33

Fiji no solo estaba asustada; también estaba enfadada, y no era capaz de decidir cuál de las dos emociones era más intensa. En cuanto salieron de Midnight, un patinazo en la resbaladiza carretera la había hecho caer al suelo de la camioneta, ya que no tenía forma de agarrarse a nada. Por suerte, Eggleston recuperó el control de la camioneta y se calmó. La carretera hacia el este era generalmente recta, y las colinas suaves; Fiji se alegraba de ello. Eran tantos los pensamientos que le pasaban por la cabeza que no podía agarrarse a uno solo y desarrollarlo un poco más. Había llorado un poco (de pura indignación, se dijo), así que tenía la nariz bastante bloqueada. Como tenía la boca tapada con cinta, tenía que concentrarse en su respiración. Su nariz acabó por destaparse y logró hacer llegar una cantidad suficiente de oxígeno a los pulmones. Con eso le bastó para aclararse las ideas.

Tenía un millón de cosas que decirle a Price Eggleston, pero necesariamente se las tuvo que guardar para sí. «Pero eso no significa que esté indefensa —se dijo con firmeza—. Para hacer magia, no necesito la voz, ni las manos, ni al gato». La tía abuela Mildred le había enseñado que los conjuros hablados y los gestos con las manos no eran más que herramientas para una bruja; lo que realmente contaba era la intención. «Enfoque e intención», había dicho.

«Así que esto —se dijo Fiji—, es como un examen. Yo puedo hacerlo». Veía con mucha claridad el pie de Eggleston, dentro de la bota vaquera. Se concentró en la bota, imaginando que se calentaba. De pronto se dio cuenta de que era el pie izquierdo el que tenía que calentarse; si el derecho se encendía, la camioneta podía chocar, y ella se quedaría dentro, sin poder hacer nada. «Idiota», se regañó, secándose una lágrima frotando la mejilla contra el hombro. Lo de Shoshanna Whitlock había sido fácil; no esperaba ninguna resistencia y estaba de pie, inmóvil.

«Esto es lo que diferencia a las brujas de las aspirantes», pensó Fiji, y se concentró en el tacón de la bota. Lo calentó; pensó en calor, en fuego, y lo envió todo a la bota. Puso toda su voluntad en no parpadear y se mantuvo quieta, contenta de que el hombretón al volante no pareciese tener intención de hablar con ella. En las películas, los malos siempre quieren explicarse; tuvo suerte de que la hubiese capturado un villano que no era de los habladores.

El hombre agitó el pie derecho. «¿Se puede saber qué me está mordiendo?», murmuró. De inmediato, Fiji cambió de táctica: se imaginó una gran serpiente, aunque, como no sabía demasiado de serpientes, no pudo pensarla de ningún tipo especial. Se imaginó que la creciente oscuridad impediría a Eggleston ver muy claramente lo que pasaba junto a su bota; y tenía razón. Pudo ver una forma enrollada y el calor intenso que ella había generado en el talón, y eso bastó para que lanzase un aullido, diese un violento volantazo hacia el arcén, pusiese el freno de mano y saliese de un salto de la camioneta.

Ahora, Fiji tenía dos opciones: si la serpiente salía reptando tras él, ¿se iría corriendo? ¿O era mejor que la «conservase» con ella en la camioneta? Cuando el hombre sacó una pistola, Fiji tomó la única decisión posible: no quería que disparase hacia la camioneta, así que la serpiente se dirigió siseando hacia el secuestrador. Eggleston lanzó un sonido entre miedo e incredulidad, y disparó hacia la serpiente imaginaria.

Fiji, satisfecha consigo misma, empezó a pensar en formas de mantenerlo lejos de la camioneta, pero no se le ocurrió nada durante el rato que el secuestrador invirtió en buscar frenéticamente en el suelo el cadáver de la ilusoria serpiente, una tarea prácticamente imposible debido a la lluvia torrencial y la oscuridad. «Lemuel se levantaría pronto», pensó; y, a pesar de que algunas de las cosas que había sentido últimamente por Lemuel no habían sido muy cariñosas, ahora mismo solo sentía unas ganas tremendas de verlo aparecer.

