10
—Martin —le dije más tarde esa noche—, ¿tú me acompañarías al banquete de los agentes inmobiliarios el sábado por la noche?
—Claro —asintió adormilado. Se enrolló un mechón de mi pelo en el dedo—. ¿Alguna vez te lo recoges? —preguntó.
—Oh, a veces. —Rodé sobre él para echarle el pelo sobre la cara, como un telón.
—¿Te lo recogerás el sábado por la noche?
—Supongo que sí. —Empezaba a preocuparme.
—Me encantan tus orejas —dijo, y me lo demostró.
—En ese caso —respondí—, lo haré sin dudarlo. Un golpe al pie de la cama hizo que Martin diese un respingo.
—Es Madeleine —me apresuré a decir. Sentí cómo se relajaba de nuevo.
—¿Tendré que acostumbrarme a la gata?
—Sí. Eso me temo. Es mayor —contesté consoladoramente—. Bueno, en realidad es de mediana edad.
—Como yo, ¿eh?
—Oh, claro, que tienes ya un pie en la tumba —bromeé.
—Ohhh… Vuelve a hacer eso.
Y eso hice.
***
—Tengo que salir de la ciudad a última hora de la tarde —anunció Martin en el desayuno, a la mañana siguiente. Había metido algo de ropa extra y su material de afeitado en el equipaje para estar listo para el trabajo.
—¿Adonde vas? —Intenté no desanimarme. Esta relación era tan nueva, aventurada y frágil, y yo tenía el constante temor de que Martin no sintiera lo mismo que yo, tan a menudo consciente de la diferencia entre nuestras edades, experiencias y objetivos.
—De vuelta a Chicago, para informar sobre la reorganización de la planta a los peces gordos. He estado desbrozando, descubriendo los puntos débiles de la dirección. Para eso me trajeron.
—No parece un trabajo muy popular.
—No. He conseguido que muchas personas se enfaden —dijo con naturalidad—. Pero, a largo plazo, la planta será más eficiente.
—¿Cuánto tiempo estarás fuera?
—Solo el miércoles y el jueves. Volaré de vuelta el viernes por la mañana. Pero ¿qué te parece si hoy comemos juntos? Reúnete conmigo en el Athletic Club a las doce y media y salimos desde allí, si no te viene mal.
—De acuerdo. Pero, por favor, deja que esta vez te lleve yo a algún sitio. Invito yo.
Había que ver su mirada para creerla. No pude evitar estallar en una risa nerviosa.
—¿Sabes?, es la primera vez que una mujer me invita a salir —dijo él finalmente—. Otros hombres me han dicho que les ha pasado, pero yo no puedo contar lo mismo. Es mi primera vez. —Hizo grandes esfuerzos para no pasear la mirada por mi apartamento, mucho más humilde que cualquier espacio en el que él hubiese vivido desde que ascendió el escalafón profesional.
—No iremos a ningún McDonald’s —sugerí dulcemente.
—Cariño, no tienes trabajo…
—Martin, soy rica. —Dios, esa palabra todavía se me atragantaba—. Bueno, quizá no para tus estándares, pero tengo mucho dinero.
—¿Una herencia? —preguntó.
—Ajá. De una anciana señora que deseaba que me la quedase yo.
—¿Sin parentesco?
—Ninguno.
—Eres una mujer afortunada —dijo, y procedió a demostrarme lo afortunada que era.
—Te vas a arruinar el traje —logré pronunciar al cabo de un momento.
—Que le den al traje.
—Me dijiste que tenías una cita a las ocho y media.
Me soltó de mala gana.
—Hasta luego —se despidió.
Le di un frugal beso en la cara.
—A las doce y media —le recordé.
