ÁNGEL

JULIO ANTONIO GARCÍA LÓPEZ

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Daniel 6:22

 

Mi Dios envió su Ángel, que cerró la boca de los leones, y no me han hecho daño alguno porque fui hallado inocente ante Él; y tampoco ante ti, oh Rey, he cometido crimen alguno.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La realidad os alcanzará inexorable en este amanecer, vuestro sueño está a punto de acabar. Abandonad cualquier ilusión vespertina y rezad para redimiros. Con la revolución ha comenzado un nuevo día en nuestra Nación. La verdad está aquí, una realidad que descompondrá vuestros sueños y hará de España: Una, Grande y Libre.

Amenazar y torturar a veces es efectivo, pero el dato se extrae mejor con un soborno, o la simple promesa de este. Luego solo queda deshacerse del individuo y recuperar el “oro”. Ese oro huérfano lo depositas en  la Banca Commerciale Italiana de Nueva York en Gibraltar a la espera de que acabe el conflicto. Son retribuciones que más tarde utilizaré para continuar con el mandato de Dios.

 

Es como un cuervo. Un cuervo alto, potente y sabio. Arrebatador. Lo conocí un largo día en el desierto y me infundió el respeto que no creí profesar jamás por un ateo. El traductor de la Gestapo que traía con él me hizo preguntas extrañas tales como si mi padre me abrazaba cuando era niño. Yo no tengo padre, le contesté, me abrazaban los curas y ellos me hablaron de él. Al final dijo algo en alemán que no fue traducido y sentí como si hubiera suspendido un examen. Después puso su mano en mi hombro y todo pesar huyó de mi cuerpo. Él fue quien organizó el equipo de purificadores que conformábamos. No lo volví a ver.

Después de eso viajamos a la Madre Patria y nos dividieron en parejas sin que tuviéramos contacto con el resto de compañeros. Bien financiados, se nos indicaba la fuente en la cual excavar para que brotara la información necesaria y de esta manera poder terminar, cuando recuperáramos el poder, con la gentuza que habitaba en esa costa. Acabar con el prójimo no parece mandato divino, pero ¿quién detiene entonces la plaga del comunismo? Ellos no se paran en disquisiciones éticas cuando torturan a los cristianos en la checa de turno, ¿debemos entonces poner la otra mejilla y permitirles apoderarse de lo que tanto trabajo costó construir a nuestros ancestros? Ya habrá tiempo de poner la otra mejilla, ya habrá tiempo para la piedad y la misericordia cuando venzamos. La vista en el cielo y los pies bien plantados en la tierra. Si permitimos que esta enfermedad prospere, la palabra de Dios será aplastada así como sus seguidores. Nosotros no lo vamos a permitir, aunque para ello tengamos que utilizar también los viles medios de los que se sirve el enemigo: mentiras, dobleces y asesinato. Así vivimos la guerra nuestra.

 

A un lado y a otro de la verja, buscar y recabar información antes del alzamiento. Lo que hacemos es acaparar nombres para la inevitable purga. Vamos Gerardo Lamadrid y yo. Él equilibra el conjunto de nuestro aspecto con su cuerpo rechoncho y peludo. Hoy toca la pesquisa fina del menudeo.

Uno se acuesta con ilusiones pero se levanta con realidades, eso me aseguraron que decía mi santo padre. Yo digo que por mucho que uno se acueste con ilusiones y sueños no cambia la realidad de la mañana. Hoy en día, en nuestra tierra, judíos y masones conspiran inseminando los espíritus de nuestros jóvenes con propaganda comunista, y apostatan con promesas de igualdades utópicas y futuros imposibles. Las ensoñaciones infantiles de esos ignorantes, que se hacen llamar intelectuales de izquierda, llenan las mentes vacías del lumpen con ilusiones vanas.

