Mariana de Neoburgo
Düsseldorf, 1667 – Guadalajara, 1740
Una vez que se hubo decidido el nuevo matrimonio de Carlos II empezó el bailoteo de candidatas al trono español. Y ello a pesar de que ya se sabía fehacientemente que el rey español era impotente.
Dos candidatas fueron elegidas en último lugar: las dos se llamaban Mariana. Una era Mariana de Médicis y otra Mariana de Neoburgo. Naturalmente hubo el consabido envío de retratos, ante los que Carlos II dictaminó:
—La de Toscana no es muy fea y la de Neoburgo tampoco parece que lo sea.
Ante la duda, un elemento decanta la elección del lado de Mariana de Neoburgo: el hecho de que tenía veintitrés hermanos, lo que demostraba que su madre era muy fecunda y lógicamente ella también podía serlo.
Sólo la esperanza de tener hijos, esperanza que únicamente él tenía, hizo que Carlos II contrajese matrimonio por segunda vez. Había estado viudo durante seis meses.
La ceremonia nupcial tiene lugar en Neoburgo el 28 de agosto de 1689; se da la casualidad de que el matrimonio ha sido bendecido por el hermano de la nueva reina de España, llamado Alejandro, que celebró aquel día su primera misa.
Del 28 de agosto de 1689 al 27 de enero de 1690 lo emplea la nueva reina en salir de Neoburgo y llegar a la costa holandesa, pasando por Colonia. Dos meses más tarde la travesía desde Holanda a El Ferrol, pero no desciende a tierra hasta el 6 de abril y es recibida por la nobleza y por su nueva camarera mayor, la condesa de Paredes. En total el viaje había durado siete meses.
De El Ferrol se trasladó a Valladolid, donde la esperaba Carlos II y donde tuvo lugar la misa de velaciones el 4 de mayo. Carlos II no tuvo esta vez la misma ansiedad que demostró con su primera esposa. Por otro lado, la pareja era risible: él pequeño, enclenque, raquítico, enfermizo, con voz débil y atiplada, pelo lacio de color aceituna, ojos linfáticos y saltones y el mirar apagado. Ella robusta, alta, opulenta de busto, gordinflona, pelo rojizo, rostro pecoso, ojos saltones y nariz larga. En realidad no era una pareja como para encandilar a nadie.
El día 4 de mayo llovía torrencialmente, lo que se consideró de mal agüero para el matrimonio. Carlos y Mariana asistieron a un tedeum y se retiraron a sus aposentos. Se supone que no pasó nada digno de mencionar.
Los seis días que permaneció el rey en Valladolid fueron amenizados por la lluvia, que caía a cubos y que continuó durante el viaje desde la capital castellana a Madrid.
A los pocos meses la reina, que no era tonta y sabía para qué se había casado con la birria de su marido, fingió estar embarazada. El primer extrañado debió de ser el rey. Pero cuando la farsa está a punto de descubrirse, finge esta vez un aborto, ayudada para ello por su médico particular, alemán como ella.
La consternación de Carlos II fue enorme; después de la primera sorpresa, se había hecho a la idea de que por fin podía tener descendencia. Su esposa repetirá la broma once veces más; es decir, cada vez que vio que su marido se apartaba de ella o de sus intereses.
Porque doña Mariana tenía un sentido de los negocios bastante grande. La ayudaban en ello la baronesa de Berlips, llamada por los madrileños «baronesa de Perdiz», y un aventurero llamado Enrique Wisser y conocido con el sobrenombre de el Cojo, porque lo era. El dinero que sacaba de sus negocios lo empleaba en parte para enviar dinero a su familia, por lo que decía un embajador que la reina «tiene el pelo rojo, se llena de pecas en el verano, es gorda y alta como un gigante y en la monarquía española no hay dinero bastante para sostener a todos sus hermanos».
