14
—¿Qué te hago? —me preguntó Benita sin preámbulos. Estaba claro que era el final de un día que había sido muy largo para ella. Su pelo rojizo asomaba negro por las raíces, y el uniforme beis y azul que llevaban todos los trabajadores de Clip Casa estaba arrugado y, bueno, lleno de pelos.
—¿Podrías hacerme algo parecido a esto? —Mientras esperaba había hojeado varias revistas profesionales.
—Sí —dijo Benita tras observar brevemente a la modelo de enigmática sonrisa, y se puso manos a la obra.
Era uno de esos peinados con una trenza milagrosamente invertida. Trenza francesa, creo que se llamaba. Jamás había llegado a comprender cómo se hacía, y ahora estaba a punto de que me hicieran una en mi propio pelo. En la foto, el pelo no estaba estirado hacia atrás, sino suelto alrededor de su cara. La extensión de pelo en la base del cuello también estaba trenzada y llevaba una cinta en la punta. Yo no tenía ninguna diadema resultona, pero Benita vendía algunas, incluida una dorada lamé que una vez me pareció muy interesante. No sabía si el peinado sería del agrado de Martin, pero a mí se me antojó muy moderno. Además, no parecía que mi pelo pudiera rebelarse y soltarse, como me solía pasar demasiado a menudo cuando me lo arreglaba yo misma.
—Roe —dijo una voz cercana, arrastrando la sílaba, y reconocí a la persona bajo el secador como mi preciosa amiga Lizanne Buckley.
—¡Cuánto tiempo sin verte! —exclamé, feliz—. ¿Cómo estás?
—Bien —dijo Lizanne a su modo lento y suave—. ¿Y tú?
—No puedo quejarme. ¿Qué has estado haciendo?
—Oh, sigo en la eléctrica —respondió con satisfacción—. Y sigo saliendo con nuestro representante local.
El abogado J. T. (Bubba) Sewell, a quien había conocido en su faceta profesional, volvería a casa desde el Capitolio para pasar el fin de semana, y tanto él como Lizanne acudirían también al banquete, según me dijo. En realidad, Bubba era el orador.
—¿Estáis comprometidos? —le pregunté—. Eso me han dicho por ahí, pero no quería dar nada por sentado hasta oírlo de la propia interesada.
Lizanne sonrió. Era una costumbre suya. Era pasmosamente guapa y para nada esclava de las convenciones de delgadez femenina. Estaba sencillamente en su peso.
—Oh, eso espero —dijo.
—Al fin alguien ha conseguido hacerte pasar por el altar —me maravillé. Muchos hombres habían intentado casarse con Lizanne durante años, pero ella nunca había picado, siendo el mundo el lugar injusto que es.
—Oh, no creo que nos casemos en una iglesia —objetó Lizanne—. No he pisado una desde que papá y mamá murieron, y no creo que vaya a cambiar. Creo que es la única pega que ve Bubba en todo esto: que la mujer de un político no pase por el altar.
No había respuesta posible, y tampoco creía que Lizanne esperase ninguna. Me sentí como quien pasea por una familiar playa soleada para descubrir que se había convertido en arenas movedizas.
—He oído que sales con ese hombre de Pan-Am Agra —reanudó ella al cabo de unos minutos. Lizanne se enteraba de todo.
—Sí.
—¿Te acompañará esta noche?
Asentí con la cabeza, hasta que una aguda exclamación de Benita me recordó que debía permanecer quieta.
—Será un placer conocerlo; he oído muchas cosas de él.
No sabía si quería conocerlas o no.
—¿Ah, sí? —me limité a decir.
—Tiene a todo el mundo más tieso que una vela. Está claro que ha habido mucha mano abierta y aprovechamiento, y lo han mandado a él para poner orden.
Está despidiendo y trasladando a mucha gente, además de hurgar en cada rincón.
Lizanne estiró el brazo hacia atrás y apagó su secador, elevándolo para revelar una cabeza llena de rulos. Los palpó para asegurarse de que el pelo estaba seco, se sacó uno a modo de tanteo y asintió satisfecha.
