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ACUMULACIONES DE ENCARNACIONES
Hace cuarenta y tres años, George Lucas arruinó mi vida. Lo digo de la manera más cariñosa posible. Y ahora, setenta y dos años después, la gente sigue preguntándome si yo sabía que La guerra de las galaxias iba a tener tanto éxito.
Sí, claro que lo sabía. Todos lo sabíamos. El único que no lo sabía era George Lucas. No le decíamos nada porque queríamos ver cómo era su cara cuando cambiaba de expresión. Y cuando llegó el momento también nos engañó. Hizo que Industrial Light and Magic cambiara su expresión facial y que THX produjera un sonido de cara que cambia de expresión.
No sólo era un hombre prácticamente inexpresivo en aquella época. Sus únicas dos instrucciones a los tres que protagonizamos la primera película eran: «Más rápido» y «Con más intensidad».
¿Os acordáis de la escena en el triturador de basura, en La guerra de las galaxias? Harrison y Mark acaban de rescatarme de mi celda en la Estrella de la Muerte y nos deslizamos por el conducto de la basura hasta aterrizar en una pila de desechos y agua. Ahí vive una criatura con forma de serpiente que en el guión ser decía que era una dianoga, aunque en la película nadie la llama por su nombre. Se suponía que la dianoga se enroscaba alrededor del cuello de Mark y lo estrangulaba a medida que lo arrastraba bajo la superficie del agua, dejando atónitos a quienes permanecíamos fuera. Entre tomas, Mark simulaba el estrangulamiento con un trozo de goma mientras tarareaba la música de Chattanooga «Choo-Choo». «Perdona, George, pero ¿no podría ser “Dianoga Poo-Poo"?». (Sí, ya sé, había que estar allí para verle la gracia).
Durante una de las tomas, Mark estaba tan volcado en que la estrangulación resultara convincente que se rompió una venita del ojo y acabó con un pequeño derrame. Al día siguiente filmamos otra escena, que resultó ser la última del filme, ésa en la que yo hago entrega de las medallas. Mark tuvo que sonreír como un gilipollas para que no se le viera la mancha roja en el ojo. Porque, al fin y al cabo, ¿quién le iba a dar una medalla a alguien con una estúpida mancha roja en el ojo, por mucho que la fuerza lo acompañase?
George también me hizo tomar clases de tiro, porque en la primera película hacía muecas al oír el ruido ensordecedor de las balas de fogueo de las Blaster y los petardos que los técnicos de efectos especiales colocaban por todo el plato y en los soldados imperiales. George quería que pareciera como si hubiera estado disparando toda mi vida en Alderaan. Y para ello me envió adonde Robert de Niro aprendió a disparar para Taxi Driver. Por eso el campo de tiro era un sótano en Manhattan, lleno de policías y aficionados a las armas de todo tipo. Yo solía fantasear con que en un distante episodio de La guerra de las galaxias dejaríamos de disparar y de gritarnos y llegaríamos a un planeta en el que sólo se harían tratamientos de belleza y se iría de compras, donde los soldados del Imperio tendrían que ponerse una máscara facial y Chewbacca se haría una pedicura y se depilaría con cera las ingles y las cejas. Me parecía que deberían concederme, si no el mismo metraje, sí algunas escenas en las que todo hiciéramos cosas de chicas. ¡Imaginaos las cosas que podríamos haber comprado en Tattoine! O en una tiendita de souvenirs en la Estrella de la Muerte, con camisetas que dijeran: «A mis padres los acompañó la fuerza, se fueron de viaje a la velocidad de la luz y sólo me han traído esta miserable camiseta» o «Mi novio se la mamó a Jabba the Hutt y sólo me ha traído…», etcétera. Ya veis por dónde voy. Pero he de decir que, después de que un ex policía muy simpático me diera unas cuantas lecciones, me volví bastante diestra, incluso con una escopeta de dos cañones. Como era de esperar, mi familia estaba encantada: por alguna jodida razón, yo hacía siempre todas las cosas de chicos que a ellos les gustaban.
