Capítulo 7
¡TIENES mejor aspecto! —dijo Luca al verla abrir la puerta del dormitorio. Apagó el interfono y salió de detrás del escritorio para unirse a ella. —Me siento mejor —dijo Felicity, y decía la verdad. Tras una hora tumbada en la oscuridad y tras refrescarse la cara, estaba ansiosa por explorar la ciudad—. Tanto que creo que voy a tomar tu consejo y a salir a tomar el aire.
—Buena idea —dijo Luca, sacó su cartera y extrajo una tarjeta de crédito—. Me encantaría ir, pero la verdad es que tengo que reunirme con esa gente. Sólo durante un rato. Tú podrías hacer algunas compras mientras yo estoy ocupado. Puedo encontrar a alguien para que vaya contigo.
—¿Alguien que vaya conmigo? —preguntó Felicity sorprendida.
—Katrina puede llevarte a las tiendas de la Via Condotti. Las mejores casas de moda están allí, pero como no te conocen puede que sea complicado que te reciban sin una cita previa. Katrina puede encargarse de todo eso. Te los presentará y les dirá que eres mi mujer. Puede ayudarte a organizar tu armario.
—Pero, si ya tengo un armario —replicó ella indignada—. ¿No te gusta mi manera de vestir, Luca? ¿Tratas de decirme que te avergüenzo?
—Por supuesto que no —contestó él irritado—. Pero acabas de pasar del verano australiano al invierno italiano, y no recuerdo haber visto abrigos de lana, ni botas, ni guantes en tu armario. Acéptala —dijo poniéndole la tarjeta en la mano—. ¿Qué es eso que dicen las mujeres? Ve y compra sin pausa.
—Compra sin parar, mejor dicho —suspiró ella—. Mira, Luca, lo último que me apetece ahora es comprar. Y cuando decida que necesito un abrigo o unas botas, los compraré yo misma, gracias. No necesito un estilista que me diga qué colores me sientan bien. Eso ya lo descubrí yo hace tiempo.
—¿Por qué tienes que ser siempre tan cabezona? —preguntó Luca—. Eres la única mujer que conozco que discuta porque le digo que se vaya de compras. La mayoría de las mujeres...
—Yo no soy la mayoría de las mujeres —lo interrumpió Felicity poniéndole la tarjeta en uno de sus bolsillos—. Pero gracias por la oferta.
—Supongo que también insistirás en pagar la comida a medias.
—Deja de gruñir, Luca. Mira, realmente deberías comer con esa gente. Lo sabes tan bien como yo. Dejar plantada a ese tipo de clientela no es un acto nada sabio. Y eso es lo que ibas a hacer —dijo ella rápidamente cuando él se dispuso a protestar—. Un rápido café por la mañana no es manera de hacer negocios.
—Supongo —murmuró él—. Pero al menos ven con nosotros. No puedo dejarte sola en tu primer día en Roma.
—¿Por qué no? No soy un bebé, Luca. Puedo recorrer las calles sin escolta. De todas formas, después del episodio de esta mañana, no creo que una comida en condiciones esté entre mis prioridades, y no es mi primer día en Roma. Estuve aquí con Joseph, ¿recuerdas?
—De acuerdo —dijo él resignado—. Pero si necesitas algo, si te metes en problemas y yo no estoy, llama al hotel y pregunta por Rafaello.
—¿Rafaello? ¿Es tu ayudante personal?
—No, es mucho más útil que eso. Rafaello es el jefe de los conserjes. No hay nada que no pueda solucionar.
—Lo tendré en cuenta.
—¿Entonces cuándo te veré? —murmuró Luca
¿Cuándo tendrás tiempo de verme?
—Esta noche —dijo Felicity, negándose a entrar en su juego de protestas—. A la hora de la cena. Reúnete conmigo aquí a las seis.
Lo besó ligeramente en la mejilla y se dirigió hacia la puerta.
