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El viernes me desperté con la misma sensación ociosa últimamente. No tenía nada concreto que hacer, ni ningún lugar específico al que ir.

Si bien los recortes en los presupuestos de la biblioteca habían supuesto la reducción de mi trabajo a media jornada, esas horas daban forma a mi semana. Cada vez estaba más convencida de que no acabaría con mi madre en Select Realty, así que dejé de estudiar para sacarme la licencia.

Dormitar en la cama no es realmente un placer a menos que sea ilícito, incluso con el tibio cuerpo de Madeleine hecho un ovillo junto a mi pierna. Antes, solía usar ese momento del día para organizarme la jornada. Ahora, el tiempo se extendía ante mí como un verdadero páramo. No me apetecía pensar en la cena de esa noche, no me apetecía volver a sentir esa alternancia entre aprehensión y atracción que Martin Bartell provocaba en mí.

Así que me forcé a salir de la cama, bajé las escaleras y metí una cinta de deportes en el reproductor de vídeo después de encender la cafetera. Me estiré, incliné y salté obedientemente, invirtiendo a regañadientes cada minuto requerido. Madeleine contemplaba esta nueva parte de mi rutina matutina con atónita fascinación. Ahora que tenía treinta años, las calorías ya no se quemaban solas con la misma facilidad. Tres veces a la semana, mi madre, ataviada con su elegantísimo conjunto deportivo, acudía al recién inaugurado Club Atlético para hacer aeróbic. Mackie Knight, Franklin Farrell y Donnie Greenhouse, además de otros vecinos de Lawrenceton, salían a correr o a montar en bici todas las tardes. También había visto a la sombra de Franklin, Terry Sternholtz, practicar power walking[4] con Eileen. Al nuevo marido de mi madre le tiraba más el golf. Casi todo el mundo que conocía hacía alguna cosa para mantener sus músculos y el cuerpo en buena forma. Así que yo también sucumbí a tal necesidad, pero con poca gracia y menos entusiasmo.

Al menos sentía que me había ganado el café y la tostada, y luego la ducha fue todo un placer. Mientras me secaba el pelo, decidí que ese día me dedicaría a buscar casas en serio. Necesitaba ocuparme con un proyecto, y encontrar una casa que de verdad me gustase valdría. Los libros de Jane y todas sus cosas que deseaba conservar estaban almacenadas en los lugares más insospechados, repartidas por todo el adosado, y empezaba a sentir la claustrofobia. Mi madre había dejado caer muy explícitamente que el conjunto de muebles del comedor de Jane quedaría muy bien en su tercer dormitorio, aunque solo fuese por una corta temporada.

Por supuesto, tendría que decantarme por Select Realty, pero no sería adecuado tener a mi madre enseñándome las casas. ¿Eileen, Idella o Mackie? Mackie recurriría al voto de confianza, reflexioné mientras me inclinaba para dejar colgar el pelo y secar las capas más bajas. Pero, si bien no tenía nada en contra de él, nunca había sido santo de mi devoción. No pensaba que fuese por su condición de negro o de hombre. Sencillamente no me sentía cómoda con él. Por otra parte, Eileen era inteligente y en ocasiones graciosa, pero demasiado mandona. Idella era dulce y sabía dejarte a solas cuando necesitabas pensar, pero no era nada divertida.

Tras pensarlo un rato, me decidí por Eileen. Llamé a la oficina.

Patty me dijo que no estaba.

Busqué el número de su casa y lo marqué con un dedo impaciente.

—¿Diga?

—¿Puedo hablar con Eileen, por favor?

—¿De parte de quién?

—De Roe Teagarden. —¿Quién demonios era? ¿La secretaria personal de Eileen? Por otro lado, no era asunto mío.

Por fin, Eileen se puso al teléfono.

—Hola, Eileen. He decidido que es hora de comprar mi propia casa. ¿Podrías enseñarme algunas cuanto antes?

—¡Claro! ¿Qué buscas exactamente?

