CAPÍTULO II
CARGA PARA EL PUNJAB
Otra enorme jarra de cerveza reposaba ante Percy. Pero esta vez no en el humoso y pintoresco ambiente del bar del hotel, sino en el bar destinado a los viajeros selectos y elegantes que gustaban de saborear un sofisticado cóctel.
Frente a él, estaba la dama hermosa. Y el hombre, también hermoso, de raro parecido con la mujer. Ellos tomaban una mezcla de menta, leche, hielo y hierbas. Muy refrescante y muy complicada.
—De modo que quieren viajar conmigo hasta Lahore —dijo Percy, tras escucharles.
—Así es —afirmó ella con énfasis—. Nos interesa llegar allí cuanto antes.
—¿Por qué no usan las líneas comerciales regulares? Que yo sepa, las comunicaciones con Lahore no están cortadas…
—Claro que no —admitió él—, Pero preferimos viajar algo más… discretamente.
—Entiendo. ¿Temen a algo o alguien? ¿Pretenden no ser advertidos en ese viaje?
—Algo parecido. Por eso le ofrecemos un precio elevado por nuestros pasajes.
—Demasiado elevado —suspiró Percy, pensativo—. Cinco mil por dos plazas es mucho dinero señor Sothern.
—No para nosotros —terció ella de nuevo—. No queremos que algunas personas lleguen a enterarse de que hacemos ese viaje. Llegamos a Port Blair y nos hablaron de usted. Por eso esperamos su llegada, para intentar viajar en su helicóptero a la India. Nos dijeron que usted siempre tiene un precio para todo, incluso para cuestiones de patriotismo, se flor Cole.
—No le engañaron, señorita —sonrió cínicamente Percy—, Pudiéramos decir que soy un apátrida con pasaporte británico. Jamás me he sentido de ninguna parte.
Ella asintió. Percy la observaba, curioso. Era una belleza rubia sensacional, como sólo se puede imaginar uno en las novelas. Alta, esbelta, llamativa, de rara e innata elegancia, cabello largo y dorado, sedosa piel blanca, labios gordezuelos y rojos, nariz recta, cejas perfectamente arqueadas y pro fundos ojos color miel. Vestía con una sencillez casi impresionante un simple vestido estampado, de tonos azules y grises, con el que parecía a punto de ser recibida en Buckingham Palace por la propia Reina de Inglaterra.
Su acompañante no podía negar que era su hermano. Podían haber pasado por gemelos, de no advertirse a simple vista que era él unos pocos años mayor, no muchos. Tan rubio como ella, parecía un joven Apolo, atlético y deportivo, musculoso pero no vulgar, de alta estatura, impecable camisa de seda y pantalón de gabardina, ojos oscuros y fríos y fácil sonrisa. Se había presentado como Scott Sothern, hermano de Marla Sothern, la beldad rubia.
—Entonces, sí el color de su bandera es el de los billetes americanos, señor Cole, ¿qué dice a nuestro ofrecimiento? —indagó él.
—Depende de las personas que ustedes traten de eludir viajando así. Si son autoridades civiles o militares, no correré riesgo alguno de perder mi helicóptero y mi trabajo por meterme en líos.
—Le prometemos que no se trata de eso —sonrió ella vivamente—. Puede visitar la legación americana en Port Blair y preguntar por nosotros. Le informarán bien, no lo dude.
—Lo haré, antes de partir, eso se lo prometo.
—Desconfiado, ¿eh? —rió Scott Sothern entre dientes, algo molesto.
—Siempre. Por eso sobrevivo aún —dijo humorísticamente Percy—. Estas regiones tienen un exótico encanto, pero también están llenas de peligros para la gente demasiado confiada.
—Lo sabemos muy bien —suspiró Marla Sothern—. Por eso tratamos de viajar lo más calladamente posible. Debemos ir a Lahore. Y usted es nuestro recurso idóneo, señor Cole. Por eso le hemos buscado para hacerle una proposición que consideramos pueda interesarle.
