CAPÍTULO VII
EL MONASTERIO MALDITO

La noche era realmente pavorosa. El aire cortaba, la temperatura resultaba insoportable, el viento azotaba los muros del ventisquero con fuerza, aunque esos mismos muros les protegían de las inclemencias de las alturas.

Habían logrado rescatar, tras duro trabajo, el cuerpo sin vida de Cy Tyrone, envuelto ahora en pieles y plásticos, dentro del helicóptero. La noche se les echó pronto encima, y optaron por pernoctar en aquellas alturas, tras localizar, no lejos del lugar donde hallara la muerte el socio de Wayne Sothern, aquel ventisquero tan adecuado para una acampada forzosa.

—No podemos estar lejos del Templo de los Siete Ídolos —sentenció Harry Gorman mientras tomaban los alimentos y el café caliente, así como una buena dosis de brandy para combatir las gélidas temperaturas reinantes—, ¿Usted qué cree, Cole?

—Pienso lo mismo —asintió Percy—. Al parecer, esas manchas rojas del cadáver revelan un estado avanzado, rabioso, de la enfermedad o lo que ello sea. Tyrone debió adquirir por aquí la dolencia, como bien dijo Karma. Y si ese mal tiene su origen en el Señor de la Muerte, es que éste no se halla lejos. Investigaremos en cuanto amanezca, por si estamos en lo cierto.

—Pero ¿y mi hermana? —sollozó Scott en ese punto—. ¿Qué habrá sido de ella? Aunque no pretendan hacerla daño, ¿no puede acabar víctima de esa maldita peste roja, después de todo?

—Evidentemente, ese riesgo existe. Pero imagino que al Señor de la Muerte tampoco le importará especialmente hacer enfermar a su hermana, Scott.

—¿Cree que él tiene influencia sobre el mal, el poder de darlo o de proteger a la gente de él? —dudó Gorman.

—Eso, nadie puede saberlo aún. Gorman —confesó Cole con un suspiro—. Pero he examinado el cadáver de Tyrone. Esas manchas no parecen eczemas ni pruritos o cosa parecida. Tienen toda la traza de ser quemaduras. Zonas abrasadas de la piel. También su cuero cabelludo está totalmente cubierto por esas placas rojas, hasta el punto de abrasar totalmente la piel.

—¿Y eso qué puede significar, según usted? —indagó Scott, tenso.

—No soy médico ni científico, pero yo diría que son radiaciones —aseguró calmosamente Percy.

—¡Radiaciones! —Gorman se irguió, sobresaltado—. Se ha hablado de un resplandor rojo, una posible fuente de energía entre estas montañas…

—Sí, lo recuerdo muy bien. Rojo el resplandor, rojas las manchas de la enfermedad mortal… Karma, ¿recuerda usted bien los síntomas exactos que sufrían Sothern y Tyrone cuando empezaron a aparecer esas manchas escarlatas en su piel?

—Ya se lo dije, señor —explicó el guía nativo con gesto supersticioso—. Comenzaron a quejarse de fuertes dolores en la piel. Surgieron luego las manchas. Apareció la fiebre, los espasmos, las náuseas y vómitos… Cayeron enfermos, febriles, delirando incluso. Luego gritaban…

—¿Gritaban? ¿Por qué?

—No sé. Dolores, imagino. Se aferraban la cabeza con las dos manos, se revolcaban en el suelo, presa de un sufrimiento que ignoro, señor… Eso fue la última noche. Al despertar con el día, ellos no estaban en el campamento. Los buscamos, recorrimos todo sin dar con ellos. Puedo asegurar que también recorrimos el punto donde ha aparecido ahora su cadáver, pero entonces él no estaba allí. Y eso es todo…

Percy asintió gravemente. Parecía estar pensando en algo. Apuró su café, y se puso en pie, con un resoplido.

—Bien, señores, creo que es hora de dormir —dijo—. Mañana vamos a tener un día muy agitado y nos conviene estar descansados…

Percy ignoraba hasta qué punto acertaba con sus proféticas palabras. Sólo que las cosas no iban a ocurrir como él calculara.

Esa misma noche, mientras dormían todos en el glaciar, algo comenzó a suceder en torno a ellos…

* * *

Todo fue tan rápido, tan sigiloso, que no tuvieron tiempo de advertirlo ni tan siquiera de reaccionar adecuadamente.