Algunos de los que habitamos en un nivel superior de la existencia luchamos por nuestra Patria, por nuestras madres y nuestra estirpe, para que no se contamine la sangre que corre por las venas de los españoles de alcurnia. Los elegidos sacrificamos con gusto la pureza de nuestra alma para que los hijos de los hombres de bien puedan crecer en libertad, con la gracia de Dios y lejos de la chusma roja. Ilustrar con la verdad a los infieles, utilizando los modos y maneras a los que nos obligan el enemigo, puede quebrar el espíritu del soldado más curtido, pero aun así me encargaré de notificar esta verdad a quien corresponda.

 

Calles atestadas y calor sofocante aunque el mar lo suaviza. Prefiero el desierto donde se puede comulgar con la bella obra del Señor y contemplar en silencio las estrellas en su máximo esplendor. Gibraltar es todo lo contrario, mejorará cuando la Roca vuelva a ser española. Prefiero el café, pero un té es suficiente en este bar cargado de olores contradictorios, mezcla de lenguas y extraños acentos que resuenan en mis oídos siempre nostálgicos del silencioso claustro. Ahí llega mi cita, rubio, los ojos hambrientos y la sonrisa burlona. Aquí no, dice. Le sigo por las callejuelas. Atravesamos por fin un solitario zaguán y subimos las empinadas escaleras hasta el cuarto lleno de libros. Se disfruta el mar por la ventana y el olor a salitre me encarna el alma. Dámelo, le digo. El sobre es grueso, hojas, listados de nombres, logias de La Línea de La Concepción, futuros cadáveres sin nombre en una fosa fuera del camposanto. Mi partenaire se ha quitado la camisa, el calor es sofocante. Una gota de sudor resbala por su torso lampiño. Reclutarle ha sido difícil y divertido. Permito que se acerque. Es él quien clava mi navaja en su corazón cuando se abalanza sobre mí para abrazarme con vehemencia. Le tapo la boca y noto cómo la vida abandona sus pupilas. Su sangre ha empapado mi camisa y me pongo la suya, me gusta como huele. Robo un libro prohibido antes de abandonarle. Vuelvo la cabeza antes de salir, es hermoso en su muerte.

Rezo y leo la novela escrita por un judío para intentar comprender la mente del inferior, pero no encuentro nada.

 

Gerardo se ha encaprichado de una pelirroja y he visto que ha puesto el nombre del novio en la remesa de fichas que acumulamos para el primer envío. A mí eso no me parece bien, pero me callo. Salgo a pasear y acabo en la playa. El sol calienta pero ya no quema. Me avergüenzo de la voluptuosidad que me embarga caminando descalzo por la arena y me vuelvo a enfundar calcetines y zapatos. Busco a esa mujer que ha embrujado a mi compañero.

Sigo al novio. Está lleno de vida y su mirada verde atraviesa el tiempo y el espacio. Su andar desenfadado me lleva hasta una casa cuya dirección conozco. Nadie que cruza sus puertas es inocente.

Es necesario que el flamenco y el vino ablanden mi espíritu, me digo en el interior de este antro, y me obligo a ser como ellos. El Bello, le dicen todas y todos, de apellido Bello, de apodo el Bello, acertado pleonasmo; después danzan a su son en este sumidero en el que escupen sus vanas consignas, este lugar donde la exánime enjundia de sus pensamientos se soporta con alcohol y lujuria. Mirándolos me parecen monos en una jaula moneando monadas, las mujeres sudorosas, los hombres con aires de torero. Río porque me dan pena y ordeno que llenen mi vaso.

El acuse de recibo de mi sonrisa atañe a otras partes de mí, unas que no son otras que aquellas ocultas detrás del día en el que me entregaron a los monjes, sombras antes de las cuales no puedo recordar nada. De manera que él, el Bello, me acaba de sonreír y yo, es de bien nacidos, le correspondo. Y me percato que lo hago con el gozo de un amante, pero decido que lo he hecho con la naturalidad de un profesional. Estoy preparado para lo que venga, todo sea por la Gloria del Señor. Pido una botella y la comparto. Sus ojos verdes me recuerdan a los de mi madre, pero yo, me lo aseguraron, jamás conocí a mi madre.

