CHATO EL FURTIVO

RAFAEL TÉLLEZ

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Por el ejército de Andalucía han sido ocupados en Málaga: Jimera de Libar, Gaucín, Algatocín y Cortes de la Frontera. En Jimera se han cogido 50 caballos, armamento variado, un depósito de víveres y 12 cadáveres. En Gaucín se han hecho algunas bajas y cogido víveres y prisioneros, la aviación dejó caer algunas bombas, una de las cuales cayó en la casa donde estaba reunido el Comité de Defensa Rojo…             

 

29 de septiembre de 1936. Parte de Guerra de Queipo de Llano en Unión Radio.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Don José Antonio era un hombre raro, maestro de escuela, un hombre de letras, bueno y  pobre, pero tuvo que salir fascista. Un fascista que nunca le hizo mal a nadie, cosa que tampoco se entiende mucho, creo que era fascista más que nada por lo religioso, que siempre defendió a la fe y a los curas. A pesar de lo fascista, le tengo por amigo, siempre se ha portado bien con nosotros, los niños lo quieren mucho, es un buen maestro y nunca les ha pegado, por eso no me gustó cuando le dieron la paliza y me metí por medio, que una cosa es lo que piense una persona y otra es como sea de verdad. Y menos mal que me metí y los paré, que hasta le habían abierto la cabeza. Le metí una hostia a uno y los demás se quedaron fríos. A mí me respetan mucho, saben que soy rojo como el que más y que cuando subimos al cura a Ronda para tirarlo desde arriba del Tajo, yo iba de los primeros. Pero una cosa es una cosa y otra es pegarle a un pobre hombre que no tiene culpa de nada.

Las cosas van muy rápido, los fascistas están entrando a saco desde el Estrecho y los falangistas y requetés se están organizando por los campos y matando a todo el que pillan, pero aquí, en la sierra, mandamos nosotros. Hemos quemado a los santos en la plaza del pueblo: qué bien ardía la madera vieja. Cuando se acabaron los santos quemamos los bancos de la Iglesia, hasta una Virgen que se iban turnando las vecinas y cada año la cuidaba alguna en su casa acabó en el fuego: fue mi tía Anselma quién la tiró, le tocaba a ella tenerla y cuando se acordó, fue a su casa y la trajo. La tiró al fuego gritando: “¡Y tú también por alcahuetona!”. Cosas de la tía Anselma, estaba un poquito borracha, ¡lo que nos pudimos reír aquél día! Después metimos a las vacas de los señoritos en la iglesia, cada día matábamos una y repartíamos la carne para el pueblo, como debe de ser.

Ahora voy camino del calabozo, a recoger a don José Antonio, el maestro. El miliciano de la puerta eleva su puño al verme.

—¡Salud camarada!

—¡Salud! —respondo cerrando mi puño.

La puerta se abre y sacan al maestro, tiene la cabeza envuelta en una venda, con costrones de sangre. Anda despacio, con los ojos casi cerrados porque le duele la luz del sol. Le ofrezco mi brazo para que se agarre, y él me lo agarra, así tiro calle abajo, con el maestro de un brazo y la escopeta del otro. Me dejan hacerlo solo, confían en mí, saben que soy buen tirador. El maestro parece como si fuera creciendo poco a poco, con cada paso que da por la calle, parece que incluso le cambia el color.

—¡Qué bien me viene este paseo!, estar tan encogido y tan frío allí dentro me está matando.

—Bueno, ya verá usted, esto acabará pronto y cuando estén bien las cosas, volverá usted a la escuela.

—Esto no se acaba, esto está empezando, ¿no te das cuenta? y con el odio que hay por todos lados la cosa va para largo. Que nadie mira por ayudar al otro, todo el mundo va sólo a hacer daño. —Había elevado la voz y eso le hizo toser, nos paramos un momentito y yo le golpeé en la espalda, el maestro se serenó, volvió a coger mi brazo y continuamos caminando—. Bueno, todos no, tú estás siendo bueno conmigo.

—¡Qué va!, no es nada, para mí también es un paseo.

—No disimules, que sé que te la juegas por mí. Me han dicho los milicianos que tú eres mi garantía, y que si yo me escapo o pasa algo, a ti te fusilan, por muy rojo que seas.

—Eso son chulerías de ellos, tú sabes, igual que yo, que no te vas a escapar y también sabes que no te voy a dejar ahí, sufriendo y con la brecha en la cabeza sin que te la curen.

Llegamos a la casa del médico, era republicano, y desde que se alzaran los golpistas se había movilizado con nosotros. Era hombre de paz, y su mejor servicio era seguir con la asistencia médica. En el zaguán de su casa había un corrillo de mujeres con sus chiquillos, que estaban malos. Esperaban turno, pero nosotros pasamos para adentro, yo era miliciano y trasladaba un prisionero, además era un hombre, tenía preferencia.

Dentro, el doctor procedió, como cada día, a retirar el vendaje. Sentí una punzada en la nariz, le estaba echando alcohol para intentar facilitar las cosas y despegar la venda. El maestro miraba al suelo no queriendo molestar con sus quejidos.

—¿Te duele?

—Sí, mucho.

—Eso es bueno, si no te doliera sería mala señal. —Pellizcó los carrillos del maestro y le acercó una cerilla encendida a los ojos–. Bien, la herida está cerrando, poquito a poco, y lo bueno es que tus reflejos siguen respondiendo. Ten un poco de paciencia.

—Paciencia, eso nos vendría bien a todos.

—Sí, claro, pero me refiero al dolor. Además de la herida ¿te sigue doliendo la cabeza?

—Sí, es como una punzada pero desde dentro, y los ojos también me duelen cuando miro la claridad, en eso es lo único que me alegro de estar encerrado, que allí hay poca luz. Y luego está el dolor del alma. ¿Cómo hemos podido permitir que pasara esto?

—Amigo mío, y sabes bien que lo somos, en este país reina la barbarie, ya lo comentábamos en el casino aquellas tardes, ¿te acuerdas?

—Claro que me acuerdo, cuando los pocos, muy pocos, que siendo de las derechas o de las izquierdas podíamos discutir sin llegar nunca a las manos. Pero eso ya no volverá, los salvajes de los dos bandos se han hecho con las armas. —Me miró de reojo—. ¡Tú no Alonso!, sabes que no hablo de ti.

