3

Durante los días siguientes, Manfred trabajó de sol a sol para recuperar el tiempo que había perdido con el traslado. No sabía por qué sentía el impulso de trabajar tan duro, pero cuando se dio cuenta de que se sentía como una ardilla al llegar el invierno, se dispuso a acaparar billetes. A su juicio, escuchar advertencias como aquella tenía su recompensa.

Puesto que estaba absorbido en su trabajo y se había prometido a sí mismo que abriría tres cajas cada noche, después de aquel primer almuerzo con Bobo, Joe y Chuy no se mezcló con la sociedad de Midnight durante un tiempo. Realizó un par de salidas más para comprar comida y suministros en Davy, que era una polvorienta sede de condado tan vacía y calurosa como Midnight, pero harto más bulliciosa. En Davy había un lago alimentado por el Roca Fría, un lento y estrecho río que discurría en dirección noroeste-sudeste unos tres kilómetros al norte de la casa de empeños. En su día el río era mucho más ancho y las orillas reflejaban su anterior envergadura. Ahora describían una pendiente de muchos metros a cada lado, un dramático preludio de la perezosa agua que se deslizaba sobre las rocas redondeadas que formaban el lecho.

Al norte de la casa de empeños, el río abrazaba el lado oeste de Davy y se ensanchaba hasta formar un lago. Los lagos eran sinónimo de nadadores, aficionados a la navegación, pescadores y casas de alquiler, así que Davy solía estar lleno casi todos los fines de semana del año y toda la semana en verano. Manfred lo sabía porque había leído una guía de Texas.

Se había prometido a sí mismo que, cuando pudiera tomarse unos días libres, iría de picnic al Roca Fría, que, según prometía la guía (y Bobo) era una salida agradable. Había leído que era posible vadear las aguas poco profundas del río en verano y cocinar en los bancos de arena. Lo cierto es que sonaba bastante bien.

Rain, la madre de Manfred, telefoneó un domingo por la tarde. Debería haber esperado su llamada cuando comprobó la identificación en la pantalla.

—Hola, hijo —dijo alegremente—. ¿Qué tal el nuevo lugar?

—Está bien, mamá. Ya casi lo he desempaquetado todo —respondió Manfred.

Miró a su alrededor y, para su sorpresa, era cierto.

—¿Ya funcionan los ordenadores? —preguntó como diciendo: «¿Ya están en marcha los transmogribuscadores?», tal era su aire de asombro.

Aunque Manfred sabía con seguridad que Rain utilizaba un ordenador cada día en el trabajo, consideraba su negocio en Internet algo muy especializado y difícil.

—Sí, todo está en funcionamiento —respondió—. ¿Estás bien?

—Sí, el trabajo va bien. —Hubo una pausa—. Sigo viendo a Gary.

—Eso es bueno, mamá. Necesitas a alguien.

—Todavía te echo de menos —dijo de repente—. Sé que ya hace tiempo que te fuiste… pero aun así…

—Viví con Xylda los últimos cinco años —respondió Manfred con imparcialidad—. No entiendo por qué vas a echarme de menos ahora.

Manfred tamborileó con los dedos sobre la mesa del ordenador. Sabía que era demasiado impaciente con los arrebatos de sentimentalidad de su madre, pero era una conversación que habían mantenido en más de una ocasión, y no le había gustado la primera vez.

—Le pediste vivir con ella. ¡Dijiste que te necesitaba! —dijo su madre, cuyo propio dolor siempre estaba a flor de piel.

—Así es. Más que tú. Fue extraño. Ella era extraña. Pensé que te iría mejor si yo estaba con ella.

Hubo un largo silencio y Manfred sintió la tentación de colgar, pero esperó. Quería a su madre. Simplemente, algunos días le costaba recordarlo.

—Lo entiendo —dijo. Parecía cansada y resignada—. De acuerdo. Llámame dentro de una semana para contarme qué tal va todo.

—Lo haré —contestó Manfred aliviado—. Adiós, mamá. Cuídate.

Colgó el teléfono y se puso a trabajar de nuevo. Se alegró de responder otro correo electrónico de una mujer que estaba convencida de que tenía talento y perspicacia, una mujer que no lo culpaba siempre de hacer lo obvio. En su trabajo era casi omnipotente, lo tomaban en serio y su palabra rara vez era cuestionada.

La vida real era muy distinta de su trabajo, y no siempre en el buen sentido. Manfred se tiró con aire ausente de la oreja izquierda, la que llevaba más perforada. Era extraño que casi nunca le hubiera echado las cartas a su madre. Y también que nunca antes se hubiera dado cuenta. Probablemente fuese relevante y debía dedicar algún tiempo a averiguar el motivo. Pero hoy no.

Hoy tenía que ganar dinero.

Tras otra hora a su mesa, Manfred se dio cuenta de que tenía hambre. Empezó a hacérsele la boca agua cuando se preguntó qué habría en la carta del restaurante aquella noche. Había consultado el cartel del Home Cookin, y sabía que estaba abierto los domingos. Sí, había llegado el momento de salir a comer. Cerró la casa al salir. Al hacerlo, se preguntó si era el único en Midnight que cerraba las puertas.

Antes de poder regalarse una cena que no hubiera preparado él mismo, tuvo que cumplir con sus deberes sociales. Miró a ambos lados de Witch Light (no había nadie, como de costumbre) y cruzó hacia la casa de Fiji. Había observado su plato de porcelana con flores rosas y la jarra de plástico transparente con deseo desde que los había lavado. Le habían gustado las galletas y la limonada, y lo menos que podía hacer era cruzar la calle para devolver los platos a Fiji.

El jueves anterior por la noche se había tomado un descanso para contemplar al pequeño grupo de mujeres que asistían a la velada de «autodescubrimiento» de Fiji. Manfred había reconocido el tipo de gente que eran por su propia clientela: mujeres insatisfechas con su monótona vida, mujeres que buscaban algo de poder, cierta distinción. Aquella búsqueda no tenía nada de malo. De hecho, las personas que buscaban algo más allá del mundo rutinario eran con las que se ganaba el pan, pero dudaba que ninguna de ellas poseyera el talento que había intuido en Fiji cuando abrió la puerta y la encontró allí, con vaqueros y una blusa de campesina, un plato en la mano izquierda y una jarra en la derecha.