 

Gibraltar, ya habrá tiempo de recuperar lo que es nuestro por la ley de Dios. Mi superior llegó a la sombra del general Alfredo Kindelán, que fue enviado directamente por el mismo Francisco Franco tras la advertencia del Foreign Office por la incursión de nuestros cazas sobre una flota, más soviet que republicana, que esperaba combustible junto al Peñón; escaramuza que se saldó con proyectiles perdidos, que a punto estuvieron de defenestrar buques con bandera inglesa, y explosiones dentro de la fortaleza.

Estamos en guerra y en guerra se establecen relaciones forzadas esgrimiendo sonrisas planas de salón. Con la disculpa como excusa, el Imperio Británico acepta gustoso el descargo y permite al general utilizar su moderna central telefónica. Las comunicaciones con Lisboa, Berlín y Roma resultan satisfactorias y cumplen su cometido. Mi superior se pone en contacto con el Cónsul de Alemania, comerciante de primer orden y muy cercano a la Inteligencia Naval de su Majestad. Comienza el juego.

Pienso en la primera zanja, en la oscuridad de la fosa que todo lo devorará, hambrienta de almas que no creen existir, llenas de cuerpos purgados por valientes. Su boca engullirá enemigos que habrán dejado de ser personas mucho antes de la procesión que los acarreará hasta allí.

 

Cuando me levanté por la mañana, recé durante una hora y Dios extirpó de mí todo dolor y remordimiento con su misericordia. Las náuseas por los excesos de la noche anterior fueron conmutadas por un nuevo vigor y una visión preclara de la Creación. Desayuné en el bar Modelo, que sé que frecuenta el que llaman el Bello. El camarero me olió y percibí el desasosiego en su rostro. Mejor así. Pedí una copa de aguardiente y luego otra, y otra. Casi tembló cuando le comenté, como si nada, que en las próximas noches los alzados que están a punto de llegar escarmentarán sin duda a decenas de traidores, entre ellos a algunos parroquianos asiduos al bar, como ese que le dicen el Bello y otros de su calaña. El camarero, taciturno, desapareció en la trastienda.

La frustración del hombre pasa factura cuando el niño que fue no aprendió que todo pasa, que el ser humano es un pecador diminuto, que solo existe un Todopoderoso y que es de cobardes no aceptar la vida tal y como viene. Gerardo se encolerizó cuando el día del alzamiento no encontramos al novio de esa bruja pelirroja. Perdió el respeto que se debe a él, que me debe a mí y, lo que es peor, el que debe a su Fe. Tras escuchar sus blasfemias, salí del auto junto a la casa donde vivía, aproveché que la calle estaba desierta, me di la vuelta junto al portal y le pedí que esperara. Me acerqué introduciendo mi brazo armado por su ventanilla. Un movimiento rápido sobre su garganta. Su cabeza inerte se dobló hacia atrás. Empujé su cuerpo, me senté en el sitio que ocupaba escuchando cómo burbujeaba su cuello sobre el asiento del copiloto y abandoné el vehículo junto a la casa donde se reunían los masones.

A la semana siguiente, tras una considerable cantidad de trabajo fino, lo vengué acabando con la vida de la familia de aquella mujer delante de sus propios ojos. Después ordené que la raparan.

Ese día paseé descalzo por la playa sin vergüenza y redimido, experimentando la voluntad inquebrantable que promueve el credo verdadero.