Oh, bueno, cuatro paredes y un techo… Hablé mientras pensaba.

—Quiero al menos tres dormitorios, porque necesito espacio para mi biblioteca. También una cocina con bastante encimera. —El adosado era definitivamente deficiente en ese aspecto—. Un dormitorio principal amplio con un armario muy grande. —Para toda mi ropa nueva—. Estaría bien tener dos baños. —¿Por qué no? Podría dejar uno siempre bonito para las visitas—. Y que esté alejada del tráfico. —Para Madeleine, que no paraba de merodear por mis tobillos, vibrando con sus ronroneos.

—¿Qué franja de precios tienes en mente?

Aún estaba en tratos con un agente financiero acerca de cómo organizarme si no quería tocar el capital de Jane. Pero podía comprar la casa de golpe y luego invertir el resto, o invertir las ganancias de la venta de la casa de Jane en la nueva propiedad… Dejé que todas esas ideas flotaran en mi mente y entonces una respuesta brotó naturalmente, como la revelación de una bola de cristal.

—Vale —dijo Eileen—. De setenta y cinco a noventa y cinco mil nos da un margen. Hay bastantes ofertas que se adecúan desde que Golfwhite cerró su fábrica aquí. —Golfwhite, que lógicamente fabricaba bolas de golf y otros accesorios de ese deporte, había cerrado su factoría en Lawrenceton y mudado a todo su personal dispuesto a una planta más grande en Florida.

—Tampoco necesito algo demasiado amplio —le dije a Eileen, asediada por repentinas dudas.

—Descuida, Roe. Si no te gusta, no tendrás por qué comprar —me tranquilizó áridamente—. Empezaremos mañana por la tarde. Veré lo que puedo reunir hasta entonces.

***

Tras ponerme mi blusa verde lima y los pantalones azul marino con suéter a juego, pensé que no tenía nada mejor que hacer que presentarme en casa de mi vieja amiga Susu Saxby Hunter. La casa que había heredado de sus padres se encontraba en el casco viejo de Lawrenceton. Había sido construida en el último cuarto del siglo pasado, con unos encantadores techos altos y enormes ventanas, insignificantes armarios y amplios pasillos, una característica que, por alguna razón, me resultaba muy atractiva. Los pasillos amplios son el lugar ideal para instalar grandes librerías, y, en mi opinión, Susu estaba desperdiciando un montón de espacio. Claro que tenía otras cosas de las que preocuparse, según pude observar esa mañana. Con una casa de ese pedigrí, las facturas de la calefacción y el aire acondicionado eran desorbitadas; los gastos eventuales ineludibles; las cortinas tenían que encargarse a medida porque nada tenía dimensiones estandarizadas y había tenido que cambiar toda la instalación eléctrica hacía poco. Por no hablar de las antiguas tazas de váter y bañeras que había cambiado recientemente.

—Pero te encanta esta casa, ¿verdad? —dije, sentada frente a Susu, al otro lado de su mesa de cocina de pino silvestre. De hecho, la cocina de Susu era tan «silvestre», incluida una fresquera en un rincón, maravillosamente restaurada, pero sin rastro de tartas o lo que fuese dentro, que no me hubiese sorprendido ver pasear por allí un ganso con un lazo azul atado al cuello.

—Sí —confesó, sacando su tercer cigarrillo—. Mis bisabuelos la construyeron cuando se casaron. Luego, mis padres la heredaron y la reformaron, y ahora me toca a mí. Supongo que en mi caso será un no parar. ¡Menos mal que Jimmy trabaja en una ferretería! Solo faltaría que fuese electricista, o que tuviese una tienda de telas. ¿Más café?

—Claro —acepté, pensando que pronto tendría que echar un vistazo a los cuartos de baño reformados a ese paso—. ¿Qué tal está Jimmy?

Susu ya no parecía tan contenta como cuando estábamos hablando de la casa.