—Janie, ya he terminado —llamó a otra de las esteticistas uniformadas, que estaba tomándose un café en la trastienda del establecimiento. Sonó el teléfono y Janie fue a descolgar. Era para Benita, quien, con un suspiro de impaciencia, fue a atender la llamada. Uno de sus hijos tenía una urgencia doméstica. Me di cuenta de que, mientras hablaba, no paraba de atusarse el pelo con un cepillo que había cogido del mostrador. No podía estar sin tocar pelo—. Tengo un amigo en la comisaría —dijo Lizanne casualmente, de pie junto a mi silla, mirando al espejo—. Tu buen amigo Jack Burns ha decidido que, como nadie ha matado a agentes inmobiliarios hasta ahora, el asesino debe de ser alguien recién llegado a la ciudad. Algunos de los detectives disienten, pero como han interrogado a Jimmy Hunter y lo han dejado marchar, todo tipo de individuos han estado presionando al jefe de policía para que encuentre a otro culpable. Los padres de Jimmy tienen muchos amigos en la ciudad, y el arresto de otra persona despejaría las sospechas de su hijo de un manotazo. Así que, según tengo entendido, la policía piensa arrestar a alguien pronto por la muerte de esas dos mujeres. Es probable que mañana detengan a alguien para interrogarlo.
Mis ojos se encontraron con los de Lizanne en el espejo. Me estaba dando un mensaje. Pero tenía que descifrarlo.
—¡Dios mío, Lizanne Buckley! —exclamó Benita, de regreso en ese momento tan inoportuno—. ¿Quién te lo ha dicho?
—Un pajarito —dijo ella lacónicamente antes de volver a su puesto, donde empezó a quitarse los rulos, arrojándolos a uno de los carritos con ruedas. Janie apuró su taza y, sin demasiadas prisas, se puso a echar una mano a Lizanne, cuya afabilidad parecía relajar a la gente que la rodeaba. Recordé los modales pausados y fiables de Bubba Sewell y su agudo intelecto, y decidí (en algún rincón remoto de mi mente) que los dos formarían una pareja de lo más interesante.
Pero, ante todo, intentaba averiguar lo que Lizanne había intentado decirme.
Habíamos estado hablando sobre Martin. Luego pasamos al arresto. No me estaría diciendo que la policía sospechaba de Martin, ¿verdad?
Me estaba insinuando que no tardarían en detener a Martin y, como mínimo, interrogarlo.
Clavé la vista en el espejo mientras dos puntos de color encendían mis mejillas. Estaba apretando los reposabrazos de la silla giratoria con fuerza impropia.
—Cariño, ¿tienes frío? —preguntó Benita—. Puedo subir la calefacción.
—Oh. No, estoy bien, gracias.
Ridículo. Aquello era ridículo.
La policía ya se había equivocado una vez y estaba a punto de cometer otro error. Claro que lo iban a cometer, me dije ferozmente. Los robos. Habían empezado mucho tiempo antes de que Martin se mudara a la ciudad.
Pero los asesinatos, por supuesto, empezaron más tarde.
Recordé a mi madre preguntándose qué demonios hacía Martin buscando una casa tan grande. Por lógica, un soltero preferiría una casa más pequeña, no una mansión como la de los Anderton. La policía podría pensar que quería visitar la casa para que se descubriese su macabra obra. Martin ya llevaba en la ciudad varias semanas antes de conocerlo, lo suficiente para conocer a Tonia Lee y a Idella. Tonia Lee, que se acostaba con casi cualquiera, sin duda habría babeado nada más verlo. Idella, etérea, con su pálida belleza, solitaria, habría quedado hechizada ante alguien capaz de desplegar una atención tan cercana y halagadora hacia ella.
Claro que eso era lo que la policía podría concluir.
Cerré los ojos.
—¿Te encuentras bien, encanto? —me preguntó Benita, preocupada.
—Sí, bien —mentí mecánicamente—. ¿Te falta mucho?
—Me queda poco. ¿Te está gustando?