 

Poco recuerdo de la explosión: el deje cantarín de los italianos bromeando instantes antes, la belleza del tajo que cruzaba el puente y, luego, la nada. Bien sabía yo que en esa serranía conspiraba un hereje ruso apodado el Caracol, enviado por los siervos de Stalin para ayudar a aquellos analfabetos a sabotear nuestra reconquista. Me lo confesó un apestoso guerrillero a cambio de un paquete de picadura y dos onzas de chocolate. La baja catadura moral y debilidad mental son inherentes al arquetipo del republicano medio. Se le llena la boca con esa infamia de la lucha de clases, repudia a la burguesía y después vende a su madre por una botella de aguardiente. Pero eso es bueno, eso significa que su derrota está próxima. Aquel mismo Judas desdentado, mientras se liaba un cigarro y mamaba chocolate, dio la pauta para elaborar la emboscada donde el dinamitero rojo se pegó un tiro antes de que lo atraparan. Hubiera dado gran parte de mi patrimonio por haber podido “confesar” a aquel saboteador, pero resultó más cobarde de lo usual. De cualquier forma, doy gracias porque el Señor se fijó en mí y permitió que depurara algunos de mis pecados en vida.

El apego al cuerpo distrae de ejercitar el músculo del alma, ahora sé que la húmeda voluptuosidad del joven pesa menos que el aplomo encallecido del viejo. Pero hay destinos en los cuales te apoyas en tu físico y, tras el atentado, no tuve más remedio que servir en retaguardia. Quedé cojo, tuerto y con dolores de por vida. Sin la capacidad de rezar de rodillas, dejé atrás mi juventud entre los hierros retorcidos de aquel camión. Vivo pegado a un bastón que me recuerda lo aburrido de contemplarse en el espejo y que lo importante es intangible. Así, cada paso que doy conmemora mi lucha, cada punzada de dolor pule mi alma y la prepara para la tarea que me han encomendado y, por todo ello, comprendo que hoy seré mejor de lo que fui ayer.

 

Alcanzado un punto determinado, es curioso cómo la lengua se suelta en ese devenir de las vicisitudes patrias que yo gestiono. Llega un momento en el cual el confesado logra estructurar ideas que nunca creyó poder volcar en las palabras. Y me gusta. De todo se aprende. El individuo me explicaba excitado por la cafeína que algunos, o sea, el resto de la humanidad en contraposición a él y para soportar la existencia, necesitábamos reunir una serie de ideas redentoras; decía también que la vida es un conjunto de horrores y que hay quien necesita un dios para darle un sentido y no volverse loco, pero que estábamos equivocados, que en realidad el sentido de la vida está alejado de mensuras y que el solo hecho de creer que seres como nosotros son importantes en el conjunto del cosmos, es como creer que la felicidad es algo más que un caprichoso intervalo de luz que se disipa al instante en la espantosa oscuridad del universo. En esto último casi le tuve que dar la razón. Que lo que pasa es que uno nace, continuó, sobrevive como puede, si tiene suerte se reproduce y que lo único seguro es la muerte. Y que tras la muerte, nada. El mal no existe como tal y la justicia es un artificio, un mecanismo de control. Mátame si quieres porque anhelo esa nada, decía. Qué falsa coherencia bajo la bombilla amarillenta, cómo silbaban aquellas sencillas apostasías entre sus doloridos dientes. La sonrisa egocéntrica había sustituido a los suplicatorios de piedad que escuché tras los muros, pocos minutos antes, mientras el café caliente entonaba su organismo descalabrado. ¿Matarte? Tengo otros planes, matarte no es lo que tengo planeado para ti, antes necesitas conocer la Verdad, le dije. Noté su alivio involuntario. Abrió la puerta a la esperanza sin quererlo y por ahí mismo iba yo a penetrar en su débil consciencia.

