CAPÍTULO V
EL SEÑOR DE LA MUERTE

Los tres se aproximaron al helicóptero, cubriendo perfectamente con sus armas a los cinco sin posibilidad alguna de reacción. Antes de que Cole o cualquiera de los demás intentaran algo efectivo, aquellas metralletas modernas y rápidas les convertirían en auténticas cribas.

Los rostros orientales, herméticos y sardónicamente risueños, no reflejaban emoción alguna. Incluso parecían desear una reacción que les permitiera convertir el campo de aterrizaje en un matadero. Pero ninguno les dio esa oportunidad.

—Levanten sus brazos bien altos —avisó sibilante el que capitaneaba al trío—, Y no intenten ninguna jugarreta. No resultaría. Están en poder del Señor de la Muerte, y él no perdona.

Percy cambió una mirada de irritación con los Sothern y con Harry Gorman, el hombre de la CIA. No le gustaba sentirse prisionero a cada momento, ya fuese en tierra o en el aire. Pero ése parecía ser su fatal destino desde hacía poco tiempo.

—Mirad —dijo otro de los nativos armados, señalando al blanco edificio—. Ahí está el Señor de la Muerte en persona…

Percy Cole y los demás dirigieron su sorprendida mirada hacia la edificación, sin saber exactamente lo que iban a presenciar. La aparición en la puerta de la blanca casa les dejó petrificados.

Era un personaje grotesco. Hubiera resultado casi cómico en pleno Chinatown o en un festejo de las calle de Hong Kong o Pekín, pensó Cole para sí. Pero en aquellas circunstancias, su estrafalaria presencia tenía algo de siniestro, de macabro y terrible.

Lo primero que vio fue una dorada máscara representando el espantable rostro de un mítico dragón chino. Aquella rígida máscara de ojos saltones y boca monstruosa podía estar modelada en plástico, en madera o en oro puro, era imposible descubrirlo a aquella distancia. Encima de la carátula del dragón, se alzaba como una diadema o corona, un rostro escarlata, redondo, de fauces abiertas, nariz abultada y ojos redondos, con una orla de cinco calaveras en su cabeza. Era una rara mescolanza del símbolo mítico del dragón con la faz roja del llamado Señor de la Muerte de Bhutan y del Tibet, junto con las cinco calaveras que simbolizaban la Muerte y sus tenebrosas deidades de las sombras, o simbologías infernales.

—Siete símbolos —musitó Cole—. Cinco calaveras, el Señor de la Muerte y el Dragón Dorado… Siete ídolos del Mal y del Infierno… No puede ser casualidad.

La figura fantástica se cubría de cuello a pies con una larga túnica escarlata, orlada de oro, repleta de máscaras mortuorias y calaveras doradas. Sus manos enguantadas desaparecían bajo las amplias mangas de aquella túnica o ropa je de seda brillante. Debía usar zancos o cosa parecida, a menos que fuese realmente tan alto como un watusi africano, pensó Cole, al calcular a aquel espantajo siniestro no menos de dos metros quince de estatura. Se movía con cierta dificultad y parsimonia, pero alzó su brazo y señaló hacia ellos con un índice acusador, sin pronunciar palabra.

Sus esbirros parecieron entenderle, pese a su mutismo. Sonrieron, se miraron entre sí y accionaron los cerrojos de sus armas. Era evidente que pensaban abrir fuego sobre ellos o, como mínimo, sobre algunos de ellos.

—Es la palabra del Señor de la Muerte —sentenció uno—, Varios de vosotros debéis morir ahora mismo…

Cole intuyó que esos «varios» abarcaban a su persona, al hombre de la CIA, Harry Gorman, y al guía Karma. Las armas no apuntaban en absoluto a los hermanos Sothern.

Todo ello sucedía al pie de la portezuela de acceso a la cabina de piloto del helicóptero. En ningún momento trató el enmascarado de oro de aproximarse a ellos para nada. Era obvio que dejaba tan rutinaria tarea a sus fieles esbirros.