—Roe, como hace mucho que somos amigas, te diré que… No estoy muy segura de cómo está. Trabaja mucho y trabaja duro. Ha levantado el negocio él solo. Participa en obras sociales, va a la iglesia y entrena el equipo de béisbol del pequeño Jimmy en verano. Y no falta a los recitales de piano de Bethany. Pero a veces tengo la remota sensación…

Su voz flaqueó con incertidumbre mientras contemplaba la lumbre de su cigarrillo.

—¿Qué pasa, Susu? —murmuré, sintiendo que volvía de repente a mis tiempos del instituto y al afecto que sentía por esa despierta, rubia y regordeta y asustadiza mujer.

—No pone el corazón en ello —dijo llanamente, antes de dejar escapar una risilla—. Sé que parece una estupidez…

En realidad, parecía bastante perspicaz, algo que jamás habría sospechado.

—Puede que esté atravesando algún tipo de crisis temprana de la mediana edad —sugerí delicadamente.

—Por supuesto, seguro que es eso —afirmó Susu, evidentemente azorada por su propia franqueza—. ¡Ven a ver cómo he decorado la habitación de Bethany! Será toda una adolescente antes de que me dé cuenta. ¡Roe, cualquier día de estos me sorprenderá con que le ha venido la regla!

—¡Oh, no me digas!

Subimos la escalera aderezando con exclamaciones la prometedora noticia y nos dirigimos hacia la habitación de Bethany, que estaba como para salir en un catálogo, aún decorada con objetos infantiles, como sus muñecas preferidas; aunque las muñecas compartían espacio con pósteres de hoscos jóvenes ataviados con prendas de cuero. Luego pasamos al cuarto del pequeño Jim, con su papel de pared cargado de patos y sus masculinos tejidos a cuadros escoceses. Por lo visto, los que diseñan decoraciones «masculinas» creen que el ADN masculino conlleva algún elemento que les impele matar patos.

A continuación llegamos a la habitación de Sally y Jim, resplandeciente por la cretona y los bordados enmarcados, un antiguo baúl de cedro y un batiburrillo de almohadas sobre las camas. Una foto de la boda de ambos estaba colgada junto al tocador de Sally; una que recogía el cuidado en la organización de la fiesta nupcial.

—¡Esa eres tú, Roe, la segunda desde el final! Qué día más maravilloso. —La uña rosa de Susu aterrizó sobre mi jovencísimo rostro. Ese rostro, con su tensa sonrisa, me devolvió a ese día con tremenda viveza. Recordaba exactamente lo impropio que había sido ese horrible vestido de dama de honor lavanda arrugado, al igual que ese pelo indómito, coronado con un sombrero con un lazo a juego con el vestido. Mi mejor amiga, Amina, que también fue dama de honor, había lucido mejor en esa prenda gracias a su alargado cuello y su sonrisa sin reservas. La propia Susu, radiante en su merecidísimo blanco, estaba increíble, y eso le dije ahora.

—Fue la boda del año —apunté con una tímida sonrisa—. Fuiste la primera de nosotras en casarte. Estábamos muy celosas.

El recuerdo de esos celos, la emoción de ser la primera, trajo una efímera calidez al rostro de Susu.

—Jimmy era muy atractivo —murmuró.

Sí, lo había sido.

—Cariño, llego para almorzar —gritó una voz desde abajo. La cara regordeta de Susu volvió a sumarse años.

—¡No te vas a creer quién está aquí, Jimmy! —anunció feliz.

Y así bajamos las escaleras, inmersas en una especie de torbellino temporal entre esas fotos de boda y la realidad de dos hijos y una casa.

Jimmy Hunter me devolvió de golpe al presente. Hacía mucho desde la última vez que lo viera de cerca, y había envejecido tanto como tosco se había vuelto. La inherente buena voluntad que siempre había subyacido en su carácter parecía haberse esfumado, sustituida por algo parecido a confusión, aderezada con un toque de curioso resentimiento. ¿Cómo podía la vida de Jimmy Hunter no ser idílica?, parecía estar preguntándose. ¿Qué era lo que faltaba? Siempre lo había visto como un atleta despreocupado. Por lo visto tenía que actualizar esa perspectiva, del mismo modo que había corregido la de su mujer.

