Caminé como sonámbulo y esperé sentado en la sala blanca de muebles negros y numerosas coladeras. Cuando mi mujer apareció, vestida de negro, con la melena suelta y la mirada inmóvil, sentí simpatía y antipatía, atracción y repulsión, una inmensa ternura y un miedo igualmente grande.
Me levanté y le tendí la mano para acercarla a mí. Asunción rechazó la invitación, se sentó frente a mí, poseída por una mirada neutra. No me tocó.
—Mi amor —le dije adelantando la cabeza y el torso hasta posar mis manos unidas sobre mis rodillas—. Vine por ti. Vine por la niña. Creo que todo esto es sólo una pesadilla. Vamos a recoger a Magda. Tengo el coche allí afuerita. Asunción, vámonos rápido de aquí, rápido.
Me miró con lo mismo que yo le otorgué al verla entrar, aunque sólo la mitad de mis sentimientos. Antipatía, repulsión y miedo. Me dejó esa carta única: el temor.
—¿Tú quieres a mi hija? —me dijo con una voz nueva, como si hubiese tragado arena y expulsándome de la paternidad compartida con ese cruel, frío posesivo: mi hija.
—Asunción, Magda —alcancé a balbucear.
—¿Tú recuerdas a Didier?
—Asunción, era nuestro hijo.
—Es. Es mi hijo.
—Nuestro, Asunción. Murió. Lo adoramos, lo recordamos, pero ya no es. Fue.
—Magdalena no va a morir —anunció Asunción con una serenidad helada—. El niño murió. La niña no va a morir nunca. No volveré a pasar esa pena, nunca.
¿Cómo iba a decirle algo como «todos vamos a morir» si en la voz y la mirada de mi mujer había ya, instalada allí como una llama perpetua, la convicción repetida?
—Mi hija no va a morir. Por ella no habrá luto. Magdalena vivirá para siempre.
¿Era este el sacrificio? ¿A esto llegaba el amor materno? ¿Debía admirar a la madre porque admitía esta inmolación?
—No es un sacrificio —dijo como si leyera mi pensamiento—. Estoy aquí por Magda. Pero también estoy aquí por mi gusto. Quiero que lo sepas.
Recuperé el habla, como un toro picado bajo el testuz sólo para embestir mejor.
—Hablé con ese siniestro anciano.
—¿Zurinaga? ¿Hablaste con Zurinaga?
Me confundí.
—Sí, pero me refiero a este otro anciano, Vlad…
Ella prosiguió.
—El trato lo hice con Zurinaga. Zurinaga fue el intermediario. Él le mandó a Vlad la foto de Magdalena. Él me ofreció el pacto en nombre de Vladimiro…
—Vladimiro —traté de sonreír—. Se burló de Zurinaga. Le ofreció la vida eterna y luego lo mandó a la chingada. Lo mismo les va a pasar a…
—Él me ofreció el pacto en nombre de Vladimiro —continuó Asunción sin prestarme atención—. La vida eterna para mi hija. Zurinaga sabía mi terror. Él se lo dijo a Vladimiro.
—A cambio de tu sexo para Vlad —interrumpí.
Por primera vez, ella esbozó una sonrisa. La saliva le escurría hacia el mentón.
—No, aunque no existiera la niña, yo estaría aquí por mi gusto…
—Asunción —dije angustiado—. Mi adorada Asunción, mi mujer, mi amor…
—Tu adorado, aburrido amor —dijo con diamantes negros en la mirada—. Tu esposa prisionera del tedio cotidiano.
—Mi amor —dije casi con desesperación, ciertamente con incredulidad—. Recuerda los momentos de nuestra pasión. ¿Qué estás diciendo? Tú y yo nos hemos querido apasionadamente.
—Son los momentos que más pronto se olvidan —dijo sin mover un músculo de la cara—. Tu amor repetitivo me cansa, me aburre tu fidelidad, llevo años incubando mi receptividad hacia Vladimiro, sin saberlo. Nada de esto pasa en un día, como tú pareces creer…
Como no tenía palabras nuevas, repetí las que ya sabía:
—Recuerda nuestra pasión.
—No deseo tu normalidad —escupió con esa espuma que le salía entre los labios.
—Asunción, vas al horror, vas a vivir en el horror, no te entiendo, vas a ser horriblemente desdichada.
Me miró como si me dijera «ya lo sé» pero su boca primero pronunció otras palabras.
—Sí, quiero a un hombre que me haga daño. Y tú eres demasiado bueno.
Hizo una pausa atroz.
—Tu fidelidad es una plaga.
Jugué otra carta, repuesto de todo asombro, tragándome mi humillación, superada la injuria gracias al amor constante y cierto que celebra su propia finitud y se ama con su propia imperfección.