Nunca supo lo que hubiera podido suceder de desarrollarse los acontecimientos tal y como estaba previsto. Una aparición sorprendente y dramática alteró la situación de forma radical.

La forma reptante saltó desde el interior del helicóptero, sobre uno de los hombres de raza oriental armados de fusiles ametralladores. Le cayó encima, sibilante, y el hombre lanzó un alarido, lleno de pavor, al ver justo encima de su rostro la faz maligna de una serpiente cobra altamente venenosa.

—¡Aaagh! —aulló, soltando su arma, dominado por el pánico—. ¡La serpiente, no! ¡No, no, por todos los dioses!

La inesperada presencia del reptil sobre el asaltante lo conmocionó todo. Uno de los compinches del asiático vaciló, tardando en alzar su arma. Cuando lo hizo, Cole había aprovechado ya el fugaz momento de sorpresa, sacando con celeridad su automática de debajo de la cazadora. Llameó en sus menos, apuntando al tirador.

Este exhaló un grito ronco, dio un salto atrás, disparándosele la metralleta hacia el cielo, y se dobló luego, con el pecho ensangrentado y los ojos vidriosos. El que había recibido el ataque del reptil, corría a la desesperada, mientras la cobra, con su diabólica agilidad, brincaba ya hacia los brazos del tercer oriental armado.

Desde la puerta de la cabina, alguien disparó también, cuando éste intentaba apretar el gatillo apuntando a la cabeza de la serpiente. De sus manos escapó la metralleta, y Cole disparó de nuevo, rematando al herido antes de que pudiera intentar la recuperación de su arma, cosa que parecía intentar pese a tener rotos los dedos de su mano derecha por el providencial disparo llegado del interior del helicóptero.

Mientras veía caer al segundo oriental, Cole giró la cabeza hacia la cabina y exclamó, asombrado, al ver a la persona autora del primer disparo:

—¡May! ¿Qué diablos haces tú aquí? ¿Cómo estás a bordo con «Vicky»?

—Subí sin tú saberlo en Port Blair aquella madrugada —explicó ella—. Luego, todo se complicó al salir de Madrás, y no me atreví a salir de la cabina de carga… «Vicky» y yo hemos pasado bastante hambre y sed allá atrás, sin contar las estrecheces y sobresaltos. Pero esta vez, creí llegado el momento de intervenir…

Cole no pudo responderle en ese momento. Advirtió que el fantasmón de máscara dorada corría a meterse de nuevo dentro del edificio, y que hacia allá corría asimismo el tercer nativo, lleno de terror ante la presencia de la cobra, que él ignoraba estuviese vaciada de veneno.

—¡Alto! ¡Alto o te vuelo la cabeza! —rugió Cole, disparando muy cerca del que huía.

Pero éste, en vez de detenerse, presa de su pánico actual, penetró como una exhalación en el edificio blanco, tras de su enmascarado patrón, cerrándose tras ellos la pesada puerta de madera claveteada.

—Ese edificio es sólo un almacén de material para reparación y atención de aviones que se posen en esta altiplanicie —explicó Gorman excitado—. No creo que tengan salida posible de ahí, Cole…

—Bien, eso vamos a verlo enseguida —dirigió una mirada ceñuda a May, la pelirroja cantante del Bengala Bar y corrió pistola en mano hacia la casa encalada, no sin que «Vicky», juguetonamente, y al parecer feliz por estar de nuevo junto a su antiguo dueño, saltara sobre su brazo ahora, enroscándose cariñosamente a él, ante el horror y sorpresa de los Sothern, el propio Gorman y, naturalmente, el supersticioso tibetano Karma, el guía.