—Tranquilo maestro, entiendo lo que usted habla.

El médico me miró y arqueó una ceja.

—¿Hay noticias del frente, Alonso?

—Pocas, pero hay rumores, están desembarcando más tropas por el Estrecho, con oficiales africanistas, gente sin piedad, al mando de legionarios y regulares moros que vienen arrasando, cortándole las orejas a los prisioneros y destrozando a las muchachas.

—Una estrategia para sembrar el terror —me interrumpió el médico, yo miré de reojo al maestro, él había bajado la cabeza, como no queriéndose meter en la conversación, continué.

—Dicen que se están organizando para tomar Ronda, pero la tenemos bien guarnecida, puede que no pasen de ahí.

—Pasarán, ya lo he dicho: la barbarie se impone, es cuestión de días, o de horas.

—No creo, ¡podemos resistir!, y seguro que el gobierno se está organizando contra los golpistas.

—Eso ya lo veremos, bueno, ¡esto ya está! —Había acabado de colocar el nuevo vendaje—.  A cuidarse.

—Gracias, Alberto, mañana vengo otra vez, ¿cuánto tardará en curarse?

—Va para largo, tendrás que venir unas pocas semanas más... aunque quizá, para entonces, ya no estemos por aquí.

Y gran razón tenía, a los diez días tuvimos que echarnos al monte. El jaleo empezó un día cualquiera, yo fui a llevar al maestro a donde el médico y no nos pudo atender, había llegado un camión con heridos. Había unos pocos con muy mala pinta, uno se agarraba las tripas, que las tenía fuera, y a otro le habían hecho un torniquete en el muñón de una pierna, que seguía sangrando. El médico me habló con el aliento entrecortado.

—Han llegado, ya están en Ronda, ha habido un bombardeo y después la han tomado luchando contra las barricadas calle a calle. Muchos se han dispersado por todos los pueblos, no pudieron hacer nada, es cuestión de días que vengan aquí, tomarán toda la sierra y despejarán la vía del tren, entonces irán a por Málaga.

—¡Qué va!, en la sierra somos fuertes y de Málaga ni hablemos, allí está todo organizado por el gobierno, se defenderán bien.

Y tuvo razón, nos creíamos fuertes, pero en diez días estaban tomando la estación, que estaba junto al río, tirando un trecho para abajo desde el pueblo. Yo en ese momento estaba de guardia en el calabozo, el Tarugo vino hacia mí con una pistola en la mano.

—¡Ya vienen los fascistas! ¡Vamos a matar a esta gente y nos vamos!

—¡De eso nada, Tarugo!

El Tarugo me apuntó a la cara.

—Quítate de en medio, si tú no quieres, ¡ya lo hago yo!

—No me quito, Tarugo, vámonos al monte.

—¡Son fascistas!, ¡ellos están haciendo lo mismo!, ¡en Ronda una matanza!

—Estos de aquí dentro no son nada Tarugo, lo sabes bien, a los que tenían culpas bien que los ajusticiamos, ¡tú lo sabes mejor que nadie!

Los ojos del Tarugo ardían, como la choza donde él y sus hermanos habían metido a los señoritos de Valdemar, antes de pegarles fuego. Mucha gente se las tenía jurada a los Valdemar, pero el Tarugo y sus hermanos más que nadie. Los habían tenido vallando una finca más de un mes, y cuando fueron a cobrarles no les pagaron, cogieron las escopetas y los echaron de allí a tiros. Después los acusaron ante la Guardia Civil de haber robado. Los tuvieron en el cuartelillo, dos días a base de palos. Desde entonces, el Tarugo y los suyos no habían vuelto a reclamar la deuda, pero aquella noche, en la choza, se las pagaron todas juntas.

Escuchamos llegar unos camiones pegando tiros, además, abajo en la estación, un tren entero había llegado, disparando con una ametralladora y desembarcando tropas.

—¡Venga Tarugo! ¡Vámonos al monte!

Y así nos fuimos, sin despedirnos. A la mujer y los chiquillos los dejé atrás, no había manera, me hubieran matado, y yo era más útil en el monte. El Tarugo y yo nos manejábamos bien, siempre habíamos hecho vida del furtiveo y nos sabíamos los caminos del monte y dónde cazar, además también estaba lo del tabaco, pero eso estaba ahora parado. Con el principio de la guerra, las cosas con Gibraltar habían cambiado.

Nos reagrupamos unos pocos en el monte, siete u ocho y un hermano del Tarugo, al otro lo habían matado en el tiroteo de la estación. El Tarugo no derramó lágrimas cuando se enteró, pero sus ojos se inyectaron de sangre más de lo habitual. Alberto, el médico, no venía, lo habían cogido preso, después de la guerra me enteré que lo habían matado por masón. Tenía muchos libros en su casa y lo culparon de cuando el incendio que hubo en un pueblo de al lado, en la iglesia de Benaoján, porque dicen que en aquel pueblo había hasta una logia de masones, pero yo estoy seguro que Alberto no quemó nada. Él siempre decía que enfrentar a la gente por la religión era mala cosa. Fue una pena que mataran a ese buen médico, pero eso fue después de lo que estoy contando ahora. Eso, ¡que tuvimos que echarnos al monte! y así estuvimos tres meses, por la sierra en lo peor del invierno. Nos reunimos con otras partidas y dimos todo el por culo que pudimos contra la vía del tren, pero poco pudimos hacer, la vía seguía funcionando y cada vez había más tropas, pasaron por allí regulares moros y fascistas italianos. Los pueblos de la sierra fueron cayendo poco a poco y al final acabamos en Cartajima, donde había una partida muy fuerte, al mando de Pedro López, el alcalde de Montejaque. También vinieron otros grupos, unos zagales de Juventudes Socialistas y otros del Partido Comunista. Aguantamos tres días, hasta que nos replegamos al puerto del Madroño, algunos se querían quedar allí y hacer frente al enemigo, pero el Tarugo y yo lo veíamos inútil. Además, Pedro López, el jefe de más peso, nos tenía muy mal mirados, decía que el Tarugo y su hermano no eran trigo limpio, en los pocos días que estuvimos con sus milicianos ya se habían metido en broncas. Así que fui a hablar con López y nos separamos, con otros pocos tiramos para el norte, intentando trazar una vía de comunicación a través de la sierra.