—Y me interesa, pueden creerlo —aseguró Percy—. ¿Algún motivo especial para su viaje a Lahore?
Ambos hermanos se miraron. Parecieron consultarse mentalmente, dudar luego. Al fin, ella se decidió, volviendo a clavar sus ojos melosos en él.
—Mi padre. Ha desaparecido en la India. Nadie sabe dónde está. Yo espero dar con él.
—Entiendo. Motivos familiares.
—Algo así. Mi padre no estaba solo cuando desapareció. Le acompañaba un buen amigo y socio suyo, un tal Cy Tyrone. No se ha sabido nada de ninguno de los dos en varios meses. Las autoridades indias se han cansado de buscar Nosotros, no. Vamos a intentar localizarle. Vivo o muerto.
—Muy bien. No me interesa saber más. Espero que me digan la verdad. No tendría sentido engañarme, se lo aseguro. Mañana saldremos de Port Blair a las siete de la mañana. Les espero en el aeropuerto cercano a la ciudad.
—Seremos puntuales, señor Cole —afirmó Scott Sothern, sacando de su bolsillo una billetera de piel de cocodrilo, de la que extrajo varios billetes. Contó dos mil quinientos dólares, que puso en la mano de Percy. Sonriendo, añadió—: El resto mañana mismo, a la hora de despegar, ¿de acuerdo?
—Totalmente de acuerdo —el inglés guardó el dinero con aire indiferente—. Ah, otra cosa: haremos una escala forzosa en Madrás, para atender a un cliente que me proporcionará un cargamento para el norte de la India. Por eso podré lie varíes de paso hasta Lahore. ¿Aceptan compartir el trayecto con una carga que aún desconocemos?
—Viajaremos como sea, señor Cole —aseguró ahora Marla Sothern con decisión—. Aunque esa carga esté compuesta de nitroglicerina pura. No nos da miedo nada, se lo garantizo.
—Empiezo a darme cuenta de eso, señorita Sothern —confesó Percy incorporándose y tendiéndoles la mano—. Ha sido un placer conocerles. Hasta mañana a las ocho, señores.
Se alejó de la mesa y de la pareja, abandonando el club coctelería del hotel. Era ya algo tarde. Subió a su habitación, muy fresca gracias al aire acondicionado que había suplido en muchos sitios de aquellas latitudes, aunque no en todos, a los viejos y ruidosos ventiladores. Cerró la puerta de frágiles tablas en forma de persiana, y se tumbó a descansar sin quitarse siquiera sus ropas livianas, de hilo color crudo.
Momentos más tarde, dormía profundamente. No almorzó siquiera, despertándose tan sólo para ir a cenar con May al Mingoro. Cenaron la exquisita cocina indonesia del establecimiento, escucharon música nativa y salieron ya avanza da la noche, a la calle principal de Port Blair, con sus pintorescos cruces de calles, en cuyo centro se alzaba la peana entoldada donde el agente de tráfico ordenaba durante los soleados y calurosos días la circulación, compuesta por una heterogénea y curiosa mezcla de coches modernos, jeeps, bicicletas e incluso los antiquísimos ricshos, conducidos por nativos.
Ahora había escasa circulación en las calles de la población isleña. El aire era cálido y húmedo, con el olor a salitre y yodo que venía del mar. Las luces festoneaban los porches de madera o cañas de las casas pintorescas de la pequeña población. May y Percy caminaron por las aceras, charlando de viejas cosas.
De repente, en algún lugar de la calle sonó un disparo.
Luego otro. Cole lanzó un gemido, May sintió silbar algo siniestro cerca de ella, y el joven piloto británico se desplomó en el suelo como fulminado por un rayo.
* * *
Rápidamente, May se arrojó al suelo movida por el más elemental instinto de conservación, pero los disparos ya no se repitieron. Un silencio profundo reinaba en la calle tras las dos detonaciones. Se tendió junto a Cole, temiendo sin duda descubrir que su viejo amigo y amante ya era cadáver.
