21

La noche siguiente, en el restaurante, el reverendo rezó después de cenar. Se terminó la comida, se limpió los labios con la servilleta de papel y se levantó, mirando hacia la mesa redonda.

Con una voz sorprendentemente profunda y sonora, empezó a ofrecerles su interpretación de la palabra. Bobo dejó el tenedor y cruzó los brazos, dispuesto a escuchar. Olivia miró el plato con pesar y siguió su ejemplo. A la izquierda, Manfred empezaba a cortar la carne, pero Olivia le puso una mano en el brazo.

—No —susurró sin apartar la vista del reverendo—. Respeto.

Otra norma misteriosa de Midnight. Manfred se resignó a esperar hasta que el reverendo hubo terminado, pero estaba molesto. Había llegado tarde y acababan de servirle, por desgracia no Creek, sino Madonna. La comida estaba caliente y olía deliciosamente, pero allí seguía, quieto y hambriento.

Pese a todo, Manfred se interesó por lo que oía. No era el mensaje de fuego y azufre que se esperaba, sino una elaborada explicación que comenzaba con el Jardín del Edén, detallando cómo Dios había creado a unas criaturas que combinaban las características de animales y hombres, las criaturas semihumanas tan temidas hoy, para minar su orgullo. El reverendo creía que los hombres solo ejercían su poder sobre esas criaturas de doble naturaleza por su superioridad numérica y por su deseo de matar todo aquello que no comprendían.

Era confuso pero fascinante, aunque a Manfred todavía se le hacía la boca agua con el pollo al horno y las judías verdes con patatas nuevas que se enfriaban en su plato. Era obvio que el reverendo conocía bien la Biblia y muchas otras escrituras, versos que se habían «quedado fuera». Manfred oyó algunos de esos versos.

—Me asombra lo convincente que es —susurró a Joe, sentado a su izquierda.

Para sonrojo y sorpresa de Manfred, Joe pareció ofenderse por su escepticismo. De nuevo, Manfred no entendía nada.

El reverendo siguió divagando cinco minutos más e incluso Madonna prestaba atención al improvisado sermón desde detrás del mostrador. De repente, el hombre menudo terminó y concluyó con un «amén». Su congregación repitió dicha palabra con varios grados de entusiasmo. El reverendo asintió con decisión, como si estuviera satisfecho de la respuesta. Luego salió del restaurante, con el sombrero bien calado y la espalda recta como una baqueta.

—¿Lo hace a menudo? —dijo Manfred con la esperanza de que la pregunta no fuera inoportuna.

—No mucho. Normalmente significa que le preocupa algo —respondió Joe—. No quería ponerme santurrón contigo, pero el reverendo cree en lo que dice, y lo respetamos. No queremos hacerle enfadar.

—Por supuesto, no quiero ser maleducado con él… pero casi pareces asustado.

—Tú también lo estarías si alguna vez lo hubieras visto enfadarse —puntualizó Joe, y luego llevó la conversación por otros cauces—. Bobo, ayer vi el coche del sheriff delante de tu casa. ¿Todo bien?

—El sheriff me dijo que están satisfechos con mi coartada. Al parecer, estoy fuera de toda sospecha. —Bobo no parecía especialmente feliz—. Y otra cosa: ¿sabes la pistola que encontraron? Era de la tienda, cosa que supe cuando la cogieron el día que la encontramos.

Por un momento, todos los allí presentes se quedaron inmóviles. Pero Manfred tuvo la impresión de que aquello no era nuevo para la mayoría de las personas sentadas a la mesa.

—Pero Smith dice que no recibió un disparo —añadió Bobo.

—Fantástico, tío. Felicidades —dijo Manfred.

Entonces se dio cuenta de que no era la mejor manera de expresarlo, y comió otro trozo de pollo. «Es una de esas noches en que ojalá me hubiera quedado en casa y abierto una lata de sopa», pensó.

—¿Qué le pasó? —preguntó Joe a Bobo—. ¿Te lo dijo el sheriff?

Manfred levantó la cabeza a tiempo para ver a Bobo negar con la cabeza.

—Entonces estás limpio. ¿Por qué se te ve tan desanimado? —preguntó Olivia con rotundidad.

—Su familia no me quiere en el entierro.

Bobo miró el plato y acometió una patata con el tenedor. Olivia se puso firme.

—Si quieres ir, no pueden impedírtelo —dijo—. Iremos todos.

Joe se inclinó hacia delante y miró a cada uno de los comensales. Su mirada era muy seria.