De entre las sombras de la noche glacial, surgieron formas humanas, difusas y oscuras, envueltas en pieles, semejantes a animales achaparrados y sigilosos, que se movieron con rapidez y precisión, rodeando el pequeño campamento ocupado por los cuatro hombres, junto al plateado helicóptero. Eran cuando menos una docena de seres los encargados de caer sobre los expedicionarios por sorpresa.

Y así ocurrió. Cuando quisieron reaccionar los durmientes, ya era tarde. Férreos, nervudos brazos, sujetaban sus cuerpos a tierra, mientras armas blancas afiladas se apoyaban en su garganta, y el lenguaje gutural de los tibetanos brotaba de sus bocas, hablando entre sí excitadamente. Uno de ellos, sin embargo, se dirigió en aceptable inglés a los cautivos, cuando éstos forcejeaban vanamente en el suelo, contemplando con ojos dilatados a sus aprehensores.

—No intenten resistir y será mejor para todos —dijo el tibetano—. Están vencidos de antemano, no sean locos. Podríamos matarles si quisiéramos, aquí mismo. Pero no van a sufrir daño si se portan bien. Tienen mi palabra.

—¿Su palabra? —rugió Scott, airado, pataleando entre tres nativos que le sujetaban contra las mantas—, ¿Y quién es usted para creer en su palabra?

—Debe fiarse de mí —sonrió el tibetano inclinado hacia él.

—¿Confiar en un maldito mono asiático a sueldo de un bandido sin conciencia? ¿Es eso lo que pretende que hagamos?

—No les queda otro remedio. Su altivez no sirve de mucho en este caso. Ya es nuestro prisionero. Dé gracias por no estar tan muerto como ese cadáver que encontraron hoy entre los hielos.

—Malditos todos… —jadeó Scott, todavía forcejeando inútilmente—. ¿Y mi hermana?

¿Qué han hecho de ella, sucios simios tibetanos?

—Nada malo… todavía —volvió a sonreír el nativo—. Tranquilícese, ella está bien. Y de usted depende que todo siga igual, créame.

Eso pareció disuadir a Scott con más fuerza que ninguna otra palabra. Era evidente que la suerte de su hermana le preocupaba de un modo profundo.

Fueron atados con ligaduras de piel, posiblemente de yak, secas, duras y correosas, y conducidos en hilera, entre el grupo de captores, hacia algún punto determinado, alejándose del helicóptero. En éste, mientras tanto, algo se movía entre los asientos, deslizándose sigilosamente, pegado al suelo…

Cole se hubiera llevado una gran sorpresa de ver aquella escamosa y brillante forma sinuosa en su helicóptero. Imaginaba a «Vicky», su fiel serpiente cobra, muy lejos de allí, junto a May, en Punakha. Pero esta vez la cobra era polizón a bordo, una vez más, aunque en solitario. Y eso, ni Cole ni la propia May lo habían sospechado cuando aquella mañana despegaron hacia el Tibet.

Los ojos negros y brillantes del hermoso reptil parecían seguir con profundo interés, de entre las sombras del helicóptero a la comitiva que se alejaba en la nieve, bajo el fulgor apagado de las estrellas que refulgían por encima del Himalaya.

* * *

Fue un largo viaje a través de los hielos, aunque más corto de lo que imaginaba Percy Cole.

Con sus manos atadas a la espalda, en hilera, flanqueados por los sombríos y silenciosos tibetanos, se movieron a través de glaciares y ventisqueros, flanquearon enormes cimas heladas, moviéndose por angostos senderos asomados al abismo insondable, para terminar penetrando en una cavidad rocosa, una gruta sorprendente, cuyos muros de duro hielo parecían formar un auténtico palacio de cristal, digno de un cuento de hadas.

La gruta se estrechaba, hasta formar un largo, interminable túnel de hielo, cuyos muros hacían brillar con tonos azulados y fantásticos las antorchas de los nativos. La temperatura allí dentro, pese al hielo circundante, era más suave paradójicamente con el exterior, tal vez por la misma razón que un igloo esquimal preserva más el calor que el aire libre. Los cautivos se miraron entre sí, perplejos, mientras caminaban por aquel sendero increíble, socavado en la montaña misma.

—¿Adónde diablos nos llevarán? ¿Al centro de la Tierra?

Era Scott Sothern, siempre descontento, quien hablaba así.

—No puedo saberlo —admitió Percy—, Pero ciertamente, creo que estamos ahora en el camino que conduce al Señor de la Muerte y, por tanto, al Templo de los Siete Ídolos.

