BUENAVENTURA EL DIOS

SANTIAGO MELCÓN

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Salamanca 29 de Abril. 2 de la madrugada. Queremos decirle al mundo, muy alto y muy claro, unas palabras sobre el incendio de Guernica. Guernica está destruida por el fuego y la gasolina. La han incendiado y la han convertido en ruinas las hordas rojas al servicio criminal de Aguirre, presidente de la República de Euzkadi.  El incendio se produjo ayer, y Aguirre ha lanzado la mentira infame, porque es un delincuente común, de atribuir a la noble y heroica Aviación de nuestro Ejército nacional ese crimen. Se puede probar en todo momento que la Aviación nacional no voló ayer, a causa de la niebla, ni sobre Guernica ni sobre ningún otro punto del frente de Vizcaya. Hoy sí ha volado la Aviación nacional sobre Guernica. Ha volado y ha tomado fotografías del incendio de Guernica, que aparece casi totalmente destruida. Aguirre se ha sentido diabólico y ha preparado, en un alarde de histrionismo repugnante, la destrucción de Guernica, para endosárselo al adversario y buscar un movimiento de indignación en los vascos, que vencidos y desmoralizados no pueden ya reaccionar todavía, sino merced a una gran convulsión de este género. Si el árbol santo de Guernica ha perecido en la hecatombe, es Aguirre y los suyos quienes lo han hecho perder.

 

ABC de Sevilla, 29 de Abril de 1937.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

En la ambulancia, camino del hospitalillo, recordé algo que madre habría de repetirme una y mil veces: el apellido, que quieras o que no quieras, te lo dio padre, pero el nombre te lo tenía guardado desde que te sentí en el vientre. Él te protegerá siempre. Ni vacas ni tierras habré de dejarte. Sólo el nombre para que te guarde de todo mal.

—Camarada, ¿cómo te llamas? preguntó el camillero.

— Buenaventura de Dios Bardón —respondí y al hacerlo sentí que estaba masticando tierra.

—Manda huevos. De Dios. Con ese nombre debiste apuntarte en el batallón Ochandiano. Allí están todos los tragahostias del PNV.

—Soy del Baracaldo, de la UGT.

—Pues hoy os han dado pal pelo. Sin embargo, habéis tomado Peña Lemona. Sois unos campeones.

—Anda, déjate de películas y sácame de aquí.

—Aparte del tiro en el brazo ¿Tienes algo más?

—Creo que no. ¿Te parece poco?

—Me parece suficiente para que te den la blanca y, si tienes enchufe, te manden a casa. Has tenido suerte después de todo. De esta sales bienaventurado.

—Buenaventura —corregí.

—Eso, Buenaventura el bienaventurado.

—Coño, se llama como el Durruti —apostilló el otro camillero

—Es que en León todos nos llamamos igual —respondí, y me animé al escuchar mi propia voz bromeando.

 

Avilés, 10 de Octubre de 1937.

Queridísima madre:

Espero de todo corazón que al recibo de la presente se encuentre Vd. bien de ánimo y salud que ambas cosas va a necesitar en estos tiempos de incertidumbre y zozobra. Si recibió la carta que le envié desde el hospitalillo de Bilbao, Dios quiera que así haya sido, ya sabrá Vd. que caí herido en el frente, en la toma de un monte que le dicen Peña Lemona. Entonces no pude contarle gran cosa porque teníamos racionado el papel con tanto herido como había y tanta urgencia por escribir a las familias. Qué alegría tan grande poder decirle ahora que salí con fortuna del trance, que la herida curó en pocas semanas y que no hay mal que por bien no venga, porque con el tiro en el brazo, se acabó el frente de batalla para su hijo de Vd. De los quinientos compañeros que participamos en la toma de la Peña, a media mañana más de la mitad habían caído muertos o heridos. Y pesar de las bajas, alcanzamos la posición. Todo en vano porque al día siguiente, los facciosos recuperaron la cima. Esto que le cuento yo no lo pude ver porque yo ya había sido evacuado a Bilbao para ser atendido y curado, pero los compañeros me refirieron la rabia que les entró después de tanto afán. Con esto que le cuento, se figurará Vd. que sentí un gran alivio cuando me acomodaron en la camilla de campaña, una simple lona y dos palos. Recordará Vd. lo que le costaba sacarme de la cama para ir a la escuela, y mucho más si era para la misa del domingo. En eso no he cambiado: nada más tumbarme me quedé dormido y, aunque sentía que el camillero y el conductor no paraban de hablar y reír, no me espabilé del todo hasta llegar a Bilbao. Sus carcajadas eran una buena señal, decía yo, porque nadie bromea en presencia de un moribundo… salvo que  ya me diesen por muerto.

 

En realidad en la ambulancia viajábamos dos heridos. Xosé, un gallego con el que había hecho buenas migas y que sintiendo que la  vida se le iba por el tremendo agujero del abdomen, me pedía que le diera la mano. Eu morro Buenaventura, decía una y otra vez. Eu morro. Cuando llegamos a Bilbao Xosé ya no decía nada. El viaje fue muy penoso. A pesar de que dormí durante la mayor parte del trayecto, sentía cómo cada bache replicaba su violencia con una puñalada en la herida. La carretera parecía estar pensada para romper los amortiguadores de la tartana y de paso hacerme ver las estrellas. Sin embargo dormía y veía a mi padre preparando la parva en la era y a mis hermanos deshaciendo los haces mientras mi madre se aproximaba por el camino con el capazo de la comida y el botijo recién llenado en la fuente. Todos parecían felices. Yo quería llamar su atención y participar de su alegría pero me sentía invisible a sus ojos. El camillero sentado a mi lado en la ambulancia me despertó.

—Te he limpiado la herida y te he hecho un torniquete. Has perdido mucha sangre. El que te ha disparado es un artista. Te ha metido la bala justo entre el cúbito y el radio. Se podría ganar la vida lanzando cuchillos en el circo. Has tenido mucha suerte camarada. 

—No serás zurdo por casualidad. Mientras la derecha funcione…. —apostilló el conductor soltando el volante y moviendo enérgicamente la diestra con el puño cerrado.

Una broma que mi educación antigua de campo me impedía celebrar, pero que en las condiciones en que me encontraba, y por venir de compañeros con la mejor intención, acepté de  buen grado.

 

Madre, no le puedo repetir las barbaridades que se decían el camillero y el chofer y las carcajadas que echaban. Pero lo que más me tranquilizó fue que dijeran que había tenido buena suerte. A ver si después de tanta desgracia, iba  a tener Vd. razón con lo del nombre. La herida no me dolía demasiado, ya le digo que me quedé dormido. Incluso me dio gusto sentir cómo el calor subía por el brazo hasta el hombro y se extendía por todo el costado izquierdo. ¿Se acuerda Vd. cuando padre me mandó a La Velilla con una carga de cebada y el carro volcó en los escobados y me manqué el pié? Eso sí que dolió...en el amor propio. Más que veinte tiros que me hubieran pegado. Era la primera vez que me dejaban conducir una yunta de vacas y ahí estaban las gavillas esparcidas en los escobados, el eje del carro partido por la mitad y las vacas mugiendo patas arriba. ¡Qué desastre tan grande, madre! Y ni Vd. ni padre me regañaron, que eso no se me olvida. Padre dijo que como era la primera vez que tropezaba con una piedra aún no me podía considerar un burro, que esa condición se ganaba tropezando al menos dos veces. Y ahí quedó la cosa.

Tenía Vd. que haber visto el edificio donde quedé ingresado en Bilbao. De postín. Ni más ni menos que la sede de la Sociedad El Sitio de Bilbao, en una calle principal que se llama Bidebarrieta, también de primera. Yo lo conocía por fuera, la fachada y poco más, porque me caía de camino al trabajo. Pero entrar, lo que se dice entrar, ni se me había ocurrido. En cuanto empezó el jaleo habilitaron el palacete, dicen que del siglo pasado, como hospital de retaguardia. Al cruzar el umbral tumbado en la camilla me fijé en el rosetón con vidrios de colores, en las puertas de buena madera labrada y en las enormes lámparas de araña que hay en la gran sala de lectura, las que mi amigo Salcedo tenía que limpiar todos los meses, encaramado a una escalera de treinta peldaños. Se acordará Vd. de Salcedo porque nos visitó en la matanza de hace unos años. Decía Vd. que tenía mucha chispa porque no paraba de decir burradas. Con él y un grupo de amigos quedaba todas las tardes en La Concordia para el café y no vea Vd. del gas que venía el día que le tocaba limpiar las dichosas lámparas. No puedo poner aquí los juramentos que echaba pero le aseguro que temblaban las mesas del café. 

 

Disfrutaba acudiendo cada tarde a la Concordia, un establecimiento situado en la calle de La Bolsa. Allí tomábamos café y fumábamos puros habanos un grupo de dependientes de comercio del casco viejo de Bilbao. Hacíamos una tertulia tan animada como la que mantenían los agentes de cambio y bolsa y los miembros de la vecina Sociedad Bilbaína en las otras mesas. Desgraciadamente nosotros éramos empleados por cuenta ajena encadenados a un mostrador a partir de las cinco de la tarde. Cuando yo salía del trabajo, cerca de las nueve de la noche, allí seguían debatiendo la actualidad apasionadamente, ahora sofocados por las copas y el humo de La Concordia. Formar parte de aquel decorado me hacía sentir muy lejos de mis orígenes, del pueblo, de la tierra, de mis hermanos y hasta de la madre a la que no olvidaría ni un solo día durante la guerra.

En general, todos los compañeros de la Concordia comulgábamos con ideas y principios de las izquierdas, y Salcedo era, sin duda, el más exaltado. Se la tenía jurada a las inmensas lámparas de lágrimas del salón principal y por ende a todos los ilustres miembros de la Sociedad el Sitio, o viceversa, como él decía.  Una de aquellas tardes, y después de tomarse el café y dos copas de coñac vi su cara enrojecida y su boca exhalando el humo de un cigarro habano mientras juraba: dentro de nada va a acontecer un accidente de suma gravedad y a algún hijo de puta capitalista le va a caer encima una lámpara con sus 800 lagrimitas de cristal  y le van a salir una a una por los ojos, que, como todos sabéis, es el conducto natural para la salida de lágrimas. El grave accidente no tuvo lugar y Salcedo murió ante el paredón por hablar más de la cuenta con quien no debía. Otros llegarían después a limpiar las lámparas de la Sociedad El Sitio de Bilbao.