***
Aquella mañana me esperaba una tarea desagradable. Decidí que tenía que ir a ver a Susu. Todos los que escribían a los consultorios de Ann Landers o Dear Abby se quejaban de que se sentían maltratados cuando alguien de la familia tenía problemas legales importantes o iba a la cárcel. La gente les trataba como si aquello no hubiese ocurrido nunca o se apartaban de ellos como si fuesen leprosos. Si bien Jimmy no había sido arrestado exactamente, yo no deseaba ser una de esas amigas que solo están cuando el viento sopla favorable para Susu, aunque el tiempo y las circunstancias sin duda habían creado una grieta entre las dos. Me decidí por un suéter alegre y unos pantalones negros, con botas rojas a juego con el suéter. Alegre y casual, como si la catástrofe que había caído sobre la familia Hunter fuese algo cotidiano.
Me llevó unos segundos reconocer a Susu cuando me recibió en la puerta. El maquillaje había desaparecido de su cara, y Susu era de esas mujeres que dependen sobremanera del maquillaje. Tenía los hombros caídos, los ojos enrojecidos, la ropa al parecer deliberadamente raída y vieja. Era como si hubiese rebuscado en el armario para ponerse lo que reservaba para cuando pintase la cochera. Había numerosos platos sucios amontonados en la pila. Susu no solo era una mujer realmente sumida en una crisis, sino que se esforzaba por interpretar bien su papel.
—¿Dónde están los niños? —pregunté con tiento.
—Los he mandado con mi hermana a Atlanta. —Como si los hubiese metido en una caja y los hubiese llevado a la oficina de correos más próxima.
—¿Estás aquí sola?
—No se ha presentado nadie, salvo nuestro pastor.
—¿Qué ha pasado con Jimmy?
—Ahora mismo está en el despacho de su abogado. Lo tuvieron retenido todo el día de ayer. Creo que hoy lo arrestarán.
—¡Susu, crees que lo hizo!
—¿Y qué otra cosa puedo pensar?
—Bueno, yo no creo que sea así.
—¿Ah, no? —Estaba asombrada.
—¡Susu! ¡Claro que no!
—Encontraron sus huellas en la casa Anderton.
—¿Y? ¿No has pensado que puede haber mil maneras de que hayan acabado allí sin que tenga por ello que haber matado a Tonia Lee?
—¿Cómo, Roe? ¡Tú dime cómo!
—Puede que otro vendedor le enseñase la casa. ¡O quizá fue Tonia Lee, y cuando Jimmy se marchó, llegó su cita y la mató!
—Seguro que Jimmy tenía una aventura con ella, Roe. Seguro que amenazó con contarmelo a mí y a los niños y él decidió matarla. Debió de perder los estribos.
—Te daría una patada en el trasero, Susu Hunter. Estás dando por sentado cosas que desconoces. Métete en esa ducha que tienes arriba, ponte ropa más alegre, maquíllate y ve al despacho de ese abogado para preguntárselo en persona.
Lo más probable era que estuviera haciendo lo que no debía. Susu iría al despacho y Jimmy admitiría que lo había hecho y que había tenido una aventura con Tonia Lee.
«Madre del Amor Hermoso», me dije sardónicamente.
Pero lo cierto era que Susu me estaba haciendo caso. Subió las escaleras con un poco más de nervio en el cuerpo. Se estaba atusando el pelo con aire ausente, realizando una evaluación de control de daños.
Mientras tanto, le fregué los platos. Los dejé en el escurridor para que Susu se tomase la molestia de guardarlos en su sitio.
Regresó a la media hora con un aspecto más acorde consigo misma.
—¿Cuándo se supone que la mató? —pregunté.
—Pues…, el miércoles por la noche.
—Pero si llevó a tu hijo a sus prácticas de kárate, o algo así, esa misma noche, ¿no? Y hasta entonces había estado en el trabajo, ¿verdad? Después del entrenamiento, ¿volvió a casa directamente para la cena?
—Sí.
Eso dificultaba que hubiese sido el coche de Jimmy el que Donnie vio.
—En ese caso, ¿dónde encontró el tiempo para ir a la casa Anderton, tirarse a Tonia Lee y matarla? —inquirí.
—Es verdad —admitió ella lentamente—. Supongo que me he precipitado a creerlo porque últimamente actúa de forma muy extraña.