Fiji no era lo que él consideraba su «tipo». No le molestaba en absoluto que fuese mayor; por norma, creía que eso era algo adecuado para él. Pero Fiji era demasiado voluptuosa y blanducha. A Manfred solían gustarle las mujeres fuertes y esbeltas, las chicas duras. Sin embargo, no podía dejar de apreciar el hogar que se había construido Fiji. Cuanto más se acercaba uno a la casa de piedra con sus molduras de ladrillo ornamentado, más encantadora resultaba. Admiraba las plantas todavía en flor en los tiestos y los toneles del patio de Fiji, pese a que era finales de septiembre. El gato anaranjado a rayas conocido como Mr. Snuggly estaba plantado elegantemente debajo de una photinia. Incluso los irregulares adoquines que conducían hasta el porche estaban dispuestos en un atractivo patrón.

Llamó a la puerta, ya que la casa de Fiji no estaba abierta los domingos.

—¡Adelante! —exclamó ella—. La puerta está abierta.

Cuando entró, una campana que colgaba encima de la puerta tintineó delicadamente y vio la revoltosa cabeza de Fiji asomar de repente por encima del mostrador.

—Hola, vecina —dijo—. He venido a devolverte tus cosas. Gracias de nuevo por las galletas y la limonada.

Manfred le tendió el plato y la jarra, como si tuviera que aportar pruebas de sus buenas intenciones. Intentó no mirar de manera excesivamente obvia las estanterías de la tienda, que estaban llenas de cosas que él consideraba absoluta basura: libros de temática sobrenatural, historias de fantasmas y guías para la lectura del tarot y la interpretación de los sueños. Había dos juegos de mortero bastante bonitos, algunas guías para el cultivo de hierbas, supuestos athames, cartas del tarot, tablas de ouija y demás enseres del ocultista new age.

Por otro lado, a Manfred le gustaban dos butacas floreadas blandas situadas una delante de otra en el centro de la sala. En la mesa que había en medio había una revista o dos. Fiji se levantó y Manfred vio que estaba sonrojada. No hacía falta ser vidente para darse cuenta de que estaba muy irritada por algo.

—¿Qué te pasa? —preguntó.

—Este maldito hechizo —respondió Fiji como quien habla del tiempo—. Lo heredé de mi tía abuela, pero su caligrafía era atroz y he probado tres ingredientes distintos porque no hay manera de averiguar qué pone.

Manfred no se había percatado de que Fiji reconocía abiertamente que era bruja y por un segundo se sorprendió. Pero tenía talento, y si quería exponerse de aquella manera a las críticas, le parecía bien. Él mismo se había topado con cosas mucho más raras. Manfred dejó el plato y la jarra sobre el mostrador.

—Permíteme —dijo.

—Oh, no quiero molestar —respondió ella, claramente nerviosa.

Llevaba gafas de lectura y sus ojos marrones parecían grandes e inocentes a través de los cristales.

—Tómatelo como una nota de agradecimiento por las galletas.

Manfred sonrió y Fiji le tendió el papel.

—Joder —dijo tras examinar el conjuro unos instantes. La letra de su tía abuela recordaba a un pollo que se hubiera paseado por encima del papel con las patas sucias—. De acuerdo, ¿qué palabra?

Fiji señaló el tercer garabato de la lista y Manfred lo observó atentamente.

—Consuelda —dijo—. ¿Eso es una hierba?

Ella cerró los ojos aliviada.

—Sí, tengo una poca en la parte de atrás —dijo—. ¡Muchas gracias! —añadió con una sonrisa.

—De nada —dijo Manfred devolviéndole la sonrisa—. Voy a cenar al Home Cookin. ¿Quieres venir?

No tenía intención de invitarla, y esperaba no estar enviando el mensaje erróneo (si es que una invitación informal a cenar podía ser un mensaje erróneo), pero Fiji destilaba una vulnerabilidad que despertaba amabilidad.

—Sí —respondió—. No tengo nada ni remotamente interesante que comer. Y es domingo ¿no? Es día de pollo frito o pastel de carne.

Cuando hubo cerrado la tienda (ahora Manfred sabía que no era el único que mantenía las costumbres de la ciudad) y acariciado al gato en la cabeza, se dirigieron hacia el oeste. Manfred había desarrollado la costumbre de mirar hacia la carretera que conducía a la parte posterior de la casa de empeños. Aunque la panorámica no era tan buena desde la cara sur de la calle, lo hizo de todos modos.

Puesto que era una persona observadora, poco después de mudarse se había percatado de que solía haber tres vehículos aparcados detrás de Midnight Pawn. Bobo Winthrop tenía una camioneta Ford F-150 azul, probablemente con tres años de antigüedad. El segundo coche era un Corvette. Manfred no era aficionado a los coches, pero estaba seguro de que era un vehículo clásico y de que valía mucho dinero. Normalmente estaba cubierto con una lona, pero lo vio una noche cuando sacaba la basura. El Vette era precioso. El tercer coche era relativamente anónimo. ¿Un Honda Civic tal vez? Era pequeño, plateado y con cuatro puertas. No estaba reluciente, pero tampoco era viejo.

Manfred tenía la esperanza de que Olivia, la chica guapa, fuese la propietaria del Vette. Pero casi sería demasiado bueno, como una crepé con jarabe de arce y mantequilla de verdad. ¿Y quién era el segundo inquilino? Manfred pensaba que lo inteligente sería esperar a que alguien ofreciera la información voluntariamente.

—¿Cómo consigue que vaya suficiente gente a la tienda? —preguntó a Fiji, porque llevaba bastante rato callado—. De hecho ¿cómo puede mantener alguien un negocio en Midnight? El único sitio concurrido es el Gas N Go.

—Esto es Texas —respondió ella—. La gente está acostumbrada a hacer largos trayectos en coche por cualquier cosa. Soy el único lugar mágico en… no sé en cuántos kilómetros a la redonda, pero muchos. Y la gente anhela algo distinto. Siempre tengo bastante gente los jueves por la noche. Algunos vienen desde cincuenta o sesenta kilómetros de distancia. También hago negocios por Internet.

—¿No vendes amuletos o encantos para la fertilidad bajo mano? —preguntó en broma.

—Mi tía abuela Mildred hacía algo así —respondió, mirándolo con una expresión que lo desafiaba a cuestionarla.

—Me parece bien —dijo Manfred de inmediato.

Ella se limitó a asentir y en ese momento llegaron al restaurante. Manfred le abrió la puerta y ella entró primero con una expresión, a su juicio, un tanto gélida.

