Capítulo 19
—Intenté reventarle la cabeza con el bate.
—Ya… Nunca pegues a un hombre con unas gafas; pégale con un bate de béisbol —murmuró Cien, sin poder evitar que se le escapara una sonrisa.
—¿Cómo dice, señor?
—Créeme, es una pena que no lo hayas logrado. Me habrías ahorrado muchos dolores de cabeza —dijo el pequeño inspector.
—Lo intenté, pero se agachó como un rayo y me dio un puñetazo en el estómago. Vomité todo lo que había comido —dijo Oliver, llevándose la mano a las tripas. El chico iba vestido de vampiro, con lentillas rojas y una capa cutre con el forro interior carmesí—. Aún me duele.
Cien suspiró. Tenía delante al único testigo vivo que había visto con sus propios ojos al escultor de cadáveres pero, definitivamente, no era el chico más listo de su clase. Oliver estaba solo en casa, sus padres se habían ido unos días de vacaciones y, según el chaval, una especie de mendigo se había presentado en su jardín y había roto los aspersores. Un par de horas más tarde volvió y le pinchó las ruedas al coche de su padre. Cuando Oliver vio aquello, salió al jardín con un bate de béisbol, dispuesto a darle su merecido al intruso, pero el tiro le salió por la culata. El tipo le propinó la mayor paliza que había recibido en su corta vida.
Así contado parecía una auténtica estupidez. Cien habría mandado al jovenzuelo atontado a su casa de una patada en el culo, pero le había entregado un sobre para Bosco Black, que a su vez el tipo le había dado. Sin duda, se trataba del escultor.
El chaval aún no sabía lo afortunado que era por conservar su corazón intacto. Tampoco sabía lo que le había sucedido a los dos amigos gemelos con los que había quedado, pero no tardaría en enterarse. ¿Pero por qué? ¿Por qué el escultor había obrado de aquella manera? Cien le había dado miles de vueltas sin hallar ninguna respuesta lógica. Por el momento, tendría que centrarse en asuntos más mundanos, como el aspecto físico del escultor.
—Sí, ya me lo has contado, Oliver. Tenía un buen gancho de izquierdas, lo he anotado. Pero quiero que recuerdes exactamente la apariencia de ese hombre.
—Sí, bueno… Era alto.
—¿Cómo de alto?
Oliver miró a Cien y puso una expresión de vaca bobalicona. Debía de estar calculando que era como el doble de alto que Cien.
—Era más bajo que yo —contestó, después de que Cien le repitiera la pregunta.
—Tú eres bastante alto, mides más de metro noventa, ¿verdad?
—Metro noventa y tres. Mi padre siempre dice que tenía que haberme dedicado al fútbol en vez de al béisbol.
—O a picar piedra en una cantera —susurró Cien—. Centrémonos, Oliver. ¿Te llegaba por los ojos?
—Sí, más o menos. ¿Me podrían traer otra Coca? Tengo bajo el azúcar y con el susto…
—Claro.
Cien anotó que el sospecho debía de medir alrededor del metro ochenta y pidió otra Coca-Cola, la tercera en menos de media hora. A ese ritmo de consumo, debía darse prisa para acabar antes de que al chico le diera un ataque al corazón, lo que le daría bastante poca pena.
—Veamos, Oliver. ¿Qué edad tenía?
—Es difícil… No le vi demasiado bien, todo fue muy rápido, pero yo diría que unos cuarenta y muchos, quizá cincuenta.
—¿Estás seguro? ¿No sería mayor, de unos sesenta y pico?
—No… Creo que no era tan viejo… Pero ya se lo he dicho, estaba oscuro y… desde luego no se movía como un viejo.
Cien suspiró. O el criterio de aquel chico para determinar la edad era lamentable o el escultor había rejuvenecido por arte de magia. O tal vez fuese que a aquel imbécil le diera vergüenza haber sido apaleado por alguien de la tercera edad. Cien insistió, pero el chico no vacilaba en ese detalle.
—Bien, pasemos a otra cosa. ¿Cómo describirías su cara?