Felicity hizo una pequeña mueca de dolor al salir, y deseó haber aceptado la oferta de Luca de tomar su tarjeta de crédito.
—No —dijo firmemente mientras caminaba lentamente por las calles, sorprendiéndose al ver a las hermosas mujeres con sus apuestos novios, con sus abrigos y sus coloridas bufandas, con sus inmaculados zapatos hablando en su exuberante lenguaje, bebiendo café caliente o gritando por sus teléfonos móviles.
Roma era todo lo que recordaba y más. De algún modo las compras y el arte se fundían en uno solo. A la vuelta de cada esquina aparecía un edificio plagado de historia, cientos de iglesias que merecían mucho más que la mirada que ella les dirigía mientras caminaba, sintiendo que sus tacones no estaban hechos para el suelo de adoquines.
Luca, por muy insensible que hubiera sido en sus sugerencias, tenía algo de razón. El traje que ella llevaba puede que fuese apropiado para Australia, pero no pegaba con el frío de allí. El frío se le había metido en el cuerpo, sus dientes le castañeteaban mientras caminaba. Pasó de largo algunas de las tiendas más elegantes, con sólo un par de artículos en el escaparate y ni rastro de las etiquetas del precio, y se dirigió en busca de algunas boutiques menos imponentes. Puede que para Luca no fueran lo más apropiado, pero a ella le parecía como entrar en el paraíso. Fue muy fácil pasar el día, yendo de tienda en tienda, y después de estar largo rato pasando la mano por prendas preciosas, decidió sacar su propia tarjeta de crédito y dejarla temblando. Al fin y al cabo iba a necesitar la ropa pronto. Una vez que acabara el master sería ella la que saldría a comer con los clientes.
Si se concentraba y conseguía poner algo de atención en el asunto.
Pagó sus compras, se cargó de infinidad de bolsas y decidió dejar la culpabilidad a un lado. Hacía siglos que no se gastaba dinero en ropa, siglos sin ocuparse de sí misma. En cualquier caso ya no tenía que preocuparse por el dinero una vez que sus padres estaban cubiertos.
O lo estarían si Luca algún día hablaba con su abogado.
Se fijó en una fila de corbatas y pasó la mano por ellas. La seda era tan dura que las corbatas casi ni se movieron, pero una en particular le llamó la atención, un color azul zafiro que hacía juego con los ojos de Luca. En su simplicidad radicaba su belleza, y decidió comprarla, culpándose más tarde por no haberse fijado en el precio. La dependienta le envolvió en infinidad de papel para luego meterla en una bolsa plateada, usando casi medio bosque. Tanto papel tendría que significar que era cara.
Lo era.
La mirada de asombro que despertó entre el personal del hotel al llegar a recepción la hizo sonreír. Sin duda esperaban que la mujer del magnífico signor Santanno apareciese seguida de multitud de ayudantes que llevasen los frutos de su labor.
—El signor Santanno volverá enseguida —dijo Rafaello—. Mientras tanto me ha pedido que me asegure de que está todo a su gusto. ¿Quiere que le mande al jefe de cocineros a su habitación? Podrá decirle él mismo el menú. El signor Santanno dijo que usted encontraba la comida excelente.
—No será necesario, Rafaello —dijo ella con seguridad—. Tengo todo lo que necesito aquí mismo.
Incluso la cara impasible del conserje desapareció momentáneamente al tomar una de las bolsas de Felicity mientras chasqueaba los dedos para pedir ayuda. Sin duda el olor del pan recién hecho y el tintineo de las botellas estaban fuera de lugar en algún sitio que no fuera el impresionante comedor del hotel, pero Rafaello se recuperó enseguida.
—¿Hay algo que necesite, signora? ¿Cualquier cosa?
—Un mantel de picnic —pidió Felicity observando su reacción de cerca, pero en esa ocasión ni se inmutó.
—Claro, signora. Haré que se lo manden a la habitación inmediatamente.