El Home Cookin era casi un hervidero de actividad aquella noche. Joe y Chuy estaban sentados a la gran mesa redonda. Iban acompañados de un hombre musculoso, alguien a quien no conocía, que sacudía a un niño quisquilloso. Manfred se fijaba más en los coches que en los bebés (y los zapatos y las uñas), pero aquel niño le parecía del mismo tamaño que el que había visto la primera vez que entró en el Home Cookin. Por tanto, era muy probable que fuese el bebé de Madonna; supuso también que aquel era su hombre.

Cuando sonó la campanilla electrónica y se cerró la puerta, Manfred miró a la derecha. Las dos mesas para sendos comensales situadas junto a la ventana delantera estaban ocupadas, al igual que uno de los cuatro reservados de la pared oeste. El reverendo Emilio Sheehan estaba sentado solo a su mesa habitual, no la que se encontraba junto a la puerta, sino la segunda, dando la espalda a la entrada, una ubicación que parecía decir «dejadme en paz». Aquella noche llevaba consigo una Biblia, que tenía abierta sobre la mesa. Dos hombres no originarios de Midnight ocupaban la mesa más próxima a la puerta. Estaban concentrados en sus bebidas y sus cartas.

Aunque Manfred estaba convencido de que no había conocido a todos los habitantes del pueblo, sabía que la familia sentada en el reservado en forma de U también estaba de pasada. Además, resultaban demasiado… lustrosos para ser residentes. La madre llevaba unas mechas sutiles, implantes mamarios, pantalones anchos informales y un jersey, ambos caros. El padre lucía ropa de ranchero rico (botas de piel relucientes y un sombrero de vaquero impoluto). Los hijos —un niño de unos tres o cuatro años y una niña unos dos años mayor— buscaban algo en que entretenerse.

—¡Disculpe! —dijo la madre a Madonna, que estaba sirviendo té a Chuy—. ¿Tiene rotuladores o juegos para los niños?

Madonna se dio la vuelta y la miró asombrada.

—No —dijo y, tras dejar la tetera encima del mostrador, desapareció en el interior de la cocina.

La madre lanzó al padre una mirada significativa, como diciendo: «No me gusta esto, pero no voy a irritar a los nativos». Manfred dedujo que el padre había cometido algún error de planificación que había llevado a aquella inverosímil familia a cenar al Home Cookin. Dudaba que le permitieran olvidarlo en un par de días. Sin embargo, la familia se animó cuando Madonna les llevó los platos en una gran bandeja. La comida tenía buen aspecto y olía a las mil maravillas. Madonna tenía ayuda aquella noche: Manfred vio a alguien deambulando por la cocina cuando se abrieron las puertas batientes. Cuando la familia empezó a comer, hubo más calma en el restaurante.

Manfred y Fiji habían tomado asiento a la mesa redonda grande: él en la misma silla que ocupaba antes, de cara a la puerta principal, y Fiji al lado del hombre que sostenía al bebé, con una silla vacía o dos entre ella y Manfred. Quizás estaba más enfadada por su comentario sobre la venta de amuletos de lo que él pensaba. Joe y Chuy saludaron a Manfred, pero a duras penas pudieron contener las ganas de hablar a Fiji de una mujer que había traído un viejo libro para que lo mirara Joe. Manfred supuso que el libro era una historia de las brujas de Texas a principios del siglo XX.

El hombre de Madonna estaba poniendo un babero al bebé y parecía bastante ocupado con el proceso, así que Manfred postergó las presentaciones. Mientras esperaba, evaluó a los recién llegados que había junto a la puerta. Los dos desconocidos de la mesa pequeña encajaban mejor que la familia adinerada. Ambos llevaban vaqueros desgastados y camisa. Sus botas estaban rasguñadas. El más alto de los dos, un hombre de pelo oscuro, llevaba una camisa de cuadros desabrochada encima de la camiseta. Llevaba la barba y el bigote pulcramente recortados. Manfred calculó que tendrían poco más de treinta años.

Cuando se abrieron las puertas batientes, Manfred dirigió su mirada a la cocina. Solo tuvo que volver la cabeza hacia la derecha para ver a la chica que salió con dos ensaladas. Estaba embelesado. Sus ojos la siguieron mientras cruzaba la sala hasta llegar a los dos hombres sentados al lado de la puerta. Depositó las ensaladas delante de ellos y volvió al mostrador a coger dos paquetes de aliño, que les llevó junto a una cesta de tostadas. Manfred sabía que la gente sentada a su mesa estaba hablando, pero le habría importado lo mismo si hubiesen estado fabricando guirnaldas de papel.

Fiji estaba hablando de nuevo con el niño y Manfred se inclinó hacia la izquierda.

—Chuy, disculpa. ¿Quién es la camarera?

Al cabo de un momento, Manfred se dio cuenta de que la conversación de la mesa se había detenido. Miró a Chuy, sentado a su lado, y luego a Fiji, a Joe y al hombre oscuro que sostenía al bebé. Todos lo observaban con curiosidad.

—Es Creek Lovell —dijo Chuy con una sonrisa cada vez más amplia.

—Su padre es el propietario del Gas N Go de la otra esquina —precisó Fiji—. Por cierto, Manfred, este es Teacher —dijo señalando al hombre oscuro.

—Es un placer. ¿Qué tal está…? —se interrumpió de golpe. Era incapaz de recordar si era un niño o una niña—. ¡El pequeño Grady! —apostilló triunfante.

—Bien hecho, tío —dijo Teacher—. Hasta que no los tienes, no forman parte de tus prioridades. Sí, este es Grady. Tiene ocho meses y yo me dedico a labores de mantenimiento. Así que si necesitas reparaciones en casa, llámame.

—Teacher sabe hacer de todo —intervino Joe—. Fontanería, electricidad, carpintería…

—Gracias, amigo —dijo Teacher con una sonrisa cegadora—. Sí, siempre va bien tenerme por aquí. Ayudo a Madonna y de vez en cuando trabajo para Shawn Lovell en la gasolinera, cuando necesita una noche libre. Y también sustituyo a Bobo. Llámame si me necesitas.

Sacó una tarjeta del bolsillo y se la deslizó a Manfred, que se la guardó.

—A mí no se me da bien nada, aparte de cosas básicas con el martillo, así que eso haré —respondió Manfred, que retomó un tema más interesante—. ¿Qué edad tiene Creek? —preguntó.

Su intento por restar importancia a la pregunta fue un fracaso deplorable; incluso él se dio cuenta. Joe se echó a reír.