Sin embargo, cuando entré en el salón y vi las famosas lámparas y sus innumerables lágrimas, no me acordé de Salcedo ni de sus maldiciones, sino del día que me despidió Vd. al pié de la tartana de Ulpiano y me puso en la mano las cuarenta y cinco pesetas que le dieron por la vaca y con las que habría de sobrevivir primero en Madrid y más tarde en Bilbao hasta encontrar un medio de vida honrado. Mira que vender a la Lucera con la leche tan buena que daba. Por no hablar de la nata y la  mantequilla. Y si la deja Vd. para carne lo mismo le dan los diez duros. Sólo tenía doce años y no se me daba mal ordeñar y esquilar y pensaba que si en el pueblo había ciento cincuenta ovejas, y trescientas vacas mal contadas, en la capital habría más del doble ¿Qué más podía necesitar? Y Vd. decía que estas destrezas del campo de poco me habrían de servir en Madrid y que mejor sería que me aplicase con la caligrafía y las cuatro reglas a ver si entraba de escribiente o de contable en alguna oficina. Y yo le porfiaba a Vd. porque siendo la capital tan grande, habría sitio para ovejas, vacas y oficinas y Vd. se reía con mis ocurrencias y a mí me daba mucha alegría verla reír, sobre todo desde que faltó padre. Por eso yo no paraba de inventar cuentos y embustes. Vd. me hacía callar porque no quería que la viesen riendo estando de luto, pero a mí me daba igual porque yo quería verla contenta. Vd. al final me regañaba de mentiras y terminaba diciéndome que tanto si trataba con ganado como con personas humanas, la honradez y la decencia guiasen siempre mis pasos, que los Dioses llevábamos de apellido a Nuestro Señor con su venia y para su mayor gloria. ¿Se acuerda madre? Pues mire Vd. si salí adelante que acabé alojado en un palacio del centro Bilbao. Al entrar en él, no sé por qué, me acordé de la tartana de Ulpiano y del nombre que Vd. me puso.

Le digo madre lo mismo que decía a los compañeros del hospitalillo. Este desastre de la República estaba cantado desde que cayó Bilbao porque  con Bilbao, caería el norte, y con el norte perdido, igualmente habría de estarlo la guerra. Y así ha sido. Creían los camaradas que el cinturón de hierro que hicimos alrededor de la ciudad sería como la cincha del burro, que cuanta más carga se le echa, más se ajusta al costillar del animal. Vosotros sí que sois borricos, les decía yo. ¿Es que se os ha olvidado lo que han hecho en Durango y en Guernica? Un paraguas de hierro es lo que necesitamos para escapar de esta. Con cuatro pasadas de los aviones alemanes y un poco que empujen los requetés de Navarra, se acabó la fiesta. Así les hablaba pero ellos decían que los rusos nos iban a mandar los chatos y no sé qué otras monsergas de unas brigadas internacionales que se estaban formando. El tiempo me dio la razón y no para mi gusto. Si le digo la verdad, casi me alegré cuando cayó Bilbao porque vi cercano el fin de la guerra. Esto no va más allá del verano pensé y ya me veía ayudándole a Vd. y a los chicos en la matanza. Soñaba en ponerle las manos encima al Magdaleno. Cien kilos debía haber puesto para esa fecha y aún faltaban cinco meses para San Martín. Pero en esto me equivoqué y aquí me tiene usted, en Avilés, esperando que las tropas de Franco tomen la ciudad de un momento a otro y aprovechando el tedio de la espera contándole a Vd. mis peripecias. Ahora la voy a dejar que estará Vd. cansada de leer y a mí ya me duele la mano y la muñeca de tanta escritura. Mañana o pasado me pongo de nuevo a la tarea para que sepa Vd. de buena tinta todo lo que este hijo de Vd. ha pasado por mor de la guerra. Un abrazo muy fuerte de su Buenaventura.

 

Avilés, 12 de Octubre de 1937.

Querida madre:

Será porque es el Pilar que las tropas facciosas están celebrando esta fiesta tan señalada para ellos  y han dejado de bombardear la ciudad de Avilés y a los barcos que zarpan con los milicianos que huyen. Se respira la tranquilidad que anuncia el final y es buen momento para continuar con el relato mientras pueda hacerlo, así que, si está de pié, siéntese y póngase los lentes que le regalamos por su santo porque la historia es larga y no tiene desperdicio.

Como le decía, llegar al hospitalillo fue una bendición. Nos trataron como a reyes. Apenas me dejó la ambulancia en la puerta, deshicieron el torniquete que me habían hecho en el frente y se dispusieron a limpiar la herida. Buenventura, esto va a doler, me dijeron. Aquí la anestesia es de la marca El Mono. Y se echaron a reír. Vd. sabe que nunca fui bebedor, pero no pude rechazar el gran trago de anís que me ofrecieron. El médico confirmó el diagnóstico del camillero de la ambulancia. Un agujero limpio entre cúbito y radio. Sí señor. Un artista el que me había disparado.

Hasta que nos evacuaron del hospitalillo de Bidebarrieta, nos trataron como si estuviéramos de hotel. Bien comidos y bebidos. Ni le cuento el lujo que nos rodeaba: cuadros que parecían de museo, escayolas con formas y colores que yo no había visto antes. La carpintería, toda noble. La escalera daba respeto de pisar, con un pasamanos grueso como el yugo que le ponemos al tiro de bueyes y los suelos de madera mejores que los de la iglesia.  Y con todas estas finezas, pienso en padre que en paz descanse. Desde que regresó de Filipinas contagiado de aquel mal que ningún médico había visto antes ni supo curar después, nunca dejó de repetir que la guerra es mala componedora y que sólo trae calamidades. A que se acuerda Vd. de esa letanía. Pues lamento tener que discrepar de la sentencia de padre. Porque ¿quién habría de decir a un proletario como su hijo de usted que algún día se alojaría de pensión completa en la catedral de los ricos? No digo burgueses ni capitalistas porque estas palabras y otras que usan los republicanos a Vd. le causan temor. En fin que dijera lo que dijera padre, las guerras, a veces sirven y de ello doy fe.

Todo esto que le cuento de Bilbao y el hospitalillo pasó en Junio del 37 cuando aún no se había cumplido el año desde que, por los altavoces, mandaron parar el baile en la plaza. Vd. sabe que no soy muy bailón, aunque las chicas me gustan como al que más, no vaya Vd. a pensar.... Como era sábado me acerqué a Santurce por si encontraba plan. Era la romería del Carmen que aquí la tienen mucha devoción, como nosotros a Nuestra Señora de Pandorado, para que se haga Vd. una idea. La plaza estaba engalanada de fiesta con banderitas y farolillos. Ya era casi de noche. Apenas llegué, la orquestina dejó de tocar y una voz dio la orden por los altavoces convocando a todos los jóvenes socialistas para que nos reuniéramos en la Casa del Pueblo con urgencia. No mencionaron el motivo.... ni falta que hacía. Todos sabíamos que el pronunciamiento militar podía producirse en cualquier momento.

 

Una guerra no era algo que yo quisiera. Me sentía escarmentado en cabeza ajena con las historias que mi padre nos contó de sus andanzas en Filipinas, andanzas que terminarían a medio plazo con su vida, aunque no fuera por heridas de guerra. También conocía las historias de los desgraciados que habían sido movilizados al Protectorado de Marruecos sólo unos años antes. ¿Quién no estaba al tanto del desastre de Annual? Hasta los ecos de la lejana tercera carlistada llegaron a mis odios cuando no sé qué pariente del abuelo partió al frente con una tranca de roble por todo armamento. Por eso me sorprendió descubrir en el baile de Santurce a tanta gente alborozada por el anuncio de la movilización. No faltaban los que se las prometían felices en el fragor de los disparos y los cañonazos.

— Anda jaleo, jaleo, Ya se acabó el alboroto, ahora empieza el tiroteo —canturreó un desconocido a mi espalda.

— ¿Cómo lo sabes? ¿Cómo puedes estar tan seguro?

— Estaba cantado, o ¿es que no oyes la radio? —respondió sin dudar.

 

Aunque estaba de acuerdo con muchas de las ideas nuevas que trajo la  República, me fui para casa después de rechazar la invitación de algunos compañeros para subirme con ellos a los camiones y partir de forma inmediata para Villareal, una población cercana a Vitoria donde se habían sublevado algunas guarniciones. No sé de donde sacarían las armas, pero lo cierto es que a ninguno le faltaba su fusil y una buena cantidad de munición. Poco amigo soy de armas y jaleos, Vd. bien lo sabe, así que rechacé la invitación, pero las circunstancias de aquellos primeros días le obligaban a uno a tomar partido y yo siempre pensé que la República es más favorecedora para el obrero y el labrador que la monarquía y según siempre me contó Vd., en nuestra casa no hubo otra forma de ganar el pan que la siembra y la trilla, de modo que fui a alistarme en un batallón de milicianos que se formaba y que se llamaba Baracaldo. Conocía a muchos de los compañeros porque todos pertenecían a la UGT. Madre tiene Vd. que perdonarme si nunca le conté que me apunté al sindicato al poco de llegar a Bilbao, y no se lo dije porque bien conozco el miedo que le dan estas cosas de la política, pero le puedo asegurar que todo lo que hicimos fue por ayudar a los compañeros que lo necesitaban, justo lo mismo que Don Modesto  predicaba cada domingo en el sermón, sólo que él, por ser más fino, llamaba prójimo a los compañeros, pero lo mismo es compañero que prójimo que camarada.

En el batallón lo primero fue la instrucción militar y tan bien la hacía que a los pocos días era yo el que enseñaba a los que se incorporaban. ¿Se acuerda Vd. de que en el servicio militar fuí gastador? Pues también en la guerra me tocó ser el primero de la fila. El comandante pronto se percató de que los números, y sobre todo las letras, no se me daban mal del todo, y esto que le cuento ahora dirá Vd. que es inventado. Me mandó a llamar el comandante a la oficina y ¿qué cree que me dijo? Pues me ofreció ser teniente y ponerme al mando de toda una sección de milicianos. Más de veinte compañeros tendría a mi cargo. Tuve que apartarme de él porque ya lo tenía encima clavándome dos estrellas de seis puntas en la guerrera. Rechacé el puesto agradecido porque pensé que era muy bonito ser el jefe para desfilar en el patio de la escuela donde hacíamos la instrucción y donde las vecinas se asomaban a echarnos piropos, pero en el frente no habríamos de hacer desfiles ni ver chicas guapas de modo que, como le digo, preferí seguir como uno más, de lo cual, y a la vista de cómo se están poniéndo las cosas,  me alegro.

