Capítulo 8

DE ALGÚN modo siguieron adelante, con la interminable multitud de personal que aseguraba que sus peleas sólo tuvieran lugar dentro del dormitorio.

A Luca, acostumbrado a la multitud de gente revoloteando alrededor y atendiendo a cada deseo, aún le molestaba cada vez que Felicity se callaba o bajaba la voz cuando Rosa aparecía.

—Casi no habla inglés —dijo Luca una mañana mientras tomaban el café—. Y sin embargo tú sigues hablando como si estuvieras en un funeral.

—Me siento como en un funeral —respondió Felicity—. ¿Tienes idea de lo aburrido que es esto? Para ti es muy fácil porque te vas a trabajar cada día.

—Creí que estabas muy ocupada con tus preciados estudios.

—Mis estudios son importantes —dijo ella, pero Luca tomó el periódico y siguió leyendo—. Sólo porque pienses que las mujeres tienen que estar embarazadas todo el día en la cocina...

—Por el amor de Dios —dijo Luca visiblemente sorprendido mirando por encima del periódico—. ¿Puedes imaginarte el infierno que sería esta supuesta felicidad doméstica con un bebé merodeando?

No era un tema que a ella le apeteciese discutir, pero se salvó de contestar cuando apareció Rosa con la inevitable cafetera para rellenar la taza de Luca sin esperar a que se lo pidiera. Felicity sintió que ya había tenido bastante. Si Luca quería que siguiese con su vida normal cuando estuviese cerca el personal, entonces lo haría.

—¿Te das cuenta de que no sé cuántos terrones de azúcar te echas en el café?

—¿Qué diablos tiene eso que ver?

—Todo —dijo Felicity—. Eres mi marido, y nunca te he preparado un café. Nunca te he planchado una camisa ni te he hecho la cena.

—Te estás contradiciendo a ti misma —dijo él—. Acabas de decir que tus estudios son importantes. Ahora te quejas de que no tienes tarea doméstica que hacer. Podría hablar con Rosa —dijo sarcásticamente—. Seguro que te puede dar un montón de ropa sucia si es lo que quieres.

—Eres imposible —dijo ella colocándose la servilleta. Era asqueroso, pero lo amaba. Y, por muy aburrido y patético que sonara, lo quería todo de él, y no sólo lo que ella tenía. Pero él no se daba cuenta.

—Tengo que ir a Florencia hoy —dijo él con toda naturalidad mientras pasaba las hojas del periódico.

Felicity miró alrededor de la cocina y se imaginó cómo sería Luca con un bebé sentado en una silla alta, poniéndolo todo perdido y trastornando su adorada paz de la mañana.

—¿Florencia? —preguntó ella mientras daba un sorbo a su café con leche, deseando que pudiera controlar sus nervios hasta que Luca se hubiese ido. Estaba acostumbrada a que llegara el helicóptero a las siete de la mañana y se lo llevara a Roma con la misma facilidad que si fuera un trayecto en coche, pero lo de Florencia no era precisamente una escapada rápida.

—Puede que pase la noche allí. Depende del trabajo.

—Bien.

Ya podía oír el aparato en la distancia, conocía la rutina tan bien que le dolía pero, mientras Luca apuraba su café, se dio cuenta de que no quería que se marchara.

Le dio un beso rápido en la mejilla pero, cuando Rosa entró, la besó con mucha más pasión. El olor de su aftershave era demasiado para ella en su frágil estado. Notó la confusión en sus ojos cuando se encogió ligeramente.

—Te llamaré cuando llegue. Ya sabré más cosas entonces.

—Luca —dijo ella cuando él ya estaba en la puerta, magnífico con su traje oscuro, su camisa blanca, su cara recién afeitada y su maletín negro. Parecía furioso, cansado y confuso, pero sobre todo hermoso—. Que tengas un buen vuelo.

Sus palabras sonaron miserables, vacías, sin sentido, cuando el hecho era que quería decirle que lo amaba, que nunca había estado tan asustada en su vida, que ese día sabría seguro si estaba embarazada.

El asintió ligeramente con la cabeza y sonrió, pero no dijo nada, así que lo único que ella pudo hacer fue quedarse sentada y beber café mientras escuchaba al helicóptero alejarse en la distancia.

La sensación de la nieve bajo sus botas nuevas era tan desconocida como todo lo demás, pero a Felicity le gustaba. Le gustaba la sensación de hundirse mientras caminaba, con la cara tapada y un abrigo color pastel que se había comprado.