—Pienso lo mismo —asintió Gorman pensativo—. Tal vez por eso resulte imposible llegar a ese templo endemoniado. Nadie pensaría que la ruta hasta él es subterránea, y no sobre las montañas nevadas.

La comitiva llegó al final del fantástico túnel de hielo. Con asombro, todos se detuvieron en su boca de salida, contemplando lo que aparecía ante sus ojos.

No era la oscura noche tibetana la que estaba al otro lado del pasadizo horadado en el hielo. No eran los resplandores difusos de las estrellas ni los reverberos en las nieves eternas lo que aparecía ante ellos.

Era algo mucho más inquietante y siniestro, sobre todo recordando cuanto se hablara antes de la «peste escarlata» y todo lo demás.

La salida del túnel de hielo daba directamente a una plataforma helada, asomada a un abismo en forma de embudo o cráter volcánico horadado igualmente en el hielo de las cumbres. Sólo que, al fondo de ese abismo, un resplandor rojo, fantástico, de matices infernales, se elevaba hacia ellos, tiñendo de carmesí los muros de hielo. Daba la impresión de que un inmenso rubí herido por la luz del sol, o una dantesca hondonada de fuego emitía aquel resplandor infernal, que daba a la escena matices satánicos.

—Dios mío, la luz roja… —susurró Gorman—. Usted habló de eso antes, Karma…

—Sí… —el guía se mostraba aterrorizado—. Es la luz roja de las montañas… Dicen que los espíritus del mal moran donde brilla esa luz…

—Vamos, sigan adelante —invitó sordamente su captor—. Estamos llegando.

Cole observó que un puente de madera colgaba sobre el abismo rojo. Comenzaron a cruzarlo. A sus pies, hervía aquella roja luz como el fuego de un volcán a punto de entrar en erupción. Sin embargo, no notó que despidiese calor. Pero le era imposible mirar hacia abajo, porque la luz era cegadora. Tuvo la extraña impresión de que la masa escarlata luminosa era un cuerpo sólido y no fuego o lava. Pero sólo fue una impresión, porque el puente terminaba al otro lado en una nueva boca o caverna que penetraba en otra montaña. La luz roja quedó atrás.

Esta vez el camino fue muy breve. Apenas doscientas yardas de caminar a pie por la nueva gruta, y salieron al exterior. Una exclamación de asombro brotó de las gargantas de los cautivos.

—Es el templo… —susurró Gorman, impresionado—, ¡El Templo de los Siete Ídolos, no hay duda!

Cole asintió, contemplando la estructura dorada que se erguía entre nieve, frente a ellos, ocupando la ladera de una pared oculta de la montaña, entre dos altos farallones de hielo cristalizado, liso como las facetas de un diamante.

Allí, invisible al ojo humano incluso sobrevolando la zona, la edificación pintada de oro se mostraba como un verdadero monasterio del Mal. Porque nada de cuanto se veía en su fachada, su puerta y su techumbre en forma de pagoda budista, era simbología de algo bueno. Remataban el dorado edificio cinco cúpulas en forma de calaveras humanas, llamadas chorten esas cúpulas por los tibetanos. Dos dragones de oro formaban la guardia pétrea a la puerta del templo. Y toda la fachada de éste mostraba una enorme reproducción de la grotesca y fea máscara del Señor de la Muerte, roja y sardónica, cuya boca era justamente la puerta de acceso al siniestro templo.

—Entrad —se les ordenó—. El Señor de la Muerte os espera en su santuario sagrado. Sois los primeros privilegiados que verán por vez primera cara a cara al más grande ser divino de todo el Tibet, al predestinado a ser amo del mundo y dueño de todo lo creado. ¡Veréis ante vosotros al Dragón Dorado, símbolo del Señor de la Muerte y del poder supremo en todo el planeta por designio divino de los dioses!

Fueron empujados hacia el interior del monasterio o dzong del mítico y terrorífico ser que parecía dominar los destinos de todo el Tibet y entender sus garras diabólicas hasta muy lejos de allí.

Momentos más tarde, se les encerraba en una mazmorra a los cuatro, cerrándose tras ellos la puerta metálica con sordo estruendo. La voz del tibetano que capitaneaba a sus captores, les avisó después a través de la angosta reja de esa puerta:

—Descansad ahora. Cuando llegue el momento, seréis llamados a presencia del Señor de la Muerte.