Pero antes de alcanzar la puerta cerrada, el Señor de la Muerte demostró que su poder no era simple efectismo teatral ni superchería. De súbito, el plano techo del edificio des tinado a almacén, saltó en pedazos abriéndose en él un enorme boquete, por el que brotó, en medio de un sonido sibilante ensordecedor una especie de proyectil que ganó rápidamente altura en sentido vertical, como si fuese un cohete propulsado a la estratosfera en alguna base espacial. Ciertamente, forma de cohete tenía el artefacto, de vivo color escarlata, que centelleó a la luz del sol y se perdió en las blancas nubes, sobre las montañas nevadas del Tibet, dejando tras de sí una estela de humo y chispas, para asombro de todos.

—¡Que me ahorquen si ese tipo no ha huido de ese edificio a bordo de semejante proyectil ultrasónico! —jadeó Percy Cole, desconcertado, parándose en seco, mientras «Vicky» mostraba su bífida lengua en un sibilante ademán de irritación por el ruido que produjera la extraña nave.

—¿Cómo pudo tener ahí dentro un cohete así? —se extrañó Gorman—, Yo revisé hace poco ese almacén sin encontrar nada raro en él…

—No sé lo que ha sucedido, pero es obvio que ese fantasmón de carátula dorada nos acaba de hacer una clara demostración de su poder y sus recursos —comentó Percy sacudiendo la cabeza—. No sólo posee flotillas de aviones Harrier último modelo, aeródromos en suelo indio y numerosos esbirros leales y bien armados, sino que tiene en su poder artefactos ultrasónicos de gran potencia, capaces de elevarse instantáneamente, sin apenas espacio ni volumen de combustible. Empiezo a considerar muy seriamente la capacidad de ese individuo, sea hombre o dios.

—La nave era escarlata… —musitó Karma el guía—. Como la peste…

—¿Peste? ¿Escarlata? ¿Qué es eso? —indagó Cole, volviéndose al guía tibetano.

—¿No lo saben? —musitó Karma con gesto supersticioso—. Es la enfermedad que adquirieron el señor Sothern y el señor Tyrone antes de desaparecer para siempre en las cumbres de la frontera del Tibet…

Cole no dijo nada. Acariciaba pensativamente la cabeza aplastada y ominosa de «Vicky», su fiel amiga escamosa, mientras escuchaba a Karma con la misma sobrecogida atención con que lo hacían los hermanos Sothern, Harry Gorman y, por supuesto, la pelirroja May, inesperada viajera polizón a bordo del «Birdie».

* * *

El arra fue vertido casi ceremoniosamente en las copas de arcilla. El arra no era otra cosa que un rudo y áspero aguardiente hecho de maíz, trigo y arroz, muy apreciado por las gentes del pequeño, pintoresco y casi mágico reino de Bhutan.

Los invitados a la reunión bajo la techumbre de aquel templo, mitad monasterio mitad edificación administrativa de Punakha, ciudad muy al norte de Bhutan, cercana ya a las cumbres nevadas que formaban la cadena natural y fronteriza entre el llamado Imperio del Dragón y el mítico Tibet ahora dominado por China.

El anfitrión que ofrecía el aguardiente local no era otro que el lama Yobsang Yatt, religioso y administrador político de la ciudad. Sus anfitriones, un heterogéneo grupo formado por Percy Cole, los hermanos Sothern, Harry Gorman y el guía Karma, y finalmente Mayra West, más conocida simple mente como May allí donde actuaba como cantante de cafetín, y la silenciosa e impávida cobra «Vicky», adormilada aparentemente sobre las rodillas de Cole.

—Bien, señores —habló apaciblemente el lama Yobsang Yatt con un correcto inglés algo lento y dulzón—. Les agradezco su visita a mí humilde morada, así como aceptar mi invitación para tomar arra. Después tomaremos té bhutanés, sopa y carne de yakk que es nuestra comida tradicional. Y. sobre todo, hablaremos de mi viejo y querido amigo Wayne Sothern, desaparecido en su último viaje al Tibet, así como de ese hombre dios que tanto parece interesarle a ustedes: el Señor de la Muerte…

El lama se expresaba afablemente, con una vaga sonrisa cortés en su rostro impenetrable, bajo su rapado cráneo, y envuelto en su túnica rojiza con místico recogimiento. Todos le escuchaban atentamente, mientras afuera sonaban instrumentos musicales primitivos y deliciosos, tañidos por alumnos neófitos de los lamas y su budismo tántrico. En la distancia, las cumbres nevadas eran un dentado paisaje recortándose contra el azul plagado de nubes blancas.