—Dices todo esto para que me enfade contigo, mi amor, y me vaya amargado pero resignado…
—No —agitó la melena lustrosa, tan parecida ahora a la magnífica cabellera renaciente de Vlad—. No soy prisionera. Me he escapado de tu prisión.
Una furia sibilante se apoderó de su lengua, esparciendo saliva espesa.
—Gozo con Vlad. Es un hombre que conoce instantáneamente todas las debilidades de una mujer…
Pero esa voz siseante, de serpiente, se apagó en seguida cuando me dijo que no pudo resistir la atracción de Vlad. Vlad rompió nuestra tediosa costumbre.
—Y sigo caliente por él, aunque sepa que me está usando, que quiere a la niña y no a mí…
No pudo contener el brillo lacrimoso de un llanto incipiente.
—Vete, Yves, por lo que más quieras. No hay remedio. Si quieres, puedes imaginar que aunque te haga daño, te seguiré estimando. Pero sal de aquí y vive preguntándote, ¿quién perdió más?, ¿yo te quité más a ti, o tú a mí? Mientras no contestes esta pregunta, no sabrás nada de mí…
Rió impúdicamente.
—Vete. Vlad no tolera las fidelidades compartidas.
Acudí a otras palabras, no me quería dar por vencido, no entendía contra qué fuerzas combatía.
—Para mí, siempre serás bella, deseable, Asunción…
—No —bajó la cabeza—. No, ya no, para nadie…
—Lamento interrumpir esta tierna escena doméstica —dijo Vlad apareciendo repentinamente—. La noche avanza, hay deberes, mi querida Asunción…
En ese instante, la sangre brotó de cada coladera del salón.
Mi mujer se levantó y salió rápidamente de la sala, arrastrando las faldas entre los charcos de sangre.
Vlad me miró con sorna cortés.
—¿Me permite acompañarlo a la puerta, señor Navarro?
Los automatismos de la educación recibida, la cortesía ancestral, vencieron todas mis disminuidas resistencias. Me incorporé y caminé guiado por el conde hacia la puerta de la mansión de Bosques de las Lomas.
Cruzamos el espacio entre la puerta de la casa y la verja que daba a la calle.
—No luche más, Navarro. Ignora usted los infinitos recursos de la muerte. Conténtese. Regrese a la maldición del trabajo, que para usted es una bendición, lo sé y lo entiendo. Usted vive la vida. Yo la codicio. Es una diferencia importante. Lo que nos une es que en este mundo todos usamos a todos, algunos ganamos, otros pierden. Resígnese.
Me puso la mano sobre el hombro. Sentí el escalofrío.
—O únase a nosotros, Navarro. Sea parte de mi tribu errante. Mire lo que le ofrezco, a pesar de su insobornable orgullo: quédese con su mujer y su hija, aquí, eternamente… Piense que llegará un momento en que su mujer y su hija no serán vistas por nadie sino por mí.
Estábamos frente a la verja, entre la calle y la casa.
—De todos modos, va usted a morir y no las verá nunca más. Piénselo bien.
Levantó una mano de uñas vidriosas.
—Y dése prisa. Mañana ya no estaremos aquí. Si se va, no nos volverá a ver. Pero tenga presente que mi ausencia es a menudo engañosa. Yo siempre encuentro una debilidad, un resquicio por donde volverme a colar. Si un amigo tan estimado como usted me convoca, yo regresaré, se lo aseguro, yo apareceré…
Todo mi ser, mi formación, mi costumbre, mi vida entera, me impulsaban a votar por el trabajo, la salud, el placer que nos es permitido a los seres humanos. La enfermedad. La muerte. Y en contra de todo, luchaba en mí una intolerable e incierta ternura hacia este pobre ser. El mismo no era el origen del mal. El mismo era la víctima. Él no nació monstruo, lo volvieron vampiro… Era la criatura de su hija Minea, era una víctima más, pobre Vlad…
El maldito conde jugó su última carta.
—Su mujer y su hija van a vivir para siempre. Parece que eso a usted no le importa. ¿No le gustaría que su hijo resucitara? ¿Eso también lo despreciaría usted? No me mire de esa manera, Navarro. No acostumbro bromear en asuntos de vida y muerte. Mire, allí está su coche estacionado. Mire bien y decídase pronto. Tengo prisa en irme de aquí.
Lo miré interrogante.
—¿Se va de aquí?
Vlad contestó fríamente.
—Usted olvidará este lugar y este día. Usted nunca estuvo en esta casa. Nunca.
—¿Se va de la Ciudad de México? —insistí con voz de opio.