El maloliente barracón lo construyeron ellos mismos con madera podrida. El frío entraba por cada poro y la muchedumbre de huesos que la construcción ahora contenía, la mayoría parásitos de la breve vida que les restaba, existía aterida en cuerpo y alma. Marionetas ensambladas por francmasones extranjeros, autoproclamadas portadoras de la verdad y que pronto declamarían sus tormentos en el infierno ante su público natural. Arrastrando la pestilencia, aún atenuada por las bajas temperaturas hasta el despacho de los interrogatorios, visitaban primero la celda en la que el suplicio terreno avanzaba la inexorable purificación de sus pecados. Más tarde ya se me presentaban blandos, expectantes, impostores quebrados y aprovechables, quizá futuros lacayos. Objetos de usar y tirar. Engendros antitéticos que servirían a la Causa. Animales con los cuales experimentar, con los que jugar al gran juego. Mentes que doblegar y convencer, que hacer tuyas. Corazones que cautivar y en los cuales excavar hasta alcanzar su naturaleza traidora y devolverlos domesticados en contra de su propia jauría. Órdenes son órdenes y, a la altura de esta guerra en la que ya atisbamos la victoria, unimos la misericordia con el interés y los canjeamos por conocimiento.

Sujetos interesantes hay en toda especie del reino animal. Todos inferiores aunque, de alguna manera, unos pocos resultan admirables. Aquel bruto había quemado vivos, bajo el amparo de la guerra, a unos terratenientes que no le pagaron unos trabajos antes de la contienda. Aquellas gentes adineradas no sabían tratar a la chusma. Robaban y calumniaban para enriquecerse y después no faltaban a misa de once; yo me había informado de aquellos hechos. Aun siendo consciente de la superioridad, no es de cristianos robar y mentir en tiempos de paz si no tienes un designio más elevado, designios de los cuales carecían aquellos señoritos de postín cuyas actuaciones hicieron flaco favor a los de nuestra clase. Aquel espécimen no solo prendió fuego, sino que más tarde tuvo la desfachatez de solicitar a la familia de los finados informes favorables a su nombre para salir de presidio. Esa provocación denotaba una clara inmadurez, y ese arrojo suicida que él confundía con la valentía no era otra cosa que un profundo sentimiento de inferioridad y autodestrucción. Pero pese a todo, su acto me conmovió de algún modo, resultaba tangencialmente poético, masculino y vigoroso; de manera que solicité el aplazamiento de su ejecución para poder moldearlo en mi secreto y pequeño campo de concentración en las montañas. Llegó frustrado por continuar todavía vivo e hicieron falta tres de los más experimentados de mis hombres para someterlo y aplicarle la primera purga. Más que nadie, gritaba, más que nadie, antes de que le sumergieran la cabeza en el agua helada. Tres días después le ofrecí el primer café. Altivo, escupió en la lata. Le prescribí dos días de estancia continuada en la celda de tortura, en turnos de seis horas con dos de descanso, a cargo de dos parejas de los profesionales más constantes con los que contaba y un experto boticario. Mientras tanto, continué manteniendo aquellas charlas con el otro individuo que encontraron perdido en un bosque cerca de Manresa: el filósofo de pacotilla al que llamaban el Dios debido a su patronímico. A veces parecía carecer del ímpetu suficiente, pero yo pensaba que podría ser aprovechable. Me preguntaba si el designio nominal de los fieles interactuaba con su carácter final, sentado en la recia silla de caoba, frente a la mesa desvencijada pero sólida y construida con traviesas. Con el olor a café de calidad sobre el hornillo. Saboreando el calor que bruñía el constante dolor de mi cuerpo tullido. La penumbra, las paredes de madera y la nieve del Pirineo al otro lado de la ventana. Mi bastón de cabeza nacarada y un corazón roto abierto delante. Y yo pudiendo observarlo, paladearlo. Chupar su sangre y renovarla y purificar su cuerpo. Saqué al Dios de su celda cuidando de que no se cruzara con el bruto y volvimos a su problema con la existencia. Hablamos de los horrores de la vida, de nosotros los benditos y de ellos los culpables. Ese día le expliqué la dificultad y la dicha de atisbar el conocimiento verdadero susurrándole al oído. El negaba en voz baja, luego pedí que frotaran su cuerpo con agua caliente y jabón y nos dejaran solos.