—Pues un tío feo con unas gafas muy negras. Sobre todo gafas.
—Ya… Feo, ¿eh? Necesito más detalles del resto de la cara, Oliver. Lo que dejaban ver las gafas negras. ¿O es que le tapaban toda la cara?
—No, no, eran normales de tamaño solo que… daban un poco de miedo y además estaba un poco oscuro y…
Cien le cortó, desesperado.
—¿Cómo era la boca? ¿Grande, pequeña? ¿Labios gruesos?
—No, sí… Bueno… era rara, casi no tenía labios y parecía como si se riera sin reírse, no sé si me entiende.
Cien pensó que ni el psicólogo más empático e inteligente del mundo entendería a aquel cachalote medio retrasado.
—¿Y la nariz?
—No sé, normal… Bueno, ahora que lo dice, la tenía un poco torcida.
—¿Hacia qué lado?
—Ni idea… No sé… A la izquierda, creo.
—Ya. ¿Y la piel? ¿Pálida? ¿Morena?
Oliver rio con nerviosismo.
—¡Qué va! Tenía la piel muy blancucha, con un montón de marcas, sobre todo en la frente.
—¿Pecas?
—Sí, muchas.
—¿Y su pelo, cómo era?
—Pues era bastante raro. Parecía que llevase trozos de maíz pegados con cola. Y era pelirrojo o casi rubio… Parecía pelo de muñeca.
—¿Crees que era pelo de muñeca, una peluca?
—Ni idea, nunca he jugado con una muñeca, tío —dijo Oliver, casi ofendido.
Cien no comprendió la relación directa que hacía Oliver entre pelucas y muñecas, por no hablar de que era el chico quien había hablado de las jodidas muñecas.
—¿Tenía alguna cicatriz, alguna marca que le hiciera identificable?
—Bueno, no en la cara. Pero tenía una cosa roja alrededor del cuello.
—¿Una cosa roja? ¿Una herida?
—No, ya estaba curada, creo yo. Era como una rozadura grande o algo así.
—¿Alrededor de todo el cuello?
—De lo que se veía, sí. Pero no le vi el cogote, ¿sabe? Cuando me dio el puñetazo me caí al suelo, me dijo aquello y cuando volví a mirar ya no estaba.
—Bien, Oliver. Hemos… adelantado bastante. Cuando acabemos nuestra charla, entrará un dibujante de la policía y hará un retrato robot de ese hombre. Cuéntale todo lo que me has dicho a mí, con todos los detalles que recuerdes, si es que puedes. Ahora cuéntame exactamente qué te dijo.
—¿Antes o después del puñetazo?
—Las dos cosas… Y empieza por lo que te dijo antes.
—Eh… Bien. Fue algo raro, una frase de esas de filosofía de la vida y eso: La virtud de la justicia es tuya… O algo así. Me recordó un poco al rollo del maestro Miyagi, ¿sabe? El de la peli de Karate Kid.
Cien suspiró de nuevo. Intentó sonsacarle a Oliver la frase exacta sin estar seguro de si lo había logrado.
—Bien. ¿Y qué te dijo después de golpearte?
—Que eligiera mejor a mis amigos y que no tentara a mi suerte, de eso me acuerdo bien, porque no la tenté. Después de la hostia que me pegó, como para hacerlo.
—¿Nada más? ¿Eso es todo?
—También dijo otra frase de maestro de kung-fu, pero no sé si me la dijo a mí, porque no me miraba. Dijo: El ciclo se cumple. Se acerca el final, la liberación… o algo así. Luego me dio el sobre y me dijo que lo llevara a la comisaría más cercana o volvería a hacerme una visita. Eso sí que lo entendí claramente.
Cien no logró averiguar nada más y dudaba seriamente de que alguien, por muy capacitado que estuviera, pudiese sacar algo en claro de aquel cabeza de chorlito. Pero estaba seguro de que el chico no mentía. Decir la verdad lo puede hacer cualquier idiota. Para mentir hace falta imaginación.