No fue el frente de batalla mi primer destino. Eso vendría mucho más tarde. A primeros de septiembre llegó a Bilbao una delegación diplomática de la Unión Soviética, un grupo de rusos importantes, para que Vd. me entienda, que se alojaban en un chalet de categoría. Allí mandaron a su hijo de Vd. y a unos cuantos más en misión de vigilancia. ¿Se acuerda Vd. cuando don Modesto nos enseñó una foto recortada de un periódico donde salía un ruso con barba y dijo que así se las pinta Satanás cuando sale del infierno para tentar a los cristianos? Menudo susto se llevó Vd. que no paraba de santiguarse. Pues la realidad es otra. Los rusos de verdad tienen mucha mejor facha. Tenía Vd. que haber conocido al jefe que venía con ellos. Todos le llamábamos Caracol porque nadie sabía decir su nombre que era Kasparol o algo así. Bien plantado, maqueado y simpático como el que más. El buen hombre se lo tomaba todo con humor, incluso cuando tenía que aplicarse con rudeza en los interrogatorios de sospechosos. Le gustaba mucho hablar con los milicianos que guardábamos el chalet. Tenía una curiosa forma de ratificar sus propias opiniones y comentarios añadiendo un sonoro sí al final de cada frase.

—Quierro practicarr el español, sí —repetía una y otra vez. Pero yo tengo para mí que estaba más interesado en conocer nuestras opiniones y averiguar si éramos afectos a la República o si había alguno de la guardia que estuviera pasando información al enemigo. Y por muy majo que fuese, no se andaba con chiquitas. Corrían historias de cómo se las gastaba en los interrogatorios con los sospechosos. Un pájaro duro de pelar. Ya tendré tiempo de contarle un suceso que presencié con un compañero del servicio de vigilancia que se llamaba Víctor pero al que todos decían Viqui porque hacía gestos afeminados al hablar.

 

Un mal día Caracol llamó al tal Victor a su presencia en el despacho que ocupaba en la segunda planta del chalet. Yo cuidaba la puerta trasera. Llevarían reunidos poco más de diez minutos cuando escuché un disparo dentro de la casa. Monté el arma y subí tan aprisa que el corazón me salía por la boca. Cuando llego al segundo piso veo al ruso plantado en la puerta  de su despacho con la pistola aún humeante en la mano y me dice:

—Tranquilo Dios, que  este ya no hace más, ¿cómo se dice? ¿Mariconear?

Caracol no me dio tiempo a responder. Él mismo lo hizo demostrando con ello su solvencia en la lengua española:

—Mariconear, eso es. Este ya no  mariconear más, sí —repitió.

Como la puerta quedó abierta, pude ver a Viqui tirado en el suelo y la elegante alfombra como una esponja absorbiendo la sangre que salía de su cabeza. Yo no sabía muy bien qué hacer. En eso Caracol me dice:

—Dios, llama a los de intendencia siii y dices que retiren alfombra. Sangre seca mala para limpiar. Luego retirar esto —apuntó al cadáver—. Siii.

Me atreví a preguntar qué había pasado. El ruso me dice:

—Ordené seguir a este y el informe dice que hablaba mucho con sacristán de San Nicolás sí. Entonces detengo sacristán esa noche para preguntar y saber de qué hablaba con Viqui. No jode que el mucho cabrón quiere engañar y dice que relación con el Víctor es de maricón y nada más. Sííí, eso dijo el hijo de la puta grande, a mí, defensor de amor libre. Para mí igual es macho que hembra que asno para amor, sííí igual una cosa que otra. Tú la metes donde quieres o puedes y viva el comunismo. Pero engañar a Kasparov no es revolucionario. No tuve que apretar mucho tuercas porque estos que andar entre sotanas son blandos como pera pocho.

—Pocha —corregí a Caracol— pera pocha. Cuestión de género —me atreví a puntualizar.

—Sííí pocha, pera mucho pocha. ¿Tú creer que Viqui hablaba con sacristán  asuntos de inteligencia? Sííí, de inteligencia... el mucho cabrón maricón hablaba de inteligencia con sacristán. ¡Cago en Dios!

Entonces se da cuenta de que estoy presente y me dice:

—Perdona Dios, no me refería a ti.

—No te preocupes Caracol, estoy acostumbrado.

Y ya no me atreví a preguntar qué era eso de la inteligencia porque en ese momento me pareció más inteligente mantener la boca cerrada. Un gran tipo el ruso Caracol. Sé que poco antes de la caída de Bilbao partió hacia Madrid e intervino en muchas operaciones de sabotaje contra las líneas rebeldes, incluso en la lejana Andalucía. ¡Un gran tipo, sííí...!

 

Como le iba diciendo, no se puede hacer Vd. idea de lo bien que hablaba el español a pesar de su fuerte pronunciación, mucho mejor que la gente de la ribera que son todos unos mastuerzos y que, como decía padre, se asombran de que los portugueses sepan hablar portugués desde que son unos rapaces. El Caracol aprendió el español en la escuela soviética que, en esto de las lenguas, está muy adelantada respecto de lo que hay en España puesto que allí han despreciado las lenguas muertas en favor de las modernas. Caracol dice que el español es una lengua muy moderna por muy vieja que sea.

¡Ay madre, qué pronto se iba a acabar la buena vida en el chalet y las conversaciones con el ruso ¡ La guerra de verdad me esperaba a pocos kilómetros, en el primer pueblo que hay en la provincia de Guipúzcoa entrando por Vizcaya y que se llama Eibar. El frente se había estabilizado allí. Nos llevaron en tren desde la estación de Achuri. Durante el viaje todo era alegría y cánticos. Partíamos bien pertrechados, lo cual nos daba confianza y más ganas de cantar. Cada miliciano tenía su fusil y una pistola ametralladora de dieciséis tiros. Alguno había que quería al armamento más que a su novia y no paraba de abrazarlo y besarlo. Yo llevaba el mío con el seguro echado que me acuerdo de lo que decía padre de las armas, que las carga el diablo y se disparan solas.

 

Esta mezcla de guerra y canciones me daba muy mala espina. En los años previos al alzamiento se habían puesto de moda las bilbaínadas: que si el parque con sus pavos reales, que si los barcos mercantes pasando por debajo del puente colgante, que si las mozas de buen ver y mejor comer, en fin ya se hace Vd. una idea:  lo mismo que cantan todos los pueblos de lo suyo: canciones inocentes y fanfarronas que entonábamos con entusiasmo después de tomar un par de chiquitos. Pero allí metidos, en la caja de aquel Studebacker militarizado, me parecía que cantar era  de mal agüero, por más que lo hiciéramos a voz en grito. Muchos de los compañeros lo harían para espantar el miedo, otros por escapar de la realidad. Yo nunca supe entonar bien, y en este viaje había perdido las ganas de cantar por completo.

 

Un inglés vino a Bilbao, por ver la ría y mar, pero al ver las bilbainitas, ya no se quiso marchar. Tra, la, la, la.

 

Pero yo creo, madre, que la alegría que reinaba en el camión se debía también a la convicción de que con la razón que nos asistía y el armamento que nos habían dado, en dos o tres semanas terminaríamos con el alzamiento. Por respeto a Vd. no le pongo en esta carta las barbaridades que decían los compañeros, pero descuide que, tal como me enseñó padre, hasta en los momentos de más entusiasmo, me cuidé yo muy mucho de significarme más de la cuenta, ni hablando ni cantando, que uno nunca sabe de qué pata va a cojear la mula que tropezó cuando termine de revolcarse y se levante, que dijimos que si sería de la pata derecha y ahora que está en pié renquea de la izquierda.

 

Durante todo el camino, los milicianos, todos novatos en cuestiones de guerra, casi niños, no paraban de decir bravuconadas, quién sabe si para darse valor: Al Franquito lo colgamos de los huevos, decía uno. A septiembre no llega, respondía otro. Y entre chanzas y bravatas continuaron con las canciones de moda: Vale más una bilbainita, con su cara bonita, con su gracia y su sal, que todas las americanas, con su inmenso caudal.

Tra, la, la la

 

Desde Eibar fuimos caminando de noche por la orilla del río Deba hasta la estación de Málzaga. Allí quedamos alojados treinta hombres al mando de un teniente. Al estar los facciosos apostados en los montes que nos rodeaban, nos ametrallaban a placer. Nos podían haber echado de la estación a pedradas si hubieran querdio, pero prefirieron usar munición de verdad que para eso la tenían. Aun así, y mientras no hubo bajas, mantuvimos el ánimo suficiente para seguir cantando en la creencia de que aquello no habría de durar.

Pero al fin cayó un compañero, el primero, y con su muerte terminaron los cánticos y las bromas. Los muertos ponen las cosas en su sitio. Ya tendré tiempo de contarle cómo ocurrió el suceso, pero le adelanto que saqué de aquello la misma moraleja que padre siempre me enseñó: que las fanfarronadas se pagan más pronto que tarde y que por la boca muere el pez.

 

Llevábamos poco más de un mes parapetados en la estación y los fachas no paraban de dispararnos desde la cima del monte. La casa tenía dos plantas pero ni siquiera podíamos subir o bajar porque la escalera era exterior y ofrecíamos un blanco muy fácil de abatir. De la estación partía un puente sobre el río Deba. Por algún motivo que sólo él conocía, un miliciano, como haciendo una apuesta consigo mismo, se empeñó en cruzarlo a la luz del día y en plena línea de fuego del enemigo. "Yo paso por cojones" repetía a pesar de nuestras advertencias. "Por cojones" gritaba una y otra vez. De pronto salió corriendo de la casa. No había alcanzado la mitad del puente cuando cayó fulminado por un disparo solitario y certero. Yo le regalé el epitafio: "Murió por hacer el mono", pensé. El suceso nos afectó mucho a todos. Hasta ese momento habíamos jugado al gato y al ratón con el enemigo, nosotros en el papel de ratón mientras el gato nos lanzaba zarpazos desde las alturas. El cadáver, abandonado en medio del puente hasta que pudimos recogerlo al anochecer, nos decía con su muda presencia que el juego había terminado.

 

Cuando por fin nos relevaron, nos movilizaron a un nuevo destino en el  monte Illordo y allí pasamos las fiestas de Navidad de 1936. Hubo en esos días bastante calma en el frente y con la tranquilidad llegamos a entrar en conversaciones con los requetés estacionados en un monte frente por frente del que nosotros ocupábamos, y como tanto ellos como nosotros disponíamos de megáfonos, pasábamos las horas echándonos en cara las fechorías que unos y otros habíamos cometido en la retaguardia. En más de una ocasión quedamos de acuerdo para encontrarnos en el valle e intercambiar nuestros escasos bienes, normalmente tabaco por papel de fumar o chocolate por latas de conservas. Bajábamos al encuentro portando bandera blanca. Casi todos éramos soldados rasos, unos chavales, y entre nosotros no había odio ni inquina personal. Nos saludábamos, charlábamos un rato, nos deseábamos buena suerte y nos despedíamos con un apretón de manos. Eso era todo madre. Eso era la guerra hasta que llegó la primavera y el enemigo lanzó un ataque imparable desde los montes de Elgueta. La escabechina fue grande entre los nuestros y empezamos a retroceder. Y en este punto dejo el relato por hoy porque lo que me queda en el tintero es largo de contar y ya anochece en Avilés. Como siempre, le envía un beso y todo su cariño, su hijo afectísimo que no olvida. Buenaventura.

