16
Suelas de goma sobre las baldosas. Bandejas traqueteando contra un carrito de metal. Una voz en un sistema de megafonía.
Sonidos de hospital. Volví la cabeza.
—Estás convirtiendo esto en una costumbre —dijo mi madre seriamente—. No quiero recibir más llamadas del hospital en medio de la noche diciéndome que mi hija ha sido ingresada por una paliza.
—Te prometo que no volverá a pasar —farfullé, dolorida.
—Para ser bibliotecaria, eres… —Y su voz se debilitó. Pero yo seguía allí, todo seguía allí—. John y yo ya no somos tan jóvenes como antes, y necesitamos dormir mucho. Así que, si no te importa, ¿podrías conseguir que las palizas fuesen a horas normales? —Estaba trastabillando verbalmente, ya que las damas no se pueden permitir el lujo de hacerlo físicamente.
—¿Tan mal estoy, mamá?
—Te sentirás fatal durante un tiempo, pero no, no te han hecho ningún daño permanente. Puede que te quede alguna cicatriz alrededor de los ojos por los cristales rotos de las gafas, pero seguro que desaparecen. Por cierto, llamé al doctor Sheppard esta mañana para pedirle un par nuevo de gafas. Tienen registradas en la base de datos las que pediste la última vez, así que serán idénticas. Ha prometido que las tendrá para hoy. Más cosas: los músculos y los ligamentos de tu brazo izquierdo están bastante dañados, pero no tienes ningún hueso roto. Tu nariz, sin embargo, sí. Tienes cortes y moretones en los labios. Toda la cara la tienes negra y azul. Tienes un aspecto de mil demonios. Y tienes un anillo de compromiso en la mano izquierda.
—¿Qué? —pregunté tras asimilarlo.
—Él vino y te lo puso esta mañana… Lo compró tan pronto abrió la joyería, dijo.
Era incapaz de levantar la mirada. Tenía los ojos vendados o tapados con esparadrapo.
—No deberías usar ese brazo en un tiempo —señaló mi madre severamente—. Espera, voy a apretar el botón para levantar el cabecero de la cama.
Abrí los ojos con cuidado y vi unas borrosas paredes azul claro y el brazo de mi madre. Era de día. Luego, a medida que el ángulo de la cama variaba, pude mirar hacia abajo sin mover la cabeza, que parecía que se iba a caer en cuanto lo intentara. Mi pálida mano izquierda asomaba de un cabestrillo, y en ella ciertamente sobresalía el brillo de un diamante más grande que el de Lizanne.
Por supuesto, él no podía conformarse con menos.
—¿Dónde está? —murmuré a través de mis labios doloridos.
—Tuvo que quedarse en la comisaría esta mañana para tratar el asunto del hombre que su capataz pilló robando anoche en la empresa y lo de… Franklin —pronunció su nombre con reticencia—. Hay ciertas dudas sobre la audiencia para la fianza de Franklin —dijo, más alegre—, porque le diste tan fuerte que ha acabado en el hospital, al fondo del pasillo, con un agente custodiándolo y esposado a la camilla.
Supuse que el brazo esposado era el de Franklin, no el del policía.
—Tengo entendido que le diste con una piedra —dijo mi madre desde lo que me parecía la lejanía.
—Jarrones —pronuncié con apremio.
—Sí, ya saben que son los jarrones de la casa Anderton. Los señores Anderton tomaron fotos de sus adornos más valiosos y las guardaron en su caja de seguridad. Mandy acaba de comenzar a abrir las cosas que había enviado desde Lawrenceton a Los Ángeles. Cuando la policía de aquí la llamó para informarle de la desaparición de los jarrones, envió esas fotos y llegaron ayer. Hay pruebas. Condenarán a ese bastardo.
Jamás había oído a mi madre emplear esa palabra.
Pero me preguntaba si hallarían pruebas para acusarlo de los asesinatos, aparte de lo que me había dicho. Tendría que testificar… otra vez.
Oí una suave llamada a la puerta y mi madre dijo:
—Adelante. Oh —exclamó, algo rígida—. ¿Ya has terminado en la comisaría?
Martin.