Acabar con el enemigo, pese a ser el primer impulso, no siempre es lo más adecuado. Recordaba aquel chico que disparó sobre la fachada de la escuela en las marismas del Guadalquivir, fusilando una bandera republicana; cómo disfrutó y cómo lo convertimos en un peón válido para nuestra causa. En aquel momento, mi juventud y la contemplación del efebo iracundo aplicando la Justicia Divina, enardecieron mis sentidos y decidí reclutarlo para que me acompañara a exterminar delicadamente a quienes se nos ordenara. Todo ello ocurrió muy rápido. Una noche, después de que se dejara querer por un alcalde comunista para envenenarlo después de algo más que de amor, me dijo que aquel hombre era bueno y maleable y que quizá yo le habría encontrado, en mi mayor sabiduría, un lugar en nuestro designio divino donde sería aprovechable para la obra de Dios; que algunos servirían mejor vivos que muertos. Aquel razonamiento me hizo pensar. Que el joven fuera más compasivo de la cuenta, cosa que al final causó su caída en desgracia, no significaba, pese a la cobardía que generó su elucubración, que esta careciera de sentido. Abrió mi mente y pensé en doblegar algunos cuerpos y almas librándolos así de las garras del diablo para conducirlos hacia el camino del Señor, o al menos para que le sirvieran antes de purgar sus pecados en el infierno. Otros muchos estaban mejor muertos que vivos, pero de la misma manera, su muerte podía tener un doble sentido: poseían joyas y dinero que dejaban atrás y que alguien devoto como yo podría aprovechar para mayor gloria del Todopoderoso. Por supuesto sin dejarme llevar por el pecado capital de la avaricia y pagando el justo tributo a mis superiores, ya que ellos conocían quiénes eran los objetivos adecuados. Si uno es previsor, pocos años de cosecha sirven para llenar el silo y yo era muy previsor, quizá demasiado para algunos de mis superiores en los cuales cada vez veía más arraigada la codicia y el recelo que ella conlleva. Aprendí que todo hombre puede cambiar en las dos direcciones y que nadie está libre de pecado.

Uno domesticado, me dije viendo al hombre plantado delante de mí, ocultando sus partes pudendas con sus largas manos y con cara de no saber qué le iba a caer encima. Abrí la caja bajo aquella luz tenue. Zapatos ingleses, bajo un abrigo de tweed sobre el que descansaba un sobrio traje gris de buena lana y una camisa blanca de algodón. Encima de todo ello, una muda blanca y dos sobres. Hubiera sido un desperdicio deshacerse de un hombre inteligente como aquel y sin ningún patrimonio ni información relevante que brindar. Olió la camisa antes de ponérsela y quise saber a qué le recordaba tras adoptar aquel gesto de dolorosa nostalgia. A mi madre, me contestó. Estupendo, pensé, la familia puebla su memoria, esto va como la seda. Le dije que abriera el sobre de la derecha y que leyera la carta. No puedo, está en inglés, creo, me dijo todavía temblando. Abre el otro sobre. Vio la fotografía reciente que yo había ordenado tomar a su hermano, sonriente, mano en ristre con su camisa azul, y su rostro demudó al terror. Le aseguré que podía estar tranquilo, que su salud era envidiable y que sería una pena que la llamada del Creador le alcanzara antes de lo que debiera, cosa que ocurriría si no seguía mis designios al pie de la letra, puesto que yo mismo me iba a ocupar de enviar a su hermano a una misión de la que jamás regresaría.