 

Avilés, 14 de Octubre de 1937.

Y ahora madre le cuento el desastre de Guernica porque, a pesar de haber visto muchas desgracias en la guerra, ninguna fue tan grande como esta. Como la radio dio la información de que mi batallón, el Baracaldo, había quedado diezmado, y temiendo que Vd.  hubiese escuchado la noticia, puse el mayor interés en que supiera que yo fui uno de los que escapó sin daño alguno y que me libré de las bombas que caían como pedrisco. Por eso le hice llegar el recado con aquel paisano que logró cruzar las líneas y ya con eso me quedé tranquilo. Avistamos la ciudad cuando los alemanes ya habían terminado de vaciar las bombas incendiarias que llevaban en las tripas de unos aviones que llaman los Junkers 52. Era el 26 de Abril. Lunes de feria, madre. Le digo a Vd. que aquí hablan en vascuence y no les entiendo casi nada, pero las ferias y las cosas del campo, como las nuestras.  Para comprar o vender una vaca y un gocho, o lo que cada uno saca de la huerta no hacen falta ni vascuence ni latín, que habiendo voluntad de entenderse, nos entendemos. Cuando la lluvia cala la tierra me llega el olor lejano del prado después de pasarle el dalle, y me creo que estoy con Vd., con padre y con los chicos acarreando yerba. Como le decía, un desastre lo de Guernica. Seríamos unos cien y llevábamos dos días sin rumbo por los montes y recibiendo órdenes y contraórdenes. Después de la ofensiva que los facciosos hicieron en Elgueta, nos dijeron que teníamos que retirarnos y tomar posiciones en un monte que se llama Urco. Cuando estábamos arriba y pensamos que podríamos dormir un rato, llega un enlace con la instrucción de ponernos en marcha hacia Marquina. Echamos a andar y a medio camino, nueva orden: a Guernica.

Sabíamos que nos esperaba un espectáculo de horror porque, mientras caminábamos, no dejaban de pasar los aviones alemanes  — cargan en Vitoria y sueltan en Guernica, dijo un compañero bien informado — y no paramos de oír el tronar de las bombas. Pero al distinguir el pueblo iluminado por las llamas me di cuenta de que el desastre era aún mayor de lo esperado ¡Dios mío¡ Y me acordé del infierno del que hablaba el cura en la escuela para meternos miedo. Nos daba tanto susto imaginar a los pecadores sumergidos en el caldero de agua hirviendo que, para espantarlo, hacíamos bromas diciendo que al cocido le faltaba la morcilla, el chorizo y el tocino. Pero la verdad es que nos cagábamos, y dispense madre la marranada de la expresión. Pues mucho peor fue lo que vi en Guernica: hombres y mujeres buscando a los suyos en la oscuridad, en silencio, removiendo los escombros y quemándose las manos porque las piedras de las casas aún estaban al rojo vivo. Le digo madre que los paisanos, que aquí les dicen caseros o aldeanos, son gente como nosotros, de campo, de buena traza y cumplidores y no se merecían un castigo tan severo, por mucho que Don Modesto diga que todos somos pecadores y debemos purgar por nuestras culpas. Y ¿sabe Vd. lo peor? Pues que dijeron los facciosos que Guernica la había destruido una partida de mineros rojos llegados de Asturias con un arsenal de dinamita, y luego que lo habíamos hehco nosotros por orden del Presidente Aguirre. Mentiras tan grandes sí que no tiene perdón de Dios.

Estaba sólo y tan agotado que caí rendido en un hato de leña. Ya no había ni batallón, ni compañeros ni nada. No sé las horas que pude dormir pero cuando desperté el sol estaba alto. Entonces quise volver a Bilbao por atender las nuevas órdenes que hubiera dictado el mando. Me planté en mitad de la carretera y paré un camión que salió de las ruinas humeantes. Iba repleto de milicianos derrotados, como yo mismo. Algunos eran compañeros que yo conocía del Baracaldo. Me dio mucha alegría encontrarme entre ellos. Nadie dijo una palabra durante el viaje. Nada que ver con los cánticos de los primeros días de la guerra, cuando partimos para el frente en la linde Vizcaya con Guipúzcoa.

Como le decía, después de subirme al camión que me sacó de Guernica, pude llegar a Bilbao ya de noche. A la mañana siguiente, en Bilbao me presenté en las Escuelas de Abásolo en  Portugalete donde el Baracaldo se estaba reagrupando con los veteranos supervivientes que íbamos apareciendo y con la incorporación de nuevos reclutas, cada vez más jóvenes. Algunos de ellos no se habían afeitado por primera vez. Unos rapaces, madre. Eso eran los nuevos compañeros. A más de uno dije: anda chaval vete para casa que esto no es para ti. Perdóneme si no le escribí entonces pero es que no hubo tiempo ni medios para hacerlo; ni para mí ni para nadie porque de inmediato partimos de nuevo al frente en Amorebieta. El empuje de los requetés era imparable. En el camión tuve un mal presentimiento al comprobar la ineptitud de los mandos que nos habían asignado.

 

La preparación militar de los voluntarios era ninguna. Si acaso lo que recordábamos del servicio militar cuando pasábamos las horas y los días haciendo instrucción en el patio del cuartel, sobre todo desfilando. No había que ser muy listo para darse cuenta de que saber llevar el paso no nos iba a servir de mucho. Poco más formada que la tropa estaba la plana mayor.

—Buenaventura —me dijo un compañero veterano—, ¿te has dado cuenta de que el comandante está intentando leer el mapa del revés? Este tío no tiene ni puta idea de estrategia ni de planos ni de guerras —me advirtió según nos apeamos del camión.

—Pues tú calladito. Como se lo recuerdes lo mismo te mete un tiro por sedicioso que te hace entrega del mando sobre la marcha. Yo no me arriesgaría a comprobarlo.

Salvo contadas excepciones, como el taxista de Irún Manuel Errandonea, convertido en comandante del Batallón Rosa Luxemburgo, en general los mandos eran elegidos por su fidelidad ideológica a la República más que por su preparación militar. Y esta carencia se cobraría un alto precio en vidas humanas.

 

A partir de mi regreso al frente los combates en los que participé fueron muchos y muy sangrientos para ambas partes. Los requetés estaban empeñados en tomar Bilbao. Entre las tropas que luchábamos en los montes cercanos y las que habían construido y ahora guardaban una defensas que dieron en llamar el cinturón de hierro, pensamos que resistiríamos el empuje de Franco, pero nuestras posiciones fueron cayendo una por una.

Si le digo la verdad, y a la vista de cómo se desarrollaron los acontecimientos, fue una suerte caer herido en Lemona. Déjeme que le cuente cómo ocurrió. La noche del 2 de Junio nos concentraron en una zona boscosa. Allí reunieron a los batallones Baracaldo, Amátegui, Rosa Luxemburgo y Rebelión de la Sal. Éramos la IV Brigada del Ejército del Norte. Nos indicaron la misión: tomar la Peña Lemona y para que cogiéramos fuerzas nos sirvieron un rancho frío con jamón, pan y chocolate. Algunos compañeros tenían tanto miedo que no pudieron probar bocado, pero ya sabe Vd. madre que yo no pierdo ni el temple ni el apetito con facilidad así que aquel día me tomé más de dos desayunos. Los camaradas me preguntaban cómo podía comer nada en esos momentos y yo respondía que si hay morir es mejor hacerlo con el estómago lleno, no sea que el viaje fuera largo y no haya parada y fonda por el camino.

Con las primeras luces dieron la orden de ataque. Apenas comenzamos la ascensión sentí un fuerte impacto en el brazo y pensé que me lo habían arrancado. No llegué a perder el sentido y quedé tumbado mucho tiempo hasta que llegaron los camilleros. Esa parte ya se la he contado. Nunca olvidaré la boca llena de tierra.

Pués sí madre, el caudillo rompió el cinturón de hierro de Bilbao y nos barrió como barre Vd. la cocina en verano después de echar el flit. A paletadas caímos. Eso fue el 19 de Junio. Sin aviación que nos apoyase, Bilbao estaba sentenciado y de los chatos rusos que iban a llegar, nada de nada. Para entonces ya me habían evacuado del hospitalillo como le contaré y gracias a ello sigo vivo porque de los compañeros que quedaron en Bilbao confiados en que habría piedad con ellos, no he vuelto a saber.

El 15 de junio un tipo con pinta de miliciano oficinista —a nadie nos gustan los enchufados de oficinas por muy milicianos que sean—  entró en el hospital gritando  que las brigadas de Navarra estaban a punto de romper las defensas y que venían con ganas de cepillarse todo lo que oliera a rojo. Perdone Vd. el vocabulario, pero así fue  como lo dijo. Nos tendríamos que preparar porque la evacuación de los heridos era inminente.

 

En el ejército popular del norte no faltaban los arribistas ni los que buscaban la oportunidad de hacer carrera o fortuna. Como en el ejército del sur o en cualquier otro ejército. Normalmente no arriesgaban el pellejo y sólo eran buenos en el combate verbal, en el manejo de las consigas y en el dogmatismo dialéctico. Los que nos jugábamos la vida cada día en las trincheras y en cada acción de guerra, los teníamos en el último lugar de la escala de valores, o mejor en singular: en la escala del valor.

Al miliciano-ordenanza que entró en el Sitio de Bilbao no le faltaba un perejil: barba y desaliño bien trabajados, chaquetón de cuero con correaje de reglamento y pistola al cinto. Una estrella roja de 5 puntas bordada en la chapela y botas de cuero recién lustradas con betún. Ante los ojos de más de 80 veteranos heridos, calzados con alpargatas en el mejor de los casos, compareció este figurín anunciando la retirada. El recibimiento fue hostil, pero la despedida resultó apoteósica. Cobarde, gallina, capitán de las sardinas fue lo más suave que tuvo que escuchar mientras corría escaleras abajo. En la calle le esperaría un motorista que habría de devolverlo a las alfombras del Hotel Carlton donde el Gobierno Vasco había instalado su cuartel general y el lehendakari Aguirre dirigía la guerra frente a un mapa de Euskadi desplegado sobre una gran mesa de caoba. Cago en sos.

 

Madre, debo dejarla ahora. Se va la luz del sol y tenemos prohibido encender luces por la noche para evitar que el enemigo pueda orientar su artillería. Si la lectura le fatiga, llame a Aurora la vecina. Ella es joven y muy leída y estoy seguro  que tendrá la mejor disposición para sentarse a su lado y darle cuenta de todo lo que  escribo. Sin más, le envío un fuerte abrazo y todo mi cariño. Buenaventura.

 

 

Avilés, 20 de Octubre de 1937.