—No, Navarro. Me pierdo en la Ciudad de México, como antes me perdí en Londres, en Roma, en Bremerhaven, en Nueva Orleáns, donde quiera que me ha llevado la imaginación y el terror de ustedes los mortales. Me pierdo ahora en la ciudad más populosa del planeta. Me confundo entre las multitudes nocturnas, saboreando ya la abundancia de sangre fresca, dispuesto a hacerla mía, a reanudar con mi sed la sed del sacrificio antiguo que está en el origen de la historia… Pero no lo olvide. Siempre soy Vlad, para los amigos.
Le di la espalda al vampiro, a su horror, a su fatalidad. Sí, iba a optar por la vida y el trabajo, aunque mi corazón ya estaba muerto para siempre. Y sin embargo, una voz sagrada, escondida hasta ese momento, me dijo al oído, desde adentro de mi alma, que el secreto del mundo es que está inacabado porque Dios mismo está inacabado. Quizá, como el vampiro, Dios es un ser nocturno y misterioso que no acaba de manifestarse o de entenderse a sí mismo y por eso nos necesita. Vivir para que Dios no muera. Cumplir viviendo la obra inacabada de un Dios anhelante.
Eché una mirada final, de lado, al cárcamo de bosques tallados hasta convertirlos en estacas. Magda y Minea reían y se columpiaban entre estacas, cantando:
Sleep, pretty wantons, do not cry,
and I will sing a lullaby:
rock them, rock them, lullaby…
Sentí drenada la voluntad de vivir, yéndose como la sangre por las coladeras de la mansión del vampiro. Ni siquiera tenía la voluntad de unirme al pacto ofrecido por Vlad. El trabajo, las recompensas de la vida, los placeres… Todo huía de mí. Me vencía todo lo que quedó incompleto. Me dolía la terrible nostalgia de lo que no fue ni será jamás. ¿Qué había perdido en esta espantosa jornada? No el amor; ese persistía, a pesar de todo. No el amor, sino la esperanza. Vlad me había dejado sin esperanza, sin más consuelo que sentir que cuanto había ocurrido le había ocurrido a otro, el sentido de que todo venía de otra parte aunque me sucediera a mí: yo era el tamiz, un misterio intangible pasaba por mí pero iba y venía de otra parte a otra parte…
Y sin embargo, yo mismo, ¿no habré cambiado para siempre, por dentro?
Salí a la calle.
La verja se cerró detrás de mí.
No pude evitar una mirada final a la mansión del conde Vlad.
Algo fantástico sucedía.
La casa de Bosques de las Lomas, su aérea fachada moderna de vidrio, sus líneas de limpia geometría, se iban disolviendo ante mis ojos, como si se derritieran. A medida que la casa moderna se iba disolviendo, otra casa aparecía poco a poco en su lugar, mutando lo antiguo por lo viejo, el vidrio por la piedra, la línea recta no por una sinuosidad cualquiera, sino por la sustitución derretida de una forma en otra.
Iba apareciendo, poco a poco, detrás del velo de la casa aparente, la forma de un castillo antiguo, derruido, inhabitable, impregnado ya de ese olor podrido que percibí en las tumbas del túnel, inestable, crujiente como el casco de un antiquísimo barco encallado entre montañas abruptas, un castillo de atalaya arruinada, de almenas carcomidas, de amenazantes torres de flanco, de rastrillo enmohecido, de fosos secos y lamosos, y de una torre de homenaje donde se posaba, mirándome con sus anteojos negros, diciéndome que se iría de este lugar y nunca lo reconocería si regresaba a él, convocándome a entrar de vuelta a la catacumba, advirtiéndome que ya nunca podría vivir normalmente, mientras yo luchaba con todas mis fuerzas, a pesar de todo, consciente de todo, sabedor de que mi fuerza vital ya estaba enterrada en una tumba, que yo mismo viviría siempre, dondequiera que fuera, en la tumba del vampiro, y que por más que afirmara mi voluntad de vida, estaba condenado a muerte porque viviría con el conocimiento de lo que viví para que la negra tribu de Vlad no muriera.
Entonces de la torre de flanco salieron volando torpemente, pues eran ratas monstruosas dotadas de alas varicosas, los vespertilios ciegos, los morciguillos guiados por el poder de sus inmundas orejas largas y peludas, emigrando a nuevos sepulcros.
¿Irían Asunción mi mujer, Magda mi hija, entre la parvada de ratones ciegos?
Me fui acercando al coche estacionado.
Algo se movía dentro del auto.
Una figura borrosa.
Cuando al cabo la distinguí, grité de horror y júbilo mezclados.
Me llevé las manos a los ojos, oculté mi propia mirada y sólo pude murmurar:
—No, no, no…
FIN