—Estás guapísima, Roe —dijo Jimmy cordialmente.

—Gracias, Jimmy. ¿Cómo va la ferretería?

—Bueno, nos da de comer y nos permite algún lujo de vez en cuando —expresó naturalmente—. ¿Cómo va el mercado inmobiliario de Lawrenceton?

Por supuesto, todo el mundo en Lawrenceton ya sabía que había dejado la biblioteca y no eran ligeras las especulaciones sobre mi legado de Jane Engle.

—Un poco alterado ahora mismo.

—¿Te refieres a lo de Tonia Lee? Esa chica no supo cuándo dejarlo, ¿verdad?

—Oh, Jimmy —protestó Susu.

—Cariño, sabes tan bien como yo que Tonia Lee ponía los cuernos a su marido cada vez que se le presentaba la oportunidad. El caso es que esta vez le salió el tiro por la culata; con la compañía equivocada en el momento equivocado.

Por mucha razón que pudiera tener, lo había dicho de un modo muy desagradable, un modo que me dio ganas de defender a Tonia Lee Greenhouse. Jimmy era de ese tipo de hombres capaces de decir que una mujer merecía ser violada si llevaba demasiado escote y falda ajustada.

—Era imprudente —señalé justamente—, pero no merecía ser asesinada. Nadie merece ser asesinado por cometer errores.

—Tienes razón —dijo Jimmy, reculando al instante, si bien su opinión no había cambiado ni un ápice—. Bueno, ya veo que tenéis muchas cosas de las que hablar, así que iré a trabajar al cuarto de herramientas. Avísame cuando la comida esté lista, Susu.

—De acuerdo —repuso ella cálidamente. Cuando salió por la puerta de atrás y bajó los peldaños, su rostro pareció plegarse sobre sí mismo—. ¡Oh, Roe, siempre se va a ese cuarto de herramientas! Lo ha reconvertido en taller y se pasa las horas muertas con cualquier tontería. Es un buen marido; trae la comida a esta casa, y le encantan los críos, pero siento que no vive aquí la mitad del tiempo.

Pillada a contrapié, no sabía muy bien qué decir. Le di una torpe palmada en el hombro, incómoda como siempre que tengo que tocar a otras personas.

—¿Sabes a qué se dedica? —preguntó Susu mientras rebuscaba en la nevera y sacaba unos platos con sobras—. ¡A mirar casas que están en venta! ¡Teniendo esta, a la que no pienso renunciar jamás! ¡Se dedica a concertar citas y visitarlas! —Metió los platos en el microondas y pulsó el botón del temporizador—. No sé cómo se las arregla para explicar a los vendedores por qué no voy nunca con él; supongo que esperarán que le acompañe su mujer si de verdad busca casa nueva. Me ha venido gente que tenía su casa a la venta preguntándome por la opinión de Jimmy, ¡y yo sin saber nada al respecto! —Sacó un pañuelo de una caja cubierta en una funda de ganchillo y se frotó los ojos con feroz intensidad—. Es muy humillante.

—Oh, Susu —la consolé con una angustia considerable—. No sé por qué Jimmy haría algo así. —El microondas sonó y Susu empezó a sacar las cosas, antes de recuperar dos platos de la alacena.

—Apuesto a que has oído algo, ¿a que sí, Roe? —Supo cuál era mi respuesta con solo mirarme a la cara—. Todo el mundo lo sabe. Incluso Bethany vino de la escuela preguntándome si era verdad que su papá era especial.

—Quizá esta casa es demasiado tuya —dije, dubitativa. Sabía que sería una estupidez abrir la boca, pero lo hice de todos modos.

—Claro que es mía —declaró Susu con gravedad—. Siempre ha sido de mi familia, es mía, me encanta y siempre será así.