—Puede que esté atravesando un momento complicado, Susu. Incluso es posible que necesite terapia o algo. Pero sinceramente, no creo que Jimmy haya matado nunca a nadie.
—Será mejor que me vaya. Gracias por venir, Roe. Supongo que me rendí.
—Tranquila —dije, sin sentirme noble en absoluto.
—Claro que, si lo hizo realmente, no te podré ver nunca más —comentó con una diminuta sonrisa.
—Lo sé.
Nunca había sido tan tonta como le gustaba aparentar.
***
Estaba volviendo al coche cuando, de repente, me di cuenta de que esa mañana se celebraba el funeral de Tonia. Una tarea desagradable. Otra más. Miré el reloj. Me quedaba media hora. Volví rápidamente al adosado, subí las escaleras a la carrera, me quité la ropa apresuradamente y me puse mi vestido de invierno negro, largo y holgado, con caída desde la cintura. No había tiempo para más, ni siquiera para unas medias. Rebusqué en mi armario y rescaté las botas negras. Al vestido le hacía falta un collar, un pañuelo o algo parecido, pero ya no me quedaba tiempo. Debería bastar con unos pendientes. Agarré el abrigo y salí corriendo hacia el coche.
La Iglesia Bíblica de la Espada Flamígera de Dios era un bloque de cemento rectangular pintado de blanco, con un aparcamiento lleno de baches y polvo. Un viento helado me recibió, arremolinándome la ropa, nada más salir del coche. Me arrebujé en mi abrigo, ajustando el cuello con una mano mientras mantenía el pelo apartado de la cara con la otra. Irrumpí en la pequeña iglesia envuelta en una ráfaga de aire frío. El recinto estaba tan atestado como el aparcamiento. Fuera, había visto una furgoneta de la televisión, aparcada al lado del coche fúnebre. El equipo de periodistas estaba dentro, con las cámaras. Estaba dispuesta a apostar a que era cosa de Donnie. No quedaba sitio donde sentarse. Cada banco estaba repleto de íntegros vecinos de Lawrenceton enfundados en sus abrigos de invierno. Me deslicé por el fondo, intentando encontrar un rincón oscuro. La mirada de basilisco de mi madre me localizó de todos modos. Por supuesto, ella había llegado a tiempo, y se encontraba decorosamente sentada en el centro del recinto, junto a otros miembros del equipo de Select Realty. Estaban todos salvo Debbie Lincoln, que presuntamente estaría atendiendo al teléfono en la oficina.
Me sorprendí buscando a Idella por un instante, antes de recordar.
El ataúd reposaba en la parte frontal de la iglesia. Menos mal que estaba cerrado. Estaba cubierto con un paño mortuorio de claveles rojos y el fuerte olor de las flores inundaba el aire frío. No había órgano, pero alguien estaba tocando unas notas pesarosas al piano. Puede que Nearer, My God, to Thee. El pastor accedió por una puerta junto al altar. Era un joven aquejado de los estragos del acné, con cejas y pestañas tan claras que resultaban prácticamente invisibles. Agarraba con avidez una biblia e iba vestido con un barato traje negro, con corbata a juego. Todo el mundo se removió en sus bancos. Reconocí a la señora Purdy en la primera fila, vestida de azul marino, con sus perlas. Junto a ella, el rostro pálido de Donnie sobresalía de un traje absolutamente negro.
—Inclinemos nuestras cabezas en oración —entonó el pastor. Su voz era inesperadamente rica. Obedecí, incómodamente consciente de que uno de los miembros de la unidad móvil me observaba con mirada especulativa. Intenté alejarme poco a poco, de la manera más desapercibida posible. Temía que me hubiese reconocido. Ya me había capturado una cámara, cuando tuvieron lugar los asesinatos de Real Murders. Por supuesto, nadie me abordaría hasta el final del oficio. El cámara dio un codazo a la reportera, una mujer muy joven. La reconocí vagamente de las pocas veces que la había vistoen la televisión. Él le susurraba al oído mientras ella observaba en mi dirección. Mi nombre no había aparecido en los periódicos relacionado con la muerte de Tonia Lee, gracias a Dios, al menos hasta donde yo sabía.