Por ejemplo vendió el cargo de secretario de Estado a don Juan de Angulo, el rey embobado, puesto que era el tiempo de uno de sus fingidos embarazos, firmó el nombramiento y la reina se embolsó siete mil doblones de oro que, descontada la comisión para sus cómplices, fueron enviados a Neoburgo.
Don Juan de Angulo se unió a la camarilla de la Perdiz y el Cojo, aumentada por un soprano llamado Mateucci, italiano conocido con el nombre de el Capón porque estaba castrado.
González-Doria escribe: «Dice un autor de nuestros días que “…casi todas las figuras históricas tienen sus defensores y sus detractores; Mariana de Neoburgo constituye una excepción: sólo tiene detractores”». Y añade el mismo autor: «María Luisa de Orleans se había conformado con su suerte. Mariana, desde el primer momento, comprendió que la carga era demasiado pesada. De ahí sus escenas conyugales tormentosas, sus gritos e insultos, su total despego hacia aquel pobre enfermo con el que tenía que compartir su cuerpo; algo que la repelía y que la convirtió en una mujer de comprensible frialdad, entregada por completo a su ambición y codicia, abocada a la intriga política como una válvula de escape para sus frustraciones femeninas». El autor de nuestros días que cita González-Doria es Juan Balansó.
Para conocer mejor la figura de Mariana de Neoburgo, he aquí lo que dice Antonio Cánovas del Castillo: «… era soberbia, imperiosa, altiva, la capacidad moderada, el antojo sin moderación ni límite, la ambición de atesorar grande, no menor la de tener parte en el manejo del gobierno, así en las resoluciones arduas como en la provisión de mercedes, cargos y honores. Llevaba con tal impaciencia cualquier cosa que se opusiese a su voluntad, que hasta con el rey prorrumpía en desabrimientos muy pesados y en injurias, que Carlos, flaco y enfermo, sufría con tolerancia por no saber con vigor excusarlo, haciendo lo que ella quería muchas veces, aunque repugnara a su entendimiento».
Y siguiendo con las citas, antes de empezar con la historia de los hechizos copiemos lo que el doctor Jerónimo de Moragas dice del rey. Por ser un análisis médico explicará con seriedad lo que era aquella piltrafa humana que se llamó Carlos II el Hechizado.
El barón de Harrach, embajador de Leopoldo[20] en Madrid, y el marqués de Harcourt, que lo era de Luis XIV, escribieron cartas y más cartas a sus soberanos —tan interesados en la muerte de Carlos— en las que, con una minuciosidad ridícula e impertinente, los informaban del número de deposiciones y vómitos que su majestad católica había tenido día por día. Procuraré, al resumir la vida enferma del pequeño rey, no ser tan molesto y coprofílico como el barón y el marqués.
Desde muy pequeño tuvo ya don Carlos desarreglos intestinales que —mejorando a pequeños intervalos— le duraron toda la vida, agravándose cuando su creciente prognatismo le dificultó cada vez más la masticación.
Sufrió retardo motor y tuvo aquella cabezota que se ha atribuido a una posible hidrocefalia y que, muy probablemente, no pasaba de ser un fenómeno de su inevitable raquitismo.
A los seis años tuvo el sarampión y la varicela; a los ocho, a consecuencia de un catarro —que pareció leve—, presentó unas hematurias que se repitieron en otras ocasiones y que quizá deban ser enlazadas con el final de enfermo renal que tuvo.
A los diez años pasó la rubéola, y a los once sufrió la viruela, que estuvo muy cerca de llevárselo al otro mundo.
A los treinta y dos años, después de sus múltiples afecciones, perdió el pelo, lo que quedaba disimulado debajo de la peluca que ya usaba y que no quiso empolvar nunca para no parecerse al rey francés.
A los treinta y cinco años —si no antes— comenzaron sus accesos palúdicos, que ya fueron tratados con quina, pero que la congénita decrepitud fueron agotando sus fuerzas y su vida hasta el punto de que a los treinta y seis años ya era un valetudinario, flaco, descolorido y sumido en una melancolía permanente.