Las pasamos canutas en el monte, menos mal que yo me sabía de unas cuevas donde podíamos dormir, pero todos esos días estuvimos sin poder hacer fuego para calentarnos.

Una noche de luna llena iba yo en cabeza, siempre nos turnábamos el Tarugo y yo, que éramos los que más sabíamos, el resto ya venían detrás para que no hicieran ruido ni metieran la pata. Entonces noté un roce en la pantorrilla y sonaron unas latas. Era una alerta de centinela, escuché una voz, medio adormilada.

—¿Quién anda ahí?

Sin pararme a pensarlo contesté, como desganado.

—¡Ná!, soy yo, que voy a mear.

—Bueno.

Busqué de donde venía la voz, no escuché nada más, me fui acercando despacio, era un hombre muy delgado, estaba sentado en el suelo, tenía recostada la espalda en un árbol gordo, con el Mauser tieso, abrazado entre las piernas de alambre. No tenía ni media hostia. La luz de la luna me permitió distinguir su uniforme, era un fascista. Saqué mi navaja y me acerqué por detrás, dando un rodeo, se había adormilado otra vez. Me aposté detrás del árbol, con una mano tapé su boca y con la otra corté su garganta, fue cosa de un momento, pero pasó una cosa muy rara, el tío llevaba un cordoncillo al cuello que se quedó enganchado entre mis dedos. Mientras se desangraba, yo le tapaba la boca. No sé porqué, me limpié las manos en su ropa pero me guardé aquel cordoncillo. Después busqué alrededor, eran un grupo pequeño, un total de cinco que dormían en corro, tapados por unas mantas. Volví sobre mis pasos, corté la cuerda de las latas y al momento volví con los demás, caímos sobre ellos y los matamos a todos sin dar un solo tiro. Sus armas y la comida nos vinieron muy bien. Pero yo me sentía mal, había matado gente en esta guerra, pero nunca así, nunca tan a sangre fría. Sabía que estaba bien, que ellos hubieran hecho lo mismo, pero algo me remordía por dentro. Miré el cordoncillo: era un escapulario de la Virgen de la Inmaculada, pensé en que alguien se lo había dado, quizá su madre o su novia, pensando que lo protegerían, pero no le valió de nada. ¿Quién  le iba a decir que moriría en pleno sueño?, ahogado con un corte al cuello y una mano tapándole la boca. Aquello no era justo, me pasé el resto de la guerra con ese escapulario al cuello, acordándome de aquel hombre tan canijo y reblanquío, y pensando en la angustia de la mujer que se lo regaló.

También me pasó una cosa buena, medio buena porque fue pecado, no contra la iglesia, que me da lo mismo. Fue un pecado contra mi mujer, pero fui débil y no me pude refrenar.

Se llamaba Paquita, ¡qué bonita era!, jovencita y lista, desde que la encontramos a ella y al grupo con el que huía por el monte, no me pude separar de su lado. Que me perdone mi Teresa, pero fue así, tanto tiempo perdido por los montes, tantos tiros y tantos muertos, me habían hecho sentir muerto. Fue ver a aquella muchacha de ojos grandes, con aquella cara tan fina, esa voz tan clara y esos pechitos que parecían cantaritos de agua fresca y algo volvió a vivir dentro de mí. No sé por qué, pero me pegué a ella y empecé a contarle lo de mi amigo, el maestro facha, y ella se reía solo de pensarlo. No se lo podía creer, ¡un maestro fascista!, sonreía y sus ojos me miraban abiertos de par en par.

—Todos los maestros que conozco son republicanos, la ciencia y la razón conducen a serlo.

—Pues este es fascista, tampoco lo entiendo, pero es un hombre de razón y a la vez piadoso... sufrió mucho cuando quemamos los santos.

—Ay, no me hables de eso, ¡si vieras la que se lió en mi poblado!, y en Isla Mayor, y Almonte... ¡la gente se volvió loca a cuenta de los santos y las cruces! —Su rostro se amargó y miró para abajo un momento echándose las manos a la cara—. ¡Dime algo bonito!

—Bonito... ¡el monte es bonito!, ahora hace frió y nieva, pero cuando pasa el invierno, empiezan a brotar los tallos y todo se pone de color, y crecen las zarzamoras y en el río la menta, me gustaría dar este paseo contigo en primavera.

—¡Eres un poeta del pueblo! —La luz había vuelto a su carita de manzana.

—Tengo pocas letras, pero me fijo en lo bonito. —Me quedé callado, sintiéndome caer en el profundo pozo de sus ojos.

—¡Mira!, ¡van a acampar allí! —señaló hacia un repecho.

—Sí, ese es un buen sitio, además ya se va a poner el sol. ¿Quieres ver una cosa bonita? ¡Vamos hasta aquel pico y podremos ver el sol metiéndose en el mar.

—¿Sí?... —Ella me miró abriendo aún más los ojos—. ¡Vamos!

Apretamos el paso y no apartamos del grupo, yo sentía el corazón dándome fuerte en el pecho, y no era por la subida. La muchacha se paró un momento sin respiración. Yo me acerqué y me la eché al hombro.

—¿Qué haces bruto?

—Acarrearte hasta arriba. —Pesaba poquito, o a mí me lo parecía—. Si sigues a ese paso y parándote tanto no llegaremos a tiempo.

Subí en un santiamén, con aquella muchacha riéndose, doblada sobre mi hombro, yo la agarraba de las piernas y sentía sus pechos en mi espalda. Estaba ardiendo por dentro.

Llegamos justo a tiempo. Desde allí arriba se veía el monte caer, los campos abajo y muy al fondo, el mar con el sol redondo, que parecía un naranja de fuego. Todo el cielo se estaba poniendo del color del hierro en una fragua. Miré a la muchacha y sus ojos se estaban llenando del naranja vivo del sol. La abracé, nos besamos, caímos al suelo y nos revolcamos, desnudándonos el uno al otro, seguimos revolcándonos, la nieve nos quemaba y los palitos del suelo se nos clavaban, pero nos daba igual, éramos como aquel fuego vivo del cielo. Entonces algo me dejo frío, me quedé clavado en ella y quieto. Había agarrado el cordoncillo de mi cuello.