—Es diferente —dije, lo bastante sobresaltada como para asomar del nubarrón negro que empezaba a rodearme—. Dios, no parezco yo.
—Lo sé —aseguró Benita, orgullosa—. Pareces brillante y sofisticada. Estás preciosa.
—Madre mía —dije lentamente—. Es verdad.
—Lo único que te falta es irte a casa, ponerte tu vestido y algo de pintalabios, y ya estarás lista para lucirte.
Sí que necesitaba retocarme los labios. Y algo de fuerza mental, decidí sombríamente. No pensaba permitir que esos pensamientos oscuros me abrumasen. Conocía a Martin, hasta cierto punto; lo conocía bien.
Eso creía.
Pagué a Benita lo debido y me dirigí hacia casa para ponerme mi ligero vestido y pintarme los labios. Iré a pasármelo bien, me insistí. Me acompañará un hombre atractivo y sexi que me considera absolutamente necesaria en su vida. Puede que deseara matar al desalmado de Sam Ulrich la noche anterior, pero no habría sido capaz de hacerlo con Tonia Lee e Idella. De ningún modo.
Por lo menos, mi agitación interior no se notaba por fuera. Cuando me miré en el espejo del baño para aplicarme la bronceada pintura de labios, tenía el mismo buen aspecto que en el salón de belleza.
Ojalá me hubiese pintado también las uñas, aunque eso hubiera sido del todo impropio de mí. Ya me costaba reconocerme con el pelo tan recogido.
En vez de dar vueltas en busca de algo que hacer, me senté en la butaca otomana, frente a mi sillón favorito. El libro que estaba leyendo yacía abandonado sobre la mesa lateral. Decidí probarme el vestido, aunque solo fuese un momento. Estaba colgado de la puerta del baño, festivo y elegante, burlándose de mí. Perdí la mirada en el vacío y pensé en la ausencia de Martin, en que acabase en la cárcel, en que lo juzgaran.
Era tan necesario para mí como me había dicho que yo lo era para él.
Me sobresaltó el sonido del timbre. Me quité la bata, me enfundé el vestido por la cabeza y subí la cremallera en un tiempo récord. Me puse los zapatos de tacón negros y me armé de valor para abrir la puerta, preguntándome inconscientemente por qué todo me parecía tan extraño.
Martin dio un largo suspiro cuando abrí la puerta. Bajó la mirada para contemplarme con una insondable emoción.
—¿Estoy bien? —pregunté, repentinamente nerviosa.
—Oh, sí —dijo—. Oh, sí.
—¿Te gusta el pelo? —inquirí, ansiosa, mientras él seguía devorándome con la mirada.
—Sí… Mucho. —Finalmente entró en casa para que pudiera cerrar la puerta y que no entrase frío. Él llevaba puesta una trenca negra, y el contraste de su pelo blanco resultaba sobrecogedoramente atractivo.
De nuevo tuve la desconcertante sensación de que él era un adulto y yo solo una cría.
—¿Dónde están tus gafas?
—Oh —exclamé—, por eso todo me parecía tan extraño. —Con cierto alivio, las encontré en la mesita junto a la butaca y me las puse—. He intentado usar lentillas —le dije a la defensiva—, pero soy de esas personas que no las toleran. Eran un tormento.
—Me alegro de que uses gafas.
—¿Por qué?
—Para que nadie más pueda verte sin ellas —dijo, y se inclinó para darme un beso en la mejilla. Su dedo dibujó la silueta de mi cuello. Me estremecí. Todos mis temores se disiparon, ahora que estaba con él. Cuando estaba cerca, me llenaba la convicción de que Martin no dejaría que lo detuviesen.
—Ven a ver en el espejo del baño —ofreció.
—¿Qué?
—Solo un momento, ven conmigo.
—¿Se me está soltando el pelo? —Mis manos acudieron al rescate como un resorte.
—No, no —dijo Martin con una sonrisa.
Nos dirigimos al baño y me miré en el espejo mientras el rostro de Martin asomaba junto al mío en el reflejo. Se quitó los guantes y metió una mano en el bolsillo.
