Capítulo 11

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Bosco cabeceaba en el sofá del salón, abandonado a un sueño intranquilo, escoltado por seis latas de cerveza vacías y los restos de una pizza. No era su intención quedarse dormido, pero habían sido unos días muy duros en los que apenas había pegado ojo. En cuanto llegaron a casa, su hijo David se preparó un bocadillo sin dirigirle la palabra y se encerró en su cuarto, pegado al maldito ordenador. El chico estaba de peor humor que de costumbre. No le gustaba estar con Bosco y la pérdida del había multiplicado por diez su animadversión hacia su padre y hacia el mundo en general. Habían intentado localizar el teléfono, pero quien lo hubiese robado había desactivado la función GPS y lo había apagado. Bosco le prometió que lo arreglarían al día siguiente, a lo que David contestó con un gruñido y un portazo. Bosco tuvo que hacer un esfuerzo para no romper la puerta de una patada y sacar a aquel mocoso de su ataque de estupidez de un buen puñetazo. David era uno de los motivos por los que se levantaba cada día y seguía luchando, pero tener que soportar cómo se convertía en un adolescente cretino y maleducado le hacía sacar lo peor de él. Y sabía por qué. Bosco se echaba la culpa del cambio producido en su hijo, creía que él era el responsable de aquella transformación. El divorcio había afectado a David profundamente, hasta el punto de convertirle en alguien irreconocible. Había pasado de ser un chico alegro y cariñoso, con un montón de inquietudes y aficiones, a ser un joven amargado y poco comunicativo, con accesos de ira y rabia cada vez más frecuentes. Cien insistía en que era normal.

—Todos los adolescentes son o gilipollas o muy gilipollas —decía Cien—. Bueno hay una tercera categoría, los gilipollas con pistola, esos son los peligrosos, pero tranquilo, David no está en ese grupo. Relájate un poco, si él pasa de tu culo, pasa tú del suyo.

—Siento que le estoy perdiendo.

—Haced cosas juntos que le gusten. Llévale a ver el partido de los Demons, la final es un par de días.

—Intenté coger entradas, pero ya no quedaban.

—Conozco a un tío que me debe un par de favores, veré que puedo hacer. Y ten paciencia, déjale tranquilo, ya le recuperarás dentro de unos diez años.

Pero Bosco se negaba a dejarlo estar. Su máximo miedo en la vida era no ser un buen padre, no hacer todo lo que estuviera en su mano para que David fuera feliz. Y se esforzaba, se esforzaba como nunca lo había hecho antes, pero no era suficiente. Cada día que pasaba parecía que estaban un poco más lejos el uno del otro.

Bosco abrió un ojo, adormilado. En la televisión dos nazis disparaban a un pobre hombre en el Rick’s American Café. Entre cabezazo y cabezazo se colaban en su mente escenas de Casablanca, una de sus películas favoritas. La había visto tantas veces que se conocía los diálogos de memoria, especialmente los del Claud Rains interpretando al capitán francés Renault. Él era el auténtico héroe de la película, y no el personaje de Humphrey Bogart, que estaba sobrevalorado, era un puro estereotipo. No era tan difícil hacer lo correcto por amor, aunque fuera perder a la persona de la que uno estuviese enamorado. Era mucho más difícil ser justo, sobre todo cuando las circunstancias conducen irremisiblemente a cometer injusticias. Ahí es donde se demuestra el verdadero carácter de un hombre. O eso quería creer, tal vez para alejar así a sus fantasmas. Mejor dicho, a su fantasma.

Entre las brumas del sueño, Bosco notó una vibración desagradable, cerca de su entrepierna. Abrió los ojos. El capitán Renault apuntaba con una pistola a un oficial nazi. De nuevo la vibración. Dios, es el maldito teléfono. El personal, porque el profesional lo dejaba siempre sobre la mesa del salón, con el volumen a tope por si recibía alguna llamada urgente. Lo bueno de su teléfono particular era que solo lo conocían su hijo, su exmujer y su abogado, ni siquiera Cien lo tenía. Bosco se había quedado dormido con él en el bolsillo. Eran las cuatro de la mañana. ¿Quién podría ser a esas horas? Su mujer estaba de fin de semana romántico con su nuevo novio, y no era tan retorcida como para llamarle mientras echaban un polvo. Su hijo dormía en la habitación de al lado, y tampoco parecía probable que su abogado quisiera tratar nada a aquellas horas de la madrugada. El móvil dejó de vibrar.

Bosco sacó el teléfono de su bolsillo y miró el nombre que aparecía en pantalla. DAVID. Bosco miró a la habitación de su hijo, la puerta estaba cerrada, pero no salía luz por debajo de la puerta. Un mensaje de DAVID con un archivo adjunto llegó en aquel instante. Entonces recordó que a su hijo le habían robado el teléfono esa misma tarde. Quien lo hubiese robado, además de ladrón, era un tocapelotas. Bosco abrió el mensaje y lo leyó:

NO TODO ES LO QUE PARECE.

Pulsó la opción de descargar el fichero adjunto y lo abrió. Era una foto de una pared o de un suelo gris, no se distinguía demasiado bien ni le sonaba de nada. Bosco se levantó y comprobó que David estaba en su cuarto, durmiendo apaciblemente. Debía de tratarse de una broma estúpida del ladrón del móvil. Iba a llamarle cuando le llegó otro mensaje con una nueva foto adjunta:

HAY QUE SABER BUSCAR.

Al ver la imagen, Bosco se preocupó. El fotógrafo se había alejado de la pared gris y ahora tenía más ángulo de visión. Era una pared de ladrillos grises y gastados que formaba un gran arco, una gran U invertida. Sobre el arco se veía un cartel de una estación de metro que había quedado en desuso hacía unos años: Puente Viejo. Bosco renegó al tiempo que llegó un tercer mensaje con otra foto:

AÚN NOS QUEDAN 5.

Bosco abrió el archivo adjunto con el corazón en un puño. La foto mostraba a un joven de unos dieciséis años, tirado en el suelo sobre un charco de sangre, bajo el arco de piedra y el cartel de la estación. Tenía el pecho tatuado a la altura del corazón.

—¡Hijo de puta!

Eran las cuatro de la madrugada. El teléfono vibró en sus manos y la pantalla se iluminó con un nombre: DAVID.

Descolgó.

—Bosco —dijo una voz suave al otro lado de la línea—. Ha pasado mucho tiempo… Teníamos muchas ganas de volver a hablar contigo.