Queridísima madre:

De nuevo encuentro un rato pare escribir desde este hospital que antes fue cuadra o depósito de estiércol, no lo sé con seguridad. Por el olor, cualquiera de las dos cosas pudo haber sido. No dejo de pensar en Vd. con la urgencia de saber cómo se las estará apañando allí en el pueblo sin un hombre que le eche una mano. Por la fecha en que andamos me la imagino recogiendo los frutos de la higuera del patio de atrás. Yo sé que Vd. alcanza las ramas que dan más higos porque padre siempre la podó para que estuviesen a la altura de sus brazos. Por si él faltaba, decía. Lo malo fue que faltó padre muy pronto y luego fuimos faltando los chicos. ¿Cómo se las arregló con la siega? este verano fue seco así que supongo que la trilla se daría bien. Seguro que los vecinos le habrán echado una mano, aunque sólo hayan quedado los viejos en el pueblo. Mira que tener a los dos hijos en el frente y en bandos distintos. Ha tenido que sufrir Vd. lo indecible pensando que podríamos estar disparándonos entre hermanos. En el frente conocí a un miliciano que saltó de la trinchera y se dio la vuelta con los brazos en alto pidiendo a los compañeros que no disparasen a uno con gafas que corría hacia ellos, que era su hermano. Pero madre, en ese momento cayó el de las gafas y cayó también su hermano por el fuego enemigo. Las balas no tienen parientes y matan por igual a todos los que se ponen a tiros, sean buenos, malos o regulares. Gracias a Dios no me encontré con José Antonio en el frente, el rapaz, como le llama Vd. siempre. Anda que estuvo acertada al ponerle el nombre. Como anillo al dedo le cae. Parece que presentía Vd. lo que le iban a gustar al niño las camisas azules, los correajes y los luceros. Lo último que supe de él es que andaba en el frente de Aragón. Me imagino que le habrá ido bien ahora que están ganado los suyos.

Y además, está tan reciente lo de Ramirín. Cuatro años se cumplen ahora. ¿Quién escribirá su historia? ¿Se acuerda Vd. lo que nos alegramos cuando al terminar la mili lo cogieron para la Guardia de Asalto? Estoy viendo su retrato en traje de gala que Vd. enmarcó y colgó en la pared del comedor. Aunque Vd. nos quiso a todos por igual, yo se que Ramirín fue el niño de sus ojos, y no se lo reprocho. Se parecía demasiado a padre como para no ser el favorito. Como padre, repetía Vd., pero en más guapo. Y tenía razón. Si no, que se lo pregunten a las mozas. Apenas llevaba 6 meses en el cuerpo y la mala suerte de que lo mandaran a sofocar la revuelta minera en la cuenca del Nalón. Mira que nos movimos con D. Manuel el médico, que tenía un conocido en el ministerio para que lo dejaran de retén en Oviedo. La de veces que he imaginado a Ramirín alcanzado por la bala que lo mató, allí parapetado en la ventana del cuartelillo de Sama. Mala suerte, me dijeron también los compañeros cuando fui a Asturias a enterrarlo. Decían que  despuntaba en disciplina y dotes de mando. habría hecho carrera. Y valiente y cumplidor como el primero, para que Vd. lo sepa. Todos le querían como a un hermano.

Serían los últimos días de Octubre de 1934 cuando me mandaron recado  de que mi hermano Ramiro había caído malherido en Sama de Langreo, y de inmediato comprendí que había muerto. No dije nada a mi madre porque no tuve el valor de hacerlo. Partí para Asturias, reconocí el cadáver y asistí a su entierro en un panteón común que habilitaron para los muertos de las fuerzas del orden. Los compañeros quisieron consolarme con argumentos que no me proporcionaban consuelo y que, desde luego, no sacarían a mi madre del pozo de tristeza en el que cayó y del que nunca saldría.

Menudos cojones tenía tu hermano, me repetían los compañeros del cuerpo y los guardias civiles junto a los que combatió en la revolución de Asturias. Estaba hecho del mismo metal que los mineros que nos disparaban. Igual podía haber estado a un lado que al otro de las barricadas. Lo suyo era la lucha y medirse con cualquiera para demostrar su valor. Pero en Asturias los mineros jugaban a la grande con dinamita y armamento y en habiendo fuego de por medio, lo que cuenta es la suerte. El valor, lo cojones y todo eso, retórica. 

Retórica también hubo, y  mucha, en los discursos y en los responsos del Gobernador Civil, del Capitán General y del mismísimo obispo de Oviedo que presidieron el funeral, todo ello dicho en un idioma que ni yo, ni muchísimo menos mi madre, en el caso de haber estado presente en las exequias, podríamos haber entendido. Un idioma que yo no fui capaz de traducir para ella cuando me presenté en el pueblo con la gorra de  plato y la guerrera de gala Ramirín, la del retrato del comedor, envueltas en el mismo papel de estraza en que me las entregaron. Abrí el paquete en presencia de ella y no tuve que pronunciar una sola palabra. El viento frío de Asturias recorrió la casa y la mujer se desplomó en el escaño de la cocina.

 

No se apure Vd. madre que en cuanto salga de esta y me haga con unos ahorrillos me traigo el cuerpo para el pueblo, que pueda Vd. llevarle flores o pedirle a Don Modesto que le eche un responso si quiere. Después de aquello, y por muchas bromas que yo le diera, no se reía Vd. como antes; y ahora esto, con los dos  que le quedan pendientes del destino. Si las cosas mejoran, este mismo año nos reunimos todos para preparar la sementera y si aún quedó algo de la matanza del año pasado, no se olvide Vd. de dejarme un par de chorizos. ¡Ah! y me guarda un trozo de cecina de la vaca Jacinta, si es que queda. Qué razón tenía padre cuando decía que en tiempo revueltos más vale en el arca chacina que en el corral la gallina. Le confieso que yo mismo he tenido que entrar en algún caserío y pedir que nos dieran un par de pollos para seguir la marcha. No era robar propiamente, pero como Vd. se imaginará cuando los caseros nos veían sin afeitar y con el armamento al hombro, se sentían obligados a darnos un par de cebollas o un trozo de pan.

Pero déjeme que vuelva al relato que dejé en Bilbao. Después de la visita del miliciano enchufado comenzó la evacuación. Nos acomodaron como buenamente se pudo en varios coches de línea requisados y en un par de horas estábamos en el balneario de Carranza, en la linde con Santander. No estaba nada mal el nuevo alojamiento, sin duda a la altura del edificio que acabábamos de dejar en Bilbao. Pasamos la noche entre sábanas limpias y apenas despunta el sol nos llevaron – ¡agárrese Vd! – al palacio de la Magdalena en Santander. Si no estuviéramos en guerra, diría que soñaba. Allí nos llegó la noticia de la caída de Bilbao. Pasamos veinte días de tranquilidad bien atendidos, comidos y bebidos. Hasta me permití el lujo de bañarme en el mar y de pasear por la playa. Me sentó de perillas. Pero los facciosos estaban empeñados en amargarnos las vacaciones y continuaban estrechando el cerco sobre el norte. Aquello pintaba peor que mal. A mediados de julio nos trasladaron, esta vez en camiones, a la vieja azucarera de Villaviciosa, ya en Asturias. Debo decirle que aunque el alojamiento era muy inferior a los lujosos edificios en los que me iba recuperando de la herida, por contra la gente nos atendió de maravilla, y cuando salíamos por ahí de paseo, nos dejaban coger  de los árboles toda la fruta que queríamos siempre que respetásemos el árbol. ¿Se acuerda Vd. que eso mismo hacíamos nosotros con los gitanos que pasaban por el pueblo y con los titiriteros y con los pastores trashumantes de Extremadura? Coger todas las manzanas que queráis pero respetar las ramas. Además tengo que confesarle que estuve acompañando a una moza muy guapetona de Villaviciosa. Me parece que no le caí del todo mal. Pero lo mejor del caso, madre, y ahora se va a llevar las manos a la cabeza, es que ella y toda su familia son de la Falange. A pesar de ello, a mí me pareció muy maja así que para no discutir discurrimos de no hablar de política y con eso y las manzanas que nos merendábamos, pasé las tardes de paseo con Celia, que así se llama la muchacha a la que me vengo a referir. Eso de pasear es un hábito que siempre me pareció cosa de veraneantes, una forma de perder el tiempo que nunca practiqué y de la que, después de los paseos con Celia por Villaviciosa, me hice seguidor. Y de nuevo, como me pasó en Santander cuando me bañaba en la playa, con todas estas alegrías casi me olvidé de la guerra. Lo bueno dura poco y los aviones de reconocimiento de los facciosos estaban empeñados en sacarme del sueño y recordarme que en cualquier momento el veraneo se habría de acabar.

 

Como campanas tocando a muerto. Así sonaba cada cañonazo en el valle lejano. El verano asturiano y el veranillo de las manzanas que le siguió tocaron a su fin. Las tropas rebeldes nos acechaban. Seguramente también ellos habían disfrutado la tregua de unos pocos días de verano y es posible que también algunos de sus soldados pasearan con las muchachas del pueblo donde hubieran estado estacionados y que robaran manzanas y que hicieran planes para volver a encontrarse cuando todo esto hubiera terminado, y aunque yo seguía fiel a mis ideales socialistas, me hice muchas preguntas. ¿Por qué mierda luchábamos? ¿Por qué no habría de querer a una muchacha aunque fuera de Falange si era decente y tenía buen corazón? Y de nuevo me encontré en la caja de un camión esta vez con destino a Avilés. La mañana había salido triste y fría. No me dio tiempo de decir adiós a Celia y seguramente quedaría con mala impresión por esta despedida a la francesa aunque quizás se hiciera cargo de que tuvimos que partir de urgencia para poder salvar la vida. Tampoco en este nuevo trayecto hubo canciones ni arengas. El silencio de los hombres derrotados, apilados en la caja del viejo Studebacker, sólo quedó roto por el traqueteo producido por los baches. 

