Los pasos fueron dados puntualmente. Asunción encontró la casa adecuada en el escarpado barrio de Lomas Altas. Yo preparé los contratos del caso y se los entregué a don Eloy. Zurinaga, contra su costumbre, se encargó personalmente de ordenar el mobiliario de la casa en un estilo discretamente opuesto a sus propios, anticuados gustos. Limpia de excrecencias victorianas o neobarrocas, muy Roche-Bobois, toda ángulos rectos y horizontes despejados, la mansión de las Lomas parecía un monasterio moderno. Grandes espacios blancos —pisos, paredes, techos— y cómodos muebles negros, de cuero, esbeltos. Mesas de metal opaco, plomizas. Ningún cuadro, ningún retrato, ningún espejo. Una casa construida para la luz, de acuerdo con dictados escandinavos, donde se requiere mucha apertura para poca luz, pero contraria a la realidad solar de México. Con razón un gran arquitecto como Ricardo Legorreta busca la sombra protectora y la luz interna del color. Pero divago en vano: el cliente de mi patrón había exiliado la luz de este palacio de cristal, se había amurallado como en sus míticos castillos centroeuropeos mencionados por don Eloy.

De suerte que el día que Zurinaga mandó tapiar las ventanas, un sombrío velo cayó sobre la casa y la desnudez de decorados apareció, entonces, como un necesario despojo para caminar sin tropiezos en la oscuridad. Como para compensar tanta sencillez, un detalle extraño llamó mi atención: el gran número de coladeras a lo largo y ancho de la planta baja, como si nuestro cliente esperase una inundación cualquier día.

Se cavó el túnel entre la parte posterior de la casa y la barranca abrupta, desnuda también y talada, por orden del inquilino, de sus antiguos sauces y ahuehuetes.

—¿A nombre de quién hago los contratos, señor licenciado?

—A mi nombre, como apoderado.

—Hace falta la carta-poder.

—Prepárela, Navarro.

—¿Quién es el derecho-habiente?

Eloy Zurinaga, tan directo pero tan frío, tan cortés pero tan distante, titubeó por segunda vez en mi conocimiento de él. Se dio cuenta de que bajaba, de manera involuntaria, la cabeza, se compuso, tosió, tomó con fuerza el brazo del sillón y dijo con voz controlada:

—Vladimir Radu. Conde Vladimir Radu.

—Vlad, para los amigos —me dijo sonriendo nuestro inquilino cuando, instalado ya en la casa de las Lomas, me dio por primera vez cita una noche, un mes más tarde.

—Excuse mis horarios excéntricos —prosiguió, extendiendo cortésmente una mano, invitándome a tomar asiento en un sofá de cuero negro—. Durante la guerra se ve uno obligado a vivir de noche y pretender que nada sucede en la morada propia, monsieur Navarro. Que está deshabitada. Que todos han huido. ¡No hay que llamar la atención!

Hizo una pausa reflexiva.

—Entiendo que habla usted francés, monsieur Navarro.

—Sí, mi madre era parisina.

—Excelente. Nos entenderemos mejor.

—Pero como usted mismo dice, no hay que llamar la atención…

—Tiene razón. Puede llamarme «señor» si desea.

—El monsieur nos distrae e irrita a los mexicanos.

—Ya veo, como dice usted.

¿Qué veía? El conde Vlad aparecía vestido, más que como un aristócrata, como un bohemio, un actor, un artista. Todo de negro, sweater o pullover o jersey (no tenemos palabra castellana para esta prenda universal) de cuello de tortuga, pantalones negros y mocasines negros, sin calcetines. Unos tobillos extremadamente flacos, como lo era su cuerpo entero, pero con una cabeza masiva, grande pero curiosamente indefinida, como si un halcón se disfrazase de cuervo, pues debajo de las facciones artificialmente plácidas, se adivinaba otro rostro que el conde Vlad hacía lo imposible por ocultar.

