EL CAMARERO DEL CAFÉ MODELO
MARÍA RUIZ-PAU
Si algo sé de la vida después de llevar más de treinta años detrás de un mostrador y atendiendo mesas mañanas y tardes seis días a la semana, es que ese hombre estaba acongojado aunque no lo quería aparentar.
Nada revelaba su aspecto, su terno bien cortado, la mano lenta que repasaba la brillantina del pelo, la firmeza con la que alisó el periódico arrugado que había sobre su mesa. Pero treinta años de profesión dan para mucho y ya no sólo soy capaz de adivinar por la mirada, por el gesto, quién va a pedir un té con leche y quién un carajillo de anís, ya distingo casi sin prestar atención, prácticamente con los ojos cerrados, al imbécil del vanidoso, al tacaño y al desesperado, a aquel que bebe por gusto del que lo hace por pura necesidad.
Aunque estaba en la mesa del fondo y a mí esa no me corresponde, le dije a Pepe que a ese caballero que no era cliente habitual del Modelo lo atendía yo.
Un café cortado, pero yo supe que lo que en realidad quería era una respuesta tranquilizadora para esa pregunta que su boca no pronunció. Y que yo le iba a contar hasta donde pudiera, que es bien poco.
Sí, soy yo, don Alfonso, mi nombre es Julio Vélez, para servirle. Soy yo quien tengo la llave del portal de su casa, pero no se inquiete usted por eso, que yo no voy a hacer mal uso de ella. Soy yo quien recibe desde hace cuatro años el paquete de Enrique, yo quien le quita el papel original con los sellos y el remite y lo envuelve de nuevo como mejor puede en un pliego sin marcas.
Soy yo quien sube las escaleras de su casa de madrugada cada ocho de mayo en silencio y deja el paquetito en el suelo, junto a su puerta. Si Dios y usted quieren, lo seguiré haciendo por muchos años.
No. No voy a decirle dónde está su cuñado, no voy a decirle nada de él, discúlpeme usted, le he jurado que no lo diría, no os quiere comprometer ni a usted ni a su mujer. Y aún menos a su niña. La vi cruzar el otro día por aquí enfrente, qué mayor y qué guapa está.
De mi boca no va a salir una palabra que delate a Enrique ante los que aún nos persiguen, una palabra que haga sospechar nada a doña Amparo. Su hermano es también mi hermano, uno de los pocos con los que todavía puedo cumplir nuestro mandato de fraternidad. La mayoría murió en la guerra o emigró, solo hay cruces sobre las cabezas de la última foto que nos hicimos los miembros de la logia Resurrección.
Descuide usted, que yo no usaré esa llave nada más que ese día y que nadie más sabe lo que hago, ni mi mujer.
Era un buen muchacho y hoy es un hombre cabal, no lo dude, la vida le ha dado estatura.
Si no desea usted nada más, sigo atendiendo otras mesas, hoy sábado está la cafetería al completo. No dude en venir cuantas veces quiera, don Alfonso, estoy a su entera disposición. Váyase usted tranquilo que no lo voy a comprometer; yo también cuento con su discreción. Soy un hombre prudente, eso me ha salvado la vida, es mucho lo que he penado sin faltar un día a mi trabajo, pero qué le vamos a hacer. Una guerra no es fácil para nadie, tampoco lo sería para usted.
No os olvida y está lejos, es lo único que le puedo contar. Quede usted con Dios.
Al café le invita la casa.