Poco parecía que pudiera añadirse. Susu había trazado una línea y su marido estaba rebasándola con una búsqueda de casas de ensueño, demostrando con ello un claro síntoma de insatisfacción.

O al menos así era como yo lo veía (soy tan mala psicologa aficionada como cualquiera que conozca).

Intenté levantarme e irme tras rechazar en varias ocasiones la invitación de quedarme a comer con ellos, pero Susu me mantuvo determinadamente en la charla mientras parecía que el almuerzo estaba listo. Le apetecía hablar de las demás damas de honor. Esos recuerdos parecían proporcionarle algo que necesitaba. Naturalmente, todas, excepto yo, estaban casadas; algunas más de una vez. Y de dos.

—Me han dicho que estás saliendo con Aubrey Scott —dijo Susu como halago.

—Salimos desde hace varios meses.

—¿Cómo es salir con un pastor? ¿Le gusta besarte y demás?

—Le gusta besarme; de lo demás no sé nada. Tiene hormonas, como todo el mundo. —Tuve que sonreír.

—Ohh, ohh —exclamó Susu, sacudiendo la cabeza en una parodia de horror—. Roe, puede que no te hayas casado, pero has salido con más gente interesante que ninguna de nosotras.

—¿Como quién?

—Ese policía, por ejemplo. Y el escritor. Y ahora un sacerdote. ¿Los episcopalianos los llaman sacerdotes, como los católicos? Y acuérdate, cuando estabas en el instituto saliste con…

Entonces entendí que Susu estaba montando esa lista para animarme, pero había conseguido el efecto contrario. Era como mirar mi colección de vestidos de dama de honor. Así que, en cuanto pude, inicié el proceso de despedida. Mientras me metía en mi coche, dije con toda la cautela posible:

—¿El pequeño Jim tuvo partido el miércoles por la tarde? Creo que vi tu furgoneta aparcada junto al campo del Club Juvenil.

—¿A qué hora?

—Oh, creo que alrededor de las cinco y media.

—Déjame pensar. No, no. Los miércoles por la tarde tenemos las reuniones de Girl Scout de Bethany, así que es Jimmy quien tiene que llevarlo mientras yo me encargo de Bethany. Jimmy libra los miércoles por la tarde; ese día se cierra la tienda porque abre los domingos. Creo que la liga de los mayores tenía un partido programado para ese día. Hay montones de furgonetas como la nuestra.

—¿Las clases de taekwondo del pequeño Jim están en ese edificio del centro comercial de Fourth Street?

—Sí, en ese sitio de moqueta y linóleo.

—¿Jimmy se queda con él durante la clase?

—No, el maestro no deja que los padres se queden, salvo en ocasiones especiales. Dice que distrae a los chicos, sobre todo a los más pequeños. Pero las clases duran media hora o tres cuartos, así que Jimmy se lleva un libro y lee en el coche, o puede que haga algún recado. Y es justo antes de la hora de cenar, a las cinco, así que los miércoles tengo que tener sobras o volver corriendo desde la reunión de las Scouts para meter algo en el microondas.

A Susu no parecía extrañarle que estuviese tan interesada en la agenda de su familia, cosa que disfrutaba detallando de todos modos. Al igual que cualquier especialista, le gustaba presumir de conocimiento.

Mientras conducía el coche, pensaba que si Jimmy Hunter había matado a Tonia Lee, había tenido muy poco tiempo para hacerlo. Susu no había dicho que su marido hubiera cenado con la familia el miércoles, pero tampoco había mencionado que fuese algo diferente con respecto a cualquier otro miércoles. Así que tuve que determinar que todo era inconcluyente. Pero las probabilidades favorecían por muy poco la inocencia de Jimmy Hunter. Parecía que el sospechoso favorito de Patty Cloud estaba sentado fuera del estudio de taekwondo con un libro o un periódico, o en su mesa de pino silvestre, cenando, en el momento que Tonia Lee fue asesinada.