—Es demasiado joven —dijo—. Un momento. Quizá no. Sí. Terminó el instituto el pasado mayo. Le regalamos un vale para Bed Bath and Beyond para que pudiera comprar cosas para la habitación de la residencia. Pero, por lo visto no irá a la universidad, al menos este semestre. ¿Sabes por qué, Fiji?

Fiji frunció el ceño.

—Creo que hubo un error con la solicitud de préstamo —comentó meneando la cabeza—. Algo no salió bien con la financiación. Todavía tiene la esperanza de que lo solucionen, aunque a su padre le da igual si se va o no. Creek me da lástima; no fue a la universidad, mataron a su cachorro y su padre vigila cada uno de los movimientos de sus hijos. Lo que necesita una chica tan joven e inteligente como Creek no es pasearse por Midnight.

—Cierto —dijo Manfred.

Aunque la altura no le parecía importante, le complació comprobar que Creek era al menos cinco centímetros más baja que él. El cabello negro, que llevaba en un corte recto, le llegaba justo por debajo de la mandíbula y se balanceaba adelante y atrás a cada paso que daba. Su piel parecía exenta de poros y limpia, y las cejas recordaban a finas y oscuras pinceladas. Tenía los ojos azul claro.

No era muy delgada. Tampoco era muy voluptuosa. Era perfecta.

—Un consejo —dijo Chuy—. Que Shawn no te vea mirar a su niña de esa manera. Se toma su papel de padre bastante en serio.

Todos los hombres de la mesa sonrieron e incluso Fiji parecía divertirse.

—Por supuesto —repuso Manfred al salir del trance—. Y no pretendo ser irrespetuoso —añadió.

¿Qué tenía de irrespetuoso la esperanza de verse desnudo algún día junto a Creek Lovell? ¿Y lo era aún más rezar por que sucediera más pronto que tarde?

—¿Qué edad tienes? —preguntó Joe.

—Veintidós.

Eran casi veintitrés, y se hacía extraño intentar quitarse edad en lugar de lo opuesto.

—Ah. —Joe digirió la respuesta—. Te acercas más a su edad que cualquier habitante del pueblo. —Cruzó miradas con su compañero. Chuy se encogió de hombros—. Quizá sea algo bueno —dijo—. Manfred, ten muy presente que a todos nos cae bien la chica y no queremos que le hagan daño.

—Es mi máxima prioridad —repuso Manfred, lo cual no era del todo cierto.

Sus andares elegantes y parejos: esa era una de las virtudes que había detectado en Creek Lovell. Se recordó a sí mismo que tal vez había asistido al baile de graduación hacía solo unos meses… lo cual reprimió un tanto la reacción física involuntaria que experimentó al verla cruzar la sala. Un tanto.

Todavía no había oscurecido del todo afuera y la familia de forasteros se había terminado el pastel de carne y el pollo frito. La niña empezó a chinchar a su hermano pequeño y la madre miraba con desesperación hacia la cocina. Madonna estaba manos a la obra, a juzgar por el ruido de cazos y paellas y el chisporroteo de las frituras, y Creek salió a toda prisa con los platos para los dos hombres que estaban sentados juntos. Los dejó sobre la mesa, dedicó a ambos una sonrisa impersonal y se dirigió al reservado a recoger el pago embutido en el platillo de plástico negro que le ofrecía el padre.

Al ponerse el sol, sonó la campanilla de la puerta cuando entró Bobo acompañado de un hombre al que Manfred no había visto nunca. Tal como había notado con anterioridad, su casero tenía la suerte de contar con una agradable paleta de colores; tenía el pelo dorado, los ojos azul claro y la piel bronceada. Y era alto y robusto. Su compañero era más como Bobo: blancucho, seco y encogido. En lugar de rubio, su cabello era platino, del mismo tono que el de Manfred, pero el del recién llegado era natural. Tenía los ojos de un gris muy, muy pálido. Su piel era…

—Blanca como la nieve —susurró Manfred, recordando el viejo cuento de hadas que le había leído Xylda—. Su piel era blanca como la nieve.

Joe miró a Manfred y asintió.

—Tranquilo —dijo en voz muy baja—. Ese es Lemuel.

Manfred pensaba mostrar la máxima tranquilidad posible, ya que no estaba del todo seguro de qué era Lemuel, pero nadie había facilitado a la Agradable Familia Normal el mismo memorándum. Los niños se quedaron mudos cuando el recién llegado escrutó la sala. Les sonrió, y ellos parecieron aterrorizados. Al menos tenían demasiado miedo para hablar, lo cual sin duda era algo bueno. Los dos visitantes mantuvieron la mirada fija en el plato tras levantarla fugazmente y así continuaron deliberadamente.

El reverendo ni siquiera dejó de leer la Biblia.

—Esto es rarísimo —dijo Manfred con una voz que apenas era más que un susurro, pero el hombre blanquecino lo miró sonriente.

«Bien, bien», pensó Manfred. Sintió el ridículo impulso de levantarse e interponerse entre el hombre blanquecino y Creek Lovell, pero fue una suerte que no lo hiciera. Creek volvió con el cambio de la familia y, después de dejarlo sobre la mesa, rodeó al hombre blancucho con los brazos —cosa que Manfred no habría hecho por todo el oro del mundo— y dijo:

—¡Cuánto tiempo sin verte, tío Lemuel! ¿Cómo estás?

Liberados de su mesa por el regreso de Creek, los padres recogieron sus pertenencias y sacaron a los niños, todavía boquiabiertos y observando, por la puerta del Restaurante Home Cooking lo más rápido posible. Manfred los siguió con la mirada. Una vez fuera, la madre se situó a un lado del coche, agarrando a la niña de la mano, y el padre en el otro con el niño en brazos. Hablaron fugaz e intensamente, se metieron en el coche y salieron de allí a toda prisa.

El «tío» Lemuel (si aquel era el tío de Creek, Manfred era vendedor de seguros) abrazó delicadamente a la chica y le dio un beso en el pelo. Lemuel no era más alto que Manfred y tenía una constitución más endeble, pero su presencia era mayor que su cuerpo. No pasaba desapercibido a nadie; la persona se veía atrapada y fascinada. «Si me hubiera teñido de blanco podría haberme ahorrado todo este arte corporal», pensó Manfred, pero sabía que estaba siendo simplista.

