Capítulo 9
L OS MEDIOS de transporte de Luca tenían sus ventajas.
El sonido del helicóptero acercándose le dio tiempo a Felicity de hacer una comprobación final. Encendió las velas y luego el reproductor de CD y deseó que el hecho de que La Bohéme de Puccini estuviese al comienzo de la pila significara que era de los favoritos de Luca. Se colocó junto a la chimenea y comprobó su aspecto por decimocuarta vez.
Un baño caliente y el fuego que había encendido hicieron que se le pusieran las mejillas rojas, algo nada familiar en esos días. Le brillaba el pelo, recogido en lo alto de la cabeza, y se había puesto algo de pintalabios para resaltar su boca. El vestido rosa claro de cachemir, otra de sus compras, resaltaba su pecho y acentuaba su figura. Las luces del helicóptero inundaron el salón. Las náuseas, tan presentes aquellos días, estaban ausentes, sólo el fuerte latido de su corazón le recordaba lo que iba a pasar.
Trataba de imaginar la respuesta de Luca.
—¿Dónde está Rosa?
No fue exactamente el más romántico de los saludos, pero dada la frialdad de su despedida por la mañana, no podía culparlo. Casi sin tocar sus mejillas con un beso, Luca se dirigió al recibidor y ella lo siguió. Aquel estado de enfado que tenía lo hacía incluso más deseable y hacía que fuese más imperativo decirle la verdad.
—Le he dado la noche libre —dijo ella mientras Luca tiraba su chaqueta sobre el sofá—. Pensé que sería agradable pasar algo de tiempo solos.
—Esa no es la impresión que dabas esta mañana —dijo con tono sarcástico—. De hecho daba la sensación de que un tiempo sola era justo lo que necesitabas.
Felicity sabía que estaba herido y confuso. Al fin y al cabo, desde que habían llegado a Italia, ella, no había sido la misma mujer con la que se había casado. Las náuseas siempre habían estado presentes, pero todo eso pasaría. Una vez que Luca comprendiera por qué estaba así, podrían avanzar al siguiente paso, juntos o por separado.
Lo único que tenía que hacer era decírselo.
—Necesitaba algo de tiempo para mí esta mañana —admitió ella lentamente, pero era demasiado pronto. Quería que se sentaran y que cenaran en vez de mantener esa hostil confrontación—. Pero ahora...
—Oh, has cambiado de opinión —la interrumpió él—. Así, sin más —añadió chasqueando los dedos—. No importa que yo quisiese hablar en el hotel. No importa que me hayas apartado durante una semana en la cama. Ahora has decidido que quieres pasar un buen rato. ¿No se te mete en la cabeza que a lo mejor he tenido un mal día? ¿Que lo que menos me apetece ahora es tener una discusión en profundidad? ¿Que lo único que quiero es llegar a casa y cenar?
—Puedo entender que estés triste, y sé que parece que te he estado apartando... —dijo Felicity mientras él se quitaba la corbata y se servía un vaso de whisky.
—Lo comprendes, ¿verdad? —dijo Luca tras dar un trago. Durante semanas había estado apartándolo, cada vez que la tocaba se encogía. Lo de esa mañana le había durado todo el día, y quería seguir así, quería que ella se enterase de su dolor, pero con eso no había contado. No esperaba llegar a casa y encontrarla así, tan dulce, habiendo hecho un gran esfuerzo, con aquel vestido.
Ese cuerpo, envuelto en el más pálido de los rosas, con sus pechos realzados y sus pezones erectos. Necesitaba tocarla, necesitaba poseerla y a soltarle el pelo, deslizar sus dedos por él. Pero lo que más le excitaba era el fuego en sus ojos. La mujer que había conocido al principio parecía estar de vuelta, la desconocida llorona parecía haber desaparecido, pero no podía hacer eso, no podía hacer como si nada hubiese ocurrido. Había demasiado orgullo y demasiado dolor.
—He hecho la cena.
—¿Por qué? —preguntó secamente—. No te he traído a la otra punta del mundo para que cocines para mí. Rosa es la cocinera. La contraté para que cocinara para mí.
Felicity sintió que toda su buena intención estaba desapareciendo. Puede que estuviese muy atractivo, pero ella no se iba a quedar ahí dejando que la pisoteara.
—Oh, y supongo que una esposa tiene otras tareas —contraatacó ella.
—Exactamente —dijo él tras apurar su vaso—. ¡Así que ahora tengo una cocinera que no cocina y una esposa a la que no le gusta el sexo!
Sus palabras fueron como una bofetada, pero en vez de acallar su ira, la aumentaron más.
—Bueno, quizá debería tener más cuidado de a quién contrata, señor Santanno —respondió ella, con el mismo odio en la mirada que él, con su barbilla levantada de forma desafiante—. Por ahora no pareces tener una buena marca.