—De modo que mi padre estuvo aquí antes de emprender el último viaje… —musitó Marla.

—Así es, señorita. Siempre fuimos buenos amigos los dos. Esta vez le acompañaba un amigo suyo, Cy Tyrone, un hombre muy entendido en asuntos de nuestro país y de todo el Tibet.

—Y agente de los servicios de Inteligencia de mi país —añadió Gorman, pensativo.

—Sí, eso creo —sonrió amablemente el lama asintiendo—. Ambos buscaban lo mismo: una amenaza contra el mundo que parecía existir en el corazón del Tibet, y que ya los chinos, nuestros nuevos vecinos, habían creído detectar tiempo atrás, sin confirmación oficial alguna.

—De modo que también China se preocupa por el Señor de la Muerte… —apuntó Scott Sothern, ceñudo.

—Por supuesto. Nosotros, en Bhutan, mantenemos buenas relaciones con China y la India, no nos metemos en sus asuntos y vivimos en paz. Desde que el Tibet fue dominado por China, las cosas han sido algo más difíciles, pero todo se ha solventado bien. Un agente de Pekín estuvo un día en Punakha. Habló del Dragón Dorado y su posible peligro para el mundo actual, ya fuese la civilización occidental o la oriental. Según ese agente chino, era posible según sus investigaciones, que un hombre semidiós, oculto en el

Himalaya, poseyera algo, una fuerza poco común, capaz de darle un día la hegemonía mundial.

—¿A qué fuerza se refiere? —quiso saber Cole, lleno de curiosidad—. ¿Alguna forma de energía, posiblemente?

—Es usted muy astuto, señor —sonrió el lama Yatt mirándole—. Sí, una especie de fuente de energía que existiría en un punto concreto del Tibet y estaría en poder del llamado Señor de la Muerte. Personalmente, no creo que se trate de ningún dios ni divinidad sagrada, sino de un simple farsante que se aprovecha de supersticiones y creencias para su propio beneficio. Pero que tal vez, posea esa energía desconocida que citó el visitante de Pekín.

—¿Qué clase de energía? —demandó Gorman—. ¿Nuclear? ¿Tal vez uranio o plutonio?

—Tal vez —Yatt se encogió de hombros. Su rostro rugoso y cobrizo no reflejó nada en absoluto. Sus ojos almendrados eran dos enigmas brillantes—. No entiendo mucho de esas cosas, señor Gorman. Pero el chino dio a entender que podía ser otra cosa.

—Otra energía que no fuese la nuclear… —dudó Scott—, ¿Existe realmente?

—¿Por qué no? —sentenció el lama—. Existen muchas cosas en el mundo que ninguno dominamos aún. El chino dijo que había gente enferma últimamente en el Tibet. Una rara enfermedad la suya, una especie de epidemia incurable. La gente se volvía de color rojo…

—¡La peste escarlata! —jadeó Karma, impresionado.

Los ojos del lama buscaron los de su compatriota. Se encogió de hombros otra vez.

—Así la llaman algunos —confirmó—. Peste escarlata.

—El señor Sothern y el señor Tyrone la adquirieron —gimió Karma—. Yo les vi con las manchas rojas en la piel, les vi con fiebre, con náuseas y dolores… Vomitaban a veces. Sus medicinas no les ayudaban mucho. Parecían como quemados… Luego insistieron en seguir adelante hacia la luz roja… y desaparecieron.

—¿Qué luz roja? —preguntó rápidamente Marla, mirando al guía tibetano.

—El resplandor de las montañas —recitó Karma, con gesto de supersticioso temor—. Yo sabía que era malo. La luz del diablo, de la muerte… Pero ellos insistieron en ir. Y nunca volvieron. Nunca…

—¿Dónde viste esa luz, Karma? —preguntó suavemente el lama.

