Capítulo X
Granada, como ciudad pequeña que era por entonces, guardaba con poco sigilo una noticia. Antes de que el juez y sus ministros irrumpieran en la casa de los Flores, ya sabían estos lo que sucedería. Los vecinos esperaban cerca de las puertas, la delantera y la de atrás, atraídos por la novedad que significaba ver reo de la justicia a un hombre que hasta hacía muy poco pertenecía a los círculos más selectos.
Juan de Flores llegó a su hogar con el aspecto de un penitente. Sudoroso y mareado subió a sus habitaciones y allí se vistió con los hábitos religiosos, con la esperanza de que aquellos enternecieran a los representantes de la justicia.
En su cuarto quedó el clérigo casi inconsciente por nervios, mirando las paredes de su casa, que ya estaban desnudas por requisarles los inspectores todo lo que de ellas colgaban.
No tuvo tiempo de suspirar más que dos veces cuando la aldaba de la puerta repicó preludiando las campanas de ajusticiamiento.
Sudoroso esperó paciente las pisadas de tres hombres, que se acercaban subiendo los escalones de madera. Su sobrina abrió la puerta llevada por la angustia y sin decir ni pío se hizo a un lado, invitando a entrar a los tres hombres de negro.
—Señores…—dijo Flores—…han de saber que yo no estoy bueno. Tengo mareos y un gran flato que no me deja ni ponerme en pie.
El juez respiró hondo. Eran muchas las veces que los detenidos pretextaban una enfermedad para no ser apresados por los ministros de la justicia.
—Le ruego a usted, señor Juan de Flores, que haga por levantarse y por valerse por sí mismo porque la orden que traigo ha de cumplirse de todas formas. Si vuesa merced no puede levantarse habrá que llamar a un coche para que lo traslade.
—¿Y a dónde me llevan, si puede saberse?
—Al Real Convento de Nuestra Señora de la Merced. Allí estaréis preso hasta que se me diga lo contrario.
Flores respiraba dificultosamente. Intentó ponerse en pie pero sus piernas flaquearon, cayó desplomado al frío suelo de barro.
* * * *
Viendo el juez que Flores no disimulaba, hizo un gesto a sus ministros y como si ya supieran qué hacer salieron los dos a pedir un coche. Unos instantes después los caballos relinchaban en la misma Plaza Nueva. Los ministros, ayudaron a levantarse a Flores, que como un guiñapo arrastraba los pies amoratados dentro de unas sandalias de cuero.
Los vecinos agolpados en la plaza lanzaron insultos al aire al verlo salir. Algunos se atrevieron a tirarle piedras.
—¡Toma esta! —dijo un gañán medio oculto entre la multitud—…¡A ver si puedes decirme si es romana o no!
Flores, enflaquecido y con grandes mareos, fue trasladado al interior del coche y allí se acurrucó como un animal temeroso presintiendo el peligro.
* * * *
La diversión no acabó para la multitud ciudadana. Una vez desaparecido Flores, los funcionarios aparecieron nuevamente acompañados por un maestro cerrajero. Se les había dado el cometido de cerrar bajo seis cerrojos el despacho y la habitación particular del falsario. Se evitaba con ello satisfacer la curiosidad de personas ajenas a la causa y se preservaban ambos lugares como pruebas directas para el juicio.
Una vez puestos los candados, se tapiaron las ventanas y todas las aberturas exteriores, como ventanucos u ojos de buey, por muy pequeños que estos fueran o dieran a lugares de difícil acceso. La familia Flores convivió de esta guisa durante algún tiempo a la espera de una resolución judicial rápida. Mientras esto ocurría, el desventurado Juan, malvivió en una celda del convento de los Mercenarios Calzados, que sin ser cárcel bien lo parecía.
En el convento quedó recluido indefinidamente, vigilado muy de cerca por los hermanos de la orden, que asistían sus necesidades más elementales e impedían su comunicación con el mundo exterior.
Pasaba las noches como los días, envuelto en una fina manta con convulsiones y vómitos. El hermano supervisor, oyendo sus lamentos, abrió la puerta, encontrándose al recluso con negras y profundas ojeras muestra de su decadencia física y mental. Se conmovió de inmediato.
—¡Hermanos, hermanos, que Juan de Flores se nos muere! ¡Llamad al médico! Que veo que no llega al juicio de los hombres y va directo al de Dios.
Impulsados por los lógicos temores llamaron al médico don Antonio de Calatrava, muy querido entre los hermanos mercenarios calzados pues los atendía sin pedirles nada y con sumo gusto.
* * * *
Don Antonio de Calatrava era médico aventajado en las enfermedades de la época. Partidario de los métodos ilustrados, razonaba con sensatez lo que mandaba a los enfermos aunque no por eso dejaba de ser partidario de sangrías, que eran el Bálsamo de Fierabrás de la medicina.
Al llegar a la celda de Juan de Flores y verlo tan demacrado, tiritando, huidiza la mirada y detectar el fétido olor de su cuerpo, determinó que sufría de un tabardillo cruento, enfermedad que hoy llamamos tifus y que por aquel entonces era frecuente contraer.