Los dos desconocidos sentados junto a la ventana habían levantado la cabeza ahora que Lemuel les daba la espalda. Parecían decididos a no huir ni amedrentarse. La escena pareció congelarse por unos instantes, y entonces Lemuel clavó los ojos en los de Manfred. Era como quedar atrapado dentro de un carámbano.

Bobo dio un paso al frente, propinó un suave codazo a su compañero y la conexión se rompió. «Gracias a Dios», pensó Manfred, algo que no solía reconocer.

En cuestión de segundos, Bobo y Lemuel se habían sentado, el segundo a la derecha de Manfred y el primero entre Lemuel y Fiji. «Casi puedo notar el frío emanando de él», pensó Manfred, y se dio la vuelta para parecer hospitalario. Vio que Creek se había acercado a preguntar a los dos hombres sentados junto a la puerta si necesitaban algo y se detuvo a la mesa del reverendo. Después, preguntó a Bobo qué le apetecía tomar, y Manfred pudo disfrutar de su cercanía, pero el placer se vio aplacado por la proximidad de Lemuel.

Tras optar por té helado dulce, Bobo dijo:

—Lemuel, te presento al chico nuevo del pueblo. Manfred Bernardo, este es el inquilino que vive en el sótano, Lemuel Bridger.

—Un placer —dijo Manfred tendiéndole la mano. Después de una breve pausa, Lemuel Bridger se la estrechó. Un gélido escalofrío recorrió el brazo de Manfred, y tuvo que contener el impulso de apartar la mano y sentarse de nuevo en la silla. Por orgullo, Manfred forzó una sonrisa—. ¿Hace mucho que vives aquí, Lemuel?

—Casi toda la vida —respondió el hombre pálido. Tenía la mirada clavada en Manfred, a quien observaba con sumo interés—. Mucho tiempo.

Su voz no era en modo alguno como Manfred esperaba. Era profunda y áspera y el acento de Lemuel resultaba un tanto extraño. Sin duda era del oeste, pero era como un acento occidental interpretado por alguien de otro país. Manfred estaba a punto de preguntarle si había nacido en Estados Unidos, pero recordó que formular preguntas personales no era el estilo de Midnight, y ya había formulado una. Lemuel le soltó la mano y Manfred la dejó caer a la altura del muslo con la esperanza de recobrar la sensibilidad en breve.

—¿Cómo llevas las cajas? —preguntó Bobo a Manfred—. ¿Sigues abriendo tres al día?

Bobo dibujó una agradable y cálida sonrisa, pero Manfred sabía que en el fondo no era feliz.

—Solo falta un día —respondió (se había dado cuenta hacía mucho tiempo de que la mayoría de las veces había que reaccionar a lo que se veía en la superficie)—. Y ya estará. Lo malo es que todos los archivos y papeles deben de estar en una de las tres últimas cajas.

—¿Por qué no miras qué contienen? —dijo Joe.

Creek sonrió, solo un poco, para regocijo de Manfred.

—No. Me limito a abrir las siguientes tres cajas del montón —confesó Manfred, que adivinó los pensamientos de Fiji por su expresión: sentía el impulso de decirle que podría haberle ayudado; sabía que no necesitaba ni quería su ayuda y tomó la decisión de mantener la boca cerrada.

Su abuela le había enseñado a interpretar los rostros y, gracias a su aptitud natural, no había tardado mucho en desarrollar sus habilidades. Mientras que Fiji y Bobo eran presa fácil, Creek tenía profundidades y corrientes subterráneas. Joe y Chuy le parecían agradables y afectuosos, pero reservados. Lemuel era opaco como un muro. Manfred se esforzó en no volverse a la derecha para mirar al hombre al que acababa de conocer.

Lemuel, por su parte, parecía tan interesado en Manfred como Manfred en él. Observó la ceja de Manfred, en la que llevaba tantos aros que era difícil adivinar el vello. Puesto que la camisa de manga corta dejaba entrever algunos tatuajes, Lemuel los examinó un rato. Su brazo derecho estaba decorado con una gran cruz egipcia y el izquierdo con un relámpago, su más reciente ornamento.

—¿Te dolió? —preguntó Lemuel cuando se agotó la conversación sobre el clima y el traslado de Manfred.

—Mucho —dijo este.

—¿Tuviste que hacértelos por trabajo o simplemente te gustan?

Los curiosos ojos gris claro en aquel rostro blanco como la nieve estaban clavados en él.

—Ambas cosas —respondió Manfred. Se sentía obligado a ser honesto—. No es que sean necesarios para mi trabajo, pero me hacen destacar más. Resultan más interesantes y peculiares para la gente que me contrata. Para ellos no soy otro timador con traje.

Le resultaba extraño hablar con tanta franqueza. Lemuel esperó, obviamente consciente de que aquella no era la respuesta completa. Manfred tuvo la sensación de haberse quedado sin frenos al seguir hablando:

—Pero elegí símbolos que me gustaban, símbolos que tenían un significado personal. Es absurdo tatuarse delfines y arcoíris.

Por el repentino e intenso sonrojo de Fiji, Manfred estaba convencido de que llevaba un pequeño delfín en algún lugar y de que consideraba el tatuaje muy elegante. Le caía muy bien la bruja, pero al parecer no podía evitar herir sus sentimientos.

Para alivio de Manfred, en aquel momento llegó Creek para tomarles nota, y no solo pudo interrumpir el contacto visual con Lemuel, sino que pudo contemplar un poco más a la camarera: una situación inmejorable.

Como todos los demás, miró hacia la puerta cuando sonó la campanilla. Había llegado Olivia Charity. Cuando Manfred lo pensaba más tarde, era interesante la diferencia entre las entradas de Olivia y Lemuel. O tal vez lo que marcaba la diferencia no era la entrada: ambos habían llegado sin poses ni actitud. Fue la reacción de la clientela del Home Cookin. Cuando Lemuel se unió a ellos, la extravagancia y la muerte habían franqueado la puerta, aunque el drama inherente a esa afirmación incomodaba a Manfred. Cuando hizo la entrada Olivia, fue como la primera aparición de Lauren Bacall en una película antigua. Sabías que algo increíble e interesante había entrado en la sala, y también que no soportaba a los idiotas.