Como había dicho Rafaello, la manta llegó a la habitación antes de que ella hubiese tenido tiempo de quitarse los zapatos. Despidió al empleado, convenciéndole de que era perfectamente capaz de desempaquetar sus compras, y se dispuso a preparar la habitación, extendiendo el mantel, cortando el pan en rebanadas, preparando los quesos y frutos secos delicadamente, sonriendo para sí misma al comprobar la perspicacia de Rafaello. Pues dos camareras llamaron discretamente a la puerta, trayendo consigo una cubitera y enormes candelabros.
Evidentemente Rafaello era un romántico.
-¿Qué es todo esto? —preguntó Luca sorprendido al entrar en la habitación, antes de mirar perplejo a Felicity.
—Cena en Italia —dijo ella suavemente—. Al estilo Conlon.
Ella se sentó en el suelo decidida y, tras un momento de duda, Luca se quitó la chaqueta y los zapatos y se unió a ella. Estaba incómodo al principio, pero luego se aflojó la corbata y aceptó el vino barato que Felicity le ofreció mientras ella bebía agua mineral.
—Está muy bueno —dijo poniendo una mueca—. ¿De dónde lo has sacado?
—De mi tienda de delicatessen habitual —dijo ella riéndose—. Esto es lo que Joseph y yo comíamos cuando estuvimos aquí. No podíamos permitirnos ir a restaurantes caros con cada comida, así que descubrimos esto. Nos íbamos por ahí y hacíamos picnics en lugares maravillosos. Aunque he de decir que el vino es un poco fuerte, por eso yo prefiero el agua.
—¿,Fueron tiempos felices?
—Mucho —dijo ella con suavidad. Alzó la mirada y vio cómo la miraba, con sus facciones suavizadas a la luz de las velas y sus ojos emanando una sorprendente ternura—. Y ahora también.
Porque, aunque la comida en total había costado lo que costaría un plato de sopa en el hotel de Luca, si había algún momento de perfección en su matrimonio, era ése. Sin camareros ni sirvientes interrumpiendo para ayudar. Sólo ella y él, y una velada entera para los dos. Sabía que había mucho de lo que tenían que hablar, muchas dificultades que solventar. Pero por un momento decidió dejar las preguntas de lado y disfrutar de la tranquilidad de estar solos.
—Te he comprado un regalo —dijo ella mientras le entregaba el paquete—. No es mucho —dijo—. Sólo que lo vi. y me gustó. Además pensé que pegaba —se detuvo, agradecida de que la luz de las velas disimulara su rubor—. Pegaba con tus ojos.
Vio como desenvolvía lentamente las montañas de papel hasta que consiguió sacar la corbata. Deslizó sus dedos por ella antes de hablar.
—Es preciosa —dijo, y vio la alegría de Felicity al ver que le gustaba—. Me la pondré mañana.
—No... no tienes por qué hacerlo —tartamudeó ella—. Sé que no será nada comparada con la calidad con que vistes habitualmente.
—Es perfecta —la interrumpió Luca—. De hecho es, el regalo más bonito que me han hecho nunca.
—Sólo es una corbata, Luca —señaló Felicity sorprendida por su reacción—. No tienes que exagerar.
—¿Te das cuenta de que éste es el primer regalo de verdad que me hace una mujer?
—Oh, venga —dijo ella riendo nerviosa—. La mesa de tu vestidor está llena de gemelos de Tiffany y cosas que sólo una mujer elegiría. Estoy segura de que una corbata es lo menor en una lista de memorables regalos.
—Éste es el único que recordaré —dijo él—. Sí, muchas mujeres me han regalado cosas, sin duda se han dejado el dinero muchas veces, y puede que lo haya recordado durante un tiempo. Pero el sentimiento del regalo desaparece cuando se carga en tu tarjeta de crédito.