Se alejaron los tibetanos. El silencio reinó en la estancia. Todos ellos seguían atados, sujetos entre sí por una fuerte y recia correa de piel. Se miraron en la penumbra que prestaba al lugar el reflejo de un hachón encendido en el pasillo, más allá de la puerta de la mazmorra. Esta era un cuarto cuadrangular y desnudo, con el suelo de dura piedra. El frío reinante era glacial.

—Estamos en sus manos —se quejó Scott—. ¿Cómo vamos a salir de ésta, Cole? Me temo que nuestra audiencia con ese dios o fantasmón no sea sino la antesala de la propia muerte… Y ni siquiera sé nada aún de mi hermana, salvo lo que contó ese mono tibetano.

—Cálmese. No adelantamos nada exasperándonos, Scott —le aconsejó Percy—. Que yo sepa, no existe milagro alguno que nos permita salir de aquí, la verdad.

Cosa de una hora más tarde, volvieron a abrir la puerta. Todos miraron al tibetano, esperando ser llamados a presencia del Señor de la Muerte. No fue así. Señaló solamente a uno de ellos y ordenó a sus hombres:

—Soltad a ese de la cuerda. El Señor desea verlo antes que a los demás.

Para asombro de todos. Scott Sothern fue separado de sus tres compañeros de cautiverio. El asombro se reflejó en el rostro del apolíneo joven.

—¿Qué significa esto? —demandó—. ¿Por qué a mí solo? ¿Adónde me llevan?

—No haga preguntas —cortó el tibetano—. Deseaba ver a su hermana, ¿no? Pues va a ser complacido. Se reunirá con ella.

—Dios mío, gracias —musitó Scott fervoroso—. Siendo así, nada me importa ya.

—¿Y nosotros, amigo? —quiso saber Gorman—, ¿Qué van a hacer con nosotros tres?

—Ustedes esperen. Vendremos a recogerles más tarde.

Se llevaron a Scott consigo. Los tres prisioneros se mira ron, pensativos y preocupados.

Gorman expuso sus temores a Cole:

—No me gusta esto, amigo mío. ¿Por qué nos separan?

—No lo sé. Parecen tener especial interés en los Sothern. Creo saber una de las razones.

—¿Cuál?

—El dragón de oro, la estatuilla que les envió su padre. Si es uno de los ídolos de este templo, según la leyenda, el Señor de la Muerte debe andar tras su recuperación a cualquier precio.

—Ha mencionado «una de las razones». ¿Existe otra, Cole?

—No sé —Percy se encogió de hombros—. Aún no puedo estar seguro… Pero algo me dice que nosotros tres tenemos muy pocas probabilidades de sobrevivir a esto. Sólo les interesaban los Sothern. Ya los tienen. Me preocupa nuestro destino, Gorman. —Y a mí —confesó el hombre de la CIA—, ¿Será posible que desde este lugar se pretenda dominar el mundo?

—Me temo que sí. Ese abismo rojo que cruzamos me hizo pensar en algo…

—¿En qué?

—Es un viejo relato de ciencia-ficción que leí una vez. De Lovecraft. Se llamaba «El color caído del cielo», o algo así.

—¿Adónde quiere ir a parar?

—A esto. Gorman: creo que esa luz roja es energía. Materia capaz de producir la llamada «peste escarlata». Energía radiactiva que domina de alguna forma ese loco llamado Dragón Dorado. Debió caer alguna vez del espacio, tal vez un meteorito o cosa parecida. Encierra una energía desconocida que él controla. Tal vez esté vendiendo pequeñas porciones de esa energía a algunas potencias y cobre por ello enormes sumas que le permiten poseer aviones modernos, organización en todo el mundo, gente asalariada por doquier, e incluso cohetes de propulsión ignorada, a base quizá de esa misma energía y la técnica de avanzados países que adquieren su misterioso producto energético…

—Eso tiene cierto sentido, sí. Sería para él una fuente de ingresos enorme… y también un arma devastadora.

—Pero ese arma tiene un inconveniente: ataca a quien vive en contacto con ella demasiado tiempo. He visto en las caras de nuestros captores señales incipientes de placas rojizas. El personal que sirve en este templo debe vivir poco tiempo y es siempre por otro nuevo.

—Pero entonces, ¿cómo sobrevive el propio Señor de la Muerte a la vecindad de esa energía radiactiva tan peligrosa, Cole? —objetó Gorman, dubitativo.