Olivia escrutó a todos los clientes al dirigirse hacia la mesa redonda. Manfred dudaba de que se hubiera perdido un solo detalle. Cuando se sentó en la silla situada frente a él, entre Chuy y Teacher, la miró. Era la primera vez que la veía de cerca. Tenía el cabello marrón rojizo, casi caoba, pero sospechaba que no era su color natural. Los ojos eran verdes, pero Manfred estaba convencido de que usaba lentes de contacto. Llevaba unos vaqueros rotos y una chaqueta de aviador de piel marrón que parecía tan suave como el culito de un bebé, y debajo una camiseta verde oliva. Hoy ninguna joya.

—Eres el nuevo ¿verdad? —dijo—. ¿Manfred?

Su acento no era del oeste; si hubiera tenido que apostar, habría dicho Oregón o California.

—Sí. Tú debes de ser Olivia —respondió Manfred—. Vivimos puerta con puerta.

La chica sonrió y, de inmediato, aparentaba cinco años menos. Antes de la sonrisa, Manfred le habría echado unos treinta y seis, pero ahora no era tan mayor, en absoluto.

—Midnight es tan pequeño que aquí todos somos vecinos —comentó—. Incluso el reverendo —apostilló inclinando la cabeza hacia el anciano, que no se había dado la vuelta para ver quién entraba.

—Nunca he hablado con él —dijo Manfred mirando al reverendo.

Aquel hombre menudo había dejado el voluminoso sombrero al otro lado de la mesa mientras comía, y las luces del techo le relucían en la calva. Pero había solo unos pocos mechones grises en el pelo que le quedaba.

—Puede que nunca lo hagas —dijo ella—. Le gusta guardarse sus ideas y sus palabras para él.

Y, puesto que Manfred estaba observando a Olivia con tanto detenimiento, se dio cuenta de que, aunque tenía la cabeza vuelta hacia el reverendo, en realidad estaba mirando a los hombres sentados junto a la puerta y después a Lemuel. Cruzaron miradas y ella inclinó levemente la cabeza en dirección a la mesa de los desconocidos.

Estos andaban ensimismados en sus cosas, pero, en cierto sentido, a Manfred le resultaba un poco demasiado obvio.

Entonces, Creek salió de la cocina a todo correr.

—Lo siento, Olivia, estaba sacando otro pastel de carne del horno —dijo la chica.

Mientras Olivia elegía su comida, Manfred se dio cuenta de que, si bien todos los demás habían pedido, Creek no había preguntado a Lemuel qué quería. Manfred se disponía a mencionar la omisión, pero se lo pensó mejor. Si quería algo, lo diría. De todos modos, Manfred estaba bastante seguro de que Lemuel no comía.

Madonna y Creek no tardaron en sacar los platos. Teacher había terminado de dar a Grady unas ciruelas de un tarro Gerber y entregó el niño a Madonna, que se lo llevó a la cocina mientras la gente de Midnight disfrutaba de la comida. Manfred, que nunca había sido demasiado maniático, estaba de lo más impresionado con la cocina de Madonna. Después de muchas comidas solo, disfrutó pasando sal y pimienta, mantequilla y bollos de pan. El frenesí de pequeñas actividades que constituían una comida comunitaria le resultaba agradable.

También le gustaba ver a Creek pasearse por la sala, aunque se concienció de no mirarla demasiado a menudo. No quería ser repulsivo.

Olivia habló de un terremoto en el este de Texas, Fiji comentó lo tarde que había pasado aquella semana el camión de la basura del condado y Bobo les contó que había venido un hombre la tarde anterior intentando empeñar un retrete. Usado.

Debido a su interés en los dos desconocidos, Manfred los observó varias veces durante la comida. Al estar situado de cara a su mesa, podía hacerlo sin que resultara muy obvio. Habían pedido café y postre (tarta de cereza o de coco y nata), y estaban alargando la comida. Por la experiencia de Manfred, los hombres silenciosos no se entretenían con la comida. Puede que las mujeres que hablaban lo hicieran; puede que los hombres que hablaban lo hicieran. Pero los hombres silenciosos pagaban y se iban.

—Están observando a alguien aquí o esperando a que ocurra algo —murmuró.

—Sí, pero ¿qué? —respondió Lemuel en voz tan baja que era casi imperceptible.

Manfred no se había dado cuenta de que estaba hablando tan alto y tuvo que controlar su reflejo de sorpresa. Se atragantó con un bocado de bollo de levadura y Lemuel le ofreció un trago de agua con una mirada de distante diversión.

Todos los comensales intentaron apartar la mirada discretamente mientras Manfred se recuperaba. Fue un alivio cuando logró decir: «Ha entrado por el lado equivocado. ¡Estaré bien en un momento!» para que todos pudieran relajarse y retomar sus conversaciones. Curiosamente, una mano fría en la nuca le resultó de ayuda, al igual que el hecho de que Creek pareciese preocupada cuando llevó la cesta de pan vacía a la cocina.

«Sí —pensó Manfred—, porque los tíos que se atragantan molan mucho».

—¿Tú qué opinas? —dijo Lemuel con una voz prácticamente ausente.

Manfred se volvió ligeramente para mirar los ojos que eran exactamente del color de —un momento, ya casi lo tenía— del color de la nieve y el hielo fundiéndose sobre el asfalto, un gris frío.

—Imagino que deben de estar observándoos a ti o a Olivia —dijo, aunque no podía hablar tan bajo como la criatura sentada a su lado.

Consiguió que Joe (a su izquierda) no lo oyera, ya que seguía con su conversación con Chuy sobre la próxima visita del primo de este.

—Eso es lo que he pensado yo también —dijo Lemuel—. ¿Cuál crees que es su objetivo?

—Ninguno —respondió en un tono normal, y luego apartó la vista, presuroso, y volvió a bajar el volumen—. Están observando a Bobo. Les interesáis tú y Olivia porque sois sus inquilinos.

Lemuel no contestó. Manfred estaba convencido de que estaba meditando la idea, viendo si podía digerirla.

—Por Aubrey tal vez —dijo Lemuel justo cuando Manfred creía que el tema había concluido.

—¿Quién es Aubrey? —preguntó desconcertado.

—Ahora no —respondió Lemuel, que inclinó ligeramente la cabeza hacia Bobo—. En otro momento.

Manfred se limpió la boca con la servilleta y la dejó sobre el plato, que seguía medio lleno. Había comido suficiente. Se preguntaba si Lemuel se abalanzaría repentinamente sobre los dos desconocidos y los mataría de una forma espantosa. O quizá Madonna saldría de la cocina con un cuchillo de carnicero y arremetería contra ellos.

En Midnight era verosímil.

—Es ridículo —farfulló.