Pero volvamos a la primera película. Al poco de llegar, George me asignó ese estúpido peinado.
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Y me llevaron ante él como una gilipollas expiatoria, para que me dijera, con su vocecita:
Bueno, ¿qué te parece?
Y yo, horrorizada, temiendo que me despidiera por estar demasiado gorda, respondí:
—Me encanta. —Sí, claro, y el cheque ya está en el correo y yo también me chupo el dedo.
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Porque estaba el horrible asunto del sobrepeso. Cuando me dieron ese estupendo trabajo qué acabaría con todos los trabajos, de verdad que nunca creí que me lo darían, porque había unas cuantas candidatas muy guapas, entre ellas Amy Irving y Jodie Foster. Estuvieron a punto de dárselo a Teri Nunn… Y Christopher Walken casi se convierte en Han Solo. (¿No os parece que hubiera sido realmente fantástico?). El caso es que cuando me dieron el trabajo me dijeron que tenía que adelgazar cinco kilos. Entonces, yo pesaba 48 kilos, pero hay que decir que la mitad de esos kilos los tenía en la cara. ¿Y qué gran idea se les ocurrió? ¡Pues darme un peinado que hiciera mi cara aún más ancha!
Así que, ya veis, George Lucas es un sádico. Pero como toda niña maltratada yo volvía a por más, ataviada con un biquini metálico y encadenada a una babosa gigante: «¿Por qué?», Os preguntaréis. Bien, contestaría yo, no nos engañemos, George Lucas es un visionario, ¿no? Ha encandilado a públicos de todo el mundo y nos ha proporcionado a Mark, a Harrison y a mí suficiente correo de fans, e incluso una pequeña y alegre banda de acosadores, con los que estar entretenidos el resto de nuestras antinaturales vidas. Por no hablar de esas identidades que nos perseguirán hasta nuestras respectivas tumbas como un olor vago y exótico.
Hablando de tumbas, suelo decirles a mis amigos más jóvenes que un día estarán jugando a billar en un bar y en el televisor verán una foto de la princesa Leia con dos fechas en la parte inferior, y dirán: «Vaya, ya decía ella que este día llegaría», Y retomarán su partida de billar.
Y no os olvidéis de que George Lucas es quien me convirtió en una muñequita. En su momento apenas me importó. Una muñequita en la que uno de mis ex clavaba alfileres cuando se enfadaba conmigo. (La encontré en un cajón). George Lucas también me convirtió en un frasco de champú en el que había que retorcerme la cabeza para que saliese líquido por mi cuello. ¡Llamando al Dr. Freud! ¡Llamando al Dr. Freud!
Había también un jabón cuya etiqueta decía: «Enjabónate con Leia y te sentirás como una princesa». (¡Chicos!). Ah, y la buena gente de Burger King me transformó en reloj. ¿Os acordáis del Señor Patata? Pues crearon una serie de muñecos Señor Patata-La guerra de las galaxias, así que buscadme y me reconoceréis. También soy un achaparrado muñeco de esos de Lego que, por cierto, son encantadores. Y ahora existe también un sello, que ya es lo último, y no sólo por lo de que se tenga que lamer. De todas estas cosas, ¿cuál ha hecho mi vida mejor? Pues el dispensador PEZ. De verdad. No sólo ha mejorado enormemente mi vida, sino también la de la gente con la que me encuentro todos los días. Si tenéis la oportunidad de que os conviertan en dispensador de caramelos PEZ, no lo dudéis. A mi hija le encanta porque, como os decía, es adolescente y por tanto le gusta humillar a su madre porque sí, y todo lo que tiene que hacer es echar mi cabecita hacia atrás para sacar un caramelo de mi cuello. En realidad, no me importa. Aunque entre las posesiones de George se encuentra mi imagen, de manera que cada vez que me miro en el espejo tengo que enviarle un par de dólares. Como soy tan vanidosa, me miro mucho y, claro, él va sumando. ¡Por eso es tan rico!