Y a todo esto se sumaban sus médicos, que le purgaban, le sangraban y, usando medicamentos como los polvos de víbora, le nutrían con pollos alimentados a su vez con los mismos polvos.
Durante su última enfermedad, reunido todo el protomedicato local, se acordó colocarle pichones recién muertos sobre la cabeza y entrañas calientes de cordero sobre el abdomen.
Con lo único que acertaron fue con la quina, que ya comenzaba a ser conocida. El doctor Cristian Geleen —médico de los Neoburgo, que se hallaba en Madrid para cuidar de la salud de Mariana— aseguraba que los médicos españoles no usaban la quina de la manera debida, y que muchos de los males del rey provenían de que bebía poco vino, detalle que puede servirnos para comprender que este gran doctor era por lo menos tan pedantote como sus colegas indígenas.
Cuando Carlos tenía ya treinta y ocho años comenzó a acusar hinchazones en los pies, luego en las piernas y más tarde en las manos y la cara. A esta hinchazón, los embajadores, en sus cartas, añadían otra de la lengua, que se le producía de vez en cuando, dificultándole la palabra.
Pero aquella hinchazón de la lengua había comenzado ya un año antes de que principiaran sus edemas. Y es que Carlos, desde hacía mucho tiempo, sentía a veces unas congojas que terminaban en desmayos. Aquellos desmayos se hicieron más largos y más frecuentes —posiblemente sólo eran desmayos para unos palaciegos obligados a decir mentiras—. Alrededor de los treinta y siete años, sus desmayos son tan largos que duran a veces más de dos horas y se acompañan de unas sacudidas bruscas de los brazos y de las piernas y de unos movimientos de los ojos y de la boca hacia un mismo lado.
Y en este tiempo comenzó a hinchársele la lengua hasta dificultarle la palabra. Y es que el pequeño rey, como su difunto hermano Felipe Próspero, como quizá su hermana María Ambrosia, era un epiléptico, con grandes ataques hacia el final de su vida, durante los cuales, como ocurre a tantos epilépticos, se mordía la lengua.
Y quién sabe si aquellas cóleras que tenía tan frecuentemente —sin ton ni son cuando era niño, tan fundamentadas algunas veces cuando ya era un hombre casado— no eran un fenómeno más de aquella epilepsia, como quizá también lo era aquel mirar vacío perdido de sus ojos inexpresivos.
Larga ha sido la cita, pero valía la pena ver con ojos de hoy el historial clínico del monarca. Los médicos de aquel entonces, incapaces de confesar su ignorancia, no vacilaron en atribuir todos los males a los hechizos. Carlos II era impotente, pero su orgullo de hombre y de rey le impedía aceptar lo que tan a la vista estaba. Acepta que está hechizado y desde aquel momento se inicia una serie de actos patéticos que serían risibles si no fuesen lastimosamente ciertos.
El palacio real se llena de frailes, exorcistas y curanderos; por medio de una monja endemoniada se consigue que Belcebú hable claro al mismísimo inquisidor general del Santo Oficio:
—El rey está hechizado desde los catorce años —declara el diablo—, y por esta causa es incapaz de engendrar descendencia.
—¿En qué forma se administró el hechizo a su majestad? —pregunta el sacerdote.
—Diluido en una jicara de chocolate.
—¿Con qué se había confeccionado el filtro maligno?
Y De los sesos y riñones de un hombre ajusticiado; para quitarle el numen y el semen.
—¿Qué persona se lo hizo beber?
—Una mujer que ya está juzgada.
¿Se refería el diablo, tal vez, a doña Mariana de Austria?
—¿Con qué fin?
—Con el de reinar.
Ya no cabía duda. ¡Y pensar que la quisieron hacer santa!
—¿Qué remedios hay para salvarle de ti, espíritu infernal?
—Darle aceite bendito en ayunas, ponerle luego una lavativa y apartarle del lecho de la reina durante dieciocho días.