Intentó crear un muro ilusorio entre el hombre y la camioneta mientras él seguía buscando la serpiente, pero la incomodidad que sentía por la tensión de sus muñecas en la espalda, y la propia cólera, le impedían concentrarse como era debido. «Debería haber hecho que la serpiente le mordiera —pensó—. Quizá se hubiese sentido lo bastante agitado como para manifestar los síntomas de una mordedura de serpiente; hasta puede que el “veneno” lo hubiera matado».

Fiji no pudo hacer que la pared apareciese de forma satisfactoria. En pocos instantes, el secuestrador se convenció de que había herido a la serpiente o la había asustado. Se guardó el arma en la pistolera y, después de mirar unos momentos a su alrededor —durante los cuales, Fiji rezó por que alguien la estuviese siguiendo—, la incorporó en el asiento y le ajustó el cinturón de seguridad. Luego dio la vuelta hasta su asiento, subió y, arrancando, volvió a la carretera de un bandazo.

—Tienes suerte de que la serpiente no te haya mordido —le dijo a Fiji—. No tengo ni idea de cómo ese maldito bicho se ha podido meter aquí dentro.

«No me parece que esté teniendo mucha suerte, precisamente», pensó ella, inclinándose hacia delante todo lo que podía para aliviar la presión en los brazos. Empezó a concentrarse de nuevo en su bota, a pensar en calor. Quería que se convenciese de que, de algún modo, la serpiente le había mordido y ahora estaba notando plenamente los efectos. Dudaba de que las botas de vaquero dejasen penetrar los colmillos, pero a lo mejor él no lo había pensado. Al cabo de un momento empezó a agitar el pie nerviosamente.

—Serpiente del demonio… —dijo, intentando no sonar nervioso—. No se preocupe, señora, no le va a pasar nada.

Ella no contestó, estaba demasiado ocupada mirando el pie.

—Maldita sea —murmuró—. Eso duele.

«¡Bravo!». Lo estaba haciendo muy bien; Mildred habría estado orgullosa de ella.

En aquel momento, el talón de Price empezó a humear y se puso a arder con pequeñas llamas.

Dio un grito y la camioneta se salió de la carretera. Quizás habría preferido que no hubiese salido tan bien, porque se inclinaron hacia una zanja, pasaron al otro lado con una sacudida y acabaron por chocar contra una barra de alambre de espino. Esta vez no dejó que el accidente perturbase su concentración, y las llamas se hicieron más calientes. El hombre puso el freno de mano de la camioneta de un golpe y volvió a saltar de la cabina. En medio del aguacero empezó a dar golpes al suelo con el pie. Por culpa del miedo, no se quitó la bota, sino que se puso a dar patadas en un charco para apagar la llama, y lo consiguió. Ella casi gritó de frustración al ver que su esfuerzo no había servido más que como táctica de distracción.

Y además, esta vez él imaginó lo que había pasado.

—Has sido tú —dijo, sin gritar ni sonar enfadado, cosa que hacía que su voz pareciese mucho más aterradora.

Ella pensó que el cerebro le iba a estallar por el esfuerzo de encogerse en el asiento de la camioneta, imaginar algún modo de protegerse y frotar el borde de la cinta americana contra el cinturón de seguridad. Como se la había pegado de un golpe y la cara de ella estaba húmeda, logró despegarla lo suficiente para dejarla hablar.

—¿Por qué me has secuestrado? Yo no te he hecho nada.

—Échale la culpa a tu amigo Bobo. Tiene algo que yo quiero, mató a dos de mis soldados e hizo que arrestaran a otros dos, quemó el sitio donde nos reuníamos y asesinó a una mujer que formaba parte de mi movimiento. Lisa me ha contado que tú y él sois muy cercanos; a lo mejor has ocupado el lugar de Aubrey. Así que me he llevado a alguien suyo hasta que aparezca para responder de sus crímenes.

—Tonterías; todo eso es mentira. Ni tiene un escondite con armas, ni mató a esos que llamas soldados, y tus amigos merecían que los arrestasen. Y creía que Aubrey era la releche. No hizo daño a ninguna de esas personas y no tiene ninguna de esas cosas.

