CAPÍTULO III
TORMENTA Y SECUESTRO

El primer relámpago invadió de luz cárdena la cabina.

—Vaya, ésta sí que es buena —comentó Cole, mientras Sothern miraba amedrentado al exterior, repentinamente ensombrecido por espesos y negros nubarrones.

—¿Eso significa que entramos en una tormenta? —jadeó Scott Sothern tragando saliva.

—Exacto. Una tormenta que no podemos eludir, porque ocupa todo nuestro frente, de Este a Oeste. O entramos en ella, intentando dejarla atrás, o regresamos a Madrás, cosa que nos demorará considerablemente en nuestro viaje.

El morro del helicóptero apuntaba decidido hacia la masa negra de nubes amenazadoras. Otro destello zigzagueante desgarró el oscuro cielo ante sus ojos.

—¿Cree que podemos salir bien librados de ese temporal? —dudó Sothern.

—Al menos, vamos a intentarlo —sonrió Cole, empuñando con firmeza los manos de su helicóptero—. Le aconsejo que vaya atrás con su hermana y se sujeten bien a los asientos. La danza que vamos a iniciar dentro de poco, no va a gustarles nada a ninguno de los dos.

Sothern no replicó, limitándose a obedecer. Minutos más tarde, empezaban a oírse los gemidos de terror de Marla Sothern, mientras el helicóptero se bamboleaba peligrosamente en medio de la tormenta, y el apolíneo Scott trataba de consolar a su hermana en plan protector. Cole se dijo que, de todos modos, la chica era muy valerosa. Ni una sola vez gritó, incluso cuando uno de los rayos rozó el aparato, haciéndole vibrar en medio de una descarga cegadora de luz, y casi dar un vuelco sobre sí mismo.

Torrencial, la lluvia se desplomaba ahora sobre el fuselaje y las hélices que giraban por encima de ellos con monótona persistencia. El helicóptero era juguete del temporal y a duras penas lograba mantener su precaria estabilidad, eludiendo con hábil maniobra las zonas más peligrosas de aquella temible borrasca tropical.

Por fin, la tormenta quedó atrás de modo definitivo, y la noche salpicada de nubes ligeras, con las estrellas luciendo frías en la distancia, se abrió ante ellos, ya despejada hacia el norte.

Respiró hondo Percy Cole, miró atrás y habló con tono risueño:

—Ya pueden descansar tranquilos, amigos —avisó—. Lo peor quedó atrás. Es posible que en diez años esta zona no vuelva a conocer una tormenta así. Tuvo que ocurrimos a nosotros esta noche. No es un buen presagio para este viaje, la verdad…

Los Sothern no respondieron a eso, limitándose a acomodarse mejor en la cabina de pasajeros para pasar la noche. Pero Cole era perro viejo en esta clase de peripecias y no andaba demasiado lejos de la verdad. El viaje había comenzado con malos auspicios. Pero eso no era nada al lado de lo que les esperaba en lo sucesivo…

* * *

Aún no había clareado cuando Percy descubrió a los tres aparatos, volando muy bajos delante de él. Eran tres ligeros cazas de moderna factura, pero sus matrículas le resultaron inidentificables. Si eran aparatos militares hindúes, no lo parecían. Recordando su desagradable incidente en las proximidades de Port Blair, con los aviones de Kwan Koo, llevó instintivamente la mano al mando de su ametralladora, pero aquellos aparatos no iban pintados de negro, como era proverbial en la escuadrilla del pirata y traficante internacional.

Les dejó atrás en su vuelo, comprobando que valía más no enfrentarse a ellos. Eran aparatos muy modernos, cazas del tipo Harrier, de despegue vertical, provistos de cañones y ametralladoras demasiado poderosas para su escaso arsenal defensivo. Los contempló de soslayo, sin gustarle demasiado su presencia en la ruta, pese a que parecían ajenos totalmente a su propia persona y aparato.

Pocas millas después, comenzó a preocuparse. Giró la cabeza al escuchar un motor a sus espaldas. Uno de los Harrier se había situado sobre él, ganando terreno por momentos. Los otros dos se hallaban ahora a ambos flancos del helicóptero. Estaba rodeado sin haberse dado apenas cuenta. La maniobra no parecía casual.