Dicho lo cual, el educado y amable diablo se calló y la extática monja no pudo continuar traduciendo mensajes de ultratumba[21].
Ya durante el reinado de Felipe IV se había hablado varias veces de manejos de magia negra que alteraban la salud del monarca y en una oportunidad se llegó a quemar en la iglesia de Atocha un librillo en el que la efigie del rey se encontraba atravesada por alfileres. También a comienzos de su reinado se procesó a un tal Jerónimo de Liébano, acusado de haber pretendido hechizar al monarca[22] y a su valido (Olivares), mediante el entierro de un cofre donde se guardaban imágenes de cera y retratos de los “ligados”. Y era más usual de lo que pueda pensarse que altos personajes de la corte recurriesen a las malas artes de las brujas para lograr favores reales.
Pero esta costumbre no era una exclusividad hispana: Maximiliano de Baviera sometió a exorcismos a su primera mujer, Isabel Renata de Lorena, porque no le daba herederos. El duque Johan Wilhelm de Jülidi-Kleve-Berg, esquizofrénico crónico y cuñado de Felipe Luis de Neoburgo, también fue exorcizado. En los dominios de éste, Wolfgang Wilhelm persiguió sanguinariamente a las brujas, acusándolas de ser responsables hasta de los inconvenientes más domésticos de sus posesiones. El elector palatino Johan Wilhelm estaba convencido de la directa intervención del demonio en el aborto de su mujer, y trató de encontrar a la bruja que había hechizado su casa. En la búsqueda fueron quemadas decenas de mujeres inocentes, cuyo único crimen era su ignorancia y su miedo a la tortura.
Los hechos se precipitaron cuando los enemigos de la reina lograron sustituir al confesor de Carlos por fray Froilán Díaz, quien trataba de anular la influencia de Mariana. Por esos días, unas posesas de Cangas, Asturias, que estaban siendo exorcizadas por un prestigioso enemigo del demonio, fray Antonio Álvarez de Argüelles, en medio de sus declaraciones dijeron que el rey estaba hechizado. Fray Froilán creyó encontrar la solución de los males regios haciendo que fray Antonio de Argüelles preguntara a las endemoniadas el motivo de la enfermedad, o sea, la causa del hechizo. A pesar de que el obispo de Oviedo se negó a tales manejos, declarando que, a su juicio, Carlos II no estaba hechizado, sino «enfermo y falto de voluntad ante su mujer», de todas formas fray Antonio consultó a las posesas, quienes dijeron que, siendo niño, se le había dado a beber al monarca un polvo hecho con sesos y testículos de ajusticiado disueltos en chocolate y que esta solución se la había proporcionado una bella mujer para poder manejarlo a su antojo. La referencia a la madre de Carlos parecía transparente. También se internó el fraile en terrenos de la medicina, diciendo que los remedios que se le proporcionaban no hacían otra cosa que «ponerle la sangre melancólica». Por último recomendaba: «Todos los médicos que tiene el rey son tan desleales y falsos como cuantos andan alrededor de su persona, y los boticarios entran también en el número. Elijan un médico científico y múdese al rey colchones y tarima y toda ropa». Como médico científico fue elegido —naturalmente— un amigo de fray Froilán.
El remedio consistía en beber agua bendita en ayuna y que el rey se separase totalmente de la reina. (Es preciso señalar que la separación sexual casi existía de hecho porque los médicos sólo permitían el contacto cuando juzgaban que el monarca se encontraba lo suficientemente fuerte para tales ajetreos, cosa que no era frecuente). De hecho, tras las ingenuidades de los frailes había un manejo político destinado a alejar a Carlos de su influyente cónyuge.
Puesto que el rey estaba hechizado, tenía que ser por fuerza paradiabólica y de diablo importante puesto que se atrevía con el rey. Por ello fuerza fue someterle a exorcismos que debían ser practicados por un sacerdote y en la iglesia del Alcázar, pues en sitio sagrado el diablo podía temer más la acción de Dios. Se escogían testigos, a poder ser eclesiásticos, pero nunca ni mujeres ni menores de edad.