—¿Quién nos dice que el último síntoma de la «peste escarlata», a juzgar por el relato que de ella nos hizo Karma, no es la locura? La cabeza abrasada por los efectos de la radiación, el cerebro afectado… y poco a poco la demencia se apodera de una persona. El Señor de la Muerte debe ser un enfermo mental afectado por esa radiación, un loco absoluto que sueña con delirios de poder y de grandeza. Su sueño de llegar a ser amo del mundo es una prueba de ello. Me temo. Gorman, que nos enfrentamos con un enfermo peligrosísimo, con un demente capaz de todo…

—Y pensar que no podemos salir de aquí ni intentar huir o pelear… Que deberemos esperar resignadamente a que ese loco nos llame a su presencia, tal vez para ordenar nuestro exterminio inmediato…

—No nos queda otro remedio. Gorman. No podemos desatarnos. Y menos aún salir de esta celda… Eh, ¿qué es eso?

Se había vuelto vivamente, con sobresalto. Un leve roce en alguna parte atraía su atención. Aquel roce tenía para él algo de familiar, pero no quería creer lo que estaba oyendo.

Sin embargo, era cierto. A través de las angostas rejas de la puerta metálica, una forma furtiva, sigilosa, se introducía en la celda. Todos pudieron ver la brillante superficie escamosa, la forma culebreante… Karma iba a gritar cuando Cole le avisó sordamente:

—¡Cállese! Ese reptil es un amigo… un buen amigo que ignoro cómo llegó hasta aquí… ¡«Vicky»' ¡«Vicky», amiga mía! ¿Eres tú?

Un sonido sibilante respondió a su voz. Se deslizó la forma oscura por el suelo, reptando. Llegó hasta él. Irguió su chata cabeza arrogante, de reina de todas las serpientes.

Algo brillaba entre los colmillos otrora venenosos de la hermosa cobra. ¡Una pequeña llave de metal negro! Los ojos del reptil relucían radiantes contemplando a su amo, que son rio esperanzado.

—Una llave… —susurró—. Cielos, ¿será posible? Sospecho que mi buena amiga «Vicky» le ha despojado al guardián de la llave que abre esa puerta…

—Magnífico e inteligente animal —ponderó Gorman— Las serpientes nunca me fueron simpáticas, pero desde ahora será muy distinto. Sin embargo, ¿cómo desatarnos para usar esa llave y salir de aquí?

—Estando «Vicky» aquí, eso no es problema —rió Cole—, Vamos, amiga mía, corta mis ligaduras, pronto…

«Vicky» demostró estar maravillosamente enseñada para las más arduas tareas. Sus incisivos colmillos, en otros tiempos conducto para el veneno de sus glándulas, ahora mordisquearon agudamente la piel seca de las ligaduras de Cole en sus muñecas. Luego, se enroscó a ellas, tirando con fuerza. Chascaron las correas al desprenderse.

Cole respiró aliviado, se frotó las muñecas y procedió a desatar los nudos a sus dos compañeros de cautiverio. Luego, con «Vicky» enroscada a su cuello, probó la llave negra en la cerradura, sigilosamente. Giró sin problemas, y chascó la cerradura al abrirse.

Tiraron cautelosamente de la puerta metálica. El guardián les daba la espalda, a cosa de cinco yardas de ellos, armado con un fusil ametrallador de moderna factura. Cole palmeó la piel escamosa de su amiga reptante, indicándole al tibetano. «Vicky» no necesitó más.

Se deslizó del cuello de Percy, sinuosa, y fue a saltar silenciosamente sobre el del vigilante, a quien estranguló en menos de dos segundos, ahogando todo sonido en su garganta, dominado por el terror al reptil y a su ataque fulminante.

—¡Bravo, amiguita! —elogió Cole—. Un golpe perfecto.

Se inclinó, tomando el arma en sus manos. Accionó el cerrojo, dejando la metralleta a punto de vomitar proyectiles. Caminaron por el corredor cautelosamente. Se tropezaron con otros dos confiados guardianes. Entre el lazo mortal de los anillos de «Vicky» y la culata del arma de Percy, los dejaron fuera de combate sin apenas ruido. De ese modo, también obtuvieron armas Karma y Gorman. Los tres, bien pertrechados ya, caminaron siempre hacia adelante, sin encontrar más vigilantes en la zona del templo destinada a su cautiverio.

De ese modo llegaron ante unas escaleras de piedra adosadas a un muro, que iban a morir ante una puerta metálica cerrada. Subieron esos escalones con cautela y, una vez en el rellano de piedra, probó Cole la puerta. Esta cedió sin obstáculos, con un leve chirrido.

Se encontraron en un lugar increíble.