A través de la radio, le llegó un mensaje concreto: —Atención, helicóptero plateado. Atención, helicóptero plateado. No intente resistir. Sería inútil. Tenemos orden de disparar si nos hace frente. Sería exterminado. Vuele entre nosotros sin maniobra extraña alguna. Obedezca. Y responda si ha recibido mensaje.

Ceñudo, Percy tomó el micrófono, estudiando a los tres Harrier que parecían escoltarle ahora en cerrada formación. Su respuesta fue escueta:

—Recibido el mensaje. Obedezco. No intentaré resistir. Dígame por qué hacen esto y quiénes son. Este es un vuelo autorizado y transporto mercancías legales.

Una risita se escuchó por la radio. La réplica que le dieron no era alentadora:

—Eso nos tiene sin cuidado. Obedezca, y nada más. No se desvíe un milímetro de nosotros o será derribado. Es nuestro último aviso.

Cerraron la comunicación. Cole lanzó una imprecación. De repente, una voz indagó a sus espaldas:

—¿Qué es lo que ocurre? ¿Con quién hablaba? ¿Qué hacen esos aviones?

Giró la cabeza. Marla Sothern estaba tras él. Parecía serena, pero preocupada.

—Ya lo ve —respondió, seco—. Nos escoltan.

—¿Escoltar? ¿Hacia dónde?

—Sólo ellos lo saben. Me avisaron por radio. Debemos seguirles. O nos abatirán. Y no bromeaban en absoluto.

—Dios mío… —los ojos color miel reflejaron incertidumbre—. ¿Son aviones militares?

—Lo son, pero dudo mucho que sean del Gobierno. No obran como tales, cuando menos. Me temo que esto es un secuestro en toda regla.

—¡Un secuestro! —Ella se mostró agitada y una frase sorprendente se escapó de sus labios en ese momento—. Dios mío, deben ser ellos… El Señor de la Muerte…

—¿Quién? —indagó rápidamente Cole, mirándola perplejo.

—Oh, nada, nada… —susurró ella, mordiéndose el labio inferior, como si quisiera ahogar sus propias palabras—. Olvídelo. Pensaba en voz alta, eso es todo. Estoy preocupada, asustada incluso…

—Yo también. Un secuestro aéreo no es cosa de cada día. Y menos por parte de tres aviones Harrier. Son aparatos muy caros y sofisticados. El que posea algo así para simples actos de piratería debe disponer de mucho dinero y mucho poder…

Ella, sin responder nada, pasó de nuevo a la cabina de atrás. Cole la oyó hablar excitadamente con su hermano, que respondía con secos monosílabos. Arrugó el ceño el joven piloto. Algo en aquella pareja no le gustaba del todo. Empezaba a estar seguro de que le ocultaban algo, pero no sabía el qué. Ni ahora le importaba demasiado, porque el enigma más inmediato y preocupante lo constituían aquellos tres Harrier que, inexorablemente, le obligaban a desviarse de su ruta inicial, hacia Lahore y el Punjab.

Miró la brújula de su cuadro de instrumentos y apretó los labios con fuerza.

—Nos desviamos —dijo sordamente para sí—. Dirección nor-nordeste… ¿Hacia dónde? ¿Y para qué?

No había respuesta. La radio seguía silenciosa. Los tres cazas misteriosos le forzaban a aquel desvío obligado. Eso, o dejarse abatir. Era la alternativa.

Optó por ceder sin resistencia. Sabía cuándo una batalla estaba perdida de antemano.

Esta era una de esas ocasiones, sin lugar a dudas.

Y cedió, maniobrando siempre en dirección nor-nordeste…

* * *

Percy Cole conocía muy bien las regiones que estaba sobrevolando, por algo llevaba años enteros de su vida haciendo viajes por aquellas zonas de Asia. A partir del asalto de los misteriosos Harrier inidentificados, ocurrido aproximadamente a la altura de Nagar Karnul, entre Hyderabad y Madrás, se habían ido desviando ostensiblemente en dirección nor-nordeste, y ahora sobrevolaban el mar, a la altura del litoral indio de Berhampur. Era ya día claro, y el vuelo se mantenía regular, huyendo al parecer de las zonas vigiladas por los servicios militares hindúes y sus fuerzas aéreas. El Golfo de Bengala se extendía, inmenso y azul, a su derecha, hasta donde abarcaba la mirada, surcado por lejanas embarcaciones que eran sólo puntitos blancos en la gran superficie marina.

