de donde procedía el capitel, recuperaron la cabeza en mármol de un emperador. De la pieza, perdida hasta el momento de hoy, nos queda un curioso dibujo hallado en la localidad de La Zubia. Es una ilustración perturbadora que si se ve al derecho simula ser un ciudadano romano y si se inclina y vuelve boca abajo, se transforma en un respetable sarraceno con turbante y todo. Tal retrato causó conmoción en una sociedad dividida por opiniones encontradas a favor o en contra de un legado romano o árabe, que pervivía, con gran fuerza, en la sociedad de entonces. La polémica distorsionó aún más esta sociedad en la que le tocó vivir a Flores. ¿Se trataba de una broma de mal gusto?, se preguntaban. Hubo quien quiso ver que el moro con turbante no era otro que San Cecilio, el santo torturado por los romanos al que los Plomos del Sacromonte consideraban de origen andalusí.

Con estos comentarios, altamente ingeniosos, los discípulos de Viana hicieron su trabajo. Finalmente se relacionaban los hallazgos de la alcazaba con Los Libros plúmbeos del Sacromonte.

Granada no estaba preparada para tanto alboroto. La enrevesada historia confirmaba, nuevamente, la alta capacidad del español por generar mentiras, engaños y supercherías. No era la primera vez que se manipulaba la historia de nuestros ancestros ni que se pusiera más interés en desvirtuar la verdad que en comprometerse a buscarla.

 

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Sentado junto al Pilar de los Leones en una esquina de la Plaza Nueva, Flores reflexionó. Muchas veces había pasado por aquel mismo lugar sin apercibirse de que el agua caía de las bocas de los leones. Tampoco cayó en la cuenta de que la fuente, adornada de columnas jónicas sobre pedestales, sostenía unas sinuosas mujeres con caños en los pechos.

Ya no era tan perspicaz como antes, ni tan observador. Su obsesión por su obra, inacabada, le aislaba del resto del mundo.

Aquella plaza que atravesaba cada día, cuyos ruidos cotidianos le transportaban al calor del cercano hogar, le parecía ahora más fría y sobre todo premonitora de algún mal que, tal vez, no tardaría en llegar.

No en vano, esa parte de la ciudad fue emplazamiento de juego de cañas, de celebración de torneos o de corridas de toros, según los siglos y momentos. También lugar de ejecución pública, él bien lo sabía, para quien no había querido vivir de acuerdo a las leyes. Todavía permanecía en pie un pequeño oratorio con una pintura de un Cristo a la que adoraban o pedían por el perdón de sus pecados los ajusticiados o penitentes, de ahí que se le llamara popularmente Cristo de los Ahorcados.

Desde su sereno rincón vio acercarse al padre Diego. Le hizo una seña para que sus ojos, cortos de vista, lo advirtieran y muy pronto se acercó a él, con su cara reluciente y sonrosada, la viva imagen de la paz de espíritu.

—¿Qué tenéis, señor Flores, ahí sentado?

—Nada sino muchos años y mucho cansancio.

—Pues orgulloso deberíais estar. Por ahí se oye que vuestros hallazgos son la gloria de España aunque también, todo sea dicho, hay quien os tilda de hereje y de antipatriótico.

—Bien lo sé —reconoció cabizbajo— …Oyendo a quienes me prejuzgan me entran remordimientos. No merezco el honor de pertenecer a mi familia por haberles causado algún mal con mis trabajos…

—Pero ¿a qué vienen esos lamentos?

—No sé, presiento malos tiempos.

—Debéis animaros, os acompañaré a vuestro despacho y allí reflexionaréis sobre lo bueno de la vida, que hay mucho por lo que agradecer a Dios Nuestro Señor.

El padre Diego, dicho esto, lo ayudó a levantarse viéndole agotado más en espíritu que en cuerpo y decidió devolverlo a manos de sus sobrinas y hermanos, que bien lo cuidarían en su propia casa. Lo dejó sentado en su sillón preferido y abrió las ventanas de su despacho para que pudiera ver las lejanas montañas de Sierra Nevada y la silueta de la alta Torre de la Vela, o al menos imaginarlas.

Al entrar la luz en el cuarto, tuvo el humilde padre un sobresalto. Hacía mucho tiempo que no entraba en el despacho de Flores y, por lo tanto, lo que vio allí le causó gran zozobra. En el aposento, colgado de cortinas o hacinado en los rincones, se acumulaban cientos de objetos de diferente origen y tamaño. Dagas, escudos, collares, piedras desgastadas, monedas, huesos y ánforas. Todo ello tan desordenado que parecía proceder de un terremoto.

—Pero…¿qué tenéis aquí, hombre de Dios? —se lamentaba Diego sin apercibirse de que Flores había quedado amodorrado por el cansancio.

—Mirad ahí, buen Diego, en la vitrina, que ahí guardo mis mejores tesoros…

Dicho esto pareció Flores dormitar del todo. Y Diego pudo acercarse a la traslúcida vitrina en cuyo interior se ordenaban cuidadosamente pequeños objetos bien catalogados. El padre Diego, con ojos de espanto, descubrió los que siguen: La manzana desecada de Eva, con su mordisco y todo. El pecíolo de la hoja de parra con que se vistió Adán, el último de los ladrillos de la Torre de Babel, la herradura trasera de Babieca, dos pelos de la barba de Fernando el Católico y un sin fin de majaderías y despropósitos tales que a poco tuvo el pobre padre un verdadero síncope.

El lector, que es inteligente, podrá ver en esto una exageración literaria y no haría mal en pensarlo, pues me he dejado llevar por la historia. No obstante la realidad, en mucho, supera a la ficción. Hubo quien en su época aseguró tener un listado del contenido de la colección de Flores y entre sus tesoros se encontraba una taba de la pierna izquierda de Mahoma y la liga de Ana Bolena. Piensen, pues, que no exageré demasiado en lo anterior.

No podría decir a ciencia cierta si Flores se volvió del todo loco o intentaron hacerlo creer. En cualquier caso, por aquel entonces, el racionero de la catedral deseó dar un giro a su causa y desligarse de toda falsificación. En adelante, cesó de introducir inventos en las excavaciones, de juntar piedras obtenidas por otros medios con las falsificadas y, se negó, para bien de todos, a participar del embuste.

Esto no hizo más que acrecentar el número de sus enemigos. Los que lo defendían en otros tiempos se molestaron por verlo tan ocioso, siendo como decían todos, persona de tanta capacidad. Los que le criticaban, por descontado, vieron en el árbol caído la forma de hacer una bonita leña.