Se calló y siguió palpando el tejido de la corbata, y por primera vez desde que se habían conocido, Felicity sintió algo parecido a pena por él. Algo en su voz le hizo apreciar la soledad y se imaginó lo duro que debía de ser para él a veces. Lo duro que debía de ser cuando cada amistad, cada relación, profesional o personal, estaba dictaminada por la cuenta bancaria. Era el precio que pagaba por la adulación.
—Y ésta es una noche que también recordaré —dijo él mirando el mantel, cada alimento que había elegido cuidadosamente, cada sabor estaba lleno de recuerdos, recientes y antiguos—. Felice, hay algo que necesito decirte, algo de lo que tenemos que hablar.
A Felicity se le aceleró la respiración, se le agarrotó la garganta y se sintió desvanecer cuando él colocó su mano sobre la suya. Podía sentir la inseguridad en su voz.
—No he sido del todo sincero contigo.
Fue como el hacha del verdugo. A Felicity le latía el corazón con tal fuerza que estaba segura de que él podía oírlo. La confrontación que había estado buscando por fin había llegado, pero de pronto sintió que la verdad no era algo que quisiera escuchar. No si significaba el final, no si implicaba la única cosa que no podría olvidar ni perdonar.
—¡Anna!
La palabra que le daba vueltas en la cabeza enseguida escapó a los labios de Luca, y le llevó a Felicity un segundo darse cuenta de que él no estaba confirmando sus peores pesadillas, sino que Anna había entrado en la habitación.
—¿Qué haces aquí? —preguntó él irritado mientras se ponía en pie—. ¿No sabes llamar?
—¿Desde cuándo tengo que llamar? —preguntó Anna. Luego se fijó en el mantel de picnic y sonrió con burla. Con una sola mirada feroz consiguió deshacer todo lo que Felicity había creado—. ¿Estoy interrumpiendo una velada íntima? ¿O es que el personal de cocina se ha puesto en huelga? —sin esperar una respuesta encendió las luces y le entregó a Luca una tarjeta para que la firmara—. Necesito que firmes esto, cariño. Voy a enviarle a Ahmett una cesta con manjares italianos. Quizá debería encargar dos y mandar una aquí arriba. No sabía que la gente bebiese esa porquería.
Sin una palabra, Luca firmó la tarjeta.
—Acaba de llamar Ricardo —continuó Anna sin inmutarse por nada—. Dice que quiere que vayáis a cenar el sábado.
Luca abrió la boca para contestar, pero Felicity se le adelantó.
—El sábado estamos ocupados —respondió ella cortantemente. Y si antes el ambiente había sido frío, en ese momento era glacial. Anna recuperó la tarjeta sin decir palabra y se fue dando un portazo—. Menos mal —dijo aliviada, y se giró para ver el mismo alivio en la cara de Luca, pero vio que estaba sumamente molesto. Tenía todos los músculos de la cara tensos.
—¿Por qué diablos has dicho eso? —preguntó él—. ¿Cómo te atreves a rechazar una invitación de Ricardo sin consultarme primero?
—Me atrevo porque no deseo pasar una noche en compañía de Anna —contestó Felicity, pero su convicción desapareció al ver la furia de Luca.
—¿Así que rechazas la invitación? Ricardo es mi más viejo amigo ¿y tú te niegas a cenar con él?
—Me niego a cenar con su mujer —respondió ella acalorada—. Me niego a ser humillada. Me niego a que se ría en mi cara por la absurdez de este supuesto matrimonio.
—¿Es eso lo que piensas de todo esto? —preguntó él con ojos brillantes—. ¿Estás pidiendo que cambiemos las reglas de golpe? ¿Quieres que te diga que te quiero, Felice? ¿Quieres que te diga que esto es para siempre?
Cada palabra fue como un puñal que se le clavaba a Felicity en el corazón. Cada palabra la quemó por dentro.
Meneó la cabeza y se llevó las manos a los oídos. Quería que la amara, quería que se lo dijera, pero no de aquella manera, nunca de aquella manera, nunca como una declaración obligada para mantenerla callada.