 

Madre: Avilés es el caos. Cientos de milicianos, tal vez miles, deambulando por los muelles de San Juan de Nieva buscado pasaje en los pesqueros y los mercantes que zarpan para Francia. Malvivimos sin orden ni concierto. Ya no hay mandos. Todos los oficiales se han arrancado las estrellas y los galones para no quedar significados cuando entren las tropas de Franco. Es cuestión de días, quizás de horas. Desde aquí le escribo y ya no sé cuando volveré a hacerlo. No se alarme si no recibe noticias en una temporada. El nombre que me dió me protege. Le cuento lo que me he encontrado en Avilés y lo que tengo decidido. Me quedaré aquí a esperar a que entren los facciosos y me entregaré. En el puerto veo cómo salen los barcos abarrotados de milicianos y cómo les tiran con artillería pesada desde los montes frente al mar. Embarcarme para huir lo tengo descartado, que la peor muerte es la del ahogado, que lo sé bien por aquel seminarista que trajo D. Modesto a pasar el verano en el pueblo y que se ahogó bajo el puente de Castro tratando de cruzar el río a nado. Aún recuerdo lo que dijo Don Modesto en la misma de funeral: murió en gracia de Dios y ahora contempla al Padre y al mismo tiempo nos contempla a nosotros feliz desde el cielo. Y yo le tiré a Vd. de la falda y le dije al odio que eso era una tontada del cura porque no es posible tanta contemplación, que uno no puede mirar dos cosas al mismo tiempo salvo que tenga los ojos a la virulé y cada uno de ellos mire para un lado y, en fin, que yo me acordaba bien de la cara del seminarista y recordaba perfectamente que tenía cada ojo en su sitio. Vd. no pudo contener la carcajada en medio de la iglesia y al llegar a casa me riñó. Y la riña de Vd. no era de verdad porque mientras me regañaba se le escapaba la risa por la ocurrencia. Reír y reñir a un tiempo es tan difícil como mirar a dos sitios a la vez, como hacía el seminarista desde el cielo, y con esta respuesta mía Vd. se acabó de desarmar  y soltó una risotada que se oyó en toda la casa, y me dio un gran abrazo, y yo salí contento del trance por haberla ayudado a olvidar tantas penas como Vd. tenía.

Del percance del seminarista veraneante y de su desgraciado final bajo el puente me acordaba cuando contemplaba los barcos saliendo del puerto y el resplandor de los cañonazos en la costa y por eso no me moví del puerto. Y fue entonces, estando sentado en una gran pieza de metal que llaman noray y que sirve para amarrar los barcos, que se acercó un grupo de milicianos de Asturias haciendo ostentación de armas y munición y animándome a tirarme al monte con ellos y resistir hasta la llegada de  refuerzos de Europa y de Rusia. Madre, Vd. recordará que desde que aprendí a leer y escribir, me acercaba todas las tardes al café—bar de Tino para leer la prensa de la capital y no se me escapaba ni un anuncio ni una esquela y así he seguido con mi afición a la lectura y sabía de buena tinta que nadie nos habría de socorrer, que en Europa mandaban y siguen mandando los que son como Franco, y los demás están achantados y no quieren meterse en líos con los fascistas. Y también sabía, porque la geografía siempre se me dio bien, que Rusia está muy lejos y tenía otras preocupaciones de las que ocuparse en sus propias fronteras. Aquí llegaron cuatro aviones y un montón de comisarios políticos de la URSS como aquel Caracol del que le hablé, pero se acabó lo que se daba. A la vista de lo cual, y de que yo estoy de guerra hasta donde los gochos más disfrutan cuando se tiran al fango, Vd. ya me entiende, he decidido terminar la guerra en lo que a mí concierne y quedar a la espera de lo que me depare el destino. Aquí, en el propio hospitalillo, hay un médico adepto al alzamiento y que parece buena persona. Nos ha dicho que él responde de la seguridad de la entrega, y que luego, cada uno sabrá lo que ha hecho y responderá de sus actos, y cómo le decía, como yo no hice nunca mal a nadie aunque mis ideas estuvieran con el Frente Popular, y como Vd. me puso Buenaventura con mucha intención, estoy seguro que también de esta saldré. Con esto y con la esperanza de poder enviarle nuevas cuanto antes, se despide de Vd. su hijo afectísimo que no la olvida. Buenaventura.

 

Reimat, Lérida, 10 de Noviembre de 1938.

Queridísima madre:

Al recibo de la presente espero se encuentre bien de salud. En lo que a su hijo respecta, y a pesar de las circunstancias que afronto, me encuentro bien de ánimo y mejor de salud. Le escribo desde Raimat, en la provincia de Lérida donde los vientos de la guerra me han traído sin yo haber solicitado este destino. No se preocupe Vd. que estoy alojado en un castillo muy hermoso esperando que me suelten en cuanto se aclaren las dudas que sobre mi comportamiento antes de la guerra y en el frente, tienen los mandos que aquí nos instruyen. De modo y manera que todo es cuestión de papeles. Por suerte, uno de los soldados que nos custodian resultó ser paisano de Juaco, el primo de Piornos y por su mediación, y esperando que por este favor tan grande que me hace no quede comprometido, le hago llegar estas líneas, para que tenga Vd. la misma tranquilidad que yo tengo pues, como le dije, ninguna fechoría cometí antes de ser apresado. Quiera Dios que llegue yo al pueblo antes que esta carta para que le cuente en persona lo que ahora le escribo y no tenga Vd. que leer tantas letras.

Como no tengo certeza de que recibiera las cartas que le escribí desde los campos de trabajo de Miranda de Ebro y Aranda de Duero, y aún a riesgo de repetirme, le cuento  todas las calamidades que pasé desde que pude enviarle noticias estando en Asturias. Tenía Vd. que haber visto cómo entraron los nacionales en Avilés: uniformados, desfilando en formación, con sus mandos al frente y sus banderas al viento. Yo los vi llegar desde la azotea del hospital. Me recordaron a los romanos con los cascos emplumados de aquella película que echaron en el cine que pusieron en las eras por la patrona. Cuidado que le hicieron a Vd. gracias las plumas de los romanos. Padre, que en paz descanse, tan serio para todo, decía que aquellos no eran soldados ni nada parecido y que con esas hechuras no se puede hacer la guerra ni en Filipinas ni en Roma. Esa misma imagen de orden y concierto fue la que me dio el ejército rebelde. Tan distintos de nosotros, picados de sarna y llenos de mataduras.

 

El médico cumplió su palabra. Vestido con su bata blanca esperó erguido la llegada  de la fuerza militar. Al verlos acercarse ondeó un trapo blanco atado al palo de una escoba y anunció en voz alta que tenía un grupo de milicianos para entregar. Un teniente de requetés al cargo de una sección mandó parar a los hombres y les ordenó que cargasen las armas. Luego se aproximó en solitario pistola en mano. El médico se identificó mostrando al teniente su carnet de Falange que le acreditaba como camisa vieja. El militar enfundó el arma y saludó marcialmente. Nos mandaron formar en la gran sala de la planta baja. Seríamos poco más de treinta hombre, la mayoría heridos. Habíamos apilado los fusiles y las pistolas en un rincón de la estancia. Nos ordenaron desnudarnos para comprobar que no escondíamos ningún arma. Y entonces ocurrió lo más sorprendente de toda la ceremonia de entrega. El teniente se volvió hacia nosotros y, sin más preámbulo soltó el discurso más extraño que yo haya escuchado jamás:

“Soldados rojos, sois unos afortunados y deberíais dar gracias a la Virgen de Covadonga, patrona de estas tierras y al doctor Serrano porque entre ambos os acaban de salvar la vida… de momento. Pero como los comunistas bolcheviques y las hordas masónicas del Frente Popular os han lavado el cerebro y os habéis olvidado de rezar, ahora mismo os vais a postrar de rodillas para  repetir conmigo: Querida Santina: como madre de Dios y madrina de Don Pelayo que eres y serás, te damos gracias por haber rescatado a Asturias de las garras de la chusma atea de la que formamos parte hasta el día de la fecha y confirmamos, por tu hijo y ahijado respectivamente, nuestra renuncia a las artes del maléfico de las que estamos imbuidos. Amén Jesús. Viva Franco y Arriba España”

Cumplimos la orden. Arrodillados, desnudos, humillados, repetimos frase a frase la extraña oración y dimos los gritos de rigor. Por fin nos levantamos y salimos en fila india a través de un pasillo que hicieron los soldados armados. Tenían orden de permanecer callados mientras hacíamos aquel paseíllo hacia los dos camiones que ya habían preparado para trasladarnos a la vieja vidriera de Avilés. Enseguida comprobamos que no habíamos sido los primeros en llegar. Más de 300 milicianos desarmados había en el patio central. En los próximos días llegarían mucho más procedentes de los pueblos cercanos. Todos tenían un aspecto calamitoso.

Dormíamos en el suelo como sardinas en lata, sin mantas ni colchones. La primera noche pudimos descansar y no hubo ninguna saca, lo que nos hizo albergar la esperanza de que todo iba a quedar en unos días de encierro, a lo sumo unas semanas, hasta que cada cual pudiera justificar su pasado y marchar a su casa. Qué equivocado estuve. A partir del segundo día, cada amanecer el terror se apoderaba de nosotros: una escuadra llegaba y escogía al azar a media docena de prisioneros para ser inmediatamente fusilados, sin mediar una palabra. No podíamos dormir en toda la noche esperando escuchar por los pasillos el paso acompasado de los soldados anunciando nuevos fusilamientos. Y a pesar de ello, me sorprendió la entereza de muchos que sabiendo que estaban señalados para morir de madrugada, iban hacia la tapia de la vidriera con la cabeza alta y dando vivas a la República. También vi a más de uno con los pantalones mojados y llenos de mierda.

Llevaríamos encerrados poco más de una semana cuando un zagal, no tendría 20 años, fue incluido en la saca por revoltoso. No olvidaré jamás como, camino del paredón, gritaba: os vais a joder que yo con uno pago y me cargué a dieciocho de los vuestros, cabrones.

 

Llevaríamos diez días en la vidriera cuando nos metieron en un carguero y nos llevaron hasta Santoña, más allá de Santander. Nada más embarcar, y a poco que afrontamos las primeras olas, vomité el chusco de pan negro que nos habían dado poco antes de zarpar. A pan y agua. Así nos mantenían vivos, como las cuerdas de presos que conducían los guardias civiles por la carretera del pueblo. Fue entonces cuando me pregunté, por una sola vez, qué había hecho de mal en la vida para verme en tan lamentable trance. Pronto acepté mi situación como una condena caprichosa del destino y en esta resignación ante lo inevitable encontré consuelo y algún rayo de esperanza. En Santoña nos esperaba el recibimiento más hostil que pueda Vd. imaginar. Allí deben ser afectos a los nuevos mandos porque todo el pueblo formó un pasillo a través del cual desfilamos entre insultos camino de una vieja escuela. Los centinelas de la puerta nos quitaron los relojes y cualquier objeto de valor que aún lleváramos encima. A estas alturas de la historia poco pudieron sacar de nosotros, poseídos, como ya estábamos, por  la inmundicia y la suciedad. Allí pasamos más de un mes sin nada que hacer mientras nos clasificaban en tres grupos: adictos, dudosos o rojos. Como no tenían informes míos, ni a favor ni en contra, me pusieron en el grupo de los dudosos y por ello me enviaron el campo de concentración de Miranda de Ebro.

