Capítulo 18

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Dos gotas de oro. Idénticos. Rubios. Hermosos. Muertos.

Sander se santiguó. Era creyente, aunque no demasiado practicante, pero aquella escena le removió por dentro. Los dos hermanos, Mike y Steven Hoover, estaban tendidos sobre sus propias alas, perfectamente colocadas, en el altar de la pequeña iglesia de San Rafael. Vestían una falda dorada hasta las rodillas y unas sandalias de estilo romano. Llevaban una cinta en el pelo, también dorada, y unas espadas de fuego de cartón piedra yacían a sus pies, como en un antiguo enterramiento vikingo. Dos ángeles guerreros descansando tras la batalla, pensó Sander. Pero no eran ángeles, sino dos chicos de diecisiete años, y no descansaban estaban muertos.

Los gemelos iban a una fiesta de disfraces de su instituto, pero no habían llegado a su destino. La iglesia quedaba de camino. Habían decidido ir a pie porque, según su madre, el amigo que les iba a llevar en coche, un tal Oliver, no se había presentado. En algún punto del recorrido, el escultor de cadáveres les habían asaltado y acabado con sus vidas. Los hermanos tenían tatuado el pecho con la inconfundible marca del asesino y todos los elementos del macabro ritual.

Bosco estaba arrodillado junto a los cadáveres. Sander se había acostumbrado a ver a Bosco limpiarse las lágrimas de su maltrecho ojo, al igual que lo hacía en ese instante, pero ahora era distinto. Normalmente se las quitaba con una pasada rápida del pañuelo. En esta ocasión, mantenía la tela blanca contra su mejilla y apretaba con fuerza la mandíbula. ¿Lloraba?

Cien no se encontraba con ellos, cosa que Sander agradecía. El enano se había ido a comisaría a aplacar la ira de Connor. La tensión entre Bosco y Connor crecía por momentos, y el asesinato de dos gemelos no iba a contribuir a rebajarla.

—No eran dos iglesias, eran dos cadáveres idénticos —dijo Bosco.

Sander asintió. Él también lo había pensado. El tatuaje de la víctima anterior, Jon Monroe, tenía tatuadas dos torres idénticas, coronadas cada una por una cruz. Habían creído que ese dibujo se refería al lugar del siguiente crimen, que se trataba de una iglesia grande con dos torres, tal vez la catedral. En la ciudad y alrededores había al menos catorce templos eclesiásticos, que habían permanecido bajo vigilancia las veinticuatro horas del día. Pero se habían vuelto a equivocar, el escultor había jugado con ellos otra vez. Habían descubierto que lo haría en una iglesia, sí, pero era imposible suponer que cada torre se correspondía con un cadáver, nunca había asesinado a dos víctimas al mismo tiempo. A dos gemelos. Además aquella era una iglesia minúscula, apenas una capilla de reciente creación, al lado del río.

—¿De verdad querrá que le cojamos o solo se está riendo de nosotros? —preguntó Sander.

Bosco no contestó.

—Vamos. Aquí no hay nada que hacer —dijo Bosco mientras se levantaba.

—¿A dónde?

—A encontrar al escultor.

Salieron de la iglesia, caminaron bajo una fina capa de lluvia y se resguardaron en el coche de Sander. Bosco arrojó un maletín de cuero avejentado al asiento de atrás. El sonido metálico que provocó le erizó la piel al joven policía.

—No, no, por favor, tenga cuidado. No manche la tapicería…

Demasiado tarde. Sander no había previsto tener que llevar al inspector Black, si no, no habría llevado el Lexus. No podía arriesgarse a que le sucediera nada al coche o tendría serios problemas.

—Han entrado por la puerta de atrás. Los llevó vivos hasta la iglesia y los mató allí —anunció Bosco sin mostrar ninguna preocupación por la limpieza de los asientos.

—La puerta no estaba forzada —objetó Sander, tenso, sin quitar ojo de cómo los trajes mojados arruinaban la tapicería.

—Tenía la llave. El escultor tiene mucha paciencia y mucho tiempo.

—Puede ser, pero es solo una conjetura, hay muchas…

—También había huellas ahí atrás. Tres pares distintos.

—¿En el patio trasero? Es de piedra y estaba empapado. No había huellas, yo mismo lo comprobé.

—Estaban en el jardín que hay detrás del patio, en la propiedad de al lado. Cogió a los gemelos en algún punto de su caminata y los trajo hasta aquí.