—¿Qué es esto? —Ella se reía, abrazándome con sus piernas, quería que me siguiera moviendo—. ¿Tú también eres piadoso?

Me levanté y recogí mis pantalones, me los puse, luego la camisa, abrochándola hasta el cuello.

—¿Qué pasa? —la muchacha se había levantado y me tocó, yo la aparté.

—Nada, no es nada, volvamos al campamento, esto no está bien.

—Creí que... —Ella recogía su ropa del suelo y la sacudía— ¿Qué te pasa?, ¿ha sido por lo del escapulario?

—No es eso, no es por la religión, son las personas, esto no está bien, volvamos.

Y bajamos, cada uno por sus pies, en silencio y a la oscurecida, le di a la muchacha mi chaqueta para que se cubriera, empezaba a helar. Al día siguiente los guiamos hasta que su grupo siguió camino de Málaga, nunca me despedí de ella en condiciones y nunca la volví a ver, es lo mejor.

Así seguimos por los montes y un día nos encontramos con el Angelillo, de la familia de los Camponegro, un chiquillo que cuidaba cabras y hacía de enlace de los milicianos. Nos dijo que el pueblo estaba fortificado por los fascistas y que había muchas patrullas. A nuestras mujeres las habían pelado y hecho beber aceite de ricino, después les habían dado latigazos en las piernas con ramas de espinos y las tenían limpiando y haciéndoles la comida. Nos ardía la sangre, yo me moría de remordimientos, pero no había nada que hacer, tuvimos que seguir adelante. Al poco tiempo cayó Málaga, aquello sí que fue una matanza, mataron a la gente que escapaba por la carretera bombardeándolos desde aviones y desde el mar. El sur estaba perdido, así que empezamos a movernos hacia el norte, siempre a lo furtivo, por la noche y sin hacer ruido.

Eso fue lo más destacado, la mayor parte del tiempo lo pasamos escondidos de día y caminando de noche. Así hasta que llegamos al frente de Madrid, justo después de la Batalla del Jarama. En Madrid nos integramos en el Batallón de Voluntarios Españoles con las Brigadas Internacionales. Nos recibieron bien, como nos vieron fogueados y muy puestos en la montaña, al Tarugo y a mí nos hicieron cabos. Allí estuvimos codo a codo con aquella gente que habían venido a luchar contra el fascismo, nos llevamos mejor con los argentinos, porque hablaban español y además eran como nosotros, los americanos eran más serios.

A los pocos días de estar allí, nos llamó Gutiérrez, un comisario político. Ya nos habían avisado los demás, el Comisario había estado haciendo preguntas sobre nosotros, por lo visto le gustó mucho la historia que se contaba del Tarugo quemando a los señoritos, y la de la patrulla que matamos mientras dormían.

Acompañamos a Gutiérrez, serpenteando por la línea de trincheras, hasta llegar a un puesto de mando, un agujero muy bien fortificado. Gutiérrez saludó con el puño en alto, allí nos esperaba un Capitán, que nos hizo señal para que entráramos.

Gutiérrez nos miró y rompió el silencio.

—¿Comunismo o República?

—¿Es lo mismo no?... dije yo. —El Capitán y Gutiérrez se miraron.

—¡Comunismo! —gritó el Tarugo.

Gutiérrez asintió y regaló al Tarugo una sonrisa.

—Esa es la actitud: luchamos por la República, pero sin disciplina no habrá victoria. Sabéis que pertenezco al Komintern, por eso os acompaño, vengo a fiar en vosotros. Creo que sois los mejores para esto. —Se levantó y elevó el puño—. Camarada Capitán, les dejo, son todo suyos.

El Capitán hojeaba unos papeles.

—Bien, todo está dicho... por lo visto sois buenos montañeros, ¿es así?

—De la serranía de Ronda, Camarada Capitán –hablé sosegado, el Tarugo había atendido a mi guiño y me dejaba hablar a mí.

—Eso lo sé. ¿Habéis salido de allí alguna vez?

—Bueno, a los Alcornocales, y de trabajar a jornal en muchos sitios, aparte de furtiveo, pero todo de Despeñaperros para abajo.

—¿Entendéis los mapas?

—Sí, eso se nos da bien, no tengo muchas letras, pero con los mapas yo me entiendo.

—En eso no hay quien le gane Capitán —intervino el Tarugo, dando golpecitos sobre el mapa con sus dedos porrudos—, es más listo que el hambre: el Chato tiene fama de eso, ve un mapa o un dibujo donde sea y después se acuerda de todo, aunque no lo tenga delante, se orienta mejor que nadie en el monte. Ir con él es un seguro para no perderse. Mira el sol y las estrellas: no se pierde ni de día ni de noche.

—Eso es lo que quería escuchar, esta noche saldréis a una misión, hasta entonces estaréis aquí conmigo, memorizando este mapa y esperando a Kasparov, un camarada ruso. —El Capitán desplegó por completo el mapa—. Seréis sus guías, además de cuidar de él, tendréis que guiarlo por la sierra hasta este punto.

—¿Hasta la noche esperando?, ojú. —El Tarugo golpeó el suelo dando un zapatazo—. ¿Puedo ir a por mis cosas, camarada Capitán?, así me traigo un aguardiente que merqué ayer y nos damos un lingotazo antes de...

—De ningún modo, ¿no has escuchado bien?, ¡se  trata de una orden! Estaréis aquí hasta que esta noche salgáis, en secreto, con Kasparov. No os daré más información, él sabe lo que ha de hacer. —Dio dos golpecitos con su dedo índice sobre un punto en el mapa—. ¿Entendéis?

—Sí, camarada Capitán —tercié yo—, y repetí una frase de mi padre que venía muy bien en esta guerra: “la mejor arma es el silencio”.

El rostro del Capitán pareció distenderse. Miró por encima de nuestros hombros, hacia la claridad que entraba desde la puerta de aquel agujero fortificado.