—Pero mis soldados desaparecieron cuando los envié a hablar con él.

—Quieres decir, cuando los enviaste donde trabaja para darle una paliza. Ten el valor de reconocerlo. No podía girar la cabeza lo bastante para verle, pero esperaba estarlo avergonzando. Quizá la diplomacia fuese una opción más prudente, pero estaba realmente cabreada.

—¿Por qué no? Tiene lo que necesito, lo que quiero, y no forma parte de la causa. Debería entregar esas armas que eran tan importantes para su abuelo, un verdadero patriota; armas destinadas a personas con la voluntad de luchar para defender nuestra libertad. ¿Es que no eres consciente de lo cerca que estamos del apocalipsis? ¿No entiendes que no vamos a tardar nada en hundirnos? Los mexicanos nos ahogarán. La marea cruzará la frontera, y eso será el final; a menos que estemos armados y a punto.

—Así que la respuesta a todo es matar a gente.

—¡Tenemos que defendernos! Si no eres capaz de entenderlo, no eres más que una maldita liberal. Aubrey sí que lo comprendía.

—Entonces, ¿por qué la matasteis?

Se acercó a la puerta abierta; estaba calado hasta los huesos. Fiji se dio cuenta de que la lluvia torrencial había amainado y se había reducido a un lento y continuo goteo.

—Nosotros no la matamos; lo hizo él, tu amigo Bobo.

—Eso no es cierto —repitió ella—. Lamenta su muerte cada día. Cuando nos pusimos en marcha para aquel picnic no tenía ni idea de que íbamos a encontrar su cuerpo. Yo estaba allí, y lo sé.

Esta vez le dio una bofetada, un golpe en la mejilla con la mano abierta.

—Te equivocas, zorra. Tú te equivocas, y él es culpable. Te prefería cuando no hablabas. Ahora cállate si no quieres que te dé un golpe en la cabeza con la pistola —dijo él, montando en la camioneta.

Fue una amenaza eficaz, porque hacía poco que Fiji había leído un artículo sobre lo delgado que podía ser el cráneo, que la había horrorizado. Sintió pánico de que su «golpe» pudiese postrarla de por vida en una silla de ruedas. No tenía ni idea de si su cráneo era grueso o delgado, y no le apetecía apostar por una u otra opción.

Tras unas cuantas maniobras, el hombre se las arregló para volver a la carretera. Había esperado que los neumáticos se hubiesen quedado bloqueados, pero no hubo suerte, así que reanudaron su empapada travesía hacia Marthasville… o dondequiera que fuesen.

—¿Cómo lo has hecho para encenderme el pie? —preguntó él de repente. «Oh, vaya», pensó Fiji.

—Eso es ridículo —contestó de inmediato—. No tengo cerillas y estoy esposada.

—Midnight tiene fama de tener gente rara —dijo él—. Yo creo que eres uno de ellos.

—Rara divertida, ¿no? —contestó ella.

—No, rara chalada —replicó él, y ella cerró la boca; pero la curiosidad no la dejó mantenerla cerrada mucho rato.

—¿Adónde vamos? —preguntó al cabo de un rato.

—A un sitio que tus amigos no encontrarán nunca, un sitio detrás de la casa de mis padres —dijo con una risotada—. Hace diez años que mi madre y mi padre no se acercan por allí.

—¿Un refugio antiatómico? —preguntó ella.

—Eh, ¿cómo lo has sabido? —inmediatamente se indignó y se puso a la defensiva.

«Me lo he imaginado, idiota», pensó Fiji.

—No hay demasiados sótanos en Texas, así que imaginé que sería una edificación independiente. Marthasville no está en un lago, así que no podía ser un cobertizo para barcas.

Casi podía sentir los ojos sospechosos de él taladrando su frágil cráneo. Contuvo la respiración hasta que pasó el momento en que él la habría golpeado.

Rezó a la Diosa y a su consorte para que la ayudasen a salir de este embrollo con vida, y rezó para que sus amigos la estuviesen buscando… si el maldito gato holgazán había hecho su trabajo.

—¿Viste a mi gato?

—¿Cómo? —Esa pregunta sí que le había sorprendido.