—Tal vez haya algo en las cámaras. He traído el informe con casi todo lo que me pediste. Me faltan algunos datos del asesinato del Parque del Este, pero era muy complicado porque aún no se han visionado todas las cámaras y…

—No me interesan las imágenes de las cámaras. Él sabe esquivarlas. Además, es una zona residencial, no habrá nada que nos valga.

—¿Entonces para qué me pediste que revisara las imágenes de todas las cámaras?

—Voy a mostrártelo. Arranca.

—¿A dónde vamos?

—Hacia el sur, junto al río.

Sander conducía bajo un manto gris de agua y nubes bajas. Llevaban un mes de lluvias casi ininterrumpidas aunque la situación tendía a mejorar en los próximos días. No era que a Sander le interesara mucho el tiempo, sino que eso fue todo lo que habló con Bosco. El inspector se mantenía en silencio, contestaba con monosílabos a las preguntas o las ignoraba. Estudiaba los planos que Sander había elaborado con la información que Bosco le había pedido. Se le veía nervioso, tenso, como una flecha a punto de ser disparada contra su blanco. Después de varios intentos de establecer una charla, Sander le dejó en paz. No le incomodaba el silencio, ni tenía interés en intimar con Black, ni tampoco en convertirse en la diana de sus frustraciones. Aunque, a la vez, debía reconocer que aquel hombre le intrigaba.

El teléfono de Bosco sonó. Lo miró con desagrado. Esperó varios tonos y finalmente lo cogió.

—Oye, Sara, no es un buen momento para hablar. Estoy acompañado.

Sander oyó una voz de mujer. No entendía lo que decía, pero por su tono, parecía disgustada. Sander sabía que la exmujer de Bosco se llamaba Sara.

—No, no es una mujer. Y no pude llegar antes. Pero no te preocupes, me quedaré con David todo lo que haga falta.

Silencio.

Bosco movía la cabeza, molesto.

—Eso no es verdad y lo sabes. ¿Por qué tienes que llevar las cosas a ese extremo? —Bosco bajó un poco la voz, incómodo—. Es David el que más lo sufre y cada vez…

Sander escuchó un grito, algo relacionado con un abogado y un par de insultos.

—No puedo seguir hablando, Sara. Iré a por David tal y como habíamos quedado.

Bosco colgó el teléfono y se disculpó con Sander.

—Tranquilo. Lamento que… tengas problemas.

Bosco Black se sumió en un silencio hosco que duró el resto del viaje. De vez en cuando se llevaba la mano al pecho le asomaba un gesto de dolor. Sander estuvo a punto de preguntarle si se encontraba bien, pero estaba claro que no lo estaba, y que tampoco quería conversar.

Cuando llegaron cerca del río, Bosco le ordenó frenar. Estudió el mapa y comenzó a darle indicaciones. Se adentraron en las sucias y desiertas callejuelas de esa zona deprimida, el recuerdo raquítico de una ciudad que había dejado atrás sus mejores momentos.

De vez en cuando Bosco le hacía parar. Sucedía en las zonas marcadas en rojo sobre el mapa, los lugares donde había cámaras o en los semáforos. El gigante escuchimizado salía del vehículo, se agachaba en el suelo y lo estudiaba atentamente con una linterna, ajeno a la lluvia que caía sobre él. Después maldecía y se levantaba con cansancio. Parecía un avestruz empapado y agonizante, con las articulaciones a punto de quebrarse por su propio peso. Sander estaba preocupado. No por la salud de Bosco, sino porque cada vez que entraba en el coche, lo ensuciaba un poco más, lo que significaba que definitivamente él iba a tener serios problemas.

Sander le interrogó sobre esas pesquisas, pero Bosco no le contestó. El hombre estaba nervioso, molesto. Era patente cómo la ira y la frustración iban creciendo en él. Sus ojos llameaban y su rostro, normalmente triste y poco expresivo, estaba crispado. Sin embargo, no cejaba en su empeño; cada vez que volvía de una de sus exploraciones, tachaba algo en el mapa y dirigía a Sander al siguiente punto.

El joven policía estaba muy harto. Bosco se portaba correctamente con él, tenía en cuenta sus opiniones y no le había faltado nunca al respeto, todo lo contrario que Cien. Pero en su obsesión con su búsqueda le estaba ninguneando, le utilizaba como un mero chófer, sin hacerle partícipe de la investigación.

Después de dos horas y unas treinta intentonas sucedió algo. Bosco se hallaba a unos cinco metros de distancia del coche. No había casi luz, la farola más cercana estaba rota y Sander solo distinguía una forma oscura agachada en el suelo. Entones, el inspector Black dio un salto y agitó los brazos. Le estaba haciendo gestos para que se acercara. Sander suspiró y sacó el paraguas. Llovía a mares, así que esperaba que aquello mereciera la pena.