—Lejos. Más allá de la frontera… Cerca del Nido del Dragón…

—¿Qué significa eso de «Nido del Dragón»? —quiso saber Scott Sothern ahora.

—Yo se lo explicaré, señor —respondió suavemente el lama—. Existe una región cercana a Bhutan en el Himalaya, donde se halla el Nido del Dragón, como le llamamos todos en esta región del mundo. Del mismo modo que existe aquí, en Bhututan, la cumbre llamada el Nido del Tigre, donde se alza nuestro monasterio supremo, centro de nuestra fe que nosotros llamamos Taksang. Fue un monasterio budista fundado por Padma Sambhava en el siglo VIII de la era cristiana, que dicen ustedes3… Pues bien, existe otro Nido, el del Dragón, ya en suelo tibetano, donde la tradición sitúa al mítico y antiguo Señor de la Muerte y su Templo de los Siete Ídolos, desde donde debe llegar el fin del mundo… o el principio de otro mundo mejor, según la leyenda. Pero da la casualidad de que todo acceso posible a ese Nido del Dragón está cerrado por los ventisqueros y los glaciares eternos, y nadie pudo llegar jamás a él para comprobar si, realmente, hay allí algún templo o todo se reduce a una simple historia legendaria o un mito perdido en la noche de los tiempos.

—¿Y es ahí donde se ve ese resplandor escarlata?

—Sí. De allí surge esa luz desde hace años, sin que nadie sepa a qué se debe. Es como un fuego en la nieve, un fulgor que surge de los ventisqueros, para sorpresa y desconcierto del viajero. Pero también ese punto es inaccesible, ya que a menos de media milla de ese resplandor, todo camino se corta, surge el abismo insondable, y los helados muros, como cristal liso, se extienden por doquier sin posibilidad de acceso humano.

—¿Es ahí adonde intentaron llegar Wayne Sothern y Cy Tyrone?

—Así es —afirmó Karma—. Me hicieron quedar en el campamento y salieron ellos solos, buscando un camino que estaban seguros existía en alguna parte. Nunca debieron hallarlo. El abismo los debió tragar, enfermos como estaban con esa fiebre del diablo. Y si dieron con el camino, éste les llevó a su perdición final.

—Podrían estar vivos en alguna parte… incluso prisioneros del Señor de la Muerte, si realmente tiene su morada oculta en el Nido del Dragón —apuntó Harry Gorman.

—Yo quisiera saber si mi padre vive o no —dijo con énfasis Marla Sothern en ese punto—. ¿Cómo podría saberlo, señor?

El lama movió la cabeza pensativo, mirando con simpatía a la joven viajera. Luego dijo con calma:

—No albergue demasiadas esperanzas, señorita. Poca gente ha sobrevivido en esas montañas, y menos aún si nunca más fueron vistas. Las leyendas sobre monasterios y ciudades maravillosas ocultas en esas cumbres son sólo eso, leyendas, aunque creo que hubo occidentales como ustedes que crearon incluso obras literarias sobre esa fantasía… No sueñe con ello, lamentablemente. Puede ser que nunca más vea a su padre.

—Pero él me envió una especie de mensaje… —gimió la joven, hurgando en su amplio bolso de viaje—. Ese mensaje es una figura de oro puro que obtuvo en alguna parte… ¿Puede significar que existe, realmente, ese templo misterioso, y que mi padre quiso decirme algo al mandarme ese objeto?

Puso sobre la mesa el dragón de oro con ojos de rubíes.

Ocurrió algo sorprendente. El lama Yobsang Yatt se incorporó casi violentamente, mirando con ojos dilatados la hermosa pieza de oro macizo. Derribó su copa de arra a causa del brusco movimiento.

—Oh, no… —jadeó—. No es posible… Ese dragón… ¡Ese mismo dragón, según la leyenda, es uno de los Siete Ídolos del Templo del Nido del Dragón!