Francamente, parecía un fantoche ridículo. La peluca color caoba se le iba de lado y el sujeto debía acomodarla a cada rato. El bigote «de aguacero» como lo llamamos en México, un bigote ranchero, caído, rural, sin forma, obviamente pegado al labio superior, lograba ocultar la boca de nuestro cliente, privándolo de esas expresiones de alegría, enojo, burla, afecto, que nuestras comisuras enmarcan y, a veces, delatan. Pero si el bigote disfrazaba, los anteojos oscuros eran un verdadero antifaz, cubrían totalmente su mirada, no dejaban un resquicio para la luz, se encajaban dolorosamente en las cuencas de los ojos y se cerraban sin misericordia alrededor de las orejas pequeñísimas, infantiles y rodeadas de cicatrices, como si el conde Vlad se hubiera hecho la cirugía plástica más de una vez.

Sus manos eran elocuentes. Las movía con displicente elegancia, las cerraba con fuerza abrupta, pero no deseaba, en todo caso, esconder la extraña anomalía de unas uñas de vidrio, largas, transparentes, como esas ventanas que él vetó en su casa.

—Gracias por acudir a mi llamado —dijo con una voz gruesa, varonil, melodiosa.

Incliné la cabeza para indicar que estaba a sus órdenes.

—¿Puedo ofrecerle algo de beber? —dijo enseguida.

Por cortesía asentí.

—Quizás una gota de vino tinto… siempre y cuando usted me acompañe.

—Yo nunca bebo… vino —dijo con una pausa teatral el conde. Y abruptamente pasó a decirme, sentado sobre una otomana de cuero negro—. ¿Siente usted la nostalgia de su casa ancestral?

—No la conocí. Las haciendas fueron incendiadas por los zapatistas y ahora son hoteles de lujo, lo que en España llaman «paradores»…

Prosiguió como si no me hiciera caso.

—Debo decirle ante todo que yo siento la necesidad de mi casa ancestral. Pero la región se ha empobrecido, ha habido demasiadas guerras, no hay recursos para sobrevivir allí… Zurinaga me habló de usted, Navarro. ¿No ha llorado usted por la suerte fatal de las viejas familias, hechas para perdurar y preservar las tradiciones?

Esbocé una sonrisa.

—Francamente, no.

—Hay clases que se aletargan —continuó como si no me oyese— y se acomodan con demasiada facilidad a eso que llaman la vida moderna. ¡La vida, Navarro! ¿Es vida este breve paso, esta premura entre la cuna y la tumba?

Yo quería ser simpático.

—Me está usted resucitando una vaga nostalgia del feudalismo perdido.

Él ladeó la cabeza y debió acomodarse la peluca.

—¿De dónde nos vienen las tristezas inexplicables? Deben tener una razón, un origen. ¿Sabe usted? Somos pueblos agotados, tantas guerras intestinas, tanta sangre derramada sin provecho… ¡Cuánta melancolía! Todo contiene la semilla de la corrupción. En las cosas se llama la decadencia. En los hombres, la muerte.

Las divagaciones de mi cliente volvían difícil la conversación. Me di cuenta de que el small talk no cabía en la relación con el conde y las sentencias metafísicas sobre la vida y la muerte no son mi especialidad. Agudo, Vlad («Llamadme Vlad», «Soy Vlad para los amigos») se levantó y se fue al piano. Allí empezó a tocar el más triste preludio de Chopin, como una extraña forma de entretenerme. Me pareció, de nuevo, cómica la manera como la peluca y el bigote falsos se tambaleaban con el movimiento impuesto por la interpretación. Mas no reía al ver esas manos con uñas transparentes acariciando las teclas sin romperse.

Mi mirada se distrajo. No quería que la figura excéntrica y la música melancólica me hipnotizaran. Bajé la cabeza y me fasciné nuevamente con algo sumamente extraño. El piso de mármol de la casa contaba con innumerables coladeras, distribuidas a lo largo del salón.