—¿Adónde cree que nos llevan? —preguntó Scott Sothern, sentado de nuevo junto a Percy, con gesto preocupado.

—No tengo la menor idea. A juzgar por la ruta que siguen los aparatos, podría jurar que nos dirigimos a Bangla Desh. Es posible que hayamos caído en manos de alguna patrulla extranjera sobrevolando cielo hindú, pero esto no tiene mucho sentido por el momento.

Será mejor esperar acontecimientos.

—Pues sí que la hemos hecho buena —se quejó el rubio joven—. Esto está en un lugar diametralmente opuesto a Lahore…

—También lo está respecto al lugar adonde yo me dirigía, pero no está en mi mano evitarlo. Si intentamos escabullirnos de la vigilancia de esos aparatos, será cosa de niños para ellos abatirnos sobre el Golfo, señor Sothern. Supongo que ni usted ni su hermana desearán ese final para ambos. Yo, al menos, prefiero apurar esto hasta sus últimas consecuencias.

—Tal vez se trate de un secuestro para despojarle de su helicóptero y de esa carga misteriosa que tomó en Madrás… y luego nos ejecuten a los tres —sugirió aviesamente Sothern.

—Tal vez —Cole se encogió de hombros con una fría sonrisa—. Si es así, ¿qué podemos hacer por evitarlo?

—¡Luchar! —bramó el joven viajero con ímpetu.

—Mi querido amigo, eso se dice fácilmente. Estoy habituado a luchar. Pero sólo si existe una mínima oportunidad de triunfo. En este caso, no la hay. Hágame caso y dé una cabezadita junto a su hermana. Es lo mejor que puede hacer. Sospecho que aún queda bastante viaje por hacer.

Malhumorado, Scott Sothern se fue gruñendo junto a su hermana. Cole, calmosamente, encendió un cigarrillo y mantuvo el control sobre los mandos del aparato, empezando a sentir una leve somnolencia. No andaban muy bien de combustible ya, según los indicadores de a bordo, y optó por tomar la radio, conectando para avisar a sus captores:

—Lo siento, pero esto no es un Harrier —dijo secamente—. Queda combustible sólo para un par de horas de vuelo. ¿Qué hago después? ¿Arrojarme derecho al mar?

La respuesta tardó un poco en producirse y parecía contrariada la voz que la expresó:

—Está bien. Síganos ahora. Nos desviaremos hacia un aeródromo conocido donde no existen riesgos de que nadie le ayude. Recuérdelo y no intente heroicidades inútiles una vez en tierra. Repostaremos para partir de inmediato. Sólo eso.

Los cazas de despegue vertical viraron bruscamente hacia el oeste. Cole no tuvo otro remedio que seguirles en la maniobra, siempre flanqueado por dos de ellos. Su poderoso helicóptero plateado, tan apropiado para flete de cargas como para tareas de salvamento y evacuación, capaz para una carga respetable y para cuatro pasajeros, incluso enfermos o malheridos, destellaba en el amanecer como un extraño abejorro de plata cuya hélice emitía un zumbido continuado y monocorde.

Se adentraron en el continente hindú, eludiendo las zonas pobladas y las ciudades importantes. Volaban bastante bajo, posiblemente para eludir posibles estaciones detectoras de radar, dejaron atrás algunos villorrios y campos de cultivo, para sobrevolar, cosa de media hora más tarde, una amplia llanura desértica, entre montañas. No se veía por allí lugar habitado alguno. Al aproximarse más a tierra, descubrió en la distancia a unas toscas edificaciones de madera y un llano liso como la palma de la mano, de suficiente longitud para aterrizar en él aviones. Pero ni su helicóptero ni los poderosos Harrier de moderna factura necesitaban terreno para ello. Se posaron en el suelo desértico en forma vertical, sin la menor dificultad.

Cuando Cole y los Sothern asomaron a la portezuela del aparato, varios hindúes de turbantes negros o azul oscuro y torso desnudo, rodearon el aparato empuñando fusiles o metralletas. Uno de ellos le habló en correcto inglés, con tono duro:

—Cuidado, señor. Bajen de ahí con los brazos en alto y no intenten nada. Pueden entrar en esa cabaña y tomar agua o alimentos mientras repostan gasolina en su helicóptero. No intenten nada o les costará caro a los tres.