La luz de varios pebeteros, despidiendo un aromático vapor entre llamas de color azufrado, alumbraban una especie de altar en el que se alineaban cinco calaveras humanas talladas en oro puro, con piedras preciosas en las vacías cuencas, junto a una máscara en relieve del Señor de la Muerte, también en oro macizo. Quedaba un hueco entre esas seis deidades maléficas. Cole y Gorman se miraron. Era fácil suponer el ídolo que faltaba allí: el dragón de oro que Wayne Sothern enviara a sus hijos, antes de desaparecer en el Tibet.

Pero lo más asombroso, con serlo eso mucho, era lo que podían presenciar ahora en aquella sala amplia del templo, destinada sin duda a la adoración de los siete ídolos malignos.

Ante ellos, de rodillas frente a una especie de enorme altar con un sitial de oro, se hallaban Marla y Scott Sothern, desprovistos de ligaduras, con la cabeza inclinada respetuosa, acaso atemorizadamente.

En el sitial de oro, se sentaba la misma máscara grotesca y diabólica que vieran en el altozano de Bhutan a su llegada. El ser de larga túnica escarlata y máscara de oro representando a un feo y cruel dragón. Sus manos enguantadas se aferraban a los brazos de su trono de oro macizo.

—…Y sabedlo bien de una vez por todas —estaba diciendo el fantástico ser, con voz profunda—. Desde aquí dominaré el mundo con mi poder absoluto, sin que nadie pueda evitarlo. Ha existido durante siglos en este rincón del Himalaya el más terrorífico poder, el arma más devastadora que el hombre pudo imaginar, y nadie, nadie salvo yo, el Señor de la Muerte, ha sido capaz de controlarla y utilizarla para mis fines. Seré el ser más poderoso de la Tierra, la criatura más temida del Universo… ¡Yo, el Señor de la Muerte, os emplazo por última vez para que el Dragón de Oro, séptimo de los ídolos sagrados que se veneran en mi templo, vuelva junto a los demás! Porque está escrito que sólo cuando los siete ídolos estén juntos, yo, el Señor de la Muerte, me convertiré en amo del mundo. Decidme dónde ocultáis ese dragón, y la vida se os concederá a ambos a cambio de ello.

—¿Y las vidas de nuestros amigos, señor? —preguntó Marla, sin osar alzar la cabeza hacia el monstruoso ser enmascarado.

—Ellos deben morir. Los dioses lo exigen. Han sido señalados para el sacrificio en el abismo rojo de mi poder.

—¡No, no! —gimió Marla—, ¡Eso no puede ser! ¡Piedad para ellos también, señor, y os diremos cómo recuperar la estatuilla!

—No hay trato. Ellos morirán, está escrito. Los que profanan este sagrado lugar no pueden sobrevivir. Sólo aquellos que ayuden al Señor de la Muerte a que se cumplan las profecías. Vosotros sois esas personas. Y nada más que vosotros dos…

Cole miró a la vasta sala. Hasta una docena de nativos, ataviados con túnicas escarlata y máscaras doradas formaban la guardia personal de aquel monstruo que se creía un dios. Estaban alineados en círculo alrededor del sitial ocupado por su amo y señor, con sus armas en las manos.

—Está bien, señor —suspiró Scott Sothern con voz ronca—. Os lo diremos. Hemos dejado la estatuilla de oro en manos de…

En ese punto, intervino Cole en la dramática escena, rompiendo por completo la atmósfera pesada y supersticiosa que dominaba aquel ambiente.

—¡Tus sueños de loco nunca serán realidad, fantasmón! —gritó, saltando con sus dos compañeros desde detrás de la columna que les protegía.

Los guardianes enmascarados gritaron, apresurándose a correr hacia ellos alzando sus armas para dispararlas. El Señor de la Muerte lanzó un alarido de cólera, poniendo en pie su enorme figura de más de dos metros de altura, y los hermanos Sothern, conmocionados, se pusieron también en pie, mirando con asombro al piloto y sus amigos.

Abrieron fuego con sus armas antes de que lo hicieran los nativos al servicio del Señor de la Muerte. Los fusiles ametralladores rugieron, abatiendo como simples naipes barridos por un soplo de aire a los servidores de la monstruosa deidad. Rodaron los cuerpos por tierra, mientras Cole corría hacia el sitial y sus compañeros iban a reunirse con Scott y Marla.

Al verle venir, el enmascarado de oro lanzó un rugido de cólera y echó a correr, intentando la fuga. En ese punto.