—¿Es necesario que empeoremos un día ya de por sí terrible para ellos? Si Chuy estuviera aquí, estaría diciendo eso mismo.

Se impuso un silencio incómodo.

—No, no queremos hacer eso —dijo Olivia—. Pero si Bobo no es sospechoso…

—Según Smith, ya les dijo que yo no la maté, pero siguen enfadados —añadió Bobo.

Nadie tenía respuesta para aquello. Manfred pudo terminarse la comida en paz.

Aquella noche, Lemuel no los había acompañado. Fiji se había llevado tantas sobras de la barbacoa la noche anterior que estaba cenando en casa. Chuy estaba visitando a su hermano en Fort Worth, así que Joe llevó a Rasta con él al restaurante. El perro estaba sentado tranquilamente formando un círculo compacto junto a la silla de Joe. Este fue muy estricto al ordenar que nadie le diera comida.

Shawn Lovell había entrado a recoger tres comidas para llevar y había saludado a todos de pasada antes de llevarse la bolsa de envases a la estación de servicio. Solo quedaron Manfred, Bobo, Olivia y Joe antes de la partida del reverendo.

Mientras se terminaba la cena, Manfred se preguntaba cómo se las arreglaba Madonna para mantener abierto el restaurante. Pero se alegraba de que fuera así.

—El jueves por la noche iré a la clase de Fiji —dijo—. No podía decir que no. ¿Alguien más quiere probar?

—Lo siento, no estoy de humor para desconocidos —respondió Bobo, y Manfred sintió una punzada de envidia por que tuviera una buena excusa.

—Yo tengo que hacer las maletas —adujo Olivia—. Mi vuelo sale temprano el viernes.

—Chuy vuelve el jueves —dijo Joe—. Lo siento, colega, parece que volarás en solitario.

—Fantástico —dijo Manfred.

Ya se arrepentía de haber aceptado asistir a la clase de Fiji, que sin duda alguna sería algo cumbayá y místico y hablaría de la bondad interior de todas las mujeres.

El jueves por la noche, Manfred estaba aún más arrepentido. La edad de las mujeres reunidas en la tienda de Fiji oscilaba entre los veintiuno y los sesenta. Dos de las más jóvenes se habían esforzado en parecer brujas y llevaban vestidos o mallas negros, abundante lápiz de ojos y el cabello teñido a conjunto. «Góticas con pentagramas», se dijo. Las más longevas tendían al estilo de brujería de bufanda y falda, aunque una de ellas, que rondaría los cuarenta años, iba enfundada en un corsé de piel negra y una falda de encaje del mismo color, con enormes aros de plata que oscilaban en sus orejas perforadas. Manfred tuvo la sensación de haber asistido a una pésima fiesta de disfraces, sobre todo cuando las mujeres formaron un círculo y se cogieron de las manos para empezar su meditación.

—Gracias a la Luna llena, esta noche será especialmente favorable para la iluminación personal —anunció Fiji al grupo antes de iniciar la invocación.

Manfred nunca había relacionado su capacidad vidente con la brujería y no tenía creencias religiosas particulares. Las indicaciones de Fiji para que imploraran a Hécate que ayudara a los allí presentes a desarrollar sus poderes le infundieron aburrimiento y un leve desprecio. No tenía ni idea de quién era Hécate. Su certeza de que Fiji tenía poderes reales era lo único que lo retenía allí, sosteniendo la mano derecha a la aspirante a mujer atractiva y la izquierda a una abuela de cabello blanco con una falda que le llegaba a los pies.

Mientras Fiji imploraba e invocaba, Manfred realizó los cálculos sobre los ingresos de aquel mes y, de repente, su mente dio un giro y enfiló un callejón sin salida. Vio el espantoso cadáver de Aubrey Hamilton. Mientras la voz cantarina de Fiji seguía hablando, el cráneo de Aubrey, con sus mechones de pelo harapientos, volvió a él. Los dientes oscuros se movían bajo los restos de carne y músculo. Aubrey, horriblemente muerta, decía: «Le quería de verdad. Díselo».

Manfred abrió unos ojos como platos y miró a Fiji. Ella lo miraba fijamente, como si supiera que había mantenido una comunicación verdadera y directa. Sonrió. Y entonces cerró los ojos y volvió a bajar la cabeza, y Manfred siguió componiendo una lista de la compra para su siguiente viaje a Davy con la intención de frenar cualquier otra revelación no deseada. Mientras se dijera a sí mismo una y otra vez que necesitaba zumo de naranja, pan y mantequilla de cacahuete, además de bombillas, podría mantener a raya la espantosa visión.