—¡Salió de aquí ¡Salió de aquí! —dijo Bosco.

—¿Perdón?

—El escultor salió de aquí y fue a por ella —insistió, señalando bajo sus pies una alcantarilla cerrada.

—¿Cómo lo sabes?

—Por las juntas, hay poca suciedad.

—Ese no es motivo suficiente para deducirlo.

—Compáralas con todas las demás. Esta es la única que ha sido levantada recientemente. Te lo aseguro, ya he revisado más de treinta.

—Puede tratarse de una coincidencia. Tal vez un equipo de mantenimiento ha tenido que utilizar la alcantarilla.

—No. Es esta. No está lejos del parque de atracciones en el que mataron a Anna Jefferson. Es perfecta, está cerca de un callejón. —Bosco señaló la entrada a una oscura calleja a apenas un metro, como una gran boca negra abierta—. Y queda fuera del alcance de cualquier cámara, lo he comprobado en tu mapa.

A Sander le parecía improbable que el escultor hubiera utilizado la alcantarilla para preparar o cometer el asesinato. Bosco sacó de su maletín una palanca y se dispuso a abrir la alcantarilla. Eso era lo que había traído consigo y había sonado al caer en el asiento trasero, pensó Sander. Black ya sabía lo que buscaba.

El inspector abrió la alcantarilla y dejó la tapa a un lado. Una vaharada pestilente se escapó de las fauces subterráneas. También sacó dos linternas del maletín y le tendió una a Sander.

—¿De verdad vamos a meternos… ahí?

Bosco ni siquiera contestó. Comenzó a descender por la escalerilla metálica mientras Sander le iluminaba desde arriba. Mierda, mierda, mierda, pensó Sander. Él no era un hombre de acción, no se desenvolvía bien en situaciones así. Aborrecía las persecuciones, no le gustaban especialmente las armas, y odiaba, odiaba la suciedad. Y una alcantarilla…

La cabeza de Bosco desapareció en el agujero negro. A los pocos segundos se oyó un chapoteo seguido de la voz del inspector Black.

—Puedes bajar, está despejado.

Sander miró a ambos lados de la calle con la esperanza de que cualquier suceso inesperado le ahorrase tener que internarse en aquella boca de suciedad y pestilencia, pero no tuvo suerte. Se metió el bajo de los pantalones en las medias de ejecutivo, suspiró y comenzó a descender por la escalerilla. Estaba húmeda, pegajosa, también resbaladiza, así que tenía que ir despacio y con mucho cuidado, lo que prolongaba la agonía.

Al menos el trayecto fue breve: unos quince escalones hasta llegar a un suelo tapizado por una capa de desperdicios de varios centímetros. Se encontraban en un pasadizo abovedado, con el techo tan bajo que Bosco tenía que agachar la cabeza para no golpeársela. Por el lado derecho, discurría un flujo oscuro y espeso sobre el que flotaba todo tipo de objetos, como pequeñas islas deformes. Sander contuvo una arcada, y se mantuvo pendiente de no sobrepasar el resalte de unos diez centímetros de altura que les separaba de la corriente de mierda.

Bosco manipulaba con tranquilidad una pequeña brújula entre sus manazas.

—Por allí —dijo, tras estudiarla unos segundos.

—¿Pero a dónde vamos? —preguntó Sander, que temía que había llegado el momento de internarse en el oscuro pasadizo.

—Allí está el sur, el río y el parque de atracciones.

—¿Crees que el escultor bajó a la chica por aquí y la llevó junto al parque de atracciones? No me parece…

—Piénsalo. Actúa en lugares públicos, con cientos de cámaras pero nadie ve nada. Estudia los lugares en los que actúa, los puntos muertos, y los utiliza.

—Esto es una locura… Nos vamos a ahogar. —Sander se encontraba mal, el aire era irrespirable y comenzaba a sentir una fuerte presión en el pecho. Nunca le habían gustado los espacios cerrados, y menos aún caminar en la oscuridad por una alcantarilla, junto a un tipo con aspecto de.

—Dijiste que el pájaro que dibuja el escultor vivía en Irlanda —dijo Bosco, después de buen rato de silencio.

—Es un frailecillo, hay grandes colonias en las islas Skellig y es casi un emblema nacional allí —repuso Sander, contento de tener algo en lo que pensar que no fueran los cuerpos móviles que flotaban en el río de desechos.

