12
Las pequeñas tareas consumieron lo que me quedaba de día. Tuve que hacer una parada en la tintorería y en la tienda de comestibles con la lista de ingredientes para la cena que iba a preparar para Martin la noche siguiente. Había hecho la colada y planchado. Envié a Amina y su marido una tarjeta de felicitación y un ejemplar del famoso libro del doctor Spöck sobre el cuidado de bebés.
También fui a la biblioteca para llevarme algunos libros. Cada vez que me dejaba caer por mi antiguo trabajo sentía una punzada de melancolía. Eran tantas las cosas que echaba de menos de trabajar allí, como ser la primera en ver los nuevos lanzamientos (y gratis), tener la oportunidad de ver y aprender muchas cosas acerca de tantos vecinos de la ciudad con los que, de otra manera, no tendría ocasión de cruzarme, la camaradería entre los bibliotecarios o la mera cercanía de tantos libros.
Lo que no añoraba era la compañía de Lillian Schmidt. Y, por supuesto, era ella quien estaba en el mostrador de préstamos ese día. Pregunté cortésmente por la madre de Tonia Lee y recibí un exhaustivo relato del desmayo de la señora Purdy tras el funeral y su continuada depresión; su alivio al conocer que se había producido un arresto; su horror e incredulidad al saber a quién estaban interrogando y su confusión al conocer que no había pruebas sólidas contra Jimmy Hunter.
—¡Oh, es genial! —exclamé involuntariamente.
Lillian sentía que era una afrenta. Su desproporcionado pecho intentaba encaramarse bajo la prenda de poliéster a rayas.
—Yo creo que es uno de esos tecnicismos —argumentó—. Apuesto a que lo lamentarán cuando maten a otra mujer en su cama.
Obvié señalar que la cama en la que habían matado a Tonia Lee no era exactamente la suya.
—Si muere alguien más, no será porque Jimmy Hunter no estuviese arrestado —dije firme, aunque algo confusa, y recogí mis libros.
Cuando llegué a casa y descargué el coche, ya era un poco tarde. Empezaba a oscurecer y el ambiente se enfriaba por momentos. Se acercaba la hora en que Tonia Lee había sido asesinada. Al no ver otro coche aparcado en el camino, la policía pensó que Mackie podría estar implicado, ya que solía salir a correr todas las tardes a esa hora. La teoría no era descabellada, pero habían apuntado a la persona errónea. Esa tarde decidí que saldría a pasear, a ver con qué me topaba.
Veinte minutos después estaba agitando la cabeza y murmurando para mí. Las calles estaban llenas de transeúntes y corredores. No sabía que las zonas residenciales de Lawrenceton estuvieran tan concurridas a una hora que yo asociaba con el repliegue y la preparación de la cena. Por lo que veía, a cada manzana me cruzaba con alguien que paseaba, un corredor o un ciclista. A veces eran dos. ¡Toda la ciudad estaba en la calle! Brazos agitados enérgicamente, auriculares de walkman fijados al oído, caras zapatillas deportivas golpeando rítmicamente el suelo… Era asombroso.
Me dirigía hacia la casa Anderton, por supuesto, caminando tan rápidamente como las piernas me lo permitían. Me crucé con Mackie, que corría con una camiseta deportiva y pantalones cortos de gimnasia, rezumando sudor en el aire gélido. Me lanzó un rápido saludo con la cabeza, que al parecer era todo lo que podía esperarse de un corredor. A continuación vi a Franklin Farrell, manteniéndose en forma para todas esas mujeres, corriendo a un ritmo más moderado, sus largas piernas musculosas y delgadas. Parecía mucho más joven de la edad que debía de tener. Fiel a su naturaleza, logró esbozar una íntima sonrisa a pesar de la respiración controlada. Eileen y Terry paseaban juntas, con pesas en los tobillos y las muñecas, moviendo los brazos al unísono, sin hablar entre sí, manteniendo un paso que sabía que me haría jadear en cuestión de minutos.
Aquello era mucho más interesante que mi vídeo de ejercicios. Toda esa gente, incluida la mitad de la comunidad de vendedores inmobiliarios, estaba en la calle a la hora que el asesino debió de llegar a la casa Anderton. Incluso Mark Russell, el intermediario de productos agrícolas, andaba por allí con un conjunto deportivo de la tienda Sports Kitter. Y no podía faltar la perfecta Patty Cloud, ay Dios, con un chándal rosa y sedoso de aspecto incluso más caro, el pelo recogido en una coleta con un lazo a juego con el chándal. Patty hasta corría con corrección.
Y por allí venía Jimmy Hunter con una bicicleta de lo más vanguardista.
—¡Jimmy! —llamé felizmente. Se detuvo a mi lado y me estrechó la mano.