De repente me di cuenta de que debería estar absolutamente aterrada.
Pero si quería matarme, poco podía hacer para impedírselo. Respiré hondo, sin apartar la mirada de sus ojos en el espejo. Del bolsillo se sacó un pequeño estuche de terciopelo y lo depositó en el tocador. Con mano suave y experta, me quitó los pendientes, dos sencillas bolas doradas, y, tras abrir el estuche, extrajo dos maravillas de amatista y diamante, que me colocó en las orejas sin la menor sombra de torpeza.
—Oh, Martin —conseguí decir, conmocionada. Me sentía como si acabase de frenar al borde de un precipicio.
—¿Te gustan, cariño? —preguntó finalmente.
—Oh, sí —respondí reprimiendo las lágrimas—. Sí, Martin, son preciosos. —Me temblaban las manos y apreté los puños para que no se notase.
—¿No me habías dicho que tu cumpleaños era en noviembre?
—Así es.
—Pues ya estamos en noviembre. No sabía qué día era, pero quería comprarte un regalo. Sé que el topacio es la piedra preciosa que corresponde a tu nacimiento, pero no encontré ninguno que me convenciera. Estos pendientes son más como tú. Por si no lo sabías, estás preciosa esta noche.
Las joyas centellearon. Las amatistas eran rectangulares y ribeteadas con pequeños diamantes.
—Estoy abrumada, Martin. No sé qué decir. —Jamás había dicho una verdad mayor.
—Dime que me amas.
Miré directamente al espejo.
—Te amo.
—Eso era lo que quería escuchar.
—Martin.
Su mano tocó mi cara.
—¿Y tú…?
—Sí —me dijo al oído, besándome el cuello—. Oh, sí. Te amo.
Tras un instante, añadió:
—¿Nos vamos ya?
—A menos que quieras que venga mi madre para saber qué ha sido de mí, sí.
Lo cierto era que necesitaba un espacio para pensar, para tranquilizarme. Si nos quedábamos en casa, seguro que no lo encontraría.
Hablando de emociones conflictivas. Alguien me quería. Y yo lo quería a su vez. Y puede que mañana lo detuvieran para interrogarlo sobre unos asesinatos. Me había hecho el regalo más romántico, ese que muchas mujeres se pasan toda una vida esperando. Y, por un momento, pensé que iba a estrangularme.
Martin fue a buscar mi abrigo en el armario mientras yo analizaba más detenidamente mis pendientes en el espejo.
—¿Crees que podrás dejar de mirarlos para ponerte el abrigo? —preguntó riéndose.
—Supongo que sí —respondí de mala gana. El momento de pavor se estaba diluyendo, sustituido por puro deleite—. Martin, ¿qué es eso que llevas enganchado al bolsillo del abrigo?
—Oh, es un busca. Hemos tenido algunos problemas con uno del turno de noche. Su supervisor se encarga de vigilarlo hoy y, si le pilla robando, me mandará un mensaje al busca para que vaya a resolverlo.
En mi actual, y casi completa, oleada de euforia, hice como Escarlata O’Hara y pospuse los malos pensamientos para otro momento. Quizá no pudiera aplazarlos hasta el día siguiente, pero, sin duda, pensaba disfrutar ese instante al máximo.
Martin y yo llegamos un poco tarde; entre los más rezagados. Cogimos copas de vino blanco de la bandeja que llevaba uno de los camareros. Localicé a Lizanne y a Bubba Sewell inmediatamente. Al saludarnos, no parecía que esa misma tarde me hubiera hecho una advertencia tan seria. Puede que sus líquidos ojos oscuros me mirasen con un poco de tristeza, pero eso era todo. Bubba inició con Martin una de esas conversaciones que acaban en un terreno estrictamente masculino: relacionó su trabajo como representante con lo que Martin intentaba acometer en Pan-Am Agra; le dijo que podía llamarlo en cualquier momento para «comentar los asuntos»; exhibió su inteligencia y conocimiento de los intereses de la empresa agrícola e insinuó que Martin era lo mejor que le había pasado a aquella desde el invento del pan de molde.