—Mi gato; ¿lo viste en la tienda? ¿Cerraste la puerta? —Se le cayó el alma a los pies al darse cuenta de que quizá Mr. Snuggly se hubiese quedado en la tienda sin poder salir.

«No tengo pulgares opuestos» decía él, con la petulancia propia de los gatos, siempre que ella le pedía que hiciera algo mínimamente complicado.

—No tengo ni idea —contestó Price Eggleston, visiblemente irritado—. ¿Te preocupa tu gato? ¡Deberías estar preocupada por ti misma, gatita! —dijo, orgulloso de su ingenio.

Tenía que admitir que estaba más que preocupada por ella misma. Quería que sus amigos salieran a buscarla, y no le cabía duda de que era lo que habrían hecho… si supieran que tenía dificultades; pero no estaba en absoluto segura de que lo supieran. Y Eggleston tenía un arma. Si alguien (y alguien quería decir Bobo) resultaba herido al rescatarla, no se lo iba a perdonar nunca. El grito de «¡Salvadme!» se había convertido en «Ayudadme, pero sin haceros daño».

Demasiado pronto para gusto de Fiji, Eggleston redujo la marcha para detenerse en el primer semáforo de las afueras de Marthasville. Fiji vio a través del aguacero el aparcamiento bien iluminado del Cartoon Saloon, y le vino a la cabeza el apuesto portero, que nunca la llamó. Un semáforo más y la camioneta giró a la derecha. Aunque aún no estaban en la ciudad, Fiji se dio cuenta de que estaban en una zona residencial más antigua y acomodada; los árboles eran altos, y las casas estaban a una cierta distancia de la carretera. Pasaron tres de ellas y Eggleston giró a la derecha, metiéndose en un camino de entrada que, aunque parecía muy largo, probablemente solo midiera unos cuatrocientos metros. La camioneta se detuvo y su secuestrador salió y la sacó de un tirón.

—Ahora, cállate la boca. Ni un solo ruido.

Decirle eso fue un grave error por su parte, ya que quería decir que, si alguien la oía, querría ayudarla. Otro gran error fue pensar que la amenaza bastaría para que Fiji se callase. Inspiró profundamente y lanzó un grito de los que rompen los tímpanos, y lo hizo diciendo una palabra, de manera que las personas que imaginaba que podían oírla no pensasen que se trataba de un búho, o de un tren, o de algo que no fuese un ser humano. «¡Socorrooooo!» chilló.

La lluvia se detuvo. Tras un segundo de sorpresa, le dio una bofetada, pero ella volvió a tomar aire, manteniéndose de pie con cierta dificultad, y gritó «¡Socorro! ¡Socorro!» antes de caerse.

A unos diez metros de donde se hallaba aparcado el camión se encendieron unas luces, se oyeron sonidos y un hombre salió corriendo por la puerta trasera; un hombre delgado, sosteniendo un rifle. En la otra mano sostenía una gran linterna con la que iluminó a Fiji, que estaba tendida en el suelo mojado, y a su secuestrador, que estaba inclinado sobre ella con el puño levantado.

—¡Price! ¿Se puede saber qué haces? —gritó el hombre. Fiji se dio cuenta de que era viejo, por su voz y su forma de andar.

Y también oyó una voz de mujer, que llamaba:

—¿Bart? ¿Quién es?

—Mamie, es Price, que ha golpeado a una mujer. —El viejo iluminó directamente el rostro de Price con la linterna—. Hijo, esto es bajo incluso para ti —dijo al tiempo que se acercaba—. Deje que la ayude a levantarse, joven.

El recién llegado se inclinó para auxiliar a Fiji, que se sintió ridículamente violenta de que la ayudase un hombre de su edad. También sintió un reflejo de vergüenza por ser una mujer rolliza y, por tanto, más difícil de levantar. Pero Bart Eggleston era más fuerte de lo que parecía, y enseguida estuvo de pie, con barro y hierba pegados a la ropa y el pelo empapado. Y todavía esposada.

Mientras sucedía todo esto, Price Eggleston guardaba un ominoso silencio. No hacía demasiado que lo conocía, pero Fiji había llegado a la conclusión de que no era demasiado listo. Aun así, era el líder de un grupo de hombres, y pensó que eso era algo que debía haber tenido en cuenta.