—¿Te refieres a Matthew? —preguntó él fríamente, y Felicity supo que la discusión había llegado a territorio prohibido—. ¿Crees que él habría pasado por esto? ¿Con una mujer como un alma en pena, caminando por la casa casi sin hablar y haciéndose la dormida por las noches? —insinuó, y vio cómo a Felicity se le encendían las mejillas, así que sonrió maliciosamente—. ¿Te crees que no sé cuando finges?
—¡Al menos, sabía en qué punto estaba con él! —exclamó ella, arrepintiéndose al instante. No había comparación entre la relación con Matthew y con Luca. En ese momento se puso furioso, entornó los ojos y apretó el vaso con tal fuerza que parecía que iba a romperse.
—¿He de recordarte que ese hombre no sólo te drogó sino que también te chantajeó? —dijo él estampando el vaso contra el suelo—. Nunca te he tratado con algo que no fuese respeto. ¿Alguna vez te he forzado? ¿Te he obligado cuando era evidente que no querías acostarte conmigo? Y tienes la... la... —chasqueó los dedos furioso mientras buscaba la palabra—. Tienes la...
—Osadía, creo que es la palabra que buscas —gritó Felicity, sabiendo que aquello desembocaría en más pelea, en una pelea que ni siquiera estaba segura de querer tener. Pero estaba demasiado furiosa como para importarle. Esa noche tendría que haber sido perfecta, Esa noche iba a decírselo, y sin embargo estaban ahí, lanzándose insultos que nunca se podrían retirar—. Sí, Luca. ¡Tengo la osadía de esperar que mi marido comprenda que a lo mejor no me siento bien, que a lo mejor hay una razón y que la respete, en vez de irse corriendo a la cama de otra mujer!
Luca cerró los ojos, con la cara totalmente tensa. Luego los abrió de nuevo y por un segundo, el dolor que ella pudo ver en ellos la inundó por dentro. Pero las palabras que siguieron fueron mucho peores de lo que jamás podría haberse imaginado.
—Al menos sé que ella me desea.
Felicity no sabía el tiempo que pudieron estar ahí de pie, en silencio. Con el fuego crepitando, el reloj haciendo tictac, la música sonando muy baja, mientras ella intentaba digerir las palabras.
—Felice —dijo él con un gemido mientras intentaba tocarla. Pero ella se apartó, tratando de imaginar cómo podía haber dicho aquello—. No debería haber dicho eso.
—¿Por qué no? —dijo ella casi sin voz, como si tuviera la garganta llena de arena y, a pesar del calor del fuego, nunca se había sentido tan helada—. No es ningún secreto de estado.
—Nunca debí decirlo —repitió él—, porque no es verdad.
—¿Ah, no? —preguntó ella mientras las lágrimas se deslizaban por sus mejillas—. Lo siento si no soy muy buena en esto. Lo siento si no soy una de esas sofisticadas amantes a las que estás acostumbrado. No conozco las reglas, Luca, porque nunca antes había jugado. No sé lo que es real y lo que no. No sé cómo he de reaccionar cuando medio pueblo asume que te acuestas con Anna. Y si tus palabras estaban destinadas a darme una patada, entonces han funcionado, porque me has herido —dijo con una mano temblorosa en el pecho—. ¡Me has herido y dijiste que nunca lo harías!
Luca se acercó a ella y la besó, silenciando sus protestas, sus dudas, su furia, sus miedos con el peso de su adoración. Sus manos hambrientas recorrieron su cuerpo, poseyéndolo. La tumbó en el suelo e intentó quitarle el vestido. Pero la fila de pequeños botones a la espalda era demasiado para la necesidad que tenía de estar dentro de ella, así que le levantó la falda, le quitó bragas y las tiró a un lado. Ella lanzó un grito apagado, sorprendida e insegura al principio, incapaz de creer que él pudiera estar disfrutando de aquello. Pero sus gemidos de aprobación eran la confirmación que necesitaba.
Sus ojos cerrados y su concentración le dieron a Felicity un interludio para relajarse y sentirlo, con su lengua haciendo maravillas mientras ella tensaba los muslos con espasmos y su estómago estaba tenso no por los nervios, no por la vergüenza o el bochorno, sino por la deliciosa anticipación del orgasmo, que la hizo arquear la espalda por las contracciones. Él sujetó sus nalgas con las manos mientras ella se retorcía bajo la maestría de su tacto.
Luca tuvo que parar para dejarla tomar aliento, tuvo que dejar que el mundo dejara de dar vueltas por un momento. Y justo cuando ella creía que ya había terminado, le subió el vestido más arriba, dándole un beso en los pezones mientras se bajaba la cremallera del pantalón. Ella gimió, exhausta, segura de que ya había abandonado ese mágico lugar al que la había conducido, segura de que había acabado.