Me costó lo mío concentrarme en el sermón, del que pude captar por algunos fragmentos una mezcla de «Ella ahora está en paz, al margen de cómo fueron su vida y sus últimos momentos» y «Debemos perdonar al humano descarriado que se ha alejado de Dios… La Venganza es Mía, dijo el Señor». La congregación pareció asumir esa idea con cierta reticencia al principio, pero cuando el pastor hubo acabado, las cabezas asentían en comunión. No recordaba si había oído su nombre, pero al parecer se trataba de alguien con notables capacidades de persuasión.
Todo pareció transcurrir con bastante agilidad. Los portadores del ataúd se reunieron y lo elevaron, con algunos gestos de la cabeza acompañados de murmullos para coordinar la maniobra. Todo el mundo se incorporó y el piano reanudó su lamento. Por última vez, Tonia Lee abandonaba una casa de los vivos. El equipo de reporteros se afanó en grabar la escena y yo logré abrirme paso entre el gentío de los bancos hasta unirme al equipo de Select Realty. Tras dejar un momento para que cargaran el féretro en el coche fúnebre, que había oído aparcar marcha atrás en la entrada, el pastor entonó una oración de despedida, pesaroso y ferviente, al tiempo que la congregación enfilaba la salida hacia sus coches.
Solo pude murmurar a mi madre que el cámara me había reconocido, y el grupo de la inmobiliaria me rodeó para ocultarme. Alcancé el coche de mi madre así camuflada y me apreté dentro junto con ella, Eileen, Patty y Mackie, que destacó en la Iglesia Bíblica de la Espada Flamígera de Dios como una viruta de chocolate en una tarta nupcial.
No había planeado acudir al cementerio, pero parecía lo más adecuado.
Nadie habló demasiado de camino a Shady Rest. Me pregunté cuánto tardaríamos en repetir la misma rutina por Idella. Eileen aún estaba sobrecogida y avasallada por la experiencia del domingo. Mackie siempre se mostraba silencioso en entornos sociales, al menos en los predominantemente blancos. Hasta donde sabía, era solista en el coro de la Iglesia Episcopal Metodista Africana.
Mi madre estaba sombría por culpa del equipo de reporteros; Patty, molesta por el propio funeral.
—Nunca había estado en uno —explicó, y me pregunté si no habría acudido a este solo porque mi madre dio por sentado que lo haría.
Observé a la gente que nos rodeaba en el cementerio. Bajo la carpa verde, en la primera fila de las sillas plegables, se sentaban la señora Purdy y Donnie, junto a una mujer de labios finos que reconocí como la hermana mayor de Donnie. La tía y los primos de Tonia Lee se sentaban justo detrás.
El viento helado azotó a los presentes, provocando que el toldo de la carpa y el paño mortuorio ondearan. Trajo lágrimas a ojos que, de otro modo, no habrían vertido ninguna. Franklin Farrell, su pelo gris revuelto por una vez, estaba de pie en la parte de atrás, irradiando un aspecto moderadamente aburrido. Sally Allison había hecho acto de presencia con un impecable traje gris, sus ojos tostados oscilando con rapidez por el grupo reunido. Lillian, mi antigua compañera de trabajo, había acabado contra el viento y sus ojos parpadeaban furiosamente al tiempo que el resto de su cuerpo no paraba de temblar. Lynn Liggett Smith, arrebujada en un pesado abrigo marrón, escrutaba al gentío con ojos entrecerrados.
Al menos, el oficio a pie de tumba fue breve. Ayudó que Donnie decidiera interpretar al viudo digno, en vez del histriónico. Se conformó con arrojar una solitaria rosa roja sobre el ataúd. La señora Purdy estalló en sollozos ante tamaño gesto romántico, y requirió del consuelo en forma de palmadas y abrazos durante el resto de la ceremonia. Pensé que con probabilidad ella sería la única persona que lamentaba genuinamente que la vida de Tonia Lee se hubiese apagado.
