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—¿A sí que los dejaste ahí, bajo la lluvia? —preguntó Manfred, veinticuatro horas más tarde.
Estaba en la tienda de Fiji con el reverendo, Bobo y Lemuel —y Olivia, que había vuelto ese mismo día—, sentados en sillas plegables; el ambiente era acogedor. Fiji se había pasado el día barriendo los restos de la vitrina y limpiando el suelo, cuando no estaba bebiendo cuencos de sopa caliente (había podido recuperar la que había dejado en el fogón) o tomando duchas calientes.
—Ya había dejado de llover. Por lo que yo sé, puede que sigan ahí; no me importa.
—¿Y por qué tendría que importarte? —dijo Olivia, inclinándose para dejar la cerveza en la mesa de mimbre.
Fiji había hecho albóndigas y una salsa para mojar bastoncitos de zanahoria. Cocinar era reconfortante, y también era agradable estar junto a los fogones calientes.
Había tardado un día y una noche en sentirse cómoda con su temperatura, interior y exterior.
Bobo le había sugerido cerrar la casa de empeños para quedarse con ella, por si los Eggleston hacían acto de presencia, pero Fiji le dijo que necesitaba estar sola un tiempo; además, dudaba de que Price Eggleston apareciera y le diese ocasión de contárselo todo a la policía.
—Cosa que no he hecho —le había señalado a Bobo—, y supongo que ya lo sabrán, porque la policía no se ha presentado en la puerta de su casa. No volverán a venir.
—Después de todo —dijo una vocecita desde el cesto que había debajo del mostrador—, aquí estoy yo para volver a salvarte.
—Gracias, Mr. Snuggly —repitió Fiji por vigésima vez—. ¿Cómo te ha sentado ese pollo?
—Deberías cocinar pollo para mí todos los días —dijo el gato—. Ahora me voy a dormir.
—Gracias a Dios —murmuró Bobo.
—¡Lo he oído! —dijo Mr. Snuggly—. Ten cuidado: un día me sentaré en tu cara mientras estés… —Y el gato se quedó dormido.
—Hace que me alegre de que la mayor parte de los gatos no puedan hablar —dijo Bobo, haciéndose eco más o menos de lo que sentían todos los presentes.
—Tiene sus buenos momentos —repuso Fiji, lanzando una mirada cariñosa hacia el cesto del gato.
—Hummm… Ninguno de nosotros sabía que Mr. Snuggly era capaz de hablar —añadió Olivia, tratando de sonar indiferente.
—La verdad es que no habla demasiado. Pero cuando empieza, parece que quiere decir la suya en todas las conversaciones —dijo Fiji, encogiéndose de hombros.
—Te he oído —dijo la vocecilla con tono adormilado antes de volver a caer en el silencio.
Fiji miró de una forma peculiar a Olivia y Lemuel.
—Price Eggleston me contó, y a sus padres también, que no solo me había secuestrado porque creía que Bobo había matado a Aubrey, sino porque dos de los hombres que había enviado a darle una paliza a Bobo se habían esfumado, y que alguien había incendiado la cabaña de caza de Price.
Olivia apartó la mirada. Lemuel no se inmutó. Bobo parecía estar profundamente incómodo.
—De acuerdo, no lo admitáis —dijo Fiji sin darle más importancia.
—Pero ¿por qué se te llevó a ti? —dijo Olivia—. ¿Por qué no a uno de nosotros?
—¿Se acuerda de Lisa Gray, reverendo? ¿La chica que se casó en su capilla no hace mucho? —El reverendo asintió.
—Fue Lisa la que le dijo a Price que yo era la mejor amiga de Bobo —explicó Fiji al grupo—, así que Price se imaginó que, si me raptaba, Bobo soltaría esas imaginarias armas.
—¿Cómo pudo pensar que yo había matado a Aubrey? —dijo Bobo—. Fue Price quien la mató, quizá porque se negó a traicionarme.
—No lo creo —dijo el reverendo.
—Entonces, si no fue Price, ¿quién fue? Tampoco es que tengamos tantos asesinos sueltos por Midnight —señaló Fiji.
A esto le siguió otro incómodo momento de silencio mientras todos evitaban mirar hacia Lemuel y Olivia.
—Yo no fui —dijo Lemuel, alzando las pálidas manos—. Y Olivia tampoco. Podéis lanzarnos miradas acusadoras hasta que las vacas vuelen; si hubiese hecho algo impropio con Aubrey, os diría cómo y por qué.