Vi otra de esas figuritas de Leia recientemente, en una de esas convenciones del mundo del cómic. (Sí, a veces voy a esos sitios, cuando me aburro). La figurita en cuestión estaba colocada en una peana a la entrada y cuando giraba se podía ver lo que tenía bajo el vestido: un coño galáctico, anatómicamente correcto pero afeitado. Como os podéis imaginar, porque seguro que esto os pasa habitualmente, me desconcertó un poco, así que llamé a George Lucas y le dije: «¿Sabes una cosa, tío? ¡Ser dueño de mi imagen no implica que no pueda quedarme ningún rincón escondido!».
Recordareis el vestido blanco que llevaba durante toda la primera película, (A menos que no hayáis visto La guerra de las galaxias, en cuyo caso, ¿cómo es que no habéis cerrado ya el libro?).
Pues George Lucas llega el primer día de rodaje, echa un vistazo a mi vestido y me dice:
—No puedes llevar sujetador con este vestido.
—De acuerdo. Explícame por qué —respondí.
—Porque… en el espacio no existe la ropa interior.
Os prometo que esto es cierto. ¡Y lo dijo con total convicción! Como si hubiera estado, en el espacio y hubiera comprobado que no había sujetadores, ni bragas, ni calzoncillos por ninguna parte.
George vino a ver mi espectáculo cuando actué en Berkeley. Al final, se acercó a saludarme al camerino y me explicó por qué no se puede llevar sujetador en otras galaxias. Como tengo la sensación de que pronto vais a viajar al espacio exterior, ahí va la explicación de por qué no podréis llevar sujetador, según George Lucas. Lo que ocurre es que cuando vas al espacio te vuelves ingrávido. Hasta aquí, bien, ¿no? Pero resulta que el cuerpo se expande, y el sujetador, no. De manera que te asfixia tu propio sujetador. A mí me parece una muerte fantástica. A mis amigos más jóvenes les digo que sea cual sea la causa de mi muerte, digan que fallecí a la luz de la luna, asfixiada por mi sujetador.
Pero George tiene razón. ¿Sabéis esas sondas que envían imágenes del espacio? Todo lo que se ve es arena y rocas. Ni rastro de sujetadores.
¿Y qué creéis que utilicé como sostén intergaláctico?
Cinta americana, la que usan los técnicos en los rodajes.
Aquellos días pensé reiteradamente que debería haber un concurso, al final de cada día del rodaje, para decidir cuál de los miembros del equipo técnico me retiraba la cinta sujetadora.
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Bueno, es que pensaba en los demás. Incluso entonces. Lo que hacía era dar, dar, dar.
La verdad es que han llevado el asunto de las muñecas hasta el límite. ¿Cuál será la próxima? ¿Una especie de Leia dócil y sumisa? Eso me convertiría en obsoleta. Leeríais el libro de ella. Gracias a Dios que no lo han hecho. Y gracias a Dios que no han hecho una muñeca hinchable de Leia de tamaño natural. Porque eso sí que sería humillante. Gracias a Dios que no han hecho una muñeca hinchable qué cueste ochocientos dólares y que uno pueda usar como espantapájaros en su maizal. ¡Un momento, sí que la han hecho!
Vale, lo admito, ya lo sabía. Y he de decir que es bastante práctica en caso de que alguien me diga: «Jódete, Carrie». Eso me pasó una noche en mi espectáculo. Alguien del público gritó precisamente «¡Jódete, Carrie!». Entonces, pedí a mi equipo que llevaran la muñeca de tamaño natural a mi hotel y, dejadme que os diga, pasé horas con ella. Aunque hay una cosa que me gustaría señalar. Está hecha de cemento. No sólo erótico que os resulta el cemento, pero a mí la verdad es que ya no me pone. Sobre las 3.00 de la madrugada, cuando intentaba que la muñeca hiciera una cosita con la mano, ésta se le desprendió. Finalmente, a las 4.00 tuve una revelación: la muñeca era heterosexual. Pero no pude demostrarlo porque yo ya no tengo pene. Su concesión ha sido revocada hasta que acabe la crisis financiera.
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