Se llevó una sorpresa. Entre dientes, la voz de Percy sonó ahogada:
—Quieta ahí. No te muevas. Podrían herirte a ti.
—¡Percy! —susurró ella—. ¿Estás bien? ¿No te han herido?
—No, no me han herido —sonrió el caído—. Pero debía fingirlo, si quería evitar que siguieran disparando sobre mí. Las balas pasaron muy cerca, ésa es la verdad.
—Debieron disparar desde el otro lado de la calle…
—Sí, supongo que sí. No llevo armas, de modo que no podía hacer otra cosa que aparentar haber sido herido para dejarles tranquilos.
De varios establecimientos cercanos salían ya curiosos atraídos por los disparos. Dos agentes nativos, de uniforme blanco, pantalón corto y turbante a la cabeza, se aproximaban a la carrera, empuñando sus armas cortas reglamentarias. Cuando llegaron junto a ellos, Cole se puso de rodillas y sacudió sus ropas.
—No ocurre nada —les calmó—. Alguien intentó liquidarme, eso es todo.
—¿Vieron a alguien en concreto? —se interesó uno de los policías locales.
—Yo, no —negó Cole.
—Yo tampoco —corroboró May pensativa.
Dieron sus nombres y, mientras los agentes hindúes examinaban la calle en busca de algún rastro del autor de los disparos, ambos jóvenes siguieron su camino hacia el Hotel Bengala. El rostro de May aparecía ensombrecido.
—¿Quién puede tener interés en matarte, Percy? —se interesó, inquieta.
—Se me ocurren varias respuestas —comentó él, encogiéndose de hombros—. Puede ser cosa de un viejo amigo llamado Kwan Koo, mezcla de pirata y traficante. O estar relacionado con un viaje a Madrás… e incluso con otro a Lahore.
—Temo no entender nada de eso, Percy.
—Es igual —sacudió la cabeza el joven piloto—. Yo tampoco lo entiendo. Lo cierto es que han intentado eliminarme del mundo de los vivos, y no sé quién fue. Pero no hay duda de que estorbo mucho a alguien que no se para en barras para deshacerse de un obstáculo llamado Percy Cole…
Dejó a May en el hotel. Se despidieron con un largo beso. Luego, la pelirroja joven volvió al bar de Van Dyke para cantar, como cada noche, para la clientela del holandés. Su inseparable cobra «Vicky» se enroscaba a su cuello durante la actuación. Cole le hizo un afectuoso gesto de despedida a su vieja amiga la serpiente, que respondió con un bufido, irguiendo la cabeza en el ademán más típico y temible del hermoso y ponzoñoso reptil.
Esa noche. Cole puso bajo su almohada, antes de acostarse, su revólver Colt, con la carga completa, y se durmió con todos sus sentidos bien alertados.
Fue un acierto por su parte. Llevaba cosa de dos horas acostado cuando una sigilosa sombra se movió allá fuera, en la galería, tras las rendijas de la puerta balcón de persiana. Unos pies descalzos pisaron las tablas del porche del hotel asomado a los jardines posteriores, y unos dedos bronceados movieron sigilosamente las maderas de la persiana, hasta con seguir una abertura adecuada para sus propósitos.
Después, muy cautelosamente, esos dedos soltaron algo contenido en un saquito de plástico, y cuyos movimientos dentro del tejido sintético revelaba la presencia de un ser vivo e inquieto. Cuando abandonó su recipiente, se movió rápido y silencioso por la habitación ocupada por el británico.
Su sombra achaparrada y velluda se dibujó negra, siniestra, sobre el pavimento, deslizándose con lentitud implacable hacia el lecho ocupado por el huésped.
Era una tarántula de la especie más venenosa del trópico.
El arácnido negro y peludo, tan grande casi como un cangrejo gigante, alcanzó las sábanas del lecho, destacando con su blancura en la penumbra del dormitorio. Empezó a reptar hacia arriba. Su negra masa se recortaba nítida contra el blanco de la liviana tela.