«Vicky» volvió a actuar, lanzándose como una flecha sobre el Señor de la Muerte. El reptil se enroscó al cuello del misterioso ser, y éste, sin duda aterrado por el contacto de algo a lo que realmente temía, como era la serpiente cobra, se arrancó la máscara de oro con un crispado ademán, corriendo hacia la salida de la vasta sala de ceremonias de su templo. En el intento, se le desgarró la túnica al engancharse en un pebetero, y se vieron, bajo las sedas brillantes, los zancos articulados que prolongaban la figura del siniestro personaje hasta hacerle tomar aquella estatura casi sobrenatural.

Pero lo más terrible había sucedido al arrancarse la más cara en aquel gesto de terror hacia la cobra que se enroscaba a su cuello. Porque la faz del Señor de la Muerte fue visible para todos, con sus grandes manchas escarlata en la piel y su cráneo casi pelado, con mechones lacios de cabello entre enormes costras carmesí…

—¡Papá! —chilló Marla despavorida—. ¡No es posible, no… padre mío!

—Dios mío —jadeó Scott, lívido—. Padre… tú…

Porque era Wayne Sothern en persona, el padre de ambos jóvenes, el ser misterioso que se ocultara hasta entonces bajo aquellos ropajes siniestros. Un Wayne Sothern que ahora so Hozaba y gritaba, despavorido, forcejeando por desprenderse de la cobra, y corriendo hacia la salida del templo.

—¡«Vicky», déjale! —gritó Cole en ese punto, corriendo en pos del recién descubierto señor del Tibet.

Dócil, la cobra se desprendió del cuello del enloquecido personaje, que corría desprendido de sus zancos articulados, insignificante en su estatura más bien corta, para desaparecer por un corredor que partía de la sala de veneración de los siete ídolos.

Solamente Cole corría en pos de su presa, sin disparar sobre él, en tanto a espaldas suyas una aterrada, sobrecogida Marla, lloraba abrazada a su hermano tras la espantosa revelación.

En su carrera, se tropezaron con un grupo de tibetanos al servicio del Señor de la Muerte, que miraron con estupor al que tanto idolatraran, antes de plantar cara a Percy. Este les abatió con una breve ráfaga de metralleta, continuando la cacería de Wayne Sothern.

La carrera iba a terminar, como temía Cole, en el puente de madera tendido sobre la mesa roja luminosa. Pero antes de llegar a éste, Sothern se volvió, demudado, mostrando en su mano una esfera negra del tamaño de una pelota de béisbol. La agitó en el aire, como si fuera a arrojarla sobre el inglés. Percy se detuvo en seco, encañonando al enloquecido personaje.

—¡Alto ahí, maldito inglés! —rugió Sothern—. Ha logrado su propósito. Ahora, mis hijos saben que era yo el Señor de la Muerte… Me odiarán mientras vivan…

—No le odiarán, Sothern. Yo les contaré la verdad. Su locura, su enfermedad que le afectó el cerebro, la «peste escarlata» que provoca esa fuente de energía que usted halló en el corazón del Tibet para desgracia suya… Les diré que usted, un hombre bueno y honesto, se transformó en un ser perverso y ambicioso porque esa radiación altera la mente humana y trastorna a quienes viven mucho tiempo cerca de ella. Ahora ya casi no es usted mismo, aunque a veces luche contra su locura, como pretendió hacer al enviar aquella vez el ídolo de oro a sus hijos, para que faltase el séptimo ídolo y no se cumpliera la profecía. Luego debió enloquecer ya totalmente… y quiso recuperarlo a toda costa. Imaginé que era usted cuando raptó a Marla y se llevaron sus hombres a Scott. Era a los únicos que quería salvar, porque aún queda en su enfermo cerebro, en su nueva personalidad diabólica, algo de sí mismo, lo suficiente para recordar que es padre de dos muchachos inocentes que le adoraban… Pobre Wayne, me da usted lástima, no puedo odiarle, pese a todo…

El otro le miró con ojos alucinados. Estaba justo al borde mismo de la sima de rojo resplandor. Las palabras de Cole parecían despertar en él ecos de su dormida personalidad primitiva, la luz de la perdida razón entre las sombras de su cerebro dañado…

—Cole… —jadeó—. Cole, sálvelos. Sálvelos a ellos, se lo ruego.