—Mamá, papá —intervino él—, esto no es asunto vuestro. Esta mujer no es cristiana, ni es partidaria de nuestra causa. Hay cosas que tengo que hacer de las que no me siento orgulloso, y esta es una de ellas.

—¿Tienes que tirar en el barro a una pobre joven blanca y dejarla ahí, pasando frío? —dijo su madre, sarcástica. El cabello de la madre de Price era negro, y sus ojos oscuros, pero era una mujer pálida. «Probablemente no se broncea porque cree que la podrían confundir con una mexicana», pensó Fiji.

—No importa para nada si es cristiana o no; nosotros sí lo somos y debemos tratarla bien —añadió Mamie, lo que hizo que Fiji se sintiese avergonzada.

—Espera un momento, Mamie —dijo su marido—. Price, ¿qué estás tratando de hacer?

—Su novio es el que mató a Aubrey, papá, y yo me la he llevado para que venga a buscarla y así tener la oportunidad de enfrentarme a él.

Los padres Eggleston hicieron una pausa.

—Lo siento, pero su hijo se equivoca —dijo Fiji—. Cree que Bobo Winthrop es mi novio y no es así. Pero Bobo es mi amigo, y tengo que defenderlo. Bobo nunca ha matado a nadie; es un hombre amable, y quería a Aubrey. Hasta este momento, creíamos que era Price quien había matado a Aubrey.

Bart y Mamie se miraron.

—Entrad en la casa —dijo Mamie al fin—. Salgamos de la humedad. Y tú, Price, suéltale las manos a esa pobre chica.

Price, con un aspecto juvenil por el pelo pegado a la cabeza debajo del sombrero vaquero, se sacó una llave del bolsillo y, tras un poco de forcejeo —Fiji casi gritó de rabia— le soltó las muñecas. Ella suspiró de alivio al poder poner las manos hacia delante. Tenía feas rozaduras en las muñecas, pero estaba dispuesta a ignorarlas, ahora que podía volver a usar las manos.

—Gracias, señora Mamie —dijo. Habría preferido dispararse en el pie antes que darle las gracias a Price.

—De nada, querida —dijo la anciana.

Ahora que podía echar una segunda ojeada, Fiji vio que Mamie Eggleston llevaba una especie de chándal de color melocotón de imitación de terciopelo, de aspecto caro, adornado con estrellas metálicas doradas. Llevaba zuecos de plástico en los pies, muy prácticos, aunque a estas alturas ya debía de tenerlos helados. Bart Eggleston llevaba aún unos vaqueros y una camisa de franela. ¿Qué hora debía de ser? Ahora que Fiji podía mirar el reloj, se dio cuenta de que apenas eran las seis.

Multitud de pensamientos clamaban por un poco de atención en su cabeza, pero decidió dejarlos de lado al darse cuenta de que entre los Eggleston se había hecho un embarazoso silencio.

—Espero poder llamar a mi vecino para que venga a buscarme —dijo Fiji alegremente—. He dejado sopa en los fogones, y mi gato tiene que comer. —Mejor saber que suponer, pensó. La respuesta no se hizo esperar.

—Pues verá, señorita —dijo Bart pausadamente—, esto es un poco incómodo… No queremos que arresten a nuestro hijo, y usted parece de ese tipo de personas directas que querría llevarlo a los tribunales por actuar de forma impulsiva.

—No estoy segura de que actuase impulsivamente —dijo ella, intentando mantener la voz tranquila—. Llevaba esposas para las manos y cinta americana para la boca; estuvo esperando fuera hasta que no había nadie en la tienda. —Eso era una conjetura, pero le pareció bastante plausible—. Supongo que está listo para llamar a mi amigo Bobo para decirle lo que tiene que hacer para recuperarme. Todo eso me parece que es un secuestro, ¿no?

La mirada de los Eggleston se hizo aún más incómoda, y la mirada de Mamie a su hijo no fue de admiración ni de cariño.