El pequeño detective abandonó la sala de interrogatorios y volvió a su despacho. Había llamado unas cuantas veces al móvil de Bosco para contarle lo sucedido, pero no tenía cobertura. Lo mismo ocurría con el de Sander. Cien sabía que estaban juntos y estaba preocupado; si no conseguía localizarles pronto, tendría que decírselo a Connor, lo que le preocupaba aún más. Su relación con él era poco fluida, pero últimamente las cosas se estaban poniendo más que feas. Connor ya jugaba a ser el jefe de todo, el puto amo del lugar. Como un buen tiburón, había olido la sangre y estaba dispuesto a morder en cuanto tuviera el más mínimo argumento.
De camino a su despacho, Cien se encontró con el inspector Márquez, que le preguntó:
—¿Qué tal con el testigo?
—Le han hecho un test de inteligencia… Ha dado negativo. Es de los tuyos.
Márquez le mandó a la mierda. Cien se escabulló por el pasillo y se encerró en su cubículo. Aquel imbécil era de la cuerda de Connor, un pelota con menos cerebro que huevos. Además, tenía mucho en qué pensar. Al menos tenían un retrato robot con algunos datos muy interesantes que les podrían ayudar a encontrar al escultor. Era pelirrojo, pecoso, metro ochenta y tenía una marca alrededor del cuello. No estaba tan mal, reducía bastante la búsqueda, pero el escultor era muy hábil y Cien era consciente de que necesitarían mucho más que un retrato robot para atraparle.
Además aquel idiota plagado de espinillas estaba equivocado, eso estaba claro. Si decía que el escultor tenía en torno a cuarenta y cinco, o cincuenta años como mucho, o no le había visto demasiado bien o aquel tipo no era el escultor, cosa que a Cien le parecía muy improbable.
Si daba por hecho que se trataba del auténtico escultor, había algo que no encajaba en la historia de Oliver. Era un hecho sorprendente, del que hasta ahora habían tenido sospechas, no una confirmación directa. ¿Cómo era posible que un hombre mayor, de unos sesenta y ocho años como poco, pudiera desarmar fácilmente a un mocetón de diecisiete, fuerte como una mula?
Una de las muchas tonterías que había soltado Oliver le vino a la cabeza. Maestro Miyagi… ¿Sería de verdad un experto en algún tipo de arte marcial? No podían descartar esa posibilidad, porque, pese a su edad, había desarmado y acabado con chicos mucho más preparados que él físicamente. Cuando Bosco le contó su caso, cómo el escultor le había dormido antes de tatuarle, Cien pensó que ya tenían respuesta. El escultor utilizaba narcóticos para incapacitar a sus víctimas y así acabar con ellas. Pero ahora le había dado una buena paliza a un tipo que podía ser defensa de un equipo de fútbol.
¿Y por qué dejar un mensaje para Bosco de aquella manera? Cien releyó la nota que el escultor había dejado en el interior del sobre. Estaba mecanografiada con letras mayúsculas y era bastante breve:
TREGUA. DOS DÍAS SIN TATUAJES. A CAMBIO, SABES LO QUE QUIERO. SU PASADO, MI PRESENTE, TU FUTURO.
¿Y por qué esa tregua? ¿Sería verdad? ¿Estaría dos días sin matar o era otra de sus medias verdades y falsas pistas?
La interpretación de la primera parte del mensaje parecía clara. El escultor se ofrecía a permanecer dos días sin tatuar, lo que también se podía interpretar como dos días sin matar, porque no creía que fuera a asesinar sin pintarrajear uno de sus macabros dibujitos en el pecho de la víctima. Una tregua. No obstante, todo lo que hacía o decía el escultor podía tener un doble sentido o esconder una trampa. En este caso, para conseguir la tregua había una condición y ahí estaba el problema.
También había que estudiar eso de: su pasado, mi presente y tu futuro. «Mi presente» parecía hacer referencia al propio escultor; «tu futuro» estaba claro que hablaba de Bosco, ¿pero y «su pasado»? ¿A quién se refería? ¿El pasado de quién, de alguno de los asesinados a lo largo de cincuenta años? ¿Había alguna pista clave oculta en esas ya veintiuna muertes?