—¿Qué? —dijo Chuy.

—Lo que he comido es ridículo —respondió Manfred—. Parezco un perro muerto de hambre.

Demasiado tarde: vio el contraste entre su plato medio lleno y el de Chuy, que estaba vacío. Chuy se echó a reír.

—Siempre pienso que si solo como aquí dos o tres veces a la semana y tengo cuidado con las otras comidas, estoy bien —dijo—. Y te sorprendería las veces que tengo que levantar cosas en la tienda… Además, me turno con Joe para pasear al perro y trabajar en el patio. No dejo de decirme que tengo que ir a correr, pero Rasta no me sigue el ritmo cuando salimos.

Y Chuy ya no podía parar de hablar… del perro.

Una vez que Rasta se convirtió en el tema de conversación, Manfred no tuvo que mediar palabra. Había observado que un pequeño porcentaje de propietarios de mascotas se comportan como tontos con ellas, sobre todo los que no tienen niños en casa. Parte de esa estupidez radica en suponer que los demás considerarán las historias sobre la mascota tan fascinantes como el propietario. Pero (imaginaba siempre Manfred) había cosas peores sobre las que realizar falsas suposiciones.

Por ejemplo, le resultaba mucho más agradable pensar en un perrito peludo que preguntarse qué hacían dos desconocidos en el Home Cookin. Dos desconocidos al acecho. Y era mejor ponderar el historial de estreñimiento de Rasta que la mano fría que agarraba la suya debajo de la mesa. Cuando Joe se volvió para preguntar a Chuy por un programa de televisión que habían vuelto a emitir, Manfred se quedó solo con su aguda ansiedad.

No quería ofender al aterrador Lemuel, pero no estaba acostumbrado a cogerse de la mano con un hombre. A Manfred le gustaba pensar que aceptaba con holgura todas las orientaciones sexuales, pero era difícil interpretar por qué Lemuel le tenía agarrados los dedos. No era una caricia, pero tampoco parecía que estuviese sujetándolo.

Así que Manfred utilizó la mano izquierda para beber un sorbo de agua con la esperanza de no adoptar una expresión de extrañeza.

—Manfred —dijo Fiji—, ¿ves mucho la televisión?

Estaba intentando, con mucha amabilidad, introducirlo de nuevo en la conversación, ya que Joe y Chuy habían pasado de los intestinos del perro a una discusión sobre Supervivientes con Teacher.

—Tengo una —dijo Manfred.

Incluso Olivia se rio, aunque Manfred se dio cuenta de que mientras andaba ocupado con Lemuel, había apartado la silla de la mesa, tal vez para poder levantarse rápidamente. También había dicho a Joe y Chuy que coincidía con Teacher en el tema de Supervivientes (fuese cual fuese), y había alineado la silla con la suya de tal modo que pudiera ver a los hombres situados junto a la puerta sin volver demasiado la cabeza.

—Lleva pistola —dijo Lemuel en un tono que solo era audible para Manfred.

—Ya me figuraba —contestó Manfred, que estaba inexplicablemente cansado. De repente, se percató—. ¿Me estás chupando la sangre?

—Sí, lo siento. —Lemuel miró a Manfred. El cabello rubio le rozaba el cuello de la camisa—. Soy un poco inusual.

—No me digas —farfulló Manfred.

Lemuel sonrió.

—Te digo.

—¿No tienen una botella de sangre por aquí? ¿No ayudaría?

—No tolero la sintética. Sube igual de rápido que baja. Puedo beber sangre de verdad por cualquier método. La energía es igual de buena.

—¿Ya tienes suficiente? ¿Podrías soltarme?

—Lo siento, tío —susurró Lemuel, y deslizó la mano fría.

«Me siento como una crepé que ha sido arrollada por un tanque», pensó Manfred. No estaba seguro de poder levantarse y salir del restaurante. Llegó a la conclusión de que sería buena idea permanecer allí sentado unos minutos.

—Bebe —dijo Lemuel con un murmullo sepulcral, y Manfred cogió con cuidado su vaso de agua.

Pero la mano blanca interpuso un vaso de un brebaje oscuro lleno de hielo. Manfred se lo llevó a los labios y descubrió que contenía té dulce, té muy dulce. En circunstancias normales no le habría interesado, pero de repente le pareció exactamente lo que anhelaba. Se lo bebió todo. Cuando dejó el vaso vacío encima de la mesa, vio la cara de sorpresa de Joe.

—Tenías sed —dijo con brusquedad.

—Supongo —terció Joe, que parecía un tanto confuso y preocupado.

Manfred se sintió mucho mejor al cabo de unos momentos.

—Come —susurró Lemuel.

Aunque todavía le temblaban un poco las manos, Manfred se terminó toda la cena. Su plato estaba tan vacío como el de Chuy.

—He recobrado fuerzas —dijo con aire sociable a Chuy y Joe (aunque no habría podido expresar con palabras por qué tenía que cubrir las espaldas a Lemuel)—. Creo que tampoco había comido. Tendré que ir con más cuidado.

—Ojalá mi problema fuese saltarme las comidas —dijo Joe dándose una palmada en la barriga—. Cuanto más viejo me hago, más lento va mi metabolismo.

Aquello desencadenó una discusión sobre cintas para correr en la que intervino toda la mesa. Manfred tan solo se vio obligado a fingir que estaba prestando atención. Quería marcharse, volver a su casa y reflexionar sobre lo que acababa de suceder, decidir si estaba enfadado por el «préstamo» que se había tomado Lemuel, si le parecía bien o si debía pronunciar el discurso de «una vez pase, pero no vuelvas a hacerlo». Al mismo tiempo, estaba convencido de que debía seguir sentado un rato más.

En la mesa, todo el mundo había terminado de comer, y solo Bobo pidió café. Teacher se decantó por una tarta de cerezas y, animado por Lemuel, Manfred pidió pastel de coco, que le sirvió Creek. Era igual de agradable con él que con los otros, no más. «Pero tampoco menos», se dijo.

Tampoco es que pensara que sería fácil impresionarla, aunque era el único varón más o menos de su edad que había en Midnight. Una chica tan increíble como Creek debía de saber que tenía numerosas opciones dos calles más abajo.

Y eso fue lo que le hizo concluir que el incidente con Lemuel no le ocasionaba problema alguno. A Creek le caía lo suficientemente bien Lemuel para llamarlo «tío». Así que no estaría dispuesta a salir con alguien que se pusiera frenético públicamente por un vampiro que chupaba energías.