Los exorcismos se celebraban con una gran solemnidad y siempre en latín, por ser la lengua que el demonio prefería para obedecer. El duque de Maura cuenta que cierto cura rural quería exorcizar a una joven haciéndolo en castellano y el diablo por boca de la posesa le dijo:
—Mándeme en latín que salga de esta moza y luego saldré.
El ya citado duque de Maura dice que el Sacerdotal romano señalaba así los síntomas de unos y otros para su distinción: «Está hechizado el enfermo cuando se le ha trocado el color natural en pardo y color de cedro, y tiene los ojos apretados y los humores secos, y, al parecer, todos sus miembros ligados. Las señales ordinarias de que uno está juntamente poseído del demonio son un apretón del corazón y boca del estómago, pareciéndole que tiene sobre él una bola; otros sienten unas picaduras como de aguja en el corazón y suele ser tan grande el tormento, que parece que se le comen a bocados, y lo mismo suele suceder en otras partes del cuerpo. A otros les parece que a la garganta se les sube y baja una bola, y algunas veces no pueden retener nada en el estómago de lo que beben o comen para sustentar la vida. Finalmente, la señal más cierta de lo referido es cuando los medicamentos de la medicina nada aprovechan.»[23]
Sería cuento de nunca acabar contar todas las perrerías que hicieron al pobre Carlos II los frailes encargados de los exorcismos. Por ejemplo, una vez encontraron bajo la almohada de la cama del rey un saquito con cáscaras de huevo, uñas de los pies, cabellos y otras cosas por el estilo. El rey las veneraba como reliquias, aunque no acertaba a recordar quién se las había entregado.
Y la reina continuaba sin tener hijos. Por el pueblo corría una frase que se repetía cada vez que la reina fingía un embarazo:
—Tres vírgenes hay en Madrid: la Almudena, la de Atocha y la reina nuestra señora.
El delirio del rey por tener hijos era tal que al inaugurar el panteón de reyes en El Escorial se dice que quiso ver los cadáveres de sus antecesores y hacer el amor con la reina entre ellos por creer que así conseguiría por su intercesión la sucesión deseada.
En vista de que el heredero no llegaba, Mariana de Neoburgo incita a que nombre heredero del reino al archiduque Carlos de Austria, en quien su padre el emperador Leopoldo y su hermano mayor el archiduque José de Austria han renunciado sus respectivos derechos.
Por otra parte se formaba en la corte un partido francófilo favorable a Felipe, duque de Anjou, nieto de Luis XIV y de María Teresa, hermana mayor de Carlos II. Este candidato parecía el más justo, pero María Teresa había renunciado a la sucesión cuando se firmó la Paz de los Pirineos. La muerte de María Teresa hizo que se entendiese que tal renuncia se hacía extensiva a sus herederos.
Los embajadores de Austria y de Francia, respectivamente el conde de Harrach y el marqués Harcourt, rivalizaban en Madrid por ver cuál de sus dos soberanos se llevaba el gato al agua. Rivalizaban en cortesías y adulaciones, pero sobre todo rivalizaban en dádivas y regalos a la reina, al rey, a los ministros, a los altos eclesiásticos y a cualquier cortesano influyente.
El rey duda en escoger entre los dos candidatos a la sucesión. Su esposa doña Mariana apoya, como es natural, la candidatura de su pariente austríaco, pero el partido francés, dirigido por el cardenal Portocarrero, le insinúa al rey que consulte con el Papa, pues se trata de un caso de conciencia. El rey ignora lo que Portocarrero sabe: que el pontífice y el emperador de Alemania estaban disgustados.