En nuestro contenido viaje de vuelta a la iglesia, donde mi madre me dejó junto a mi coche, me sorprendí pensando en cómo les estaría yendo a Susu y Jimmy.
Miré el reloj. Ya era casi la hora de reunirme con Martin. Tenía un aspecto espantoso. Tanto tiempo al frío había consumido el poco color que le quedaba a mi cara, y el viento había agitado tanto mi pelo que empezaba a parecerse a un plumero de quitar el polvo. Viéndome por el retrovisor, parecía que tuviera cinco años más. Saqué un pintalabios del bolso y me retoqué un poco. También tenía un cepillo, así que intenté domar mi pelo. Estaba algo más presentable cuando terminé el proceso.
El Athletic Club era una institución relativamente nueva en Lawrenceton. Construido solo dos años atrás, buscaba socios tanto en empresas como a título individual. Ofrecía gimnasio, clases de gimnasia y pistas de ráquetbol, además de sauna y piscinas de hidromasaje. Mi madre daba clases de aérobic allí. Le expliqué a la mujer condenadamente en forma de la recepción (vestía con un chándal ajustado de rayas rosas y naranjas y llevaba el pelo recogido en una coleta) que tenía una cita con Martin Bartell, y ella me dijo que todavía estaba jugando al ráquetbol en la segunda pista.
—Puede verlo si sube por esas escaleras —indicó servicialmente, señalando unas visibles escaleras a metro y medio hacia su izquierda.
Como era de esperar, uno de los extremos del pasillo de la planta superior era de plexiglás y dominaba todas las pistas. El otro extremo presentaba puertas normales en una pared igual de normal, y desde detrás de una de ellas se podían oír las instrucciones («¡Bien! ¡Ahora, abajo!») de una clase de gimnasia con un fondo de pegadiza música rock con los bajos bien pronunciados. La primera pista de ráquetbol estaba vacía, pero en la segunda se oían los ruidos de cuerpos en movimiento y el rebote de la pelota contra las paredes, así como los correspondientes gruñidos tras cada impacto. Martin jugaba agresivamente con un hombre de unos diez años menos que él. Lo hacía con una concentración y una determinación que me quedé parada. En los cinco o seis minutos de juego que vi, aprendí muchas cosas acerca de Martin. Era despiadado. Era un hombre capaz de empujar los límites del juego limpio sin salirse del lado bueno. Daba un poco de miedo.
¿Cómo era posible que ese hombre, ese pirata, se contentase con ser ejecutivo de una empresa agrícola? Había en Martin una ferocidad apenas contenida que me resultaba a la par perturbadora y excitante. Ya había averiguado que era una persona competente, vigorosa y decisiva, alguien que no tardaba en decidirse y mantenía las decisiones que adoptaba. Ahora se me hacía más complicado.
Al fin acabó el partido, y al parecer Martin había derrotado a su joven adversario, que agitaba la cabeza abatidamente. Ambos estaban empapados en sudor. Oí que alguien subía por las escaleras con pasos pesados y a continuación sentí una presencia a mi izquierda. Había alguien más observando la pista de ráquetbol. Al mirar de soslayo, observé a un hombre rubio de unos cuarenta años, corpulento y ataviado con un traje quizá demasiado ajustado. Contemplaba a Martin con una mirada que me dio escalofríos.
Cuando volví a bajar la mirada, Martin me había localizado y me indicaba que estaría conmigo en diez minutos. Asentí e intenté sonreír. Parecía desconcertado cuando sus ojos se volvieron hacia el hombre de mi lado. La expresión de reconocimiento de Martin no podía estar más irritada. Saludó con un gesto de la cabeza al compañero de pista. Pero cuando volvió a mirar al rubio, su expresión estaba ensombrecida por la ira. Desvié la mirada hacia él y descubrí por qué. El hombre, ahora a solo un metro de mí, me estaba mirando, pero no con los dardos encendidos que había dedicado a Martin, sino con maliciosa especulación.