—Susu me ha dicho que ayer te pasaste, cuando todo el mundo no quería ni acercarse —dijo ásperamente—. Gracias.
—¿Te encuentras bien? —pregunté poco apropiadamente. Había pasado por una terrible experiencia.
—Lo estaré —aseguró, sacudiendo levemente la cabeza, como si le rondase una mosca—. Será difícil recuperarme de la sensación de tener a todo el mundo en contra, convencido de que yo lo había hecho si la menor duda.
—¿Susu está bien?
—Está cansada, pero recuperándose. Tenemos muchas cosas de las que hablar. Creo que dejaremos a los niños con sus tíos durante una temporada.
—Espero que todo… —Las palabras se me atragantaron—. Me alegro mucho de que al fin estés en casa —dije finalmente.
—Gracias otra vez, Roe —respondió antes de arrancar con la bici.
Segundos después estaba frente a la casa Anderton. El cartel de Select Realty aún estaba clavado en el suelo, como una desafortunada reliquia, condenado a sufrir los embates de lluvia, nieve y hielo del invierno, a que lo cubrieran las hierbas de la primavera y los yerbajos del verano; estaba segura de ello.
No creía que la casa Anderton, o la otra estilo rancho donde encontramos a Idella, fueran a venderse pronto.
A fin de cuentas, esas muertes no parecían la obra de un asesino al azar que atacase allí donde pudiera encontrar a una mujer sola.
No podía dejar de preguntarme si alguien habría visto un coche en la casa donde mataron a Idella.
Un cliente que llegara a pie habría sido muy poco habitual, incluso inquietante, especialmente para Idella, que ya estaba nerviosa por la muerte de Tonia Lee y ya sabía que la policía sospechaba que el asesino de la casa Anderton había llegado de esa manera. En ese caso, Idella habría salido corriendo y gritando de la casa, ¿no?
Sí, en caso de que un cliente casual hubiese llamado para fijar la cita.
Pero no de haberse tratado de alguien que conociera, alguien que quizá dijese: «Mi ruta de ejercicio pasa por allí, así que podremos vernos en la casa Westley», o algo parecido. ¿Y qué lugar más impersonal para matar a alguien que la casa de otro? Se puede dejar el cuerpo donde caiga. El asesino no había tenido oportunidad de desviar las sospechas ni llevar el coche de Idella a otra parte. Como aún no era noche cerrada cuando la asesinó, no podría haber desplazado el vehículo sin que alguien viera al conductor. Tenía que silenciar a Idella rápidamente, o de lo contrario contaría lo que sabía… Y Donnie Greenhouse pensaba que ella sabía quién había asesinado a su mujer.
Y allí estaba, como si mis pensamientos lo hubieran conjurado, caminando y corriendo a intervalos, ataviado con una vieja sudadera azul. Era escalofriantemente difícil de ver en la creciente oscuridad. Apenas podía distinguir los rasgos de su cara.
—Roe Teagarden —dijo a modo de saludo—. ¿Qué haces fuera de casa?
—Paseo, como casi todo el mundo en Lawrenceton.
Se rio sin ganas.
—Has decidido sumarte a la masa, ¿eh? Yo suelo venir aquí todas las tardes —soltó con un repentino cambio de tono—. Me quedo un rato aquí cuando corro. Pienso en Tonia Lee, en cómo era.
Eso era muy raro.
Los faros de un coche que pasaba ajaron momentáneamente la oscuridad. Me quedaba una larga caminata hasta casa. Empezaba a columpiarme incómoda sobre los pies.
—Era toda una mujer, Roe. Pero tú la conocías, era única.
Era verdad. Conseguí asentir enfáticamente.
—Todo el mundo la quería, no solo los hombres; pero era mi mujer —dijo con orgullo. Sus palabras parecían un mantra que se hubiese repetido una y otra vez.
Empecé a sentir hormigueo en el cráneo.
—Ya no volverá a ponerle los cuernos a nadie —añadió Donnie con cierta satisfacción.
—Eh…, ¿Donnie? ¿Crees que es buena idea que sigas viniendo aquí?
Se volvió hacia mí, pero no pude verle claramente la cara para discernir su expresión.
—Puede que no, Roe. ¿Crees que debería resistirme a la tentación? —Su voz era burlona.
—Sí —declaré firmemente—. Eso creo. Donnie, ¿por qué no le contaste a la policía lo que hablasteis Idella y tú ese día en el restaurante?
—Entonces, así es cómo lo supieron. Idella habló contigo en el servicio.
—Me comentó que decías haber visto su coche salir del aparcamiento de tu oficina.
—Sí. Estaba buscando a Tonia Lee y me pasé por la oficina. A veces se llevaba allí a sus amigos si no encontraba otro sitio mejor.