Martin respondió cauteloso, pero con interés.
Lizanne me dio la enhorabuena por mi peinado y admiró mis pendientes.
—Me los ha regalado Martin —declaré orgullosamente.
Por un momento pareció preocupada, pero enseguida los elogió y llamó la atención de Bubba al respecto.
—¿Les has mostrado el anillo? —respondió tras una constatación de rigor.
Lizanne, con su encantadora sonrisa a cámara lenta, tendió la mano, en la que resaltaba un brillante diamante.
—Mi anillo de compromiso —dijo con calma.
—Oh —exclamé—. Oh, Lizanne, es precioso. —Suspiré, me di cuenta de que lo estaba haciendo e intenté silenciarlo—. ¿Cuándo es la boda?
—En primavera —explicó Lizanne despreocupadamente—. Tenemos que ponernos con el calendario para escoger la fecha concreta. Depende de la legislatura y, por supuesto, tengo que avisar en el trabajo.
—¿Vas a dejarlo? —No pretendía sonar tan desconcertada como me sentía. ¿Qué demonios haría Lizanne con todas las horas del día?
—Oh, sí. Viviremos en mi casa durante una temporada, hasta que los planes de carrera de Bubba culminen, pero aún queda… Y, de todos modos, ya empezaba a aburrirme con el trabajo.
No sabía que el aburrimiento fuera un concepto que Lizanne comprendiera. Además, en su trabajo se enteraba de todos los chismorreos, ya que todo el mundo acaba pasando por la compañía eléctrica tarde o temprano, y gozaba de una asombrosa capacidad para atraer confidencias. Hubiese supuesto que Bubba la querría justo donde estaba.
—Enhorabuena, Lizanne —dije en voz baja, mientras Bubba se llevaba a Martin para presentarle a otro pez gordo de Lawrenceton.
Se inclinó para besarme en la mejilla.
—Gracias, cielo —murmuró, y luego susurró—: Se van a llevar a tu amigo mañana para interrogarlo. Es seguro. No te diré cómo me he enterado.
Por eso era tan popular. Nunca revelaba sus fuentes. Y, sin duda, no se lo había dicho a su novio, ya que, de lo contrario, no habría acaparado a Martin de esa manera. Lo habría evitado como si fuese un leproso.
—Gracias, Lizanne —dije casi sin voz. Azotada por una repentina curiosidad, pregunté—: ¿Por qué me lo cuentas?
—Me ayudaste el día que mataron a mis padres.
Asentí y le apreté la mano. Nunca estuve segura de que Lizanne fuese consciente de mi presencia o de quién era yo en ese día horrible. Intercambiamos miradas y nos separamos. Fui hacia mi madre, la copa de vino aferrada en la mano.
—¿De dónde has sacado esos pendientes? —preguntó sin preámbulos—. Son espléndidos.
—Martin me los acaba de regalar —dije aturdido, moviendo la cabeza de lado a lado para que los viese bien, sin dejar de pensar qué podría hacer para impedir lo que ocurriría al día siguiente.
—¿En serio? —Mi madre arqueó sus cejas perfectas—. Pero ¡si hace nada que os conocéis!
Me encogí de hombros.
—Oh, estás caladita hasta los huesos —dijo sombríamente—. Pero, al menos, él también. Son preciosos, cielo.
—¿Qué es lo que está admirando la señora Queensland? —Patty Cloud, ataviada con su rosa favorito (más bien una sombra rosada en esta ocasión), apareció tras el hombro de mi madre, arrastrando consigo una nube de perfume caro y un acompañante asombrosamente atractivo, un hombre de Atlanta que había conocido en alguna reunión del Sierra Club, según pude enterarme. Mantuve con ellos una estéril conversación acerca del piragüismo en aguas rápidas, antes de que Martin acudiese a mi rescate.
—¿Qué tal con Bubba Sewell? —le murmuré mientras ocupábamos nuestros lugares en la mesa.
—Está en pleno ascenso —respondió él pensativamente—. No me sorprendería si algún día se presentase al Senado.