Fueron conducidos hasta una edificación de madera con techo de cañas. Dentro encontraron provisiones en forma de fiambres, zumo de frutas y cerveza, así como una garrafa de agua potable. También tenían un servicio de aseo, que utilizó primero Marla Sothern y posteriormente su hermano y Cole. Tomaron algo de comida fría y zumo de frutas. Cole se con tentó con un emparedado y una cerveza. A través de una ventana angosta, vieron cómo repostaban carburante en el helicóptero, y los pilotos de dos de los Harrier paseaban por tierra, hablando con los hombres armados del lugar.

—¿Qué lugar es éste? —indagó Scott junto a Cole—, ¿Quiénes cree que son toda esta gente que nos ha secuestrado y por qué pueden haberlo hecho?

—Sé tanto como usted, señor Sothern —confesó Cole, mirándole de soslayo—. No es fácil encontrar gente que posea aviones tan caros y modernos como ésos. Es posible que los hayan adquirido en el mercado negro internacional, a través de algún país al que Gran Bretaña suministró material bélico por alguna razón. ¿Seguro que ustedes dos no saben nada relacionado con este secuestro, señor Sothern?

Su pregunta había sido repentina, brusca y disparada de modo incisivo. Hizo blanco de inmediato, según pudo colegir Cole. Sothern apretó los labios, tragó saliva, y por un momento pareció desconcertado. Rápido, miró a su hermana. Cole advirtió que ella también se había demudado por escasos segundos. Después. Scott Sothern replicó con sequedad:

—No sé qué quiso dar a entender con esa pregunta, señor Cole. No tenemos la menor idea de todo esto ninguno de los dos.

Cole no comentó nada. Pero mentalmente, anotó el hecho. Empezaba a pensar que no sólo su carga para los sijs rebeldes del Punjab podía ser importante, sino también aquellos dos pasajeros que habían pedido ir a Lahore por causas tan ambiguas como la desaparición de su padre y un socio de éste en el norte de la India.

—Estamos cerca de Kharagpur, si no me equivoco, al oeste de Calcuta —meditó en voz alta Percy poco después, paseando por la cabaña—. Me pregunto adónde nos dirigimos exactamente…

Un ruido en el aire le hizo girar la cabeza hacia el azul del cielo, por encima del aeródromo clandestino situado en pleno desierto indio. Cole arrugó el ceño, contemplando el solitario aparato que sobrevoló por unos instantes la zona, perdiéndose luego en la distancia. Todos los residentes en aquel lugar lo seguían también con expresión desconfiada, y los pilotos de los Harrier acudieron prestamente a sus aparatos por lo que pudiera suceder.

Pero el avión viajero se difuminó a lo lejos, tras las montañas, y la calma volvió al lugar. Abrieron la puerta de la cabaña bruscamente. Un par de hombres armados asomaron su rostro broncíneo bajo los turbantes oscuros. Las armas automáticas apuntaron a los tres cautivos.

—En marcha, señores —dijo con aspereza uno de ellos—. Ya tienen gasolina suficiente.

—¿Suficiente para qué? —replicó Cole—. ¿Adónde nos dirigimos?

—No pregunte —le atajó el otro con fría mirada—. Es lo mejor.

Se encaminaron sin más al plateado aparato. Ocuparon sus asientos en silencio, mientras los Harrier iniciaban su maniobra de despegue vertical, ruidosamente, levantando oleadas de tierra arenosa. El plateado «Birdie» les siguió de inmediato, siempre bajo la implacable escolta de los tres cazas.

Pronto quedó atrás el aeropuerto oculto en el desierto, con sus escasos ocupantes escondiéndose en las edificaciones. Cole se preguntaba qué vasta organización paramilitar podía controlar todo aquello, y desde dónde se movían exactamente los hilos de la trama. El nombre de Kwan Koo, su mortal enemigo, le había acudido varias veces a la mente durante la aventura. Pero ni siquiera aquel acaudalado pirata moderno y traficante en armas y secretos militares hubiera podido poseer tan extensa organización.

El vuelo se prolongaba considerablemente. El rumbo ahora era ya inconfundible: se dirigían al Nepal, en las fronteras mismas del misterioso Tibet, dominado ahora por la República Popular China. Una idea cruzó por su mente: ¿tendrían algo que ver en el asunto los servicios secretos de la propia China o de su mortal adversario, Taipeh? ¿Se había mezclado casualmente en algún poderoso conflicto internacional de cariz ultrasecreto? De nuevo la sospecha hacia sus ambiguos viajeros se alojó en su mente.