—¿Alguna vez te he tratado con algo que no fuese respeto? ¿Alguna vez te he dado motivos para dudar de mí? —preguntó él sin darle tiempo para contestar. Su furia ganaba intensidad con cada palabra—. El día que te conocí te dije que Anna y yo habíamos acabado y tú me miraste a los ojos y dijiste que me creías.
—Fue fácil creerte entonces —dijo ella con voz temblorosa—. Entonces no tenía que verla, tonteando de esa manera. La luz roja está puesta, Luca. Tú mismo dijiste que eso significaba que no querías que te molestaran. Pero parece que esas reglas no son aplicables a Anna. Pero si incluso Ricardo...
—¿Ahora resulta que escuchas a Ricardo? ¿Escuchas al marido de una puttana? ¿Un hombre que prefiera dejar que la gente piense que me acuesto con su mujer en vez de mandarla al garete? —notó la sorpresa en la cara de Felicity—. En efecto. Ésa es la gente a la que prefieres escuchar antes que a tu marido.
—¡Hablas como si nuestro matrimonio fuese real! —exclamó ella y, viendo su furia, decidió estarse callada y se dio la vuelta. No estaba dispuesta a seguir con esa pelea, no pensaba ni por un momento exponer las horribles mentiras que los rodeaban. Pero Luca pensaba de forma diferente. La agarró y le dio la vuelta para que lo mirara de forma no muy gentil, apuñalándola con la mirada.
—¡Ahora no me salgas con evasivas! Ven y acaba lo que has empezado, Felice.
Ella sentía el sudor en su pecho mientras él se acercaba con cara amenazante.
—Sólo digo que hablas como si fuéramos realmente marido y mujer. Como si... —se detuvo y tragó saliva. Había estado deseando tener esa confrontación, pero una vez que estaba allí no quería escuchar la risa en la voz de Luca, la compasión cuando se diera cuenta de que lo amaba, que eso no era ni había sido nunca un juego para ella, que no solucionaba nada.
Esa era la verdad.
—¿Como si qué? —preguntó él midiendo muy bien sus palabras.
—Como si nos amáramos —susurró ella—. Como si fuera imperativo que yo te creyese, como si te importara lo que yo piense.
—¿Y qué piensas, Felice? —preguntó él con voz tranquila, pero sin ocultar el peligro tras ella—. ¿Qué se te pasa por esa cabecita tuya? Te lo he preguntado de buenas maneras, con cuidado, pero no me ha llevado a ninguna parte. Pues ya estoy harto de ser agradable. Si tienes algo que decir, creo que éste sería un buen momento.
—Quiero que hables con el abogado, Luca. Quiero que sigas adelante con lo que dijiste de poner el hotel a nombre de mi padre, y quiero que dejes de sabotear cada intento que hago por estudiar.
Luca agarró su vaso y lo estampó contra la pared mientras gritaba. Luego seleccionó otro de una bandeja de plata y se sirvió un whisky.
—¿Has terminado? —dijo, se dio la vuelta y la miró con fiereza—. ¿Es eso todo lo que quieres de mí, Felice? ¿Es eso?
—No del todo.
Luca apretó el vaso con tal fuerza que los nudillos se le pusieron blancos, tenía la cara blanca y amenazante mientras ella se acercaba a él pronunciando cada palabra con tal calma, que no hacía sino exacerbar la tensión de la habitación.
—Hay otra cosa que quiero de ti, Luca —dijo una vez estuvo frente a él, negándose a dejarse intimidar por ese hombre tan insufrible, decidida a no dejarle ver la agonía de su alma—. Quiero respeto. Si no eres capaz de mantener a tu amante apartada, al menos mantenla a una distancia respetable.
Si Felicity hubiera tenido uno, sin duda se habría vestido para dormir abotonada hasta el cuello con un camisón victoriano. A juzgar por la indignación de Luca, si hubiera tenido un par de pijamas los habrían llevado puestos.