Tras esos segundos de miedo paralizador, le venció el aburrimiento. Dos mujeres de cabello gris utilizaron la ouija, que les dijo que nunca eran demasiado viejas para el amor. Después hubo una ronda de interpretación onírica, aunque Manfred supuso cínicamente que la mayoría de los sueños habían sido creados una vez despiertas. Si había alguien que se acercara al talento de Fiji aquella noche, Manfred era incapaz de detectarlo. Puesto que siempre observaba el flujo de dinero, había advertido al instante que Fiji tenía un bonito cuenco azul en el mostrador, y vio también que las mujeres dejaron discretamente veinte dólares antes de salir por la puerta, charlando animadamente sobre proyecciones astrales y líneas ley.

Una sonriente Fiji se quedó en el porche, satisfecha de la velada y de sí misma, según pudo adivinar Manfred.

—¿Ha sido una clase típica? —preguntó Manfred, asegurándose de que el tono era educado y respetuoso.

Probablemente no lo logró, porque Fiji pareció un tanto sorprendida.

—Yo diría que sí —dijo—. Has tenido una visión, ¿verdad?

—Sí —reconoció a regañadientes—. Al menos supongo que fue una visión.

—Cuéntamelo, si no era demasiado personal.

—No era personal en absoluto. Era un mensaje para otra persona.

Manfred describió la breve escena. Cuando Fiji supo que el cadáver de Aubrey había hablado, se estremeció.

—¿Crees que debería contárselo? —preguntó Manfred.

—Por supuesto —respondió Fiji al instante. Pero parecía cualquier cosa menos feliz—. Si tienes una visión auténtica, debes decírselo a la persona indicada. Se alegrará oírlo… si te cree.

—Normalmente, la gente se cree lo que quiere —observó Manfred—. Todo mi negocio se basa en ese principio. ¿Cómo encaja esta clase con esa verdad?

El rostro redondo de Fiji estaba triste y Manfred tuvo la sensación de haber propinado una patada a un cachorro. Al cabo de un momento, Fiji volvió a la silla que había ocupado durante la «clase». Cruzó las piernas, y su pie, enfundado en unas botas, oscilaba adelante y atrás.

—Es como enseñar ballet —dijo—. O piano.

Parecía muy seria. Manfred se echó a reír.

—¿Me estás diciendo que un noventa y nueve por ciento de los alumnos no tienen ninguna aptitud pero sigues haciéndolo por uno que tiene talento?

—Exacto —afirmó ella. Volvió a meditarlo y asintió una vez más—. Además, así tienen algo que hacer, algo en que pensar al margen del aquí y ahora. Tampoco es nada malo.

—Parece que hables de gatitos fastidiosos —comentó Manfred—. ¿No te preocupa que hagan daño con lo que les enseñas?

—¿Meditación? ¿Ouija? ¿Interpretación de los sueños?

—¿Brujería? ¿Hechizos? ¿Magia sangrienta?

—No les enseño eso —dijo Fiji indignada.

—Pero es el siguiente paso. Consultarán tus libros, te harán preguntas sobre tus hechizos y tus creencias y cuando quieras darte cuenta…

Por su manera de encoger los hombros supo que ya había ocurrido.

—Y cuando quiera darme cuenta ¿qué? —le espetó.

—Tendrás un marido muerto o un novio esclavo —dijo Manfred, manifestando lo que sabía que era la desagradable verdad. De reojo, vio al gato anaranjado de nombre estúpido saltar de su cojín y mirarlo—. Me caes bien, Fiji, y espero que estemos haciéndonos amigos… pero si no piensas en el siguiente paso, estás siendo irresponsable. —Se encogió de hombros y abrió la puerta—. Gracias por invitarme. Nos vemos.

No se le ocurría nada más y Fiji no abrió la boca. Tras unos momentos sintiéndose como un tonto, como un capullo, se marchó.

Al cruzar la calle, que era sorprendentemente visible bajo la Luna llena, rumió sobre su última sentencia a Fiji. Aunque lamentaba haber mantenido un diálogo de sordos, seguía creyendo que había dicho la verdad. Se percató de que el coche de Olivia ya no se encontraba en la parte trasera de la casa de empeños y le sorprendió que no estuviera haciendo las maletas para el viaje. Entonces vio que la tienda estaba cerrada. Lemuel debería estar dentro. Era raro, pero no era asunto suyo. Cuando abría la puerta de su casa, volvió la cabeza y vio a Mr. Snuggly sentado en el patio observándolo.