—¿En serio? —Procuré disimular mi escepticismo.
—Lo está haciendo todo bien. Es abogado, pero no criminalista. Procede de una familia local con el historial limpio. Estudió Derecho. Practicó un poco del oficio antes de meterse en política y se va a casar con una mujer preciosa que difícilmente podría ofender a nadie, y que piensa dejar su trabajo para quedarse en casa y dar lugar a la estampa ideal. Apuesto a que tendrán un bebé antes de llevar dos años casados. Será una foto familiar ideal para el póster de campaña.
Intenté pensar en ello, en cuidado constante de la carrera de Bubba, mientras revoloteaban por mi mente tramas descabelladas. Tenía que decírselo a Martin. Así podría prepararse para lo que estuviera por venir. O salir corriendo (borré esa idea). No tenía que decírselo, para que mostrara una genuina sorpresa cuando la policía se presentase en las oficinas de Pan-Am Agra. Me imaginé a los agentes sacando a Martin de su despacho; la humillación. Al menos los que trabajaban para él la verían como tal. Tiré de las riendas de mi imaginación. La policía no podía detenerlo así porque así con las escasas o nulas pruebas con que contaba. Pero aun así…
De todas las personas que conocía, la más capacitada para cuidar de sí misma era Martin. ¿Por qué me preocupaba tanto?
Me arranqué de mis silenciosas y lastimeras cavilaciones para presentar a Martin a Franklin Farrell y su acompañante, que estaban sentados frente a nosotros. Franklin debía de haber recurrido a su lista de reserva el mismo día que me llamó. Quizá esa mujer estaba en el siguiente puesto, en orden alfabético. Ella tenía cuarenta y muchos e iba impecablemente acicalada y vestida. Físicamente hacía muy buena pareja con el inmaculado Franklin. Refulgía con intensidad, y su ensayada conversación suscitó mi instantánea desconfianza. No pillé cómo se llamaba, pero su conversación era lo suficientemente elocuente como para no revelar pista alguna de su personalidad. Intentaba acompasarse con Franklin con todo su empeño, y saltaba a la vista que era la primera vez que salían juntos. Mantenía una cortés distancia.
Sirvieron la comida mientras yo hablaba con Mackie a mi izquierda y Martin hacía lo propio por su derecha, cruzándonos con Franklin y la señorita Resplandeciente, aunque luego no recordaría lo que salió de mi boca.
A pesar de mis preocupaciones, me di cuenta de que Martin y yo estábamos atrayendo bastante la atención. Las mesas se habían dispuesto en una amplia forma de U. Martin y yo estábamos sentados en la parte más periférica de una de las patas de la U. Cuando Franklin se afanó para recoger la servilleta de su acompañante, me percaté de que alguien, en el otro brazo de la U, nos estaba observando. Con cierto desconcierto reconocí a mi expareja, Arthur Smith, sentado junto a su esposa, la detective de homicidios Lynn Liggett Smith. ¿Quién demonios los había invitado? Arthur me estaba observando con abierta preocupación, la frente ceñuda y los dedos tamborileando sobre la mesa. Lynn comía mientras escuchaba a Eileen Norris, que había ido con Terry, anunciando al mundo que las dos mujeres solteras habían decidido juntarse.
Arqueé las cejas ligeramente y Arthur bajó la mirada, sonrojado.
Entonces supe que Lizanne no andaba equivocada. Martin era sospechoso. Si antes tenía una mínima duda de la interpretación de Lizanne, ahora no podía estar más segura.
—¿Te encuentras bien? —me preguntó Martin.
—Sí, estoy bien. Solo necesito… —Iba a decir: «hablar contigo más tarde», pero eso es algo que se hace a los demás—. Estoy bien —insistí, más claramente—. ¿Te gusta la ensalada?
—El aliño lleva demasiado vinagre —criticó, aunque su aguda mirada me reveló que sabía que pasaba algo.
