Soñé que estaba en mi recámara y que alguien la abandonaba. Entonces la recámara ya no era la mía. Se volvía una habitación desconocida porque alguien la había abandonado.

Abrí los ojos con el sobresalto de la pesadilla. Miré con alarma el reloj despertador. Eran las doce del día. Me toqué las sienes. Me restregué los ojos. Me invadió el sentimiento de culpa. No había llegado a la oficina. Había faltado a mi deber. Ni siquiera había avisado, dando alguna excusa.

Sin pensarlo dos veces, tomé el teléfono y llamé a Asunción a su oficina.

Ella tomó con ligereza y una risa cantarína mis explicaciones.

—Cariño, entiendo que estés cansado —rió.

—¿Tú no? —traté de imitar su liviandad.

—Hmmm. Creo que a ti te tocó anoche el trabajo pesado. ¿Qué diablo se te metió en el cuerpo? Descansa. Tienes derecho, amor. Y gracias por darme tanto.

—¿Sabes una cosa?

—¿Qué?

—Sentí que anoche mientras hacíamos el amor, alguien nos miraba.

—Ojalá. Gozamos tanto. Que les dé envidia.

Pregunté por la niña. Asunción me dijo que éste era día feriado en la escuela católica —una fiesta no reconocida por los calendarios cívicos, la Asunción de la Virgen María, su ascenso tal como era en vida al Paraíso— y como coincidía con el cumpleaños de Chepina, Josefina Alcayaga, ¿sabes?, la hija del ingeniero Alcayaga y su esposa María de Lourdes, pues hay fiesta de niños y llevé a Magdalena temprano, aprovechando para presentarle recibos al ingeniero por el túnel que se encargó de hacer en casa de tu cliente, el conde…

Guardé un silencio culpable.

—Asunción. Es tu santo.

—Bueno, el calendario religioso no nos importa mucho a ti y a…

—Asunción. Es tu santo.

—Claro que sí. Basta.

—Perdóname, mi amor.

—¿De qué, Yves?

—No te felicité a tiempo.

—¿Qué dices? ¿Y el festejo de anoche? Oye, estaba segura de que esa era tu manera de celebrarme. Y lo fue. Gracias.

Rió quedamente.

—Bueno, mi amor. Todo está en orden —concluyó Asunción—. Recogeré a la niña esta tarde y nos vemos para cenar juntos. Y si quieres, volvemos a celebrar la Asunción de la Santísima Virgen María.

Volvió a reír con coquetería, sin abandonar, de todos modos, esa voz de profesionista que adopta en la oficina de manera automática.

—Descanse usted, señor. Se lo merece. Chau.

No acababa de colgar cuando sonó el teléfono. Era Zurinaga.

—Habló usted largo, Navarro —dijo con una voz impaciente, poco acorde con su habitual cortesía—. Llevo horas tratando de comunicarme.

—Diez minutos, señor licenciado —le contesté con firmeza y sin mayores explicaciones.

—Perdone, Yves —regresó a su tono normal—. Es que quiero pedirle un favor.

—Con gusto, don Eloy.

—Es urgente. Visite esta noche al conde Vlad.

—¿Por qué no me llama él mismo? —dije, dando a entender que ser «mandadero» no se llevaba bien ni con la personalidad de don Eloy Zurinaga ni con la mía.

—Aún no le instalan el teléfono…

—¿Y cómo se comunicó con usted? —pregunté ya un poco fastidiado, sintiéndome sucio, pegajoso de amor, con púas en las mejillas, un incómodo sudor en las axilas y cosquillas en la cabeza rizada.

—Envió a su sirviente.

—¿Borgo?

—Sí. ¿Ya lo vio usted?

No dijo «conoció». Dijo «vio». Y yo me dije reservadamente que había jurado no regresar a la casa del conde Vlad. El asunto estaba concluido. El famoso conde no tenía, ni por asomo, la gracia del gitano. Además, yo debía pasar por la oficina, así fuese pro forma. Bastante equívoca era la ausencia del primer jefe, Zurinaga; peligrosa la del segundo de abordo, yo… No contesté a la pregunta de Zurinaga.

—Me daré una vuelta por la oficina, don Eloy, y más tarde paso a ver al cliente —le dije con firmeza.

Zurinaga colgó sin decir palabra.

Me asaltó, manejando el BMW rumbo a la oficina en medio del paso de tortuga del Periférico, la preocupación por Magdalena, de visita en casa de los Alcayaga. Me tranquilizó el recuerdo de Asunción.

—No te preocupes, amor. Yo pasaré a recogerla y nos vemos para cenar.

—¿A qué hora la recoges?

—Ya ves cómo son las fiestas infantiles. Se prolongan. Y María de Lourdes tiene un verdadero arsenal de juegos, piñatas, que los encantados, que doña Blanca, las escondidillas, tú la traes, ponches, pasteles, pitos y flautas…

Rió y terminó:

—¿Ya no te acuerdas de que fuiste niño?