Este invierno de 1938 ha sido tan malo como aquel de la heladas cuando se echó a perder toda la cosecha de los frutales y padre tuvo que bajar a la ribera a comprar manzanas por primera vez en su vida. Aquella fue la peor humillación de su existencia en la tierra, como a él le gustaba pomposamente decir. Yo recuerdo que cuando Vd. se enfadaba con él y para chincharle Vd. le recordaba: cállate gañán que has tenido que ir a comprar manzanas a los mastuerzos. Y padre se callaba y salía a la calle dando un portazo por no echar una blasfemia. Vd. sabía dónde le dolía porque aquella puya hería como ninguna otra cosa su orgullo de labrador criado en la montaña. Al rato volvía, ya tranquilo y decía con mucho empaque que las manzanas de la ribera eran sin duda mejores que las nuestras, pero no por la destreza de los riberanos en su cultivo, sino porque la conjunción de condiciones ajenas a aquellos: la calidad del riego puesto que el agua procedía de nuestras montañas, la mayor exposición solar y la piedad que Dios nuestro Señor sentía desde tiempo inmemorial hacia aquella pobre gente. Y soltaba este parlamento que parecía que estaba haciendo teatro y Vd. se tenía que tapar la boca con el pañuelo, y hacía cómo que le venía un gran estornudo porque no estallara la risotada que tenía dentro. Y eran estos recuerdos los que aliviaban el frío y  las vejaciones que sufrimos en Miranda de Ebro y más tarde en el Batallón de Trabajadores número 110 de Aranda de Duero. El frío calaba hasta la médula, y de calentarnos se encargaban los militares de Franco que nos custodiaban, y Vd. ya me entiende, así que procurábamos no hacer méritos para estar cerca de la candela. Más de uno murió de frío en posición de firmes mirando el palo de bandera. Así eran los castigos. Allí quedaban los cadáveres tirados y expuestos a nuestras miradas durante un par de días, rígidos por la congelación para escarmiento y ejemplo de la escoria bolchevique como les gustaba llamarnos. De vez en cuando nos sacaban a la ciudad para limpiar las pintadas y los rótulos que quedaban del Frente Popular tanto en Miranda como en Aranda. Sin embargo salir a la calle en Miranda siempre traía alguna alegría en forma de comida. Hay allí mucha población ferroviaria de ideas republicanas y cuando nos veían en la calle, tan desastrados, siempre nos daban a escondidas un trozo de chocolate o un par de manzanas.

Y así, entre ambas localidades, pasaría un tiempo que no puedo precisar, pero en la primavera, me trasladaron junto con muchos otros camaradas del Batallón 110 al castillo en que actualmente me encuentro. Y estará Vd. de acuerdo conmigo en que esta guerra me sigue proporcionado alojamientos de postín sin yo haber hecho mérito ninguno. Bien es verdad que no duermo en las habitaciones principales, allí pernoctan los oficiales al mando, sino en unas literas que han instalado en los establos y aunque el olor y las moscas son malos compañeros de dormitorio, esto es un palacio comparado con las condiciones tan penosas de los campos de concentración. Aquí está instalado el Depósito de Abastecimiento del Ejército del Norte y nuestro trabajo consiste en cargar y descargas sacos de legumbres y cereales, habitualmente garbanzos y trigo. Cien kilos por lo menos pesa cada uno. Menos mal que tengo práctica de tirar de sacos aún más pesados en la era. Recuerdo haber visto como un compañero de ciudad caía aplastado por el peso de un saco de harina que le echaron encima desde la caja de un camión. Aunque sea una maldad el decirlo, la gente de campo que estamos aquí, y que somos mayoría, nos empezamos a reír y a gastarle bromas. A la semana ese mismo chico levantaba los cien kilos como cualquiera de nosotros.

Los oficiales que nos mandan preguntaron al poco de estar en Raymat quien tenía buena mano para los números, yo levanté el brazo sin pensar y dije: para los números y las letras. Padre no habría aprobado esta respuesta mía. Él siempre decía que en el ejército no hay que apuntarse voluntario ni para tocar la corneta, que el que pregunta se queda de cuadra y cosas por el estilo, pero yo pensé que hacer cuentas con los sacos siempre sería mejor que cargar con ellos, y así fue porque, aun permaneciendo vigilado, me pusieron en una garita a llevar la contabilidad de la mercancía que entraba y salía del Depósito. Pero además, y aunque esto no fuera oficial,  me fui haciendo con una tarea adicional que me ayudó a matar el aburrimiento de las horas muertas en que permanecíamos encerrados en el establo. Me puse a escribir la correspondencia de que quienes no supieran o no pudieran hacerlo. Y así fue como conocí las peripecias de muchos compañeros que habían luchado en otros frentes. Con algunos de ellos llegué incluso a intimar. Me acuerdo especialmente de un andaluz al que decían El Chato al que ayudé a redactar una carta dirigida al maestro de su pueblo pidiendo informes de conducta para presentar ante la Junta de Libertad. Pude ver con satisfacción cómo entre la respuesta del maestro y la labia que se gastaba, quedó en libertad a pesar de las barbaridades que me confesó haber cometido durante al guerra. Siempre andaba con un colega al que decían El Tarugo, bruto como él solo que, por algún motivo, no acaba de mirarme bien. Fíjese Vd. si sería bestia que, cuando le tocó comparecer ante la Junta de Libertad y le preguntaron si tenía alguien que pudiera avalar su conducta antes de 18 de Julio, no se le ocurrió otra cosa que proponer a los supervivientes de la familia a la que había encerrado en una choza antes de pegarle fuego. Nunca sabré si lo hizo por despecho o por imbecilidad, aunque conociendo de qué pié cojeaba, seguramente lo hizo, y perdone Vd. la expresión, por cojones. De esto, él tenía más que nadie, repetía el desgraciado una y otra vez.

Madre, debo dejar de escribirla en este momento porque este soldado paisano de Juaco que le comentaba y que me hace el gran favor de hacerle llegar esta carta, me urge para que termine pues está a punto de finalizar el servicio y salir del cuerpo de guardia donde me encuentro en este momento. Dondequiera que la suerte me lleve haré lo imposible por tenerla al tanto de mis andanzas. Entretanto reciba Vd. un beso y el abrazo más fuerte de su hijo de Vd. que la tiene siempre presente. Buenaventura.

 

Manresa,  12 de Octubrede1939. Año de la Victoria.

Queridísima madre:

Espero calmar con la presente la inquietud que sin duda le habrá causado la ausencia de noticias de más de un año. Esto se ha debido a que fuimos mudando el Depósito de Abastecimiento del Ejército del Norte al que he sido asignado como prisionero según nuestro glorioso Ejército Nacional avanzaba triunfal por tierras de Aragón y Cataluña. La victoria alcanzada esta pasada primavera me encontró aquí en Manresa, pero previamente nos establecimos en varias localidades de la provincia de Lérida como Cervera o Castellón de Farfaña. Lamentablemente mi condición empeoró a raíz de los informes de conducta recibidos de la Guardia Civil de Bilbao y pasé, de tener cierta libertad de movimientos dentro del Depósito, a estar encerrado en calidad de prisionero desafecto pendiente de resolver su destino final a la espera de nuevos informes que, con suerte, certifiquen mi buena conducta cívica en los años de la República. Los primeros que envió la Guardia Civil no fueron buenos, no la voy a engañar, pues me retrataban como un individuo asqueado de la religión católica y que siguió con entusiasmo las consignas del Frente Popular participando en actividades de agitación de las masas, lo cual que no responde a la realidad como Vd. bien sabe por mi comportamiento en el pueblo siempre respetuoso y dispuesto a ayudar en las tareas de la Santa Madre Iglesia. Aún me parece estar oliendo el aroma del incienso durante la Exposición del Santísim. Mientras Don Modesto mostraba la sagrada forma encerrada en su custodia, yo agitaba con fuerza, y esto sí lo hacía con entusiasmo, el incensario, hincado de rodillas a los pies del altar. Como bien recordará Vd., fui monaguillo durante más de 10 años y acudí en ayuda del señor cura de forma voluntaria en multitud de ocasiones mientras otros que hoy se dicen afectos al movimiento lo hacían arrastrados por sus padres.

Por este motivo, y con el fin de que estos antecedentes de servicios prestados a la S. M. Iglesia sirvieran para desmentir la información tan perjudicial a mis intereses del informe recibido, escribí recientemente a Don Modesto con el ruego que de certificara y enviara al comandante de puesto de la benemérita referencia de cuanto más arriba refiero. La buena memoria del señor cura y el afecto que siempre me mostró servirán para acreditar que, aunque durante algún tiempo me alejé de la S.M. Iglesia, nunca dejé por ello de considerarla como mi casa. Por todo esto, le ruego, madre, que al recibo de la presente acuda Vd. de inmediato a la sacristía en la que, con seguridad, encontrará al señor cura y, después de presentarle mis respetos y profundo afecto, le urja para que cumplimente con verdad y claridad mi requerimiento de información, y que lo haga a la mayor brevedad porque en ello me va la vida. Como tantas veces he expuesto a las autoridades que ahora nos custodian, si nada malo hice, nada malo ha de pasarme, pero no siendo mi palabra suficiente para convencer al tribunal que haya de juzgarme, es preciso que personas de orden y acreditada fidelidad al movimiento nacional así lo hagan constar. La intervención en mi favor de quien bien me conoce y la protección que Vd. me dispensó al cristianizarme como Buenaventura, sin duda permitirán que nos encontremos muy pronto y que yo la abrace como cuando era un zagal, que lo  hacía tan fuerte que Vd. hacía como que protestaba pero luego me pedía otro abrazo de oso. 

Por lo demás, la vida en este destino que me tocó en suerte fue buena hasta que me encerraron con los presos de peor pronóstico. No se preocupe en cuanto a alimentación y atenciones que, sin ser esto una fonda, el rancho que nos dan es el mismo que reciben los centinelas y para dormir disponemos de un jergón bien mullido. Por ser el tiempo y los medios limitados, dejo en este punto mi relato con la insistencia de que acuda al señor cura cuyo testimonio será determinante en mi causa. Con todo el cariño de su hijo de Vd. Buenaventura.

 

Ciriello, León. 15 de Noviembre de 1939. Año de la Victoria.

De Comandante de Puesto de la Guardia Civil a Comandante Jefe del Depósito de Abastecimiento del Ejército del Norte.

Muy Señor Mío:

Para su conocimiento y efectos oportunos comunico que con motivo de las diligencias practicadas en la Iglesia Parroquial de esta localidad ocasionadas estas por el vil asesinato del señor cura párroco de la misma D. Modesto Álvarez Quintana a manos de una partida de insurgentes integrados en las hordas marxistas que antes de la gloriosa victoria apoyaron como milicianos al Frente Popular, hallamos una carta remitida desde ese Depósito de Abastecimiento por el preso Buenaventura de Dios Bardón al fallecido, en petición de informes de conducta. A este respecto resulta oportuno consignar a esa autoridad que tales informes no podrán ser emitidos por razón del deceso del citado señor cura párroco con anterioridad al recibo de la mencionada carta.