Le habían ofrecido un chofer, incluso un coche, pero, para sorpresa del personal, lo había rechazado. Quería tener tiempo para ella misma y decidió irse a dar una vuelta por el pueblo y regresar cuando estuviese preparada. Las montañas eran increíbles, cada lugar donde miraba era como una postal y quería tomarse su tiempo. Pasó por un pequeño cementerio y, guiada por el impulso, decidió meterse. Retiró la nieve de las lápidas y leyó las inscripciones. Santanno, Giordano y Ritonni aparecían con alarmante regularidad.

Luca, Ricardo y Anna.

Cada inscripción confirmaba la futilidad del triángulo amoroso en el que habían entrado. Cada palabra la alienaba un poco más, comprobando las líneas incestuosas que había alrededor de ese pueblo.

Era evidente que era territorio de Luca, y ella nunca podría pertenecer a él.

A pesar de su inexistente italiano, la palabra farmacia era bastante universal, y Felicity entró, relajándose en el momento en que vio la bata blanca de los empleados. Las filas de productos le resultaban muy familiares y estaba segura de que no tendría problemas en encontrar los test de embarazo.

Una bella dependienta sonrió, ofreciendo su ayuda, pero Felicity educadamente la rechazó, prefiriendo rebuscar antes que tener que explicar por lo que estaba allí.

Ahí estaban. Se felicitó a sí misma y se puso a examinarlos.

—¿Sabes lo que estás buscando?

Retiró la mano como si estuviera tocando algo ardiendo y se dio la vuelta horrorizada.

—¡Anna! Estoy buscando paracetamol. No he conseguido que me entendieran.

—Pensé que Cara hablaba algo de inglés —dijo Anna frunciendo el ceño—. Da igual, yo te lo enseñaré. Espero por tu bien que no necesites uno de estos en mucho tiempo. Odiaría ser yo la desafortunada mujer que le dijese a Luca que iba a ser padre.

Miró a Felicity y vio la expresión de sorpresa en sus ojos, pensando que no la había entendido.

—Son test de embarazo. ¿Entiendes ahora lo que decía? ¿Puedes imaginarte a Luca Santanno siendo padre? Créeme, sé por experiencia que ésa no está en su lista de prioridades —dijo mirando a Felicity con compasión—. Una vez pensé que me había quedado embarazada de él.

—¿Qué dijo? —preguntó Felicity casi sin voz. Realmente no quería escuchar la respuesta, pero sabía que era necesario saber a lo que se enfrentaba.

—Mucho —dijo Anna con un suspiro—. Ya conoces a Luca. Su vida gira en torno a su trabajo. Que Dios se apiade de la mujer que trate de cambiarlo.

—¿Pero qué dijo sobre el bebé? —insistió Felicity angustiada.

—Por suerte para mí no hubo bebé, fue una falsa alarma. Pero Luca dejó bien claro que no quería ser padre, ni siquiera uno ausente. Quería que abortara —finalizó Anna viendo cómo Felicity se quedaba pálida—. Pero por suerte no hubo necesidad. Vamos por esas pastillas que necesitas. No será nada serio, espero.

Felicity negó con la cabeza, aún pensando en las palabras de Anna.

—Tengo dolor de cabeza.

—Oh, dolor de cabeza —dijo Anna con una sonrisa—. Eso es lo que tienen las esposas. Tendré que intentarlo con Ricardo.

Felicity estuvo a punto de contestarla bruscamente, pero Anna pareció cambiar de tema de golpe, y sustituyó su sonrisa maliciosa por otra más amigable.

—Estoy bromeando. Venga, vamos por el paracetamol y yo por el antiácido para Ricardo. Esta mañana se quejaba de dolor en el pecho. Por un momento pensé que estaba de suerte, pero sólo era una indigestión —dijo y, al ver la cara de escándalo de Felicity, volvió a sonreír—. Qué fácil es tomarte el pelo, Felicity. Debes espabilar un poquito.

Tras una breve conversación en italiano, la dependienta envolvió el antiácido de Ricardo junto con algunos productos de maquillaje.

—Esto es muy aburrido —dijo Anna—. Ahora que Ricardo insiste en que deje el trabajo, no tengo nada que hacer más que echarme potingues. Comprendo que el sábado Luca y tú estuvieseis ocupados, pero al menos podríamos ir a tomar un café, seamos amigas. Será agradable tener a alguien joven con quien jugar.

Incluso Felicity sonrió al escuchar la terminología de Anna. Jugar con ella era la última de su lista de prioridades. Acabaría en lágrimas.

—Quizá otro día. Ahora he de irme. Tengo que estudiar.