Se aproximó al embozo que se doblaba cerca del rostro del durmiente. La temible tarántula, cuya mordedura implicaría inicialmente accesos febriles, espasmos casi epilépticos y náuseas, para terminar en vómitos, parálisis progresiva y por fin muerte clínica definitiva, llegó a escasas pulgadas del mentón de Cole. Se dispuso a saltar con sus ocho patas sobre el rostro del humano.
En ese momento, un dedo apretó el gatillo en la sombra. El cañón de un revólver Colt, calibre 45, estaba asestado desde momentos antes hacia la terrorífica sombra negra en movimiento. El pesado proyectil reventó al arácnido en mil pedazos, dispersando su repugnante naturaleza por doquier.
Allá fuera, una sombra furtiva echó a correr, en precipitada huida. Cole saltó del lecho, se aproximó a la carrera a la persiana y disparó a través de ella dos veces. El arma llameó en la oscuridad. Fuera, sonó un alarido ronco y un golpeteo sordo sobre la espesura del jardín. Luego, reinó el silencio.
Cuando Percy Cole llegó a los helechos del jardín, el cuerpo de un joven y flaco hindú yacía sin vida, con una bala alojada en la nuca, sobre las plantas chafadas por su propio peso.
—Demasiado certero el disparo —se quejó Percy—, No quería matarle. Sólo herirle.
Pero acerté un punto vital…
Ese mozo ya no podrá decirme quién le pagó para llevar la muerte a mí alcoba…
* * *
Randar Nagal era un hindú grueso, de negras cejas, bar bita oscura, recortada, ojos profundos y negrísimos, turban te rojo carmesí y ropas occidentales.
Poseía unas amplias oficinas y un almacén repleto de toda clase de mercancías en el distrito comercial de Madrás. Tras estrechar la mano a su visitante, le hizo sentar y le obsequió con un té indio, aromático y suave.
—Señor Cole, me alegra tenerle aquí —comenzó por manifestar.
—Yo también lo celebro —sonrió Percy—, Estuve a punto de no llegar.
—¿Problemas con el helicóptero? —indagó Nagal, arqueando sus espesas cejas.
—Peor que eso: dos disparos y una tarántula venenosa en Port Blair. Pudieron haberme matado en cualquiera de las dos ocasiones fácilmente. Pero tuve suerte.
—Entiendo. Tiene enemigos peligrosos, ¿no? —sonrió el hindú afablemente.
—Siempre los tuve. Pero no se metían tanto conmigo. Me pregunto…
—¿Sí? —le apremió Randar Nagal, inclinándose hacia él con aire indolente.
—Me pregunto si el asunto puede tener algo que ver con este trabajo suyo…
—¿Por qué pensó eso, señor Cole? —entrelazó beatíficamente sus gruesos dedos oscuros el comerciante hindú, retrepándose en su asiento de rejilla como un buda.
—No sé. Fue una simple idea. Tal vez no tenga sentido.
—Puede tenerlo, señor Cole. Su trabajo va a ser algo delicado. Dígame si lo acepta definitivamente o no. Se trata de llevar armas a cierta región de la India. Armas modernas, de fabricación occidental.
—¿Para quién?
—Para los sijs, en el Punjab.
Cole arrugó le ceño. Sopesó los acontecimientos con calma.
—Los sijs… —repitió—. Guerreros y religiosos fanáticos. Rebeldes, independentistas y enemigos mortales del Gobierno central de Nueva Delhi… El Templo de Oro, en Amritsar es su santuario sagrado.
—Veo que los conoce bien —sonrió Randar—. A mí los motivos políticos o religiosos de los sijs me tienen sin cuidado. Es su dinero el que cuenta. Pagan muy bien la mercan cía. Y me permiten pagarle también muy bien a usted, señor Cole. ¿Algún escrúpulo de conciencia al respecto?