Al verlo tan excitado como estaba, sintió algo cercano al miedo y abrió los ojos un poco aterrorizada mientras él le separaba las piernas lentamente, cada movimiento estaba controlado, sus miradas estaban fijas la una en la otra, su voz era un eco lejano en el mar de la pasión.
Y él disfrutó de aquello, disfrutó de su inocencia, de oírla gemir por él y para él. Adoraba sus gemidos, que llenaban la enorme habitación y adoraba el roce de su piel bajo su cuerpo. La necesidad por estar dentro de ella, por sentirla enrollada a su cuerpo, por poner su semilla dentro, era casi agobiante, y se sumergió dentro de ella, explotando simultáneamente mientras ella se agarraba a él.
—Felice.
Aquella palabra fue más un gemido, un susurro mientras yacía a su lado y dibujaba círculos con los dedos sobre sus brazos. Los pequeños, casi imperceptibles, pelitos de la piel de Felicity se erizaron, y sintió cómo su cuerpo iba relajándose y el mundo volvía a estar enfocado. Les llevó un rato darse cuenta de que el teléfono estaba sonando, y estuvieron allí tumbados en silencio durante un momento, negándose a dejar que un desconocido se metiera entre medias, y se relajaron cuando dejó de sonar, cuando sólo el crepitar del fuego y sus respiraciones llenaron la habitación.
Era el momento.
Felicity cerró los ojos, tomó aire, se llenó del aroma de su aftershave, con su pecho bajo su mejilla, y se sintió segura, segura de que la pasión que acababan de compartir, esa unión tan profunda, cimentaría lo que tenía que decir.
—Luca... —dijo con voz no más alta que un susurro, aún con los ojos cerrados, pero el teléfono volvió a sonar, y ella se quedó helada en sus brazos cuando él maldijo por la intrusión.
—Espero que sea importante —dijo Luca mientras recuperaba su ropa. Ella se quedó en el suelo, recuperando el vestido mientras él contestaba.—. ¿Pronto?
Al notar cómo la voz de Luca cada vez era más urgente, Felicity frunció el ceño. Hablaba en voz alta, pero trataba de convencerse a sí misma de que no ocurría nada. Los italianos siempre gritaban al teléfono, había aprendido eso. Siempre hablaban como si la tercera guerra mundial hubiera estallado o como si la familia estuviese a punto de ser devorada por lobos, cuando de lo que hablaban era del clima.
—Es Ricardo —dijo Luca cuando colgó el auricular. Pero esa sonrisa que ella esperaba no llegó, sino más bien la palidez de su cara mientras se acercaba—. Ha tenido un ataque al corazón.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Felicity mientras se sentaba en el sofá—. Vi a Anna esta mañana. Me dijo que tenía dolor en el pecho pero que creían que era indigestión.
—Pues era su corazón. Se lo han llevado al hospital en Roma, al mejor, pero casi se muere en el camino. Han conseguido reanimarlo, pero está muy mal. Anna está fatal.
Felicity estuvo a punto de dar una respuesta totalmente fuera de lugar, pero se contuvo. Ricardo era uno de los mejores amigos de Luca, lo último que necesitaba en ese momento era algún comentario sarcástico sobre su esposa. Aun así Felicity no estaba muy convencida de que Anna estuviese tan mal. Las palabras que había dicho aquella mañana todavía resonaban en su cabeza. Si hubiera llamado al médico entonces o se lo hubiera llevado al hospital en vez de comprarle antiácido, todo eso habría podido evitarse.
—Tengo que irme.
—¿Con Anna? —preguntó Felicity, incapaz de entender lo que decía y rezando para haberlo malinterpretado.
—Está fatal. Está sola en la infermeria. No podría decirle que no. Ven conmigo.
Al instante ella negó con la cabeza. La palabra infermeria le produjo escalofríos. Las imágenes de la muerte de Joseph estaban todavía demasiado vívidas.
—No puedo.
—¿No puedes o no quieres?
—Ahí murió Joseph.
—Oh, Felice —dijo gentilmente, sintiendo su dolor—. Siento tu dolor. Pero tú más que nadie ha de comprender cómo se siente Anna. Seguro que entiendes por qué quiere que vaya.
Pero Felicity no lo comprendía. El papel de mujer indefensa era uno que no había jugado nunca. Su mente retrocedió un año, a esa misma ciudad, ella sentada en una silla mientras Joseph llegaba a su doloroso final, sus padres durmiendo en el hotel tras el largo viaje.
Ella ni siquiera hablaba el idioma, pero en ningún momento se le habría pasado llamar a su padre para que fuera a recogerla. ¿Por qué no podía Anna tomar un taxi?
—Seguro que tiene algún familiar, o amigos. ¿Por qué tienes que ser tú?