Se envió con urgencia una embajada a Roma con la petición de consejo y urgentemente el Papa Inocencio XII contestó que, «… siendo los descendientes de su hermana mayor doña María Teresa sus herederos más lógicos, a ellos debía ir la corona, siempre que se adoptaran medidas para que no concurriesen la herencia española y la francesa en una misma persona, que es lo que debía interpretarse como espíritu de la renuncia de la infanta».
Doña Mariana no se da por vencida: intriga para convertirse en emperatriz de Alemania casándose con José de Austria. Puros delirios de la pobre señora.
El 3 de octubre de 1700 Carlos II, desoyendo definitivamente a su esposa, firma su testamento, en el que se dice: «Y reconociendo, conforme a diversas consultas de ministros de Estado y Justicia, que la razón en que se funda la renuncia de las señoras doña Ana y doña María Teresa, reynas de Francia, mi tía y hermana, a la sucesión de estos reynos, fue evitar el perjuicio de unirse a la corona de Francia; y reconociendo que viniendo a cesar este motivo fundamental, subsiste el derecho de la sucesión en el pariente más inmediato conforme a las leyes de estos reynos, y que hoy se verifica este caso en el hijo segundo del delfín de Francia; por tanto, arreglándome a dichas leyes, declaro ser mi sucesor (en caso que Dios me lleve sin dejar hijos) el duque de Anjou, hijo segundo del delfín, y como a tal le llamo a la sucesión de todos mis reynos y dominios…».
La vida de Carlos II se va apagando. En su habitación se celebra una misa tras otra y confiesa y comulga cada día. Un día un perrito de la reina hizo mover las sábanas del lecho y el rey creyó que eran brujas que salían de su cubil. A veces imagina que la gente que le rodea está compuesta por diablos y no por cortesanos.
El 1 de noviembre del año 1700, después de una agonía en la que repetía a su esposa: «¡Ya nada somos, señora, ya nada somos!», moría Carlos II, dejando España al borde de una guerra. Le faltaban cinco días para cumplir treinta y nueve años de edad.
Al día siguiente, 2 de noviembre, la Gaceta de Madrid escribía: «En el día de ayer fue Dios servido, por sus altísimos juicios y merecido castigo de nuestros pecados, que a la hora del mediodía sobresaltase a su majestad un accidente de fiebres malignas y letargo, con tanto rigor y violencia que le arrebató la vida entre las dos y las tres de la tarde, dejándonos solamente el consuelo de su premeditada y cristiana muerte».
La reina Mariana quedaba sola. Tan sola que Felipe V, al ser proclamado rey de España, manda decir al cardenal Portocarrero que no entrará en Madrid mientras ella resida en la corte. La reina cree entender que lo que se le impide es vivir en el alcázar, pero el cardenal Portocarrero la desengaña y la intima a que abandone Madrid y se instale en el alcázar de Toledo.
El 18 de febrero llega Felipe V a Madrid, y no será hasta el 2 de agosto cuando saldrá de Madrid en dirección a Toledo para visitar a la viuda de su tío. Prefiere hacer el viaje que consentir que la reina viuda se traslade a Madrid.
Pero la guerra de Sucesión ha estallado y el archiduque Carlos, pretendiente al trono español, llega en 1706 a Toledo, donde Mariana le recibe con los brazos abiertos y haciendo cantar un tedeum en la catedral.
Pero la victoria se inclinó por Felipe V, que decreta un duro destierro a la reina Mariana, asignándole residencia forzosa en Bayona.
No escarmienta doña Mariana y urde intriga tras intriga para volver a Madrid. La autorización para hacerlo no llegó nunca. Únicamente en 1739 se la autorizó volver a España, pero fijando su residencia en Guadalajara, y allí, desengañada por completo, murió el 16 de julio de 1740, habiendo recibido con devoción la extremaunción y el viático. Sus restos mortales descansan en el panteón de Infantes en El Escorial, frente por frente al de María Luisa de Orleans. Ninguna de las dos pudo ser enterrada en el panteón Real por no haber dado hijos que reinasen en España.