Empezó a llover afuera. Escuché las gotas golpeando las ventanas condenadas. Nervioso, me incorporé otorgándome a mí mismo el derecho de caminar mientras oía al conde tocar el piano. Pasé de la sala al comedor que daba sobre la barranca. Las ventanas, también aquí, habían sido tapiadas. Pero en su lugar, un largo paisaje pintado —lo que se llama en decoración un engaño visual, un trompe l’oeil— se extendía de pared a pared. Un castillo antiguo se levantaba a la mitad del panorama desolado, escenas de bosques secos y tierras yermas sobrevoladas por aves de presa y recorridas por lobos. Y en un balcón del castillo, diminutas, una mujer y una niña se mostraban asustadas, implorantes.

Creí que no iba a haber cuadros en esta casa.

Sacudí la cabeza para espantar esta visión.

Me atreví a interrumpir al conde Vlad.

—Señor conde, sólo falta firmar estos documentos. Si no tiene inconveniente, le ruego que lo haga ahora. Se hace tarde y me esperan a cenar.

Le tendí al inquilino los papeles y la pluma. Se incorporó, acomodándose la ridícula peluca.

—¡Qué fortuna! Tiene usted familia.

—Sí —tartamudeé—. Mi esposa encontró esta casa y la reservó para usted.

—¡Ah! Ojalá me visite un día.

—Es una profesionista muy ocupada, ¿sabe?

—¡Ah! Pero lo cierto es que ella conoció esta casa antes que yo, señor Navarro, ella caminó por estos pasillos, ella se detuvo en esta sala…

—Así es, así es…

—Dígale que olvidó su perfume.

—¿Perdone?

—Sí, dígale a… ¿Asunción, se llama? ¿Asunción, me dijo mi amigo Zurinaga?… Dígale a Asunción que su perfume aún permanece aquí, suspendido en la atmósfera de esta casa…

—Cómo no, una galantería de su parte…

—Dígale a su esposa que respiro su perfume…

—Sí, lo haré. Muy galante, le digo. Ahora, por favor excúseme. Buenas noches. Y buena estancia.

—Tengo una hija de diez años. Usted también, ¿verdad?

—Así es, señor conde.

—Ojalá puedan verse y congenien. Tráigala a jugar con Minea.

—¿Minea?

—Mi hija, señor Navarro. Avísele a Borgo.

—¿Borgo?

—Mi sirviente.

Vlad tronó los dedos con ruido de sonaja y castañuela. Brillaron las uñas de vidrio y apareció un pequeño hombre contrahecho, un jorobadito pequeño pero con las más bellas facciones que yo haya visto en un macho. Pensé que era una visión escultórica, uno de esos perfiles ideales de la Grecia antigua, la cabeza del Perseo de Cellini. Un rostro de simetrías perfectas encajado brutalmente en un cuerpo deforme, unidos ambos por una larga melena de bucles casi femeninos, color miel. La mirada de Borgo era triste, irónica, soez.

—A sus órdenes, señor —dijo el criado, en francés, con acento lejano.

Apresuré groseramente, sin quererlo, arrepentido enseguida de ofender a mi cliente, mis despedidas.

—Creo que todo está en orden. Supongo que no nos volveremos a ver. Feliz estancia. Muchas gracias… quiero decir, buenas noches.

No pude juzgar, detrás de tantas capas de disfraz, su gesto de ironía, desdén, diversión. Al conde Vlad yo le podía sobreimponer los gestos que se me antojara. Estaba disfrazado. Borgo el criado, en cambio, no tenía nada que ocultar y su transparencia, lo confieso, me dio más miedo que las truculencias del conde, quien se despidió como si yo no hubiese dicho palabra.

—No lo olvide. Dígale a su esposa… a Asunción, ¿no es cierto?… que la niña será bienvenida.

Borgo acercó una vela al rostro de su amo y añadió:

—Podemos jugar juntos, los tres… Lanzó una risotada y cerró la puerta en mis narices.