—Y yo también lo haría, aunque solo fuera para quitarle las dudas a Bobo —dijo Olivia, con una mirada apenada.
Para Fiji era imposible decidir si Olivia era infeliz porque sus amigos de Midnight creían que era capaz de matar o porque la idea de perder la amistad de Bobo la entristecía.
—Pero tiene que haber sido alguien de Midnight —dijo Fiji—. ¿Cómo no va a ser así? Bobo no estaba, pero cualquiera de nosotros lo habría notado si ella se hubiese ido con alguien distinto, ¿no?
—Ese día, ¿estaba en la casa de empeños? —preguntó Manfred.
—Había olvidado que tú ni siquiera te habías trasladado aquí aún. Te has adaptado muy bien —comentó Fiji—. Lo digo como un cumplido.
—Y así me lo he tomado —contestó Manfred—. Así que Bobo no estaba. Fue hace más de dos meses, aún era verano pues, ¿verdad?
—Hacía buen tiempo —dijo el reverendo—. Soleado y templado; y yo tuve un funeral aquel día. El perrito de los Lovell.
—¿Creek tenía un perrito? Hummm, es cierto, alguien lo mencionó. ¿Lo atropellaron?
—Y se fugaron, sí —dijo el reverendo. Y, a pesar de lo inmutable de su conducta, si Manfred hubiese tenido que describir el rostro del reverendo en ese momento, habría dicho que parecía… afligido—. Así que los chicos trajeron el cadáver y celebramos el funeral —prosiguió al cabo de un momento—. Luego se fueron. Creek dijo que se iba a dar un paseo; estaba alterada.
—Así que Shawn estaba trabajando en la tienda, Creek se fue a dar un paseo y Connor volvía a la tienda, ¿no? —preguntó Bobo.
—Eso creo —repuso el reverendo.
—Madonna había llevado el bebé a Davy para su revisión —dijo Fiji—. Me lo recordó en el picnic.
—Y tú, Olivia, ¿dónde estabas? —Bobo habló sin tono acusatorio, pero de todos modos Olivia apartó la mirada.
—Aquel día me quedé hasta tarde en la cama, porque había vuelto tarde de Toronto la noche anterior —respondió—. Creo que estuve levantada hasta más o menos las dos; vi pasar a Aubrey mientras iba andando hacia el oeste, viniendo de la casa de empeños.
—¿No se suponía que tenía que cuidar de la tienda mientras Bobo no estaba? —preguntó Manfred.
—No, aquel día era Teacher quien se cuidaba de la tienda —respondió Bobo—. Al menos, es lo que se suponía que debía hacer. Y creo que lo hizo, porque encontré dos anotaciones correspondientes a ese día en el ordenador.
—Entonces, ¿quién entró en la tienda? —dijo Fiji con impaciencia en la voz—. A lo mejor tenían algo que ver con…
—No —dijo Lemuel—. Desde luego, comprobé los registros de la tienda en cuanto Bobo me dijo que Aubrey no estaba. Había dos transacciones, pero una de ellas era de antes de que tú la vieses, Olivia, y la segunda… August Schneider empeñó otra vez la plata de su madre. Lo hace al menos tres veces al año.
—Ese August, ¿qué tal es? —Manfred volvía de la cocina de Fiji con otra cerveza.
—August tiene lo menos ochenta y siete años —dijo Bobo—. No creo que pudiera hacer daño a Aubrey.
—¿Y si la atropelló con el coche? —dijo de pronto Olivia.
—¡No! —protestó Bobo, pero se produjo un brote de animada conversación, con un tenor más bien de alivio. El culpable no era uno de ellos, ni tampoco uno de los guerreros Eggleston, y August apenas se enteraba de nada.
—Sé que no quieres siquiera pensar en ello —dijo Olivia, inclinándose y tomando a Bobo de la mano— pero ¿y si lo hizo? Sabes que August ni siquiera debería conducir; pero nadie se decide a quitarle las llaves. Además, tiene ese Cadillac viejo y enorme.
—Ya hemos examinado el Caddy y no hay ni rastro de sangre en él —dijo Arthur Smith. La campanilla había sonado cuando entró, pero nadie hizo mucho caso.
Se hizo un momento de silencio absoluto. Nadie se atrevía a preguntarle para qué había venido.