Sabía que el otro no era suave como la seda, sino todo lo contrario, justo lo que buscaba. Nada sospechoso de seguir a cualquier curia. Ese espécimen cincelado en granito puro volvió a escupir en el café caliente. Casi me emocionó presenciar su brutal orgullo inquebrantable. ¿Y si no le obligo a nada y le trato como a un igual? Ordené que nos dejaran solos. Saqué la botella de aguardiente y la descorché. Vi cómo sus ojos hacían chiribitas por un momento hasta que su férrea voluntad pudo con la pulsión alcohólica que me constaba poseía. Increíble, le dije, eres increíble. De verdad que nunca me he encontrado a nadie como tú, qué digo, a nadie que se acerque lo más mínimo a la altura del dobladillo de tu pantalón. Si todos mis compañeros fueran como tú, continué, hace tiempo que esta guerra habría acabado. Es un honor compartir esta botella contigo, por favor bebe. No se movió y yo le di un largo trago. Exquisito, de la serranía de Ronda, allí sí que saben lo que hacer con los licores. Adelantó las manos esposadas y agarró la botella. Se bebió media. Noté cómo el alcohol hacía mella en él, incluso un hombre así se tambalea si bebe de golpe lo aquel bebió con el estómago vacío y el cuerpo martirizado. No quiero que esto acabe mal para ti, sería un desperdicio que alguien tan valiente como tú desapareciera en la nada. Estás destinado a hacer grandes cosas, estamos destinados a hacer grandes cosas “juntos”. Terminó con el resto del licor de una tacada. Cuando cogió la otra botella que saqué, ya casi no me miraba de soslayo. La tercera la acabamos entre los dos. Estaba canturreando cuando le metieron en la bañera y, de vuelta en la habitación, esta vez sí se tomó el café.

 

Cumplieron mis indicaciones de forma cabal. Coloqué al bruto al mando, con el Dios bajo sus órdenes, no podía ser de otra manera. Les regalé, como si de un acto de contrición mío fuera, el sacrificio de sus dos torturadores. El antiguo collado que cruzaba a Francia, era un camino que yo utilizaba a menudo para enviar mis recolectas a un banco inglés en Marsella. De los dos últimos hombres de mi confianza que envié al otro lado de los Pirineos, jamás se supo. Tampoco de los cuartos de mi propiedad que portaban, aun sabiendo lo que les esperaba a sus familias. Ahí supe que esa vía estaba agotada y había llegado el momento de la retirada. Así que envié a esta pareja de la que jamás nadie sospecharía, custodiados por sus dos torturadores para que fueran escoltados como detenidos hasta una villa del otro lado, lugar donde supuestamente deberían ser entregados a dos espías alemanes. Supuse que, llegado el momento, el Tarugo se habría encargado de los dos con la navaja que llevaba oculta entre sus pertenencias como habíamos convenido, ya que me consta que llegaron a su destino y entregaron tranquilamente y sin llamar la atención la carta al director del banco, aquella que yo le había dado al Dios.

Yo deserté en la otra dirección sabiendo que mis superiores, que esperaban que me dirigiera en persona a Marsella a requerir mi patrimonio en el banco inglés donde ellos también guardaban sus mordidas, no prestarían atención a los dos elegantes visitantes que habían sido recibidos en el palacete del banquero, ya que los agentes enviados para detenerme solo esperaban la llegada de un tullido. Alcancé al puerto de Lisboa donde embarqué rumbo a Inglaterra sin el más mínimo problema. En Londres comprobé que se habían transferido los fondos correctamente según mis instrucciones y liberé el dinero prometido a los dos republicanos que habían ejecutado la operación con tanto rigor, claro que fue necesario que esta fuera diseñada por un justo siervo de Dios como yo. Recordé la sonrisa de aquel animal de bellota cuando abrió el sobre con las escrituras de la finca de la familia Valdemar a su nombre y cómo me alegró contemplarla y saber que ya era mío.

 

Un hombre tiene que ser consciente de lo limitado que es por el mero hecho de serlo y de que solo podrá alcanzar a ser, durante su menesterosa vida, un pecador con pretensiones. Navegando hacia Nueva York, ciudad donde me esperaba la parte de mi patrimonio acaparada cuando actuaba en el sur, me congracié conmigo mismo prometiéndole al Señor que utilizaría todos mis recursos para esparcir su Obra Verdadera por aquella joven patria de pragmáticos pecadores. Pero esa es otra historia.