—Porque siempre soy yo —dijo él con amargura—. Cualquier cosa que ocurre en el pueblo es a mí a quien llaman —añadió, y le tomó ambas manos implorándole que lo comprendiera—. Si estuvieras tú en el hospital
Ricardo haría lo mismo. No esperaría menos de él, y no puedo dejarlo tirado.
—Pero a mí sí puedes dejarme tirada. —dijo ella celosa. Vio la resignación en su cara, pero aun así no pudo detenerse. Esa noche lo era todo. Esa noche había mucho que quería y necesitaba decir. Pero Anna chasqueaba los dedos y Luca iba corriendo—. Acabamos de hacer el amor, Luca. Hay cosas de las que necesito hablar.
—¡Yo, yo, yo! —exclamó él moviendo la cabeza ¿Sabes? Casi siento pena por ti. Parece que tienes dos años. Una y otra vez te digo que se ha acabado. No hay nada entre nosotros.
—Pero si intentó hacer el amor contigo el otro día.
—¡Cometió un error! Ella sabe que se ha acabado entre nosotros. ¡Estoy casado contigo y ella lo respeta! ¿Acaso no ha intentado ser tu amiga? ¿No ha llamado varias veces para tomar café? Dices que estás sola y que no tienes a nadie con quien hablar, pero cuando alguien te tiende la mano la rechazas.
—¡Era tu amante! —gritó ella, perpleja de que no pudiera ver su punto de vista—. ¿Cómo puedo ser amiga de alguien que se acostaba contigo? Aunque quizá debería acostumbrarme. Al fin y al cabo, si ponemos en fila a todas tus amantes, la mitad de la población femenina quedaría descartada —nunca se había comportado así antes, pero nunca se había enamorado y no conocía la montaña rusa de emociones que se suceden cuando te enamoras de un pervertido playboy. Las palabras que salieron de su boca eran tan ajenas a ella que le costó reconocer su voz.
—¿Sabes? Creía que eras gentil y dulce, que bajo ese exterior duro había una adorable mujer. Veo que a veces yo también me equivoco.
Felicity vio cómo se marchaba, y sintió que su corazón dejaba de latir. Vio su coche alejarse y no pudo ni llorar.
Quizá sí que lo había malinterpretado todo.
Miró a su alrededor y vio las señales de su encuentro sexual, las mechas de las velas encendidas. Las apagó, recogió sus zapatos y sus bragas y se fue arriba, a la solitaria e inmensa cama. Fracasó en su intento de no imaginarse a Anna en brazos de Luca, esa maravillosa melena negra descansando sobre su pecho, intentó creer que el confort que Luca le proporcionaba era tan inocente como él decía.
Sintió las sábanas de algodón frías contra su cuerpo y se llevó la mano al estómago, dejándola ahí, sobre su hijo.
El hijo de Luca.
Se quedó allí durante un buen rato, mirando al techo. La nieve cayendo sobre las montañas hacía que la noche fuese completamente silenciosa, permitiéndola escuchar sus propios pensamientos. Se quedó allí esperando a que regresase su maestro, esperando a que Anna se quedase satisfecha.
Finalmente, cuando estaba a punto de amanecer, cuando millones de preguntas se le habían pasado por la cabeza burlándose de todos y cada uno de los tópicos que había intentado crear, entonces apareció Luca, trayendo con él el frío aire de la noche.
—¿Cómo está?
—Sin cambios —dijo él—. Sólo he podido verlo un momento. El médico dijo que debía descansar.
—Pero...
Ella se incorporó y lo miró confusa. Jamás lo había visto tan guapo. La barba incipiente de las cinco de la mañana oscurecía su barbilla, enfatizando sus pómulos. Su pelo tenía copos de nieve encima y ella ansió poder alzar la mano y tocar su cara, ansió poder meter su cuerpo helado dentro de la cama, besarlo. Pero por muy guapo que estuviese nunca había parecido tan inaccesible.
Intentando sacar la voz y decir cada palabra sin parecer celosa, Felicity habló de nuevo.
—Has estado fuera seis horas.
—Anna está fatal —dijo mirándola desafiante.
—Y, claro, tú tenías que reconfortarla —se burló ella.
Esa noche debería haber sido especial. Debería haber ido de bebés, de planes y de avanzar hacia delante. Sin embargo Anna había vuelto a interponerse entre ellos. La sombra de Anna había vuelto a oscurecer la puerta de su relación. Francamente, Felicity estaba harta.
—De hecho —dijo él con frialdad—, tal y como han salido las cosas, fue ella la que acabó reconfortándome. Ricardo ha sido como un padre para mí desde que el mío murió. El verlo ahí, tan mayor y tan débil, realmente me afectó de manera inesperada y Anna lo comprendió. Nunca esperé realmente que mi mujer lo hiciera.