—¡Gutiérrez!, ¡camarada Gutiérrez!

Gutiérrez entró, separando la manta que tapaba la entrada y, como siempre protocolario, elevó el puño.

—¡Sí, camarada Capitán!

—Haga el favor de ver donde se pueden conseguir unas botellas de aguardiente, ya lo dijo Lenin: “Sin Vodka no hay Revolución”.

El Comisario Político elevó una de sus cejas y nos escudriñó, no encontró mueca alguna de burla en nuestros labios, dio media vuelta y fue a cumplir, con paso firme, su misión.

—¡Qué listo el camarada Lenin! —comentó el Tarugo.

—¡Nahh!... me lo acabo de inventar. —Ahora en la cara del Capitán se dibujaba una sonrisa—. Así Gutiérrez se tomará más en serio el recado, es lo que tiene que hacer un buen mando en esta guerra: ya que no puedo pagar con dinero, le pago a cada uno dándole la importancia que se merece. Vuestra misión será muy importante, ya lo veréis.

A la caída de la tarde nos presentaron a Kasparov, el ruso. Era un tío alto, de pelo rubio casi blanco, y ojos azules muy fríos, como de perro lobo, esos ojos resaltaban en su cara, que antes sería blanca, pero ahora estaba enrojecida por el sol. Por sus hechuras podría haber sido un tío fuerte, pero como se movía tanto, que parecía que tenía azogue, eso le daba aspecto de encanijado, a pesar de ser grande como un trinquete. Traía tres petates enormes, nos advirtió que nada de fumar ni hacer fuego cerca, porque “volarremoss por los airress”. Así era como hablaba el ruso, a lo mejor estoy exagerando, porque se defendía muy bien en español, mucho mejor que cualquiera de los americanos, pero tenía ese acento raro de decir fuerte las erres y de silbar con las eses. Además, siempre se aseguraba de que lo entendiéramos preguntando “¿sí?, ¿sí?”... estaba obsesionado con el control y con mantener la misión a rajatabla. Nos lo explicó en pocas palabras.

—Tenéis que llevarme a ese sitio ¿sí?, asegurrar que rrecordais el mapa ¿sí? La misión es lo primerro, y nosotros después.

—Sí, claro que sí —le dije yo sonriendo, el Tarugo se echó unas carcajadas.

—Esto es asunto serrio, ya reirremos cuando acabemos la voladura, por el momento no os dirre más, mejor para vosotros: si a mí me atrapan tenéis que matarme,  ¿sí?

—¿Cómo?

—Sí, la misión es lo primerro, sé lo que se puede hacer a un hombre para que hable, no quiero que me lo hagan a mí, tampoco quiero hablar. —Su rostro se tornó sombrío, agarró sus petates y se puso a revisar el contenido, parecían cartuchos de dinamita, detonadores, cables y otros cachivaches.

—¿Pero entonces...? —intenté preguntar, pero el ruso me interrumpió, sin dejar de mirar sus petates.

—¡No me molestes ahora!, recuerrda el mapa, hablamos luego, ¿sí?

Salimos a la anochecida y no paramos de caminar hasta la mañana. Encontré una covacha en la falda de una quebrada, a la sombra, nos serviría de refugio para esperar otra vez a la noche. El ruso estaba un poco nervioso, pero era buena gente. El Tarugo y él hicieron buenas migas, bebiendo aguardiente y jugando a las cartas, como si nada estuviera pasando en España.

—¡Bajar la voz joder!, ¡que se os escucha a kilómetros!

—¡Anda ya hombre!... en esta sierra estamos solos nosotros, ven y tómate un anís con el Caracol.

—Kasparov, me llamo Kasparov. ¿Entiendes?, ¿sí?

—Eso, Caracol... que es lo mismo... todos tenemos motes en el pueblo: yo me llamo Juan, pero soy el Tarugo desde que nací, lo mismo que él. Se llama Alonso, pero es el Chato, ¿es o no, compadre?

—Chato de toda la vida, de la familia de los chatos, no hay más que verme. —Me puse de perfil mostrando la enorme y alargada nariz patrimonio de mi familia—. Ya sabes Caracol, la mala leche de los pueblos. ¿Entiendes?... “la mala leche”.

—Sí, hay mucha, mucha mala leche en España, ¡sí! —Había una cosa que no me gustaba, ese acento raro que recordaba al silbido de una serpiente cada vez que decía "sí"... y lo de las erres...era como de mal fario.

—Mucha... —El Tarugo elevó los ojos como recordando algo y empinó la botella, el ruso se la arrebató.

—Nunca dejéis que me cojan vivo, prefiero morir antes, ¿lo haréis?, ¿sí? —Volvió a silbar como una serpiente y dio un trago, sus ojos temblaban—. No quiero tortura, ¡tenéis que matarme antes!

Me senté a su lado y agarré la botella.

—¡Mira, Caracol!, déjate de tonterías, hablar de esas cosas trae mal agüero. ¿Entiendes?... “mal agüero”.

—¿Agüero?, sí, ¿cómo mala suerte?... eso son cosas estúpidas, sí, crreencias y religión, un obrero y soldado socialista no cree en esas cosas. Tú eres buen miliciano del pueblo, ¿sí?, no hables de agüero.

—Hablo de lo que me da la gana, si hacemos esta guerra es para hablar lo que nos dé la gana, ¿te enteras Caracol?

—Sí, pero tengo miedo, no de morir, miedo de que me hagan cosas, yo he visto cosas, y he hecho cosas cuando se necesita la información todo es posible, no quierro eso para mí.

—¡No pasa na Caracol! —Intervino el Tarugo, sus ojos reflejaban el fuego inexistente de una hoguera que habíamos evitado encender por no delatar la posición, esos ojos parecían arder—. ¡Ese mismo miedo nos lo tienen los fascistas!, ¡yo también les he hecho “cosas”!, ¡gritaban cagaos de miedo!... ¡y más cosas pienso hacer!, ¿estamos aquí para eso no? —señaló con la mirada los petates que habían dejado contra la pared de roca mientras se reía por lo bajini con una tos ahogada.