De alguna manera me las arreglé para estar a la altura de las circunstancias, pero cuando Bubba se levantó para dirigirse a los presentes sobre la nueva legislación para la industria inmobiliaria, logré desconectar del todo. De hecho, me costaba mantener la mirada dirigida en la dirección adecuada. No dejaba de darle vueltas al problema, aferrada a mis temores, que eran como un monstruo con muchos rostros. Temía que arrestasen a Martin; temía perderlo; temía las consecuencias que pudiera acarrear para su trabajo y su autoestima un interrogatorio en la comisaría; y puede que también temiese que fuese culpable.
Recorrí con la mirada las caras de los presentes en el elaborado comedor de banquetes color vino y crema del Carriage House. Casi todas ellas me resultaban familiares. Probablemente, una de esas personas fuese la que estaba buscando la policía… Si tan solo pudiera indicarles cuál era.
El asesino era un vendedor de inmuebles, o alguien relacionado con la industria de alguna manera; alguien que supiera como devolver una llave a su sitio.
El asesino había conseguido llegar a la casa Anderton sin coche, y había estado a la vista mientras lo hacía. Era alguien que probablemente se dedicaba a correr o salir en bicicleta por las tardes.
El asesino debía de contar con la confianza de Idella Yates, alguien por quien ella estuviese dispuesta a arriesgar mucho, ya que todo indicaba que fue ella quien colocó la llave en su sitio.
Observé el oscuro cuello de Mackie mientras giraba educadamente la cabeza para mirar al orador. Su acompañante, frente a él, se estaba mirando las uñas, aunque ella también había girado deferentemente la cabeza hacia Bubba. Al otro lado de la sala, Eileen se secaba la boca con una servilleta. Junto a ella, Terry, con un vestido azul oscuro de grandes botones que imitaban diamantes, escuchaba a Bubba con un escéptico estiramiento de la comisura del labio. Mark Russell y su mujer estaban sentados con la ensayada postura de quienes están acostumbrados a escuchar muchos discursos. Su socio, Jamie Dietrich, un hombre larguirucho con una prominente nuez, reprimió un bostezo. Patty estaba prestando toda su atención, si bien su pareja le estaba haciendo algo por debajo del mantel que le llevó una disimulada sonrisa a la cara. Incluso la joven Debbie Lincoln, que lucía más abalorios en el pelo de los que hubiese considerado humanamente posibles, estaba girada hacia Bubba para prestar atención a sus palabras, si bien su pareja se mostraba abierta y francamente aburrida. Llamativamente, solo, Donnie Greenhouse había dejado deliberadamente una silla vacía a su lado para recordar al mundo su recién estrenada viudedad. Por alguna razón sabía que no desaprovecharía la ocasión de llamar la atención en un drama público, aunque tuviese que destacarse él solito.
Junto a Lizanne, mi madre inclinó su regia cabeza hacia un lado. Su parecido con Lauren Bacall era más evidente que nunca. John reposaba un brazo en el respaldo de su silla. Parecía loco por volver a casa. Frente a Martin, la señorita Resplandeciente parecía fascinada. Franklin escuchaba con la boca algo tensa, sus largas y delgadas manos sin parar de jugar con la servilleta de tela.
La doblaba, la desdoblaba. Volví al cuello de Mackie, dispuesta a zambullirme de nuevo en mis temores y mi terrible carga de amor. Y entonces mi atención volvió, como un resorte, a Franklin. Doblar, desdoblar. Entonces se dedicó a doblarla en triángulos; triángulos cada vez más y más pequeños, pero nunca menos precisos. Sus largos dedos pálidos la alisaban con sumo cuidado. Otro pliegue, y luego más triángulos. Triángulos meticulosamente precisos. ¿Dónde había visto yo…?
Sus ojos empezaron a volverse hacia mí y yo desvié la mirada instantáneamente hacia el frente con un respingo del corazón.
Sin ninguna gesta del raciocinio, que pueda decirse, yo, Aurora Teagarden, había resuelto el misterio.
Franklin Farrell era el asesino.
Estaba disponiendo la servilleta de la misma y curiosa manera que había dejado la ropa de Tonia Lee. Era tan inconfundible como una huella dactilar.
Franklin Farrell.