Yo era demasiado consciente de que el pasillo estaba vacío. Jamás me había mirado nadie de ese modo, y era horrible. Me pregunté si la situación requeriría un grito (la única manera de que la clase de gimnasia me oyera), cuando oí nuevos pasos subiendo por la escalera. Martin, cubierto de sudor, dijo directamente:
—Sam, ¿querías hablar conmigo? —Tenía la raqueta en la mano, y si bien la voz parecía relajada, él no lo estaba.
—¿Este es tu último revolcón, Bartell? —preguntó el rubio con el tono de voz con el que se alimentan los insultos.
«¿Último revolcón?».
El hombre aún no había decidido qué hacer; lo sabía por la posición de sus hombros. Si tan solo pudiera rebasarlo para llegar hasta Martin, podríamos marcharnos sin más. Ojalá. Pero el tipo corpulento, que le sacaba unos diez kilos, no se quitaba de en medio deliberadamente. El compañero de juego de Martin apareció tras él, y lo reconocí vagamente como uno de los ejecutivos de Pan-Am Agra que lo acompañaba en el restaurante. Parecía excitado e interesado; aquello era como un duelo con pistolas en el O. K. Corral.
Todos nos quedamos petrificados durante un instante.
Era absurdo.
—Discúlpenme —dije de repente, en voz alta y clara. Todos dieron un respingo. El rubio se volvió ligeramente para mirarme y yo di un paso hacia él, lo bastante cerca como para darme cuenta de que había estado bebiendo. «¡En pleno día!», tomó nota mi vena más puritana—. Martin, tenemos que ir a comer, me muero de hambre —continué y le agarré firmemente del codo. Como seguí caminando, tuvo que girarse conmigo y el joven compañero se vio en la obligación de bajar las escaleras por delante de nosotros. No miré a Martin, ni tampoco hacia atrás, por encima del hombro—. Esperaré aquí fuera mientras te duchas —le dije al final de las escaleras. El rubio no nos había seguido. Esperé a que Martin y su adversario de ráquetbol entraran en una sala cuya puerta tenía un letrero que decía: «vestuarios y duchas masculinos», antes de sentarme en la segura cercanía de la increíble chica en chándal ajustado de la recepción.
Al cabo de un momento, el rubio apareció por las escaleras y, tras echarme un último vistazo, se fue.
—¿Sabe quién era ese hombre? —le pregunté a la recepcionista. Esta levantó la mirada de su libro (de Danielle Steel, según pude comprobar) para explicar:
—No es socio particular, pero antes venía como miembro de Pan-Am Agra. Creo que se llama Sam Ulrich. Pero creo que lo quitaron de la lista la semana pasada.
—¿Y por qué no le impidió la entrada?
—Pasó muy rápidamente —dijo, encogiéndose de hombros—. Además, alguien en los vestuarios sabría que no es socio y le invitaría a marcharse si se decidía a cambiarse.
Vaya con la seguridad del Athletic Club.
Contemplé con mirada perdida una revista pasada de fecha hasta que Martin apareció por la puerta, vestido por una vez con ropa informal.
Cuando me tendió la mano, la tomé y me incorporé, consciente de la mirada de la recepcionista. Sin duda se las arreglaba para que esas franjas rosas y naranjas se contonearan en beneficio de Martin. Pero él no estaba por la labor.
—Tendré que llamar al director hoy mismo. Debiste informar de que Sam Ulrich estaba en el club y yo mismo lo habría sacado. —Atisbé en la recepcionista un aspecto de abatimiento que amenazaba con mutar en enfado justo antes de que la puerta se cerrase.
—¿Estás bien? —me preguntó. Me rodeó con los brazos. Me sentí mejor al apoyarme contra él un momento.
—Sí. Pero me ha alterado un poco —admití—. ¿Quién era ese?