Una de las frases que el escultor le dijo a Bosco en su conversación telefónica le vino a la mente: «Investiga, haz tu maldito trabajo. Resuelve el rompecabezas, anticipa el presente, escarba en la cárcel del pasado… y encuéntranos».
Presente… Pasado.
Cien estaba convencido de que el rompecabezas al que se refería era el propio tatuaje que el escultor imprimía en cada cadáver. Anticipar el presente era averiguar de antemano los lugares en los que el asesino iba a actuar, utilizando las pistas que él mismo dejaba. Y escarbar en la cárcel del pasado podía tener que ver con el único elemento del tatuaje que aún no habían descifrado, una inscripción de números y letras rodeados de una valla de rosas.
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Aquella inscripción encerraba una parte del misterio y probablemente, sin ella, no podrían atrapar al escultor, y las bases de datos no habían arrojado ningún resultado. Lo habían intentado todo, habían comprobado aquellos dígitos en todas las bases de datos de las que disponían, sin hallar nada relevante. No era una matrícula, ni la ubicación de una parcela, ni una calle o local en ninguno de los sistemas de coordenadas de mapas, ni un número de un fichado policial, ni una taquilla de los lugares más relevantes, aeropuertos, estaciones de metro, tren… Hasta habían comprobado si tendría algún reflejo en los cementerios de las inmediaciones, un número de tumba o mausoleo.
—¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!
Cien lanzó la foto al otro lado del escritorio, frustrado. La foto quedó de lado y al verla desde ese ángulo la inscripción quedó reducida. Desde esa posición, las letras y números apenas se veían, escondidas entre las vallas decoradas con rosas. Era un bonito efecto óptico, una especie de truco en el que el mago ocultaba con sus movimientos lo que de verdad escondía.
Un truco de magia.
Eso era… ¡Un jodido truco del escultor! ¿Y si lo importante no era tanto la inscripción como lo que la rodeaba? ¿Y si, sin conocer primero el entorno, lo general, era imposible llegar al detalle? Quizá, hasta que no supieran de qué iba aquello de las vallas engalanadas de rosas, no pudieran conocer el significado de la inscripción. O, tal vez, la inscripción era solo una pequeña parte del significado y el escultor, como un mago, distraía la atención con un gran letrero mientras se sacaba una carta de la manga.
Cien cogió la foto y la estudió con atención. La inscripción estaba cercada por una valla formada por listones rectos y verticales. En cada listón había cuatro pequeñas rosas dibujadas con poco detalle. Seis listones por cuatro rosas es igual a veinticuatro rosas, pensó.
La mente de Cien empezó a trabajar con aquellos sencillos conceptos: valla, listón, rosa, seis, veinticuatro, tratando de hallar algo que tuviera cierto sentido, un pequeño indicio que le permitiera resolver aquella pieza del rompecabezas. Después de media hora estrujándose el cerebro y de rellenar cuatro folios con combinaciones de números, palos y rosas, decidió cambiar de estrategia.
¿Y si aquello escondía un significado menos técnico, más conceptual? ¿Y si se trataba de un lugar? ¿Una floristería? No ¿La valla de un parque? Podía ser, un parque en el que las rosas fueran el elemento principal. Cien buscó en internet todos los parques de la ciudad donde las rosas tuvieran protagonismo, pero no lo tuvo fácil. Encontró un par de ellos, el Parque del Río y el del Este, donde habían encontrado el cadáver del tercer asesinado. Eso le dio qué pensar. Revisó cientos de fotos y leyó artículos relacionados con esos parques, tratando de descubrir alguna relación, un indicio que le llevase a la inscripción misteriosa:
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Tres cuartos de hora más tarde, desistió, aunque redactó un breve informe para pasárselo a Connor. Pero no, aún no había terminado. Cien no estaba dispuesto a rendirse, ni a dejar de luchar. No iba con su carácter, si no, jamás habría llegado a ninguna parte. Para él, la lucha formaba parte de su ser, era tan importante o más que respirar. Lo había aprendido muy joven, cuando era el objeto de burla de los chicos de su edad.