—Una cosa es una voladura y otra diferente torturrar prisioneros, ¿sí? Si sale algo mal, matadme, solo eso, ¿sí?

—¡Ya está bien leche!, ¡deja de decirlo de una puta vez!

—Bien, descansaremos, hay que dormir, ¿mañana llegarremos sí?

—Eso espero —dije yo—, también es nuestra primera vez por esta sierra, pero todas son iguales, por el mapa que nos enseñaron, yo diría que encontraremos alguna partida mañana. Ya verás, saldrá bien.

—Sí, esperro, ya he hecho golpes así, siempre me preocupo, este puede ser grande, ¡sí!, harremos mucho daño.

El ruso se envolvió en su manta y dio media vuelta, acurrucándose contra la pared de roca, dando así por zanjada la conversación. Yo agarré otra manta y miré al Tarugo con la intención de decirle algo, pero él ya se había incorporado y cargaba con el fusil, dispuesto a relevarme en la guardia, aquel retaco tenía la resistencia de dos hombres, y ni la borrachera más grande parecía afectarle los sentidos.

Ocurrió tal y como dije, esperamos de nuevo a que llegara la noche, en cuanto cayó el sol, comenzamos a caminar. La luna llena ayudaba mucho a orientarnos, así estuvimos caminando monte arriba, con la fresca de la noche y sintiendo los olores del campo, hubiera sido agradable de no ser por el peso de los petates.

Pasaron muchas horas, ya amanecía y tonos malva se dibujaban en el cielo, en torno a los picos de las montañas. El Tarugo iba en punta, parecía que el petate no le pesara, era siempre así, como un don que tenía desde pequeño. Era capaz de llevar un petate de tabaco desde Gibraltar a Ronda, atravesando por los campos y montes como si nada, siempre sacaba más tajada que nadie, porque nadie le ganaba acarreando carga. Lo mismo a la hora del verdeo, llenaba más macacos de aceitunas que nadie, era fuerte, pero además le movía el orgullo de ser siempre más que nadie. Unos diez metros detrás iba yo y al final, medio ahogado y con paso cada vez más lento, el Caracol, que soltó su petate y comenzó a resoplar agitando los brazos para pedirnos una tregua. Llamé al Tarugo, que se paró un momento y miró hacia abajo. Fue en ese momento en el que unos hombres salieron de la arboleda, encañonando al Tarugo. Mi corazón dio un vuelco, pero al momento respiré tranquilo, El Tarugo había sacado los documentos y el que parecía cabecilla los leía. El resto bajó las armas.

Me aproximé y los miré de arriba a abajo, boinas de campesinos caladas, barbas sin afeitar y abrigos gordos manchados y rasgados por enganchones en ramas.

—Salud. —Levanté el puño y fui correspondido de mala gana por los guerrilleros. Aquellos hombres olían a humo y tierra mojada.

——Salud, —habló el más viejo, sin levantar nada—. Aquí en el monte estorban los modales, vamos al campamento. —Miró hacia atrás—. ¡Pelón!, anda, baja y acarrea el petate del camarada, que no tememos todo el día.

—¡Y que lo diga jefe! —terció el Tarugo—, ¡que el ruso se tiene bien ganado el mote de Caracol!

Lo demás rieron, el Tarugo se rió con esa risa entre dientes tan suya, una risa ahogada, como la tos de un perro que a mí siempre me ponía en guardia. Era bueno en eso de ganarse amistades, tenía ese don, con unas copitas, y unos chascarrillos y se congraciaba con cualquiera, lo malo venía después...

Ya en el campamento, el Tarugo sacó de su petate otra botella de aguardiente. La verdad es que el comisario político Gutiérrez se había tomado muy en serio aquella falsa frase de Lenin y nos había entregado cinco botellas de aguardiente, bien empaquetadas en fundas de munición para que no se rompieran. Ya sólo quedaban tres.

El refugio estaba en una covacha, en lo más hondo de la sierra y para llegar había que subir un buen trecho y doblar un recodo. Era una buena posición, con un solo vigía bastaba para dominar el terreno, eso es lo que ocurrió cuando llegamos nosotros: el Pelón estaba de guardia y nos vio de lejos, para cuando llegamos ya había avisado a los demás y nos tendieron la emboscada.

Ahora había quedado de guardia el Negro, un chaval moreno y de ojos claros, la juventud de su rostro contrastaba con la tristeza de su mirada.

El Tarugo, el Pelón y el Caracol empezaron a beber, compartiendo el aguardiente con el resto de la cuadrilla de guerrilleros, en total eran siete, si contábamos al Negro, que montaba guardia unos doscientos metros más abajo. El refugio estaba tan bien guarnecido que se permitían hacer candela. El ruso habló con el jefe y escondieron bien los petates, lejos del fuego.

Pronto cayó la primera botella y el Tarugo abrió la segunda, bebiendo un primer trago se la pasó al resto. Cuando tocó el turno al ruso, éste se empinó la botella y echó un largo trago. El Tarugo elevó la voz.

—¡Ya está bien Caracol!, ¡eres muy poco comunista!

El ruso hizo un desaire.

—Jódete tú, ¿sí?, ¡yo soy mejor camarada que tú!  —Y pasó la botella al siguiente, justo antes de que una guantada del Tarugo lo derribara al suelo, el ruso quedó allí tirado, mientras el resto se dirigió hacia el Tarugo, que había agarrado por las solapas del abrigo al Pelón y lo levantaba en peso. Otros trataron de separarlo, pero el tarugo los derribó de un manotazo.

—Tarugo ¡quieto!, ¡son camaradas! —Yo trataba de que él me mirase, Cuando el Tarugo se encendía, no conocía a nadie, y no había manera de pararle con la fuerza—.¡Tarugo!, ¡Juan!, ¿me escuchas?

—Sí, ¡pero aquí nadie tiene más cojones que yo!, ¿te enteras? —dijo, con sus ojos ardientes inyectados en sangre, miró alrededor, buscando la respuesta de los demás—, ¿os enteráis?

Yo le insistí.

—¡Que sí Tarugo!, lo sabemos, ¡tú tienes más cojones que nadie!