—Esta mañana he mantenido una extraña conversación con la familia Eggleston —dijo Smith. Se había quitado el sombrero, pero se lo volvió a poner, como indicando que se trataba de una visita profesional—. Los tres estaban acatarrados porque anoche habían estado de pie en el frío. Les pregunté por qué y no me lo supieron decir. Bart estaba enfadado con Mamie por haberme contado aquello, pero parecía que, de algún modo, le echaban las culpas a usted, Fiji.
—Oh, vaya, pobrecitos —dijo Lemuel, con una voz que sonaba al frío personificado—. Si son lo bastante estúpidos como para quedarse de pie bajo la lluvia, no creo que eso sea culpa de Fiji, sheriff.
—A menos que les estuviese apuntando con una pistola.
—Más bien al revés —dijo Bobo, imprudentemente. Pero las miradas de todos recordaron a Bobo que no debía contarle a la ley lo que habían hecho los Eggleston, así que se contuvo.
—Si no piensan hablar —replicó Arthur Smith— puedo detenerlos a todos y mantenerlos encerrados hasta que me digan qué es lo que sucedió. Pero si usted se encuentra bien, Fiji, y nadie va a denunciar a nadie, yo no puedo hacer nada más. Estaba ansioso por tener una excusa para meter a ese capullo en la cárcel, pero si no dicen nada…
—Me gustaría que sus empleados tuvieran tantas ganas de meterlo en la cárcel como usted —dijo Fiji, mirándolo fijamente con una amplia sonrisa—. ¿Hay algo más, sheriff?
—Sí —dijo Smith—, hay algo más —lo dijo con una voz tan grave que todos, incluso Lemuel, se volvieron a mirarlo—. Es extraño que hayan sacado el tema del coche de August Schneider, porque hemos determinado que, de hecho, a Aubrey Hamilton la atropelló un vehículo.
—Yo pensé que había visto un agujero de bala —dijo Olivia en voz baja—. Pero usted le dijo a Bobo que no le habían disparado.
—Lo que vio fue un agujero redondeado, pero el patólogo dice que no es un agujero de bala, sino un orificio provocado por alguna pieza del vehículo, probablemente una camioneta, por la altura, que perforó el hueso; el agujero se hizo mayor por los fragmentos de hueso que se desprendieron durante el tiempo que estuvo tendida en el suelo.
—La atropelló una camioneta —dijo Bobo lentamente. Todos se volvieron a mirar a Smith, que asintió y les devolvió una mirada ambigua.
—Oh —dijo Manfred cuando comprendió por fin lo que ya todos habían pensado, y se cubrió el rostro con las manos.
—Todos saben algo que yo no sé —dijo Smith—. Creo que lo mejor será que me lo cuenten.
En la habitación cayó el silencio durante un instante; un instante muy largo.
—No creo que sepamos nada que usted no sepa ya —dijo finalmente Fiji.
Minutos después, el sheriff, irritado, salió de la tienda, no sin antes amenazarlos a todos si no le decían qué era lo que él había pasado por alto.
—Estaba enfadado de verdad —dijo Fiji con tristeza—. Y parece un buen tipo.
—Ese buen tipo pensaba que yo había matado a Aubrey —le recordó Bobo.
—Es su trabajo.
—Dejando todo esto aparte —intervino Olivia—, ¿qué hacemos ahora?
—Cuando estemos seguros de que se ha ido tenemos que ir a hablar con los Lovell. —Fiji habló con seguridad, pero seguía sonando triste.
—¿Queréis hacer el favor de contarme lo que pasa? —dijo Manfred, con la voz del que sabe que va a recibir muy malas noticias en los próximos minutos. Sospechaba de qué noticias se trataba, aunque no estaba seguro. Pero nadie se lo aclaró.
Lemuel se deslizó hacia la puerta y volvió al cabo de unos momentos.
—El sheriff se ha ido —informó. Olivia consultó el reloj, una delgada joya plateada que, a los ojos ignorantes de Manfred, parecía ser muy cara—. Es hora de cerrar la gasolinera —dijo—. Podemos salir ahora.
—Iré a prepararme —intervino el reverendo, y salió hacia la capilla, seguido por Manfred, que se sentía excluido y receloso. Nadie le había invitado especialmente, pero nadie le había dicho que no viniese, y parecía que todos los demás iban a ir.
Caminaban en grupo, sus pasos misteriosamente sincronizados. Manfred se vio andando junto a Olivia, que se volvió a mirarlo con algo parecido a la lástima; pero lo que dijo fue:
—Está bien que estés aquí. Eres un buen ciudadano para este lugar.
—¿Es que hay malos ciudadanos para Midnight?
—Sí, unos cuantos. —Y no añadió nada más.