Una tarde, volviendo de la biblioteca en el autobús, un par de gamberros le tiraron la cartera al suelo, le insultaron y le bajaron los pantalones. Un adulto se lo recriminó, pero los chicos se rieron y se bajaron en la siguiente parada. Un anciano, arrugado como el culo de un chimpancé, se acercó hasta él y se sentó en el asiento de al lado. Llevaba un bastón y unas gafas oscuras, así que Cien, que era un genio de lógica deductiva, dedujo que aquel viejo era ciego.
—¿Sabes quién era Aníbal? —le preguntó el hombre, sin presentarse.
—No.
—Era un antiguo general cartaginés. Los tenía bien puestos, chaval. Se enfrentó a los más poderosos de su tiempo, a los romanos. Cruzó los Alpes, unas montañas muy altas y escarpadas, con un montón de elefantes, y le puso cerco a Roma.
—Pero los elefantes no pueden subir por la montaña. Son muy grandes y no hay caminos.
—¿Sabes lo que decía Aníbal?
—No.
—Decía: «Encontraremos un camino y, si no lo hay, lo construiremos».
—¿Construyó un camino para elefantes?
—Sí, de alguna forma. No se rindió, no escuchó a los que le decían eso no se puede, no somos suficientes, es imposible, somos más débiles. Porque la debilidad está aquí —dijo el viejo, señalándose la cabeza—. No en tu altura ni en mis ojos. No les des la satisfacción de que te vean débil.
Cien pensó mucho en aquella conversación y decidió que el anciano tenía razón, así que desde ese momento intentó aplicarlo. Lo que el ciego se olvidó de decirle fue que Aníbal llegó a Roma pero murió allí, derrotado. La valentía, la fuerza y el coraje también tenían que pagar peaje y, al igual que a Aníbal, Cien había tenido que pasar por caja.
Dejó a un lado la melancolía y retomó su búsqueda. Ya había estudiado los parques, así que siguió con los cementerios, donde también había vallas y muchas flores. Había uno muy prometedor, el cementerio judío, situado en la calle de las Flores. El problema era que los judíos no solían llevar flores a sus tumbas, sino que depositaban velas y piedras sobre las lápidas. También estaba el cementerio de San Pascal, con cientos de tumbas floridas. Cien trató de encontrar en ambos cementerios alguna relación con la inscripción del tatuaje, incluso pidió acceso al registro de tumbas, pero no halló nada de interés.
«Encontraremos un camino y, si no lo hay, lo construiremos».
Ya… Quizá había momentos en los que los dichos de Aníbal fueron menos aplicables que el alcohol en una herida en las pelotas.
Entonces un policía de uniforme pasó delante de su puerta. Empujaba a una mujerona grande, vestida con un traje naranja estampado de flores. Al verla, algo hizo clic en su mente.
«Resuelve el rompecabezas, el rompecabezas, Bosco, anticipa el presente, escarba en la cárcel del pasado».
Cien dio un salto sobre la silla y se lanzó, voraz, sobre el ordenador.
—CDLM… Joder… Joder… —Cien tecleó una frase en el buscador y comenzó a buscar entre los cientos de imágenes—. ¡Joooooder! ¡No son rosas, son jodidas gardenias! ¡Gardenias! ¡Pero cómo coño no me he dado cuenta antes! —le gritó a la pantalla.
Después hizo otro par de búsquedas y una llamada de teléfono. Al colgar, tenía el corazón a mil por hora. Lo tenía.
Marcó el número de Bosco y esperó con el corazón en un puño. No hubo respuesta. Cien maldijo, harto de que el necio de su compañero no cogiera el teléfono. Después gritó de alegría. Había descubierto el acertijo que encerraba la inscripción del escultor.
—CDLM 06541… Será cabrón.
Cien sonrió, satisfecho. Aunque no podía negar que Aníbal le había ayudado, sabía que le debía mucho más al vestido de una prostituta recién arrestada.