Fiji se dio cuenta con consternación de que se había equivocado. Se dieron cuenta de que no pensaba perdonar y olvidar. Sin embargo, tampoco creía que hubiese podido convencerlos de ello. Estaba claro que no querían que su hijo fuese a la cárcel, sobre todo si compartían sus puntos de vista políticos y sociales. Desde luego que él habría preferido que sus padres no supieran que iba a hacer daño a una mujer; sin embargo, ahora que lo sabían y que la habían conocido, pensaban dejarlo correr. Fiji no se atrevía a entrar en la casa.

Por un breve instante, intentó imaginar a qué tipo de mujer habrían acogido y habrían dado ropa seca, cómo habría de ser para que llamasen a la policía por ella; fue incapaz de imaginarse a una mujer así, sobre todo cuando la libertad de su hijo estaba en juego. «Tengo que paralizarlos a todos», pensó. Era uno de los conjuros que dominaba, y ella lo sabía.

Empezó a hacer ligeros movimientos con los dedos; los movía torpemente, por el frío y por la rigidez provocada por las esposas. Price era el más próximo a ella; en cuestión de segundos se quedó completamente inmóvil. Su padre tuvo ocasión de decir «Qué demonios…» antes de quedarse como un trozo de madera (congelada). Mamie, astuta, se dio cuenta de que era algo que Fiji estaba haciendo lo que causaba esta reacción e intentó salir corriendo, pero sus zuecos resbalaron en el barro del camino; Fiji le agarró el brazo, tanto para evitar que se cayese como para captar su atención. Mamie miró al rostro de Fiji y esta repitió de nuevo los gestos; Mamie se quedó quieta del todo.

Sí, así las cosas salían mejor; mucho mejor que utilizando solo la intención, como había hecho en el camión.

Fiji no sabía cuánto tiempo tenía hasta que pasase el efecto del hechizo; suponía que no demasiado. No podía llevarse la camioneta de Price, porque no quería que los Eggleston mandasen a la policía tras ella por robo; así que lo que hizo fue correr hacia la carretera. Fiji no era una gran corredora, pero se las arregló para escabullirse por el camino.

Cuando llegó a la carretera, que le pareció que estaba el doble de alejada de lo que recordaba, giró a la izquierda, hacia la dirección por donde habían venido. Si los Eggleston salían tras ella, había muchos árboles y arbustos donde ocultarse junto a la carretera. Corrió todo el tiempo que pudo; cuando ya estaba agotada —o, como habría dicho su tía abuela, extenuada— se puso a caminar lo más rápido que pudo. Cada vez que el frío, la omnipresente humedad y el agotamiento emocional amenazaban con hacerla detenerse, pensaba en Price Eggleston llamándola «gatita» y seguía moviéndose.

Cada vez que rozaba alguna planta, el agua de las hojas la empapaba aún más. Una neblina empezaba a flotar sobre la carretera; el aire era cada vez más frío, y no tenía ni abrigo, ni dinero, ni teléfono móvil. Se preguntó cuándo llegaría a la autopista; sabía que volver caminando a Midnight era imposible. Quizás alguien se apiadase de ella y le dejase utilizar su teléfono, o a lo mejor encontraba una tienda de 24 horas y el dependiente llamaba a la policía.

Vio unos faros; no podían ser los Eggleston, porque estarían detrás de ella. Pero a lo mejor eran refuerzos que ellos mismos habían llamado, pensó de pronto. ¿No sería mejor que se escondiese, por si acaso? Pero a esas alturas ya estaba demasiado cansada y aturdida como para zambullirse en la mojada maleza. Estaba temblando, y le castañeteaban los dientes; se rodeaba con los brazos, intentando conservar un poco de calor. Mientras la camioneta frenaba, lo único que esperaba era que quienquiera que estuviese en ella no quisiera matarla.

Fiji no se esperaba oír el grito de «¡FIJI!», con un entusiasmo que casi la tumbó, ni que empezasen a salir personas de la camioneta para abrazarla. Tardó unos momentos en darse cuenta de que estaba a salvo y de que iba a tener ocasión de secarse y calentarse; entonces estalló en un poco heroico llanto.

Ya en la camioneta, sentada en el asiento trasero entre Manfred y el reverendo, una vocecilla dijo:

—¡Te he encontrado, ¿te das cuenta?! ¡Y me he mojado!