—Lo haré. Si puedo, claro. Si usted provoca algo aquí, todos moriremos, incluso sus hijos. Sabe que posee una fuerza incontrolable, devastadora, algo que puede vencerle a usted mismo incluso…

—No. Yo también puedo vencer a esa fuerza —susurró—. Lo aprendí en este tiempo, Cole. Esta esfera que se ve en mis manos… Es un pequeño reactor que provocará la fisión inmediata de esa energía, un caos inmenso y devastador… Pero aún quedará tiempo. Poco tiempo… Unos minutos, los precisos para volver a recorrer el camino de hielo socavado en la montaña. Corra a por ellos, llévelos más allá de estas cumbres, alcancen su helicóptero… y vuelvan deprisa. ¡Muy deprisa, Cole, o la catástrofe les alcanzaría! Esta esfera es de acción retardada. La energía tardará unos minutos en penetrar en ella, no más de siete… Entonces… todo saltará por los aires al activar el reactor interno. ¡Corra, Cole, por el amor de Dios! Empiezo a sentirme dominado otra vez por mi otro yo… Y no quiero que eso ocurra. Sólo hay un medio de evitar que él vuelva a dominar mi cerebro, mi voluntad… ¡Adiós, Cole!

Y apretando en su mano aquella esfera, se arrojó sin vacilar al abismo escarlata. Desapareció en medio de su luz cegadora.

Cole tragó saliva. Entendía la situación. Siete minutos para salvarse y salvar a los demás…

Regresó a la carrera dentro del templo, les hizo salir a los cuatro, corrieron todos hacia el puente sobre el resplandor carmesí, lo cruzaron rápidamente, penetraron en el túnel de hielo a la carrera. «Vicky» colgaba de su brazo, mirando curiosamente todo. La carrera terminó en el mismo ventisquero donde aparecía posado el helicóptero, ahora festoneado por agujas de hielo. Cole miró su reloj con apuro.

—Cinco minutos… —jadeó—. Sólo quedan dos.

—¿Para qué, Cole? —quiso saber Gorman.

—Para el Apocalipsis —dijo enigmáticamente el joven, penetrando en la cabina y ordenando a todos que le siguieran sin vacilar.

Despegó un minuto más tarde, tras luchar contra el frío reinante y la congelación del combustible. El helicóptero se elevó en el cielo nuboso, remontó las cumbres nevadas del Himalaya…

Sólo sesenta segundos después, temblaban las cimas, se producía una especie de gigantesco terremoto a sus pies, la nieve en polvo formaba nubarrones densos, se resquebrajaron los hielos, cedieron glaciares enteros, se produjeron aludes enormes, ladera abajo, haciendo resonar sordamente los bloques de hielo y nieve en las hondas simas…

—Dios mío… —jadeó Scott Sothern, lívido, mirando abajo, abrazado a su hermana—, ¿Qué ha sido eso, Cole?

—El fin, amigo mío. El fin de todo lo que queda atrás. Den gracias a su padre. El, pese a todo, se sacrificó al final por ustedes y por nosotros. Se lo contaré más tarde. Él no fue culpable de nada de cuanto hizo. Esa maldita enfermedad, el color que llovió del espacio, como en un relato mitológico de Lovecraft… Algo así tuvo la culpa. Eso, y la imprudencia humana, pero nada más. Ahora, por suerte, esa fuente de energía maligna, que bien aplicada pudo cambiar el mundo, yacerá en el fondo de la Tierra, esperando a que algún día, dentro de siglos, alguien dé con ella de nuevo y la utilice para el bien de la Humanidad…

—Le felicito, Cole —dijo Gorman a su lado—, Gracias a usted y a «Vicky», hemos salido de ese infierno…

—Sí, sobre todo gracias a ella —sonrió Cole, acariciando a su reptil amigo—. Eso me hace recordar que tengo una cita en Punakha, en cuanto lleguemos, con una chica que se trajo consigo a «Vicky» hasta Bhutan… Una chica llamada May, que merece al fin una respuesta mía a cierta proposición. Una respuesta afirmativa, claro. Creo que, después de todo, el desengañado Percival Cole, ciudadano británico que no tiene bandera ni ideales, está pensando en cambiar, en ser de nuevo británico, de nuevo hombre con fe en algo y en alguien… e incluso capaz de formar un hogar en alguna parte…

Gorman asintió, sonriendo. Miró al cielo límpido, mientras a sus espaldas quedaba el secreto del Tibet, sepultado para siempre bajo toneladas y toneladas de hielos eternos. E hizo un comentario que parecía trivial:

—Le felicito, Cole. Usted, afortunadamente, como dijo alguien, ha encontrado en el Himalaya su propio Shangri-Lha…

F I N