—Un exempleado muy reciente. Una de las rémoras que he tenido que depurar para la empresa. No se lo ha tomado nada bien.
—Salta a la vista —dije con sequedad.
—Lamento que tuvieras que estar ahí. Si lo vuelves a ver, llámame de inmediato, ¿de acuerdo?
—¿Crees que me habría hecho daño para fastidiarte? —pregunté.
—Solo si fuese más idiota integral de lo que creo.
No era una respuesta demasiado halagüeña, la verdad. Pero ¿cómo iba Martin a saber lo que haría ese hombre?
—¿De verdad te preocupa Sam? —Quiso saber—. Porque, si es así, puedo anular mi viaje y quedarme aquí.
Lo sopesé un momento.
—No, no me preocupa tanto, aunque me ha puesto los pelos de punta. Ha sido una mañana difícil, Martin. Fui a ver a Susu Hunter y fue deprimente. Y luego tocó el funeral por Tonia Lee.
—Me dijiste cuándo era y se me olvidó. He estado muy ocupado organizándolo todo para mi viaje.
—No esperaba que vinieras. Era todo tan lúgubre y frío.
—¿Dónde me llevarás a comer? —cambió de tercio—. Necesitas algo para entrar en calor.
Recordé mis deberes de anfitriona.
—Iremos al Michelle’s. ¿Lo conoces? Tienen un bufé con mucha verdura.
—En los tres meses que llevo viviendo en un motel, creo que he visitado todos los restaurantes de Lawrenceton al menos diez veces.
—No lo pensé, Martin. Creo que pronto tendré que invitarte a una comida casera.
—¿Sabes cocinar?
—Tengo un repertorio limitado —admití—, pero lo que hago es comestible.
—A mí me gusta hacerlo de vez en cuando —indicó.
Seguimos hablando de cocina hasta que llegamos al Michelle’s, donde cogimos unos platos y nos pusimos a la cola. Noté que Martin era cuidadoso con lo que escogía y me di cuenta de que cuidaba la salud y el peso, como entusiasta del deporte que era. Nos sentamos uno al lado del otro, e incluso en ese entorno tan prosaico la cercanía resultaba perturbadora.
Había sido una mañana para el olvido, y ahora Martin se iba de la ciudad. Por ridículo que me pareciera, sentí ganas de llorar. Tenía que superarlo. Aquella intensidad me aterraba. Permanecí con el tenedor en la mano, perdiendo la mirada al frente, esforzándome por no llorar.
—¿Quieres que ignore esto? —murmuró Martin.
Asentí con vehemencia.
Siguió comiendo en silencio.
Por fin me recompuse y conseguí meterme un poco de coliflor en la boca, obligándome a masticar y tragar.
Tendría que mantenerme ocupada mientras Martin estuviese fuera.
Al cabo del rato, recuperé la compostura.
—Entonces ¿te vas esta tarde?
—Alrededor de las cinco. Tengo una reunión a primera hora de la mañana, y puede que dure todo el día. El jueves me reúno con otro grupo, así que haré noche allí y cogeré el primer vuelo del viernes. ¿Cocinarías para mí el viernes por la noche?
—Sí —dije, y sonreí.
—¿Y el sábado es la fiesta de los agentes inmobiliarios?
—Sí, el banquete anual. Hemos reservado el Carriage House, así que, por lo menos, la comida será decente. Habrá orador y cócteles. Lo típico.
—Manejaste la situación en el Athletic Club con gran… aplomo —dijo de repente—. Pocas veces he empleado esa palabra en voz alta, pero creo que es la que mejor encaja.
—Eh… Pensé que esta vez podría rescatarme a mí misma.
—Deja que sea yo la próxima vez. Mi turno, ¿de acuerdo?
—De acuerdo —respondí, y reí.
Me llevó de regreso al Athletic Club para recoger mi coche y nos despedimos en el mismo aparcamiento. Me dio el número de su hotel y me hizo prometer que lo llamaría si veía a Sam Ulrich otra vez. Luego me besó y se fue.