Sin embargo tuvieron que tumbarse cada uno en el lado contrario de la cama. Felicity estaba casi al borde del colchón en un esfuerzo por no tocarlo, concentrada en ser la primera que se quedara dormida.
Perdió.
Por mucho que Felicity quisiera creer que estaba fingiendo, Luca parecía haber entrado en el más profundo de los sueños, con cada ronquido enfureciéndola un poco más. Quería golpearlo en las costillas, preguntar cómo era posible que se hubiese quedado dormido cuando había tantas preguntas por contestar, tantas cosas sin decir.
Sintió su mano deslizándose sobre la cama para tocarla. Pero no quería que la tocara, no quería dejarse llevar por su tacto. La pelea que habían tenido había que arreglarla cara a cara, no en la cama. La acercó a él, incluso durmiendo la atracción que generaban era, evidente, no se podía negar. Luca se enroscó a su cuerpo y ella se quedó ahí, quieta, preguntándose cómo explicarle a aquel hombre lo que ella ni siquiera comprendía. Que su cuerpo ardía de deseo hacia él, que incluso quedándose quieta como una piedra, él despertaba todas sus sensaciones, que cada fibra de su cuerpo gritaba por él, por todo él, no por esa media vida que se habían inventado, con aquel matrimonio sin compromiso.
Felicity sintió contra su muslo la respuesta de su cuerpo hacia ella. Una mano casi imperceptible se plantó en su estómago y, con un murmullo inaudible, sus dedos fueron subiendo hasta copar sus pechos.
Aquello le dolió.
Felicity se movió ligeramente y lo oyó protestar con un gemido, pero la horrible pregunta que le había rondado por la cabeza regresó de nuevo, con más fuerza esa vez, y no importaba lo mucho que ella quisiera ignorarla, pues era una pregunta que exigía respuesta, que exigía de ella que se enfrentara y que dejara de ignorar las cosas.
—¿Felice? —dijo él con un gemido muy bajo, e hizo que ella se detuviera un instante mientras se disponía a salir de la cama.
—Voy al baño —susurró ella—. Vuelve a dormirte.
—No discutamos —dijo él con los ojos cerrados, y ella se quedó de pie mirándolo, deseando que todo fuese así de simple, deseando que fuera tan fácil. Deseando que su belleza no la impactase tanto—. Vuelve a la cama, Felice. Deja de apartarme siempre de ti.
Sacó una mano de debajo de la sábana, agarró a Felicity y la acercó a él. Tenía los ojos abiertos, y ella podía ver el deseo ardiente en ellos.
Pero no podía hacerlo, no podía volver a la cama, a sus brazos, y hacer el amor como si todo estuviese bien, cuando todo a su alrededor parecía estar desmoronándose.
—Tengo que ir al baño.
—Felice... —dijo mientras la agarraba por la cintura. La sábana se deslizó y dejó al descubierto su cuerpo desnudo y bronceado. Su excitación era tan evidente que Felicity se quedó sin aliento, y todo lo que antes era malo parecía volverse bueno—. Vuelve a la cama.
Era una orden, no una petición, pero hecha con tanta dulzura que Felicity sintió que se derretía. La besó en el estómago y su boca fue abriéndose camino hacia abajo. Ella cerró los ojos con la agonía de la indecisión.
Lo deseaba desesperadamente. Deseaba tumbarse en la cama, que le hiciera el amor con su habilidad innegable, que la llevara a ese lugar especial que le había enseñado, que acallara las miles de preguntas que la atormentaban. Era más calmante que una pastilla, más tóxico que cualquier bebida, más adictivo que cualquier droga.
¿Pero entonces qué?
—¡Luca, no! —exclamó ella tensándose al momento y viendo cómo él se apartaba. Ya lo echaba de menos y deseaba no haber dicho esas dos palabras, o aunque fuese que no las hubiera dicho con esa brusquedad. Quiero decir que... —se detuvo sorprendida al ver el dolor en los ojos de Luca—. La verdad es que sí que tengo que ir al baño.