Los demás parecían arrugados, intercambiaban miradas el jefe me hizo un guiño y yo le hice un gesto con la mano para que me dejase hacer un poco más.

—¡Venga Tarugo!, vámonos, nuestra misión ha terminado. —Señalé al ruso, que había recuperado la consciencia, aunque parecía algo aturdido—. Dejemos aquí al ruso y sus petates y regresemos a nuestras líneas. —Registré uno de los petates y saqué la última botella de aguardiente—. Esta nos la llevamos de vuelta, para el camino. —Hice un quiño al Tarugo, que respiraba ahora más tranquilo. Bajó la cabeza, recogió su fusil y sus cosas y emprendimos el camino de vuelta, yo me volví hacia el jefe y levante el puño, él me respondió con un burlón “¡Con Dios camaradas!”.

Ya sin carga, y cuesta abajo, el regreso se hizo ligero, el Tarugo solo se me acercó para agarrar la botella, que no soltó en todo el camino. No cruzamos palabras, cuando el Tarugo la liaba era mejor no hablarle. Recuerdo una vez, después de una trifulca, en la que salió volando una mesa entera con sus fichas de dominó, que a un perro le dio por ladrarle y él se fue para el perro, entonces el perro no tuvo otra idea mejor que gruñirle y enseñarle los dientes, fue cosa de nada, escuché el cuello del perro crujiendo como una caña seca. Lo mató con una sola mano, así de bestia era el Tarugo, pero claro, peor fue lo que les hizo a los de Valdemar.

Hubiera estado bien dormir otra vez en el refugio de la noche anterior, pero no podía ser, nosotros nunca tomábamos dos veces el mismo camino. Así no había manera de cogernos, cualquier furtivo sabe eso, los animales toman siempre los mismos caminos para ir beber o a dormir, y ahí es donde los cazamos. Ese día descansamos entre unas peñas, a la sombra de unas encinas, el Tarugo sacó un trozo de panceta y la cortó con la  navaja dándome un trozo.

—¡Qué bruto eres Tarugo!, un día te va a matar tu propia gente.

—¡Qué se atrevan si tienen cojones!

—Otra vez con lo mismo.

—¡Sí!, siempre lo mismo, ¡a mí que no me toquen los huevos!, ¿escuchaste al ruso no? Dijo que era mejor que yo, ¡y me lo dijo delante de aquella gente! Que a mí el Caracol me parece un buen zagal, pero me faltó el respeto delante de to la cuadrilla. ¿Qué iba a hacer yo?... ¡zumbarle!, me puso en el compromiso.

—No puedes tomarte todo tan a pecho Tarugo.

—Me tomo a pecho las cosas importantes, y el respeto lo es to. Si me lo dicen estando solo me lo tomo a risa, pero si me faltan el respeto delante de la gente, me tengo que defender. ¡Todavía no ha nacido nadie que tenga más cojones que yo!

—Desde luego Tarugo, desde luego, aunque más que cojones, lo que tú tienes son muchos huevos.

El Tarugo se rió, con esa risa ahogada y esa tos de perro tan suya, y siguió así, riendo entre dientes durante todo el camino. En eso tenía razón, era un tío con buen humor y yo me podía meter con él siempre y cuando no hubiera testigos.

Volvimos a nuestras líneas y tanto el Comandante como el comisario político nos felicitaron. Dimos toda la batalla que pudimos. Hicimos dos trabajos más con el Caracol, nosotros éramos las mulas de carga y él era el maestro en el tema de las voladuras. Después de aquel puente que voló en la sierra, lo vimos volar un tren y otro puente mientras pasaba por encima una división motorizada italiana. Lo que se pudo reír el Tarugo con aquello, incluso paseó a hombros al Caracol, fue una pena lo que le pasó después al pobre ruso. Al final, a los españoles, argentinos y otros latinoamericanos nos separaron de los ingleses y americanos, porque no nos entendíamos y el Tarugo repartió más de una hostia. Siempre estaba yo allí para amansarlo.

Así llegamos el Tarugo y yo, de furtiveo, con mucha suerte y cuidándonos el uno al otro hasta el final de la guerra. Cuando nos apresaron, ya cansados, con hambre, y sin más ganas de nada, igual nos daba haber muerto que ser prisioneros. Desde luego que no íbamos a hacer como el Caracol, que de puro nervio se pegó un tiro en la cabeza en plena escaramuza, todo por miedo a que lo cogieran vivo. A nosotros nos llevaron en un camión hasta la cárcel. En la cárcel nos tenían a más de diez en una celda, que ni teníamos sitio para echarnos en el suelo a dormir y nos turnábamos. También turnábamos el cubo de lata donde mear y hacer de vientre, así muchos días,  a lo mejor meses, hasta perder la cuenta, dos murieron de fiebre, pero el Tarugo y yo estábamos fuertes.

Entonces, pensando que podían servirse de nuestra fuerza para trabajar,  nos trasladaron al castillo de Raimat, en Lérida, donde había no sé qué historia del Abastecimiento de los fascistas y allí estábamos un poco más anchos y podíamos hablar con la gente y ver el cielo, pero había que partirse el lomo trabajando. Yo me hice amigo de un vasco, le decían el Dios, por lo visto era el mote de la familia en su pueblo, un mote bien puesto. Quizás se llamara así, no estoy seguro. Lo cierto es que el chaval era espigado y alto. No era de verdad vasco. Él y su familia eran de León pero se había emigrado a Bilbao y hecho vida allí. Era socialista y había luchado en el frente, en un batallón de la UGT. Hasta en Guernica había estado. Se le daban bien las letras. Era educado y por eso no hacía buenas migas con el Tarugo y sus modales. El Tarugo por su parte lo miraba mal, pensaba que con el mote de Dios, el vasco se creía más que nadie...

Un día estaba yo trajinando sacos de garbanzos mano a mano con aquel vasco de León, cuando en un descanso me habló.

—¡Cago en sos, Chato!, ¡Flojo te veo eh!

—No es del cuerpo, me faltan las fuerzas del alma.

—¿Del alma?, ¿y eso que será?... ¡anda arriba!, que para la semana que viene se hará una Junta de Libertad.

—¿Y eso qué es?