—Ninguno —Percy se encogió de hombros—. No tengo partido en esa lucha. Allá los de su país con sus problemas internos, señor Nagal. Llevaré esas armas, siempre que no signifiquen un riesgo demasiado grande para mi persona.
—Nadie sabe que son armas ni que su destino es el Punjab
—Menos mal. Llevo dos viajeros conmigo. Van a Lahore. Pensé que podía trasladarlos al mismo tiempo que hago este viaje…
—Si puede hacer ambas cosas en un plazo prudencial, tanto mejor. Esos viajeros pueden distraer la atención de cualquier espía. Recuerde que a los sijs les urge disponer de esas armas lo antes posible. La muerte de su líder Jarnail Sing Bhindranwale, en la batalla del Templo de Oro con las tropas hindúes enviadas allí por el Gobierno de Nueva Delhi, no sólo no ha refrenado sus afanes belicosos, sino que ha exacerbado su «guerra santa» contra el Ejército regular hindú.
—Tendrán esas armas en su momento. Pero no me gusta ría que alguien que odiara lo suficiente a los sijs, estuviera trabajando en la sombra contra mi persona.
—Eso no puedo saberlo —rechazó suavemente el comerciante de Madrás—. Será problema suyo todo riesgo que corra. Por algo cobrará generosamente su tarea. Pero si siente recelos, piense que también sus viajeros hacia Lahore pueden ser la causa de esas complicaciones. ¿Qué sabe exacta mente de ellos y de las razones de su viaje?
—Muy poco —confesó Cole arrugando el ceño—. Tendré en cuenta esa advertencia suya, gracias.
—Perfectamente. Cargaremos su helicóptero esta misma noche. Las cajas, aparentemente, contendrán material agrícola para el Punjab. Aquí tiene la paga prometida inicialmente —le entregó un fajo de billetes de dólares americanos—. Cuéntelos. Son tres mil. Firme luego un recibo, por favor. Al llegar a Amritsar, recibirá otros dos mil de manos de mi amigo en aquella ciudad, el gurú Chotal Jal. Todo está allí dispuesto para recibirle. ¿Cree que podrá burlar la vigilancia de las autoridades hindúes?
—Puede tener por seguro que lo intentaré en todo momento, por la cuenta que me tiene —suspiró Cole, contando los billetes parsimonioso—. No me gustaría morir en un paredón, fusilado por sus hermanos de raza, señor Nagal.
Aquella misma noche, tras ser cargados a bordo las cajas conteniendo aparentemente material y herramientas para la agricultura, el helicóptero plateado de Percy Cole remontó el vuelo hacia el norte de la India. Junto a él, se acomodaba en la cabina delantera Scott Sothern. Atrás, confortablemente sentada en la cabina destinada a viajeros, su hermana Marla contemplaba las luces de Madrás, quedando bajo el tren de aterrizaje de «Birdie», mientras éste ronroneaba rumbo a su destino. El comerciante de Madrás había tomado previamente sus medidas astutamente. En poder de Cole obraba un documento oficial, firmado y sellado por un departamento gubernativo hindú, garantizando que el envío era completamente legal y se atenía al material para labores de agricultura consignado en la correspondiente guía de mercancías. No había duda de que el tal Randar Nagal tenía influyentes amistades, pese a trabajar en asuntos al margen de toda ley.
—Y ahora… ¿a Lahore? —preguntó risueño su joven acompañante.
—Eso es —afirmó con energía Percy—. A Lahore.
No le aclaró que aquella mercancía iría más al norte, a las fértiles tierras del Punjab, junto a la frontera pakistaní, a manos de los rebeldes y peligrosos sijs. Y que ellos, en cierto modo, eran parte de su coartada en tan arriesgada aventura.
Tal vez hizo bien en callarlo, porque los acontecimientos inmediatos iban a alterar radicalmente todos los proyectos establecidos de antemano. Y, por otro lado, tampoco sus dos jóvenes viajeros habían sido del todo sinceros con él, ni mucho menos…