—Capto el mensaje. Puede que mi inglés no sea muy bueno, pero creo que lo has dejado muy clarito.
Felicity se sentó en el borde de la bañera y sacó la caja de la píldora para leer el prospecto. ¿Cuántas veces había hecho eso en los últimos días? Había perdido la cuenta, pero cada vez que lo hacía, las palabras le proporcionaban alguna seguridad, algún rayo de esperanza de que no estuviera embarazada.
Pechos sensibles, cambios de humor, náuseas. Sonrió. Tres de tres, claro que era la píldora la que le hacía sentirse así. De acuerdo con eso, incluso se podía explicar el retraso que tenía.
Pero...
Dios, cómo odiaba la letra cursiva. Las letras negras advertían que saltarse una sola píldora podía causar embarazo, que habría que tomar precauciones extra durante las dos semanas siguientes y que, si persistían los síntomas, se fuese al médico.
Hizo una bola con el papel y lo lanzó a la papelera, luego se llevó las manos a las sienes. La verdad era demasiado horrible para ser contemplada.
¿Cómo podría decírselo cuando los bebés no formaban parte del trato?
Los bebés nunca habían formado parte de su agenda.
Nunca.
Un pequeño grito de pánico escapó a sus labios y resonó en las altas paredes del baño. La situación era tan agobiante que la superaba.
¿Cómo podría hacerlo? ¿Cómo podría dejar de lado sus miedos y enfrentarse al futuro? ¿Cómo podría decírselo a Luca? Se miró el estómago y trató de imaginárselo redondo e hinchado, llevando dentro un niño, el niño de Luca Santanno.
Era demasiado, demasiado pronto y muy terrorífico.
Volvió a la cama y se quedó tumbada con los ojos abiertos, mirando en la oscuridad. Jamás se había sentido tan sola, jamás se había sentido tan asustada y jamás lo había necesitado tanto.
Llevó una mano a través de la almohada para encontrar las mejillas de Luca y hacer que la mirara.
—Siento lo de antes, Luca. Claro que te deseo, siempre lo he hecho.
Aún no la miraba, sino que tenía la cara rígida, mirando al techo, así que Felicity hizo lo único que podía hacer, mostrarle lo mucho que lo deseaba.
Se acercó a él y lo besó, deseando que su boca respondiera, pero no lo hizo. Luca seguía rígido bajo ella. Ella sabía que le había hecho daño, que lo había rechazado, y de pronto parecía que tenía que poner todo en orden, restituir la cercanía con el único lenguaje con el que Luca quería hablar. Sí, era su marido. Sí, habían hecho el amor una y otra vez, pero nunca había sido ella la que lo instigara. Nunca había sido ella la que pidiera guerra.
Palpó con los dedos y notó la suavidad de su pecho, notó la deliciosa línea de pelo que recorría su abdomen y la siguió con los dedos. Luego fue bajando la cabeza recorriendo su estómago con la lengua. Podía sentir su erección contra ella y, cuando se disponía a tomarlo, él llevó las manos a sus hombros y la apartó de golpe.
—¿Estás preocupada de que cuando llegue el día de pago no obtengas tu recompensa? —preguntó él con desafío—. ¿Preocupada de que si no te acuestas con el jefe no te renovará el contrato? Pues deja que te diga una cosa, Felice. Nunca he tenido que rogar para conseguir sexo y no pienso empezar ahora. Te sugiero que hagas lo mismo.
Colmada por la humillación y asombrada por el veneno de sus palabras, Felicity se quedó mirando a la oscuridad, parpadeando para que desaparecieran las lágrimas mientras escuchaba la respiración de Luca. Intentando averiguar qué había hecho mal y, mucho peor, lo que iba a decir Luca cuando lo averiguara.