Le murmuró algo en respuesta.
—Os dejo un momento para tomarme un café, ya que estás aquí —dijo con forzada dejadez.
La puerta chasqueó de nuevo y noté cómo Martin se acercaba a la cama. Agité torpemente los dedos de la mano izquierda y él se rio.
—¿Te gusta? —me preguntó en voz baja.
Apareció en mi campo de borrosa visión. Tenía la mano derecha libre y, si bien cada movimiento era un suplicio, me las arreglé para posarla en su pecho. Luego me di unas palmadas en la mano izquierda.
—Eres un engreído —rumié.
Era tan romántico.
—No quería correr ningún riesgo. Por lo que sabía, el médico podría haber sido un antiguo novio ante una oportunidad de recuperar la relación contigo.
Reí, lo que me resultó bastante incómodo.
—Roe —dijo más en serio—, ¿por qué lo hiciste? ¿Por qué te pusiste en peligro de esa manera?
Me sorprendía que no lo supiera. De alguna manera, pensé que la policía se lo habría contado. Por supuesto, no fue así. Le pedí con señas de la mano buena que se acercase para no tener que forzar la voz.
—Te van a interrogar.
—Tú… —Se apartó de la cama, miró por la ventana un momento y volvió—. ¿Lo hiciste porque creías que me iban a detener?
Asentí.
—Lo supe por una fuente de confianza. En el banquete deduje que Franklin era el asesino. No tenía pruebas.
—¡Estás loca! Podría haberte matado. Si no hubiese resuelto el problema en la planta tan deprisa, para volver y leer tu nota, descubrir dónde demonios vivía Franklin Farrell… Menos mal que conservaba el mapa de Lawrenceton que me regaló la Cámara de Comercio cuando llegué aquí. Aún podrías estar allí, debajo de ese desgraciado.
Me pregunté con desconcierto qué podría haber pasado. ¿Habría recuperado la consciencia antes de zafarme de él y alcanzar el teléfono? Me alegré de no tener que haberlo averiguado.
Martin aún seguía con el tema.
—¿Acaso no pensaste que podría haber encontrado esos jarrones? ¿No pensaste en decírmelo? Habría irrumpido en su casa.
Y posiblemente lo habrían arrestado y hubiera perdido el trabajo.
—No se me ocurrió —articulé con cierta dificultad— preguntarte.
Se produjo otra llamada a la puerta, esta más seca y brusca. Martin fue a abrir.
—Es la policía —me dijo más dulcemente—. Necesitan una declaración sobre lo de anoche.
—Si pudieras quedarte —logré decir.
Martin se sentó a mi lado, o se quedó de pie, o caminaba alrededor de la cama mientras relataba la historia a Lynn Liggett y Paul Allison, a quien recordé dar la enhorabuena por su boda con Sally. Parecía un poco sorprendido e incómodo. Lynn me trató como un caso mental en el que hubiera perdido toda esperanza. Evité las consideraciones de Franklin acerca de Terry y Eileen; de nada servía sacar su relación a la luz por un brindis al azar de Franklin Farrell.
Al final, los dos detectives parecían poco satisfechos, si no disgustados conmigo. Y cuando Lynn me dijo ominosamente que volveríamos a tener unas palabras, salió sin más de la habitación. Paul Allison se fue detrás después de lanzarme una dura mirada y menear la cabeza.
Martin repitió su particular recorrido de la habitación. Aguardé a que se calmara.
Otra llamada a la puerta, esta vez más mecánica.
—Vengo con el analgésico. ¿Cree que lo necesita? —preguntó una enfermera entrada en kilos con un cabello de rizos plateados. Estaba encantada de verla, y las dos pastillas que me tragué obraron su efecto casi de inmediato. Martin tuvo que dar más vueltas tras su marcha, rato en el que fui sintiéndome más somnolienta y cómoda, Todo el mundo parecía muy enfadado conmigo hoy.
Finalmente se echó en la cama, junto a mí. Encontré su mirada con la mía.
—Tendremos que hablar mucho cuando te recuperes —dijo.
Lo que teníamos que hacer era cambiar de tema.
—Hablar de la boda —contesté claramente y me quedé dormida.