Decidido, puso el piloto automático, y se encaminó a la cabina posterior. Los hermanos Sothern dormitaban en ese momento, y la luz del sol penetraba por las ventanillas, dando un cálido tono dorado a las cosas y las personas.

—Acabemos de una vez —dijo con crudeza Cole, plantándose ante los dos—. ¿Qué vinieron ustedes a buscar exacta mente a la India, y por qué nos han raptado esa gente?

Despertaron con sobresalto. Marla lanzó una leve exclamación. Scott, tras el primer impulso de sorpresa, arrugó su ceño y se encaró con el piloto:

—Oiga, amigo, ¿a qué viene esto ahora? —clamó—. Le he repetido cien veces que no sabemos nada de nada ni tenemos que ver con todo este problema, ¿no le basta mi palabra y la de mi hermana?

—Rotundamente, no —negó Cole—. He meditado mucho. Las armas que llevo para los sijs, en el Punjab, bajo el aspecto de inofensivo material agrícola, no puede ser motivo por sí solo para este rapto. Si fuese así, se trataría de fuerzas aéreas hindúes, y actuarían oficialmente, acusándome de colaboración con los rebeldes. Los propios sijs carecen de motivo para un rapto, porque las armas son para ellos. Además, no pueden poseer aviones Harrier bajo concepto alguno, porque son aparatos modernos, muy caros, de difícil obtención en los mercados internacionales de armamento. Tengo un enemigo personal, un bribón llamado Kwan Koo, poderoso y capaz de todo, pero que no posee ni remotamente una organización así. De modo que sólo queda una posibilidad en todo esto: ustedes dos. Me han contratado para un viaje misterioso, y de repente nos desvían de esa ruta sin motivo aparente, nos tratan con cortesía pero sin contemplaciones, y nos llevan a alguna parte que, por el momento, tiene todas las trazas de ser el Nepal. Y el Nepal es la puerta del Tibet, por si no lo saben. Usted habló en una ocasión de algo, señorita Sothern, que de inmediato intentó ocultar: el Señor de la Muerte. He pensado sobre ello largamente. Tengo la respuesta: el Señor de la Muerte es una divinidad tibetana que se venera en el Himalaya, en Nepal y en Buthan especialmente, oculta por una horrible careta roja rematada por cinco cráneos de calavera. Su simbología es siniestra, por supuesto, dentro del lamaísmo o budismo tántrico, ya que esa religión está impregnada de motivaciones supersticiosas y de pura hechicería, entre las cuales la Muerte mantiene un lugar preponderante, como centro de todas las cosas. Resulta algo más que curioso que usted, señorita Sothern, hable del «Señor de la Muerte», y resulte que viajamos precisamente adonde se venera a esa divinidad macabra: el Nepal. El Tibet y sus fronteras, en suma.

Los Sothern parecían anonadados, pálidos y poco capaces de reaccionar. Aún Scott trató de hacerlo con cierta energía, pero su hermana le sujetó del brazo y, con dulce firmeza, se volvió a Cole, sonrió tristemente y respondió:

—Sí, señor Cole. Usted tiene razón. Le mentimos en todo momento. Sólo hay de cierto en la razón de nuestro viaje la desaparición de nuestro padre y de su socio. Pero no tenemos la menor esperanza de hallarles con vida. Sólo esperamos que su trágico destino llegue a aclararse para nosotros… y que la amenaza del Dragón Dorado no nos alcance fatalmente.

Al tiempo que decía esto, hundió la mano en su bolsa de viaje y mostró algo que, resplandeciente al ser herido por el sol que penetraba en la carlinga del aparato, casi cegó con sus destellos al joven piloto británico.

Era un pequeño dragón de oro puro y macizo. Un dragón cuyos ojos, sin embargo, eran rojos y brillantes como la misma sangre.

En ese punto, allá fuera, ocurrió algo. Se escuchó un formidable estallido, y el cielo se nubló por un instante, llenándose luego de vivísima luz mientras el helicóptero se agitaba con violencia, como si fuera a precipitarse a tierra.

Cole, lanzando una imprecación, dejó de contemplar aquella hermosa figurilla de oro, y corrió vertiginosamente a hacerse cargo de los mandos de «Birdie».