No vamos a considerar ahora las ínfimas condiciones a la que se enfrentaban los pobres de solemnidad del siglo, ni si el tabardillo lo encontró Flores en la celda del convento. Lo cierto es que don Antonio de Calatrava lo vio tan al borde de la muerte, que recomendó sacarlo de la celda y llevarlo a un sitio menos insalubre donde pudiera recibir la luz natural. Era su salud tan quebrada que sus familiares, temiéndolo al borde de la muerte, solicitaron licencia para llevárselo a su casa y tratarle allí sus muchas dolencias. La petición no era tan extravagante, máxime cuando al padre Echevarría, falsario del Voto de Santiago, se había liberado a causa de su precaria salud.
No sería el caso del que fuera prebendado de la catedral pues sus peticiones fueron denegadas. En la celda luchó Juan de Flores contra el tabardillo aplicándose friegas de vinagre y romero, comiendo forzadamente y con resignación.
—¿Otra vez a ver a su enfermo? —preguntaban al galeno al cruzarse con él en el claustro.
—Si Dios no quiere mejorarle tendré que ser yo el que lo intente.
—No me sea usted hereje, señor Calatrava —le amenazaba el padre comendador—. ¿Es que no puede sangrarle un poco para que sane rápidamente? No es bueno que un condenado esté tan a cuidados de unos y de otros.
—Reverendo padre, el señor Flores se encuentra en un estado lamentable. No es una dama caprichosa de la alta sociedad, que por aburrimiento invita a sus amistades al maravilloso espectáculo de su sangría mensual. Lo del padre Flores es una enfermedad severa que si no se ataja pronto le llevará al otro mundo. Y eso es lo que tienen que comprender los ministros de la justicia.
—Vuesa merced debe cumplir con su cometido de curar y no interponerse en el desarrollo de la ley.
—¿Y para qué he de curarle? ¿Para que lo ahorquen en la Plaza Nueva? ¡Valiente ventaja tendría entonces¡ Si es así que lo ahorque el verdugo con tabardillo incluido.
El padre comendador, viendo en el médico cierta rebeldía, asentía con resignación.
—Mire usted por el enfermo, que yo miraré por hablar con el juez.
—Procure, padre comendador, que este hombre tenga una cura digna, que habiendo hecho mal o no, antes fue como vos, clérigo y creyente del mismo Dios y nadie se merece, habiendo sido prebendado de una catedral, recibir tan mal trato.
El padre comendador pareció reflexionar. Se introdujo las manos en las mangas de su túnica y asintió, dejando al médico a las puertas de la celda, percibiendo el olor nauseabundo del cuerpo de Flores.
* * * *
Algunos días después y con insistencia de algunos amigos, Flores fue devuelto a su casa. Los ministros regresaron con el maestro cerrajero, descorrieron los seis cerrojos, desclavaron las tablas de las puertas y ventanas, aunque continuaron ciegas algunas claraboyas, y se le retornó a su propia cama. Se prohibió a sus sobrinas y demás familiares entrar en la habitación. Solo al médico y a un guardia les dieron licencia para entrar. El padre Diego, aprovechando su condición de clérigo, solicitó cuidar de él, aplicarle las pócimas adecuadas y las tisanas que el médico dijera y se le concedió, porque el hedor del cuerpo de Flores era tan insoportable que nadie estaba dispuesto a entrar en su cuarto, aunque se lo ordenara el juez.
Con delicadeza, el padre Diego, aplicaba los emplastos de hierbas y vinagre en las úlceras, que se multiplicaban sumándose al malestar flato, mareos y ceguera. Un cuadro médico que el galeno Calatrava era incapaz de asociar a ninguna enfermedad conocida.
Flores continuó en su casa, encerrado, aislado hasta el final del proceso. Durante aquellos tres años obtuvo, excepcionalmente, dispensa para salir a la catedral o para visitar enfermos en los hospitales. Algunas de estas faenas ni siquiera pudo desempeñarlas con dedicación debido a su deterioro físico, que progresaba con inexplicable rapidez.
* * * *
Con todo, la justicia actuó con diligencia teniendo en cuenta los muchos encausados a los que hubo que interrogar. Recordemos que no era solo un juicio al que se enfrentaban los falsificadores. Juan de Flores, el que más causas tenía pendientes, fue acusado de las falsificaciones de la alcazaba, de falsificar el Voto de Santiago y de amañar documentos para engrandecer su nombre y origen. Eran, pues, tres procesos en uno. Los demás encausados lo fueron por distintos motivos y no por los tres. Al padre Echevarría, por ejemplo, lo procesaron por falsear el Voto de Santiago y una vez detenido, fue encarcelado en el convento de Capuchinos. Su estado de salud le libró de la celda, después de muchas súplicas y perseverancias, resumidas todas en costosos certificados médicos.
Cristóbal de Medina Conde, heredero de las insidias de Viana, fue acusado como falsificador de la alcazaba. El delator, al que nosotros habíamos llamado Manuel Herrera, también cayó en manos de la justicia.
Otros, sin embargo,
que habían participado directamente, manipulando, falsificando,
creando de la nada documentos y objetos antiguos, pudieron librarse
huyendo con la rapidez de un zorro.