—Pues eso, ¡una junta!, con militares, curas y gente del régimen. Si el director está contento contigo, te puede llamar a la junta.

—¿Y para qué? ¿Acaso me van a soltar?

—Pues de eso se trata. Si consigues un informe en tu pueblo donde se hable bien de ti, a lo mejor te sueltan.

—¿Lo dices en serio?

—Y tan en serio, ya hay gente que ha salido, yo estoy esperando una carta de mi pueblo.

—Y eso del informe ¿cómo lo pido?

—Eso es cosa de escribir una carta,  alguien habrá en tu pueblo que tú creas que  pueda hablar en tu favor.

—Eso es difícil, soy de pocas letras, además, ¿quién va a poner la mano en el fuego por mí?

—Piénsalo, alguien habrá. Si las cosas se ponen feas, yo tengo pensado escribir al cura de mi pueblo al que ayudé de monaguillo muchos años.

—De todas maneras, soy de pocas letras, mi nombre y poco más.

—¡Tú piénsalo!, y si  hace falta, yo te la escribo que a mí se me da bien la pluma.

Yo entonces pensé en el pueblo, en los santos ardiendo en medio de la plaza, en los putos fascistas que se ensañaron con nuestras mujeres. ¿Habría alguno de entre ellos dispuesto a poner la mano en el fuego por mí?

—¡Ya lo tengo!: el maestro de mi pueblo, era un buen hombre, ¿me ayudarás con lo de la carta?

—¡Claro hombre!, ¡es cosa de nada!, además, ¡yo escribo como Dios!

—¡Venga, holgazanes! —gritó un guardia civil mal encarado—, volver al tajo, que os queda día por delante.

Aquella junta de libertad pasó, pero vendrían otras, el Dios escribió mi carta al maestro y al tiempo, tuve la contestación: el maestro me ponía por las nubes, eso hizo que me llamaran a comparecer ante la junta de libertad.

Yo me esperaba un juzgado o algo así, con un juez y un banquillo de acusados, pero aquello era en una sala rodeada por estanterías llenas de carpetones. En el centro había una mesa larga donde se sentaba el director del campo, flanqueado por dos militares y un cura. En un extremo de la mesa había dos monjas vestidas de blanco y en el otro un funcionario con una máquina de escribir, el mismo que me tomó nota el primer día que llegué al campo de trabajo y el mismo que anotaba los sacos que cargábamos en lo camiones. Yo estaba allí, de pie ante la mesa, no me ofrecieron silla ni banquillo alguno.

El director hojeaba mi expediente.

—El reo Alonso Tello... apresado sin oponer resistencia, sin incidentes durante su reclusión, trabajador eficiente... —Levantó las gafas de su nariz—. ¿Alguna cosa que declarar ante esta junta?

—Señor Director, los papeles lo dicen, soy un buen hombre y la guerra ha terminado, creo que ya he pagado bastante. Ustedes han podido leer la carta de don José Antonio, maestro de mi pueblo: hombre piadoso y fiel al movimiento, que pide clemencia para mí. —Bajé la mirada y uní mis manos en señal de oración. El cura me miraba fijamente a la garganta. Yo, como buen furtivo, sabía dónde poner los cebos. Entonces el cura habló con voz aflautada.

—Hijo, ¿y ese escapulario?

—La Virgen de la Inmaculada, padre. Mi madre es muy devota, siempre hacíamos la novena, me lo dio cuando me llamaron a filas los milicianos. Me dijo, “Ella es muy milagrosa hijo, escóndela, qué no te la vean, pero tú tenla cerca, que un día la Virgen te salvará la vida”.

La cara del cura adquirió un tono beatífico, parecía el retrato de un santo, miré a la esquina de la mesa donde estaban las monjas, ellas me miraban afirmando levemente con la cabeza.

—Cuán piadosa es tu madre hijo, pero mucho más lo es la Virgen. —Su voz se iba endulzando por momentos—. Ella que es la madre de todos nosotros. Ten fe, te ayudará.  —Terminó de hablar dando golpecitos con la mano sobre la mesa y mirando al director.

—Bueno, Alonso —carraspeó el director—. Como bien dices, tenemos aquí el informe de una persona de orden, ese maestro está bien considerado por el régimen... —Carraspeó un momento—. Da buenas referencias tuyas, y ruega por tu vida, dice que tú arriesgaste la tuya por él enfrentándote a tus camaradas... —Volvió a carraspear—.¡Ortiguera!, redacte los permisos oportunos.

Aquel hombre me miró, yo me encogí de hombros.

—¿Entonces?...

—¡Abandone la sala!, le avisaremos cuando esté todo en orden.

Yo me había mareado, no sabía si sentir rabia o alegría y así salí de aquella sala, haciendo muchas reverencias y agradeciendo al cura por su piedad. Ya solo me quedaba esperar. Al Dios, también lo llamaron ante la Junta de Libertad, pero el informe que pudo aportar era más bien malo así que se acojonó y se acordó de sus tiempos de monaguillo. No sé qué fue de él porque pronto lo trasladaron a otra unidad.

Lo mejor es que también llamaron al Tarugo, no es que tuviera muy buena conducta, pero como era un mulo trabajando y hacía más que nadie, se ganaría el favor de alguien y lo llamaron para comparecer. En su comparecencia, también demostró tener más cojones que nadie. Regresó con una sonrisa en la cara y riendo bajito, con su tosesita ahogada de perro.

—¿Qué Tarugo?, ¿te ha ido bien no?

              Él no podía casi hablar, me miraba con sus ojos de fuego, la tristeza de los días de reclusión le había abandonado, ¡sonreía de oreja a oreja!

Cuando sus risas ahogadas se lo permitieron, me clavó el fuego de su mirada y sonrió con tono triunfal:

—Me han preguntado que porqué no escribo a alguien que pueda dar buenas referencias mías, y les he contestado que ni sé escribir, ni tengo amigos que escriban. Entonces, el curita se ha metido de por medio, comprometiendo al de la máquina de escribir para que hiciera la carta por mí... —Volvió a interrumpirse, tosiendo entre risas, sus ojos ardían—. ¡Y les he dado señas para que pidan referencias a la familia de los Valdemar!