En otro orden de cosas, y por si considera oportuno así notificarlo al preso Buenaventura de Dios Bardón, debo comunicar a Vd. que a la vista del contenido de dicha carta, acudimos al domicilio de la madre del preso, Dª Herminia Bardón Diez,  porque esta tuviera noticia de la solicitud de informes por parte de su hijo y, en vista del fallecimiento del señor cura, decidiera procurárselos de otras instancias. Al no dar señales de vida la citada señora pese a repetir la visita a su domicilio en tres ocasiones, conocimos por la vecina Aurora Álvarez Rabanal de su fallecimiento de muerte natural en los primeros días del glorioso Alzamiento Nacional, razón por la cual, y ante la imposibilidad de dar curso a dicha carta, se devuelve la misma al remitente junto con otras remitidas desde Bilbao, Aranda de Duero, Miranda de Ebro, Avilés, Reimat y Manresa que encontramos sin abrir al acceder al domicilio de la citada señora y que presumiblemente fueron introducidas por debajo de la puerta por el servicio de correos o por mano de persona cercana puesto que algunas carecían de franqueo. Todo lo cual comunico a Vd. por si dicha documentación pudiera surtir efectos en la causa del preso o bien considera Vd. oportuno ponerlo en conocimiento del mismo Buenaventura de Dios a los efectos oportunos.

Es cuanto tengo el honor de informar a Vd. cuya vida guarde Dios muchos años. Fdo. Segismundo Lamela Benítez. Comandante del Puesto.

 

Manresa, Barcelona. 26 de Diciembre de 1939 Año de la Victoria.

De Comandante Depósito de Abastecimiento del Ejército del Norte a Comandante de Puesto de la Guardia Civil de Ciriello. León

Muy Sr. Mío:

Acuso recibo de su atto. escrito del 1 de Marzo pasado y paso comunicar a Vd. que el citado individuo Buenaventura De Dios Bardón faltó al recuento de la noche del día 24 de Diciembre de 1939 y no ha vuelto a comparecer en estas dependencias por lo que ha pasado a ser considerado como prófugo o desertor a la luz de las leyes civiles o castrenses que resultaren de aplicación al citado individuo.

Lo que comunico para su conocimiento y a efectos de que, en caso de ser localizado por esa fuerza, sea inmediatamente entregado a este  Depósito. Dios guarde a Vd. muchos años. Telesforo Madrigal Losada. Comandante del Depósito.

 

Aunque el Comandante Madrigal no me lo había comunicado personalmente – para eso disponía de una recua de sargentos chusqueros deseosos de dar las malas noticias – enseguida tuve noticia del oficio de la Guardia Civil de Ciriello. Con D. Modesto muerto y la imposibilidad de acreditar la ayuda que tantas veces le presté como monaguillo, mis posibilidades de sobrevivir eran escasas. La desaparición de mi querida madre, último clavo al que agarrarme, me hundió en la desesperación.

Las autoridades del campo, con la ayuda de un cura animoso de Manresa, quisieron celebrar cristianamente la Navidad. Después del rancho de Nochebuena consistente en un chusco de pan con un huevo duro incrustado en su interior, organizaron la misa del Gallo a la que debíamos asistir todos los internos, incluidos los que permanecíamos encerrados por razón de nuestros antecedentes. Pidieron voluntarios para ayudar al cura, y de nuevo, contraviniendo el consejo de mi padre, manifesté que yo era capaz de hacerlo. Y es que quería estar cerca del altar y más que por razón de fe, por intuir que alguna ventaja podría sacar de ello. Así que quedé comprometido junto con otro compañero en atender al cura para la misa del Gallo.

Poco después de cenar los manjares que antes mencioné, vi cómo el cura, que se llamaba Igartua, y un paisano de Manresa, accedían al patio central del Depósito conduciendo un carro sin teleras ni costillas laterales tirado por dos bueyes; lo que en el pueblo conocíamos como un carro chillón que no era otra cosa que un tablero sobre dos ruedas sobre el que habían desplegado un mantel blanco cuyos faldones caían por los cuatro lados y cubrían las ruedas del carro. Era un altar móvil lo que habían acondicionado el cura y el paisano. Y a partir de ese momento sólo tuve un pensamiento: escapar del Depósito escondido debajo del carro después de la misa.

Los internos fueron apareciendo y haciendo corrillos en el patio mientras los dos monaguillos corrimos a ponernos a disposición del cura. Al vernos llegar nos tendió las manos, una a cada uno, con la pretensión de que se las besáramos. Comprobé que el oficial de guardia contemplaba la escena y cubrí el expediente con un leve roce de mi cara con la mano blanda del cura. Entonces nos entregó los aperos de liturgia que debíamos colocar sobre el carro—altar: un copón, dos candelabros y un reposa libros al que él llamó “mi pequeño facistol”. La misa comenzó ante una parroquia puesta en pié y en formación, desastrada y descreída. No pude prestar al sermón la atención que se merecía porque nada más pensaba en la huida, pero sí recuerdo que todos los presos debíamos estar contentos, tanto los que iban a ser liberados por su buena conducta como los morituri. Utilizó muchos latinajos durante el sermón, pero la palabra morituri se me quedó grabada. Tampoco recuerdo qué motivos dió a este segundo grupo para regocijase por su tristre destino, pero el cura mencionó unos cuantos. Los feligreses seguían la plática del páter con rostros sombríos.

Como digo, yo continuaba discurriendo la forma de escapar. El carro, idéntico al que yo volqué de chiquillo en el camino de la Velilla, se me presentaba como un regalo enviado por mi madre desde el cielo, más efectivo para el  trance en que me hallaba que el nombre que me puso al nacer. Yo conocía a la perfección como era el carro por debajo: el eje, los clavos, los resaltes y remaches a los que podría agarrarme. Todo era cuestión de aprovechar un despiste para deslizarme bajo el mantel, sujetarme de pies y manos, y aguantar a pulso el tiempo que tardase el carro en salir al exterior. Lo fundamental sería encajar los pies entre el eje y el tablero y sujetarme con las manos a las traviesas de la parte posterior. Me acordé de la herida de bala en el brazo izquierdo y me pregunté si tendría la fuerza suficiente para resistir. Aunque estaba curada y cicatrizada, creí notar una cierta debilidad respecto del brazo derecho. Mientras la ceremonia continuaba, empecé a apretar y aflojar el puño para calcular la fuerza de cada mano y me tranquilicé al no apreciar gran diferencia entre una y otra. Ya estaba mentalmente preparado para la huida. Sólo faltaba que el cura diese por finalizada la ceremonia del Gallo.

Las cosas ocurrieron de la siguiente manera a partir de que pronunciase las palabras que anuncian el fin de la liturgia: ite missa est. En lugar de llamar a los internos a formar, y seguramente como consideración a lo señalado de la fecha, les dejaron permanecer un rato en el patio charlado. Enseguida se formaron corrillos. Mientras tanto, los monaguillos retiramos los utensilios del altar y se los entregamos al cura. Y entonces me decidí. Ahora o nunca pensé. Dejé caer al suelo un pañuelo que llevaba en el  bolsillo, me agaché a recogerlo, y desde la posición de cuclillas barrí con la mirada el patio, las galerías que lo rodeaban y las garitas de vigilancia. En menos de un segundo me había hecho la composición de lugar: nadie me estaba mirando. El siguiente segundo me sirvió para colarme debajo de los faldones del carro y al tercero ya estaba en la posición prevista: las manos en las traviesas y los pies, calzados con alpargatas, encajados entre el eje y el piso. Así permanecí en silencio un buen rato. Pronto empezaron  a dolerme las manos y como el carro permanecía parado, me solté de una de ellas y la apoyé en el suelo, luego cambiaba de mano y así sucesivamente. Temía que alguien viera mi brazo que parecía soportar, como si fuera un tentemozo, el peso de aquel extraño altar. Afortunadamente la luz de los focos que iluminaban el patio era muy tenue, y la oscuridad reinaba en la sombra que proyectaba el  propio carro. Yo escuchaba el murmullo de las conversaciones de los presos y me preguntaba cuándo sonaría el silbato que los convocaría a filas. Por fin, y elevándose por encima del murmullo, escuché al cura Igartua decir las palabras mágicas: chaval —se estaba dirigiendo al otro monaguillo— llama al paisano y que traiga los bueyes que nos vamos. El cura se despidió del oficial de guardia y ambos se felicitaron por la brillantez de la ceremonia. La próxima el 1 de  Abril, para celebrar el primer aniversario propuso Igartua. Buena idea, respondió el militar, pero me temo que para entonces tengamos menos público con tanto morituri como hay en el Depósito. Ambos celebraron la ocurrencia con una carcajada. Los abrazos de despedida que intercambiaron produjeron un fuerte plamoteo sobre sus espaldas. Enseguida escuché el tolón-tolón aún lejano y celestial de los cencerros al cuello de los bueyes. Cuando vi las abarcas del paisano y las ocho pezuñas del tiro acercarse y colocarse delante del carro para su unción, empecé a repetir mi nombre: Buenaventura, te llamas Buenaventura y madre te puso el nombre desde que te sintió en el vientre y vas a salir de esta, y con suerte vas a visitar pronto a Celia en Villaviciosa y vais a volver a pasear entre los manzanos y...... y el carro empezó a moverse en dirección a la puerta del Depósito, despacio, muy despacio. Me dolían terriblemente las manos, empezaba a sudar a mares y un martillo dentro de la cabeza me golpeaba la frente, la nuca y las sienes, pero no estaba dispuesto a soltarme. Abre al padre, dijo un centinela y yo grité para mis adentros: ¡abre de una puta vez! Entonces sonó el silbato para formar y escuché muchos pies arrastrándose mientras las puertas se abrían y el carro seguía su camino hacia la libertad conmigo pegado como una lapa a la roca. Cruzamos el umbral del Depósito y pude distinguir cuatro o cinco pares de botas flanqueando nuestro paso y enseguida dar media vuelta y entrar en el Depósito para cerrar de nuevo las puertas. Era libre. Así de fácil, pero aún debía aguantar un poco más antes de soltarme. Ya casi no sentía las manos y la espalda empezó a dolerme terriblemente en las lumbares. Además no podía dejarme caer a plomo para no llamar la atención del cura o del paisano. La oscuridad jugaba a mi favor.... y ya no pude resistir más: primero me solté de los pies, luego una mano y luego la otra. Quedé tendido en el camino mientras el carro chillón se alejaba lento e indiferente. Estaba tan agotado que permanecí tumbado e inmóvil un buen rato. Sabía que una vez terminada la formación dentro del Depósito, pasarían lista para el recuento nocturno, que pronunciarían mi nombre dos veces y si nadie respondía "presente" sonaría la alarma y empezaría la búsqueda..., o tal vez no. ¿Para qué necesitaban un preso más o menos cuando tenían miles en toda España? Me levanté, miré por última vez los muros del Depósito y corrí hacia la oscuridad.