A Manfred le alivió encontrar una razón práctica para hacer instintivamente lo que juzgaba correcto. Al fin y al cabo, si vives en la casa contigua a un depredador alfa, no debes andar por ahí dándole golpecitos con un palo.

Fiji se levantó, dispuesta a marcharse, y se oyó un coro de protestas (aquel grupo era tan exclusivista como dispar, pensó Manfred).

—Chicos, tengo que ir a casa a dar de comer a Mr. Snuggly —dijo, y se oyó un gruñido colectivo. Levantó las manos riéndose—. Lo sé, es un nombre estúpido, pero lo heredé con el gato —añadió—. Creo que vivirá para siempre.

Bobo, Chuy y Joe comenzaron una desganada discusión sobre el tiempo que Mildred Loeffler tuvo a Mr. Snuggly antes de fallecer. Fiji se quedó el tiempo suficiente para aportar información fidedigna. Los archivos del veterinario indicaban que Mr. Snuggly había vivido con Mildred un año antes de su muerte y que era un cachorro cuando lo había llevado para administrarle las primeras vacunas; eso significaba que el gato tenía cuatro años.

—Así que Mr. Snuggly está en la flor de la vida —concluyó y, tras depositar cuidadosamente diez dólares en su plato, se fue.

Aquella noche no parecía haber Luna. Las ventanas de cristal laminado estaban llenas de oscuridad.

—¿La acompaño? —preguntó Manfred en voz baja—. ¿O sería sexista?

—Sería sexista —dijo Olivia, que dedicó una sonrisa a toda la mesa—. Pero saldré a vigilar hasta que llegue a su casa.

Manfred no se creyó ni por un instante que el verdadero propósito de Olivia fuese cerciorarse de que Fiji llegaba sana y salva a su casa. Fiji estaba bien, y Olivia lo sabía. Manfred estaba convencido de que salió a la puerta a examinar a los dos desconocidos más de cerca.

Qué complicada había resultado aquella velada.

—¿Aquí todas las noches son así? —preguntó a Lemuel.

—Oh no, nunca había ocurrido —respondió, y parecía bastante serio.

Joe y Chuy habían estado discutiendo quién debía pasear a Rasta, que se había quedado en casa, así que no oyeron el comentario de Lemuel. Pero Bobo lo miró socarronamente.

—¿Pasa algo? —preguntó.

—No te preocupes —dijo Lemuel.

Sonrió a Bobo. A la mayoría de la gente le habría resultado aterrador, pero Bobo le devolvió la sonrisa, unos dientes blancos perfectos reluciendo en un rostro bronceado. Bobo sería cómodamente atractivo el resto de su vida, concluyó Manfred, é intentó no sentir envidia.

Tras dejar un plato bastante limpio, el reverendo se marchó en silencio sin despedirse de nadie. Al pasar junto a Olivia, le dio una palmada en el hombro. Olivia no dijo nada, ni él tampoco. Una vez que hubo pasado en el umbral más o menos el tiempo que una mujer tardaría en llegar a su casa cruzando la autopista de Davy, Olivia volvió a la mesa.

Los dos hombres sentados al lado de la puerta se habían comido toda la tarta y bebido el café. Creek había acudido a la mesa en dos ocasiones para preguntar si necesitaban algo, y la segunda vez les dejó la cuenta. Ellos seguían intercambiando comentarios desganados, como si se hubieran dado cuenta de que debían justificar su presencia.

Finalmente, Madonna salió de la cocina e hizo sonar la campana que había sobre el mostrador.

—Señoras y señores, me encanta ser un centro social en esta pequeña ciudad, pero tengo que llevar a Grady y a Teacher a casa y ver un rato la televisión. Así que marchaos todos y dejadnos cerrar.

«No se puede ser más directo», pensó Manfred.

Los que no habían pagado sacaron la cartera. Manfred se percató de que los dos desconocidos pagaron a Creek en efectivo antes de franquear la puerta, observados atentamente por Olivia, Lemuel y Manfred.

—Están todos equivocados —dijo Manfred a Lemuel, y vio a Olivia salir del restaurante sola, moviéndose con rapidez y elegancia.

Lemuel lo observó unos instantes con sus ojos color aguanieve.

—Sí, joven, lo están.

Madonna se hallaba junto a Teacher con Grady en brazos. El bebé tenía los ojos entrecerrados. Lemuel se levantó y se acercó a acariciarle la cabeza. A Grady no pareció importarle el tacto gélido de Lemuel; una caricia en la cabeza y una sonrisa bastaban para que el niño sonriera. Tendió una manita a Lemuel, que se inclinó para darle un rápido beso. Grady aleteó los brazos con entusiasmo. Lemuel se aproximó un poco más a la puerta. Aunque Manfred no había notado la tensión de Madonna y Grady ante las atenciones de Lemuel, sí se percató cuando se relajaron.

De repente, Manfred se sintió estúpido. ¿Por qué estaba tan preocupado? Dos hombres a los que no había visto nunca habían cenado en un restaurante y se habían quedado allí, lo cual resultaba un tanto extraño. Lemuel le había cogido la mano. ¿Por qué debían preocuparle esas cosas?

Cuando Manfred se levantó para marcharse, un poco tembloroso, pensó en su repentino cambio de actitud. ¿Había afectado la cercanía física con Lemuel a su raciocinio? ¿Considerar que probablemente todo estaba bien era un punto de vista válido o una especie de euforia leve causada por la sangría de Lemuel?

Este se volvió para lanzar a Manfred una última mirada enigmática antes de abandonar el Restaurante Home Cookin.

Bobo, que dio las buenas noches a Joe y Chuy, parecía ajeno a las tensiones de fondo… al igual que el resto de la gente de Midnight. Los desconocidos (supuso Manfred) se habían apiñado en la camioneta y se habían marchado para no volver jamás. Pero al pasar por la zona que mediaba entre su casa y la tienda de empeños, vio que el coche plateado anónimo había desaparecido.

Tenía la firme sospecha de que Olivia Charity estaba siguiéndolos.

Y pensó: «Sería interesante saber por qué está aquí. Y por qué Lemuel es distinto de otros chupasangres. ¿Y quién es Aubrey?».

Entonces se recordó a sí mismo que había ido allí a trabajar, y a trabajar duro. Estaba planeando su futuro. Los problemas de aquella gente no eran los suyos.

Pero pensó en ellos hasta que se acostó aquella noche.