—¿Conducía Idella?
—No estoy seguro. Pero era su coche. Tenía esa pegatina de «MI HIJO ES UN ESTUDIANTE DE MATRÍCULA EN EL LCS».
—No creerás que Idella mató a Tonia Lee.
—No, Roe, nunca se me pasó por la cabeza. Pero creo que llevó a casa a quienquiera que dejase el coche de Tonia Lee en la oficina. Y creo que sé de quién se trata.
—Deberías contárselo a la policía, Donnie.
—No, Roe, es asunto mío. Es mi venganza. Puede que me tome mi tiempo. Pero Tonia Lee hubiese querido que la vengase.
Inspiré cautelosamente. A partir de ahí, la conversación solo podía precipitarse cuesta abajo.
—Está muy oscuro, Donnie. Será mejor que me vaya.
—Sí, no vayas a quedarte a solas con alguien que no conoces muy bien.
Di un tímido paso atrás.
—Y no te metas en casas con desconocidos —añadió antes de salir corriendo, los golpes secos de sus Reebok perdiéndose en la distancia.
Caminé en dirección contraria. Habría ido por allí aunque mi casa estuviese en la otra punta.
***
Mi paseo de regreso a casa fue más corto de lo que había imaginado. La noche se había cerrado demasiado como para seguir por la calle, y mi abrigo marrón me hacía invisible para los coches. No me había preparado demasiado bien para mi paseo y el encuentro con Donnie me había puesto los nervios de punta. Saqué las llaves enfilando la parte de atrás de los adosados. Entré automáticamente por el aparcamiento, en vez de dirigirme a la puerta delantera, que estaba más cerca, pero usaba mucho menos. Allí la iluminación era buena, pero comprobé cuidadosamente los alrededores antes de abrir la puerta del patio.
Capté un leve movimiento por el rabillo del ojo, junto al contenedor de basura, al lado del último adosado.
No había ningún coche desconocido aparcado en la cochera. Todos pertenecían a sus respectivos residentes. Oteé el oscuro rincón donde yacía el contenedor. Nada.
—¿Hay alguien ahí? —llamé con una voz chirriante.
No ocurrió nada.
Tras un instante, di la espalda de muy mala gana y, caminando más deprisa que durante el paseo, atravesé el patio y abrí rápidamente la puerta, cerrándola tras de mí a mayor velocidad si cabe.
El teléfono estaba sonando.
Si era Martin, podría decirle lo asustada que me sentía. Pero era mi madre, que quería saber las últimas novedades sobre el interrogatorio de la policía a Jimmy Hunter. Hablé con ella el rato suficiente como para calmarla, cuidándome de no mencionar por qué me faltaba el aliento. Lo cierto es que no había visto nada, y en todo caso un pequeño movimiento, probablemente un gato rebuscando sobras en el contenedor. También era verdad que había un asesino suelto por Lawrenceton, pero no tenía ninguna razón para creer que iba a por mí. Yo no sabía nada; no había visto nada y ni siquiera me dedicaba seriamente a la venta inmobiliaria.
Pero la sensación de ser observada no desaparecía y deambulé inquieta por el piso inferior de la casa, asegurándome de que todo estaba cerrado y de que las cortinas estaban bien echadas.
Finalmente, tras repetirme innumerables veces que mi comportamiento rozaba el ridículo, subí las escaleras para cambiarme. A pesar del frío, el paseo me había hecho sudar. Normalmente me habría dado una ducha, pero esa noche me sentía incapaz de meterme en la bañera y correr la cortina. Me puse mi viejo albornoz, una densa manta a cuadros verdes y azules, la prenda más cómoda que nunca he conocido.
Pero no surtió su magia. Temía encender el televisor por miedo a que el ruido camuflara la irrupción de un intruso. Pero no pasó nada. En toda la noche. Me había enredado en una especie de mentalidad del asedio. Me hice con una bolsa de saladitos y una Coca-Cola Light y me apalanqué en mi sillón favorito pertrechada con un libro que había leído muchas veces; uno de la serie Yellowthread Street, de William Marshall. Pero ni siquiera la intensa trama logró relajarme.
Me preguntaba si los hombres pasaban noches como esa.
De alguna manera, el tiempo pasó. Encendí las luces del patio y de la entrada principal con la intención de dejarlas toda la noche. Apagué las del interior y recorrí todas las ventanas, sentada en la oscuridad y escudriñando el exterior. No vi nada. Alrededor de la una, oí que un coche arrancaba en alguna parte y se alejaba. Si bien eso podría significar muchas cosas, quizá ninguna de ellas estuviese relacionada conmigo. Al final pude dormir, aunque a ratos.