—Cuando hablé con el escultor me pareció que hablaba con un ligero acento extranjero.

—Lleva mucho tiempo aquí, viviendo y matando, pero quizá, si vino poco antes de empezar a asesinar, aún le queden dejes de su habla original. Tengo un familiar casado con una francesa que vino aquí con quince años. Ella habla perfectamente nuestro idioma, pero no se le ha llegado a quitar el acento, sobre todo en algunas palabras.

—Puede que suceda lo mismo con el escultor. Puede que tatúe ese pájaro como homenaje a su tierra. Los psicólogos insisten en que el pájaro le representa a él mismo y, si es irlandés, podría identificarse con uno de sus símbolos, el frailecillo.

—Podría ser —concedió Sander.

Avanzaban por el túnel mientras hablaban del caso. En cada intersección, Bosco sacaba la brújula y comprobaba la dirección sur. Sander no estaba seguro, pero creía que Bosco le estaba hablando para intentar tranquilizarle. En el coche apenas había hablado y se había quedado en silencio ante varias preguntas directas, pero ahora llevaba el peso de la conversación con cierta fluidez.

Fuese el cambio de actitud intencionado o no, lo cierto era que le gustaba hablar con Bosco sobre el caso. Tenía que reconocer que ese hombre estaba empezando a caerle bien, especialmente en comparación con Cien. Le parecía un buen detective, alguien a quien tomar como modelo en el aspecto profesional, y también le parecía un tipo decente. No había encontrado, al menos por ahora, ninguno de los muchos defectos que le atribuían sus enemigos y detractores. Le parecía honesto, leal y se preocupaba por sus compañeros. Pero no podía fiarse, pensó, las grandes traiciones provienen de aquellos que parecen menos dadas a cometerlas. Bosco ya lo había hecho una vez, no le costaría nada repetirlo.

Tras un trecho que se le hizo interminable, arrastrándose por las apestosas cloacas, llegaron a una valla metálica que cerraba el túnel, rematada por una cadena y un candado. Bosco los estudió un instante.

—El candado está forzado —dijo.

Entonces Sander vio algo que le llamó la atención. Era un trozo de tela enganchado a un saliente metálico, a la altura de la rodilla. Se agachó y lo enfocó con la linterna.

—¡Joder! —dijo, al reconocerlo.

—¿Qué ocurre, Sander?

—Aquí… Este trozo de tela… Es blanco y tiene un estampado de flores rojas.

—El vestido de Anna Jefferson —dijo Bosco, sin asomo de suficiencia. Solo constataba su hipótesis.

Tenía razón, era un trozo de tela del vestido de la chica que fue asesinada junto al parque de atracciones. Sander no tuvo tiempo para sacar más conclusiones.

Había una escalera de metal pegada a la pared y arriba la tapa de una alcantarilla. Bosco ascendió y tras forcejear un rato con la tapa, logró abrirla. La tenue luz de un nuevo amanecer se filtró por el agujero circular y le dio a Sander nuevas energías.

El inspector Black salió de la alcantarilla y Sander le siguió a toda prisa. Al salir se encontró desubicado, hasta que al darse la vuelta vio el inmenso ojo metálico formado por la noria del parque de atracciones. Bosco Black caminaba con paso decidido hacia una valla metálica.

—Aquí mató a Anna Jefferson.

Tenía razón, aún había restos de cinta amarilla y roja delimitando la zona del asesinato. Y también tenía razón en lo más importante, el escultor de cadáveres usaba las alcantarillas para cometer sus crímenes, o mejor dicho, las había usado al menos para cometer aquel crimen. No tenían pruebas en el resto de casos, pero Sander ahora creía que también las habría empleado, lo que explicaba que no tuviesen imágenes de nadie sospechoso en las inmediaciones de los asesinatos. El escultor conocía bien los lugares donde actuaba y cómo llegar a ellos. Aunque ahora sabían cómo se desplazaba y ocultaba, aún iban varios pasos detrás de él.

Sander vio algo en el suelo que le llamó la atención. Era el bote de pastillas de Bosco Black. Debía de habérsele caído al salir de la alcantarilla. Sander tomó una decisión. Tapó con su pie el bote y esperó hasta estar seguro de que Bosco no le miraba. Entonces, se puso un guante, cogió el bote y se lo guardó rápidamente en el bolsillo de su pantalón. Había espiado a Bosco y le había investigado, conocía su vida y sus debilidades, y gracias a aquel botecito había llegado podía haber llegado su gran oportunidad. Sander sonrió. Las cosas estaban a punto de cambiar.