—Muy bien, no te entretendré. Ciao —dijo Anna besando a Felicity en las mejillas. Luego salió apresuradamente dejando su perfume por el camino.

Cuando se hubo marchado, Felicity regresó adonde estaba cuando se habían encontrado. Al menos ya sabía que iba a comprar el producto adecuado. Hizo la compra totalmente sonrojada y sin mirar a los ojos de la dependienta. Deseaba que el personal de la farmacia tuviera el mismo código que los doctores, o Luca sabría la respuesta antes que ella misma.

Fueron los dos minutos más largos de su vida. Sentada en el baño, mirando el trozo de papel, con el abrigo tirado en el suelo y la bufanda aún alrededor del cuello. Su necesidad de saber era más importante que todo eso. Estaba extrañamente calmada mientras esperaba su destino, y cuando la cruz rosa apareció lentamente, no fue una sorpresa, más bien la confirmación de lo que ya sabía.

—Estaremos bien —dijo ella poniendo la mano en su tripa. Se miró en el espejo y se preguntó cómo podía seguir igual cuando tantas cosas habían cambiado. Iba a ser madre y Luca iba a ser padre.

Iba a tener un hijo de Luca.

Era aterrador y agobiante, y sobre todo no estaba planeado, pero incluso en todo aquel caos, podía sentir la belleza del momento. Ya fuera por su instinto maternal, o por el amor en el que Luca la había embarcado, lo que sabía era que nunca se arrepentiría de aquel bebé. Nunca rechazaría a un niño nacido del amor.

Amor.

¿Pero Luca la amaba?

Las palabras de Anna regresaron a su cabeza. Trató de imaginarse todas las posibilidades, la vida ordenada y ocupada de Luca con un bebé a bordo, un bebé nacido de una mujer que se suponía que tenía que ser una solución temporal.

Salió del baño y se tumbó en la cama mirando el pequeño indicador de plástico y la crucecita rosa que significaba algo que aún no sabía. ¿Era el principio o el fin?

—¿Signora?

Aunque el golpe en la puerta fue firme, Felicity no lo oyó, y guardó el indicador bajo la almohada, sin atreverse a mirar a Rosa.

—El signor Luca ha teléfono mientras usted fuera. Estará aquí por la noche.

—Gracias, Rosa.

La mujer se dio la vuelta para irse pero, a mitad de camino, cambió de opinión. Cruzó la habitación y se sentó al borde de la cama, tocando a Felicity con una mano en una sorprendente muestra de calidez.

—Tenía razón esta mañana —comenzó mientras Felicity la miraba suspicaz—. Necesita usted tiempo a solas con él. Esta noche usted cocina y yo, Rosa, me iré. Venga —añadió con una sonrisa—. La enseñaré cómo.

Teniendo en cuenta la bomba que acababa de ser lanzada en su interior, Felicity encontró gran tranquilidad trabajando junto a Rosa en la cocina. Antigua música italiana sonaba en la vieja radio de Rosa, la estufa estaba encendida y las dos mujeres trabajaban tranquilamente. Felicity escuchaba atentamente mientras Rosa la adoctrinaba sobre el arte de la cocina italiana.

Cocina italiana de verdad, pensó Felicity, no los paquetes de pasta y los botes de salsas a los que estaba acostumbrada, o el botecito de parmesano oloroso que estaba en su armario acumulando polvo. En vez de eso, y bajo las instrucciones de Rosa, Felicity convirtió una montaña de patatas en pequeñas bolitas de gnocchi, rebozando cada uno en harina con suma dedicación. Cortó cebollas y champiñones, batió los huevos y frió el beicon, de modo que todo lo que iba a hacer falta por la noche era un par de minutos en la sartén. Y Felicity aprendió a los veintiséis años que el verdadero queso parmesano no huele en absoluto, y descubrió al probarlo que era otro de los vicios que habría que añadir a su lista, junto con el chocolate y el helado.

—Grazie, Rosa —dijo Felicity con una sonrisa mientras Rosa se ponía el abrigo y llamaba a su marido en italiano.

—Es usted buena estudiante —dijo Rosa—. Espero que ambos tengan una velada agradable.

Cuando se dio la vuelta para irse, Felicity sintió pánico. Había deseado eso durante semanas, pero una vez que lo tenía, estaba aterrorizada por la reacción que causaría la noticia que tenía que decirle. Quería llamar a Rosa para que volviera, quería la relativa seguridad que da la gente, pero en su interior sabía que tenía que enfrentarse a eso a solas.

Iba a tener un bebé.

Y Luca iba a averiguarlo esa misma noche.