María Tudor
Greenwich, 1516 – Londres, 1558
Santiago Nadal, en su libro Las cuatro mujeres de Felipe II, habla de unos posibles amores de Felipe II, una vez viudo de su primera esposa María de Portugal. No se ha de olvidar que cuando quedó viudo el rey, entonces príncipe, tenía dieciocho años y no volvió a casarse por segunda vez hasta los veintisiete.
Alguna aventura debía de tener, pues personas tan bien informadas como los embajadores de Venecia le describen como sensual y naturalmente inclinado hacia el sexo femenino.
Se habla de una tal Catalina Lenez, hija de uno de sus secretarios, a la que casó con Antonio de Casores, que ejerció más tarde un cargo en Nápoles.
Algunos autores se refieren con vaguedad a Isabel Osorio, hermana del marqués de Astorga, de la que algunos autores protestantes de la época afirman que se había casado con el rey, llegando algunos a insinuar que lo había hecho cuando Felipe tenía quince años, cosa totalmente absurda. Dice a este respecto Santiago Nadal en su obra citada: «Es posible que se fijara en ella aún antes de la muerte de su esposa; parece seguro que, en todo caso, no mantuvieron una relación íntima y constante hasta después de la muerte de la princesa; fue entonces cuando circuló el rumor de su boda en secreto, referido siempre al tiempo de su viudez. Interrogado el secretario Cobos por el emperador sobre el particular, hubo de responder tranquilizándole y anunciando más detalles en un despacho secreto. “Únicamente puedo decir aquí —explicaba— que tengo confianza de que todo irá bien y que nada malo ha pasado realmente. Es una simple niñería, como ya he escrito a vuestra majestad.” Se dice que de la supuesta unión resultaron varios hijos, sin que la historia haya localizado y seguido la pista a ninguno de ellos, si es que realmente existieron. Y parece que al producirse el viaje del príncipe a Inglaterra (1554), para contraer segundas nupcias, aquella larga relación se rompió, ingresando Isabel en un monasterio».
A aquella dama se refiere, muy posiblemente, en un enrevesado pasaje de Cabrera de Córdoba, al cual, que sepamos, no ha hecho alusión ningún historiador posterior, lo que, por cierto, resulta extraño. Tratando de la oposición al segundo matrimonio del príncipe, dice así el antiguo historiador: «Los franceses, por sus consideraciones de Estado, ponían temor y aborrecimiento a los mal seguros, con que podía tiranizar, si muriese la reina sin hijos, príncipe tan poderoso como el de España, impedido para casar, con promesa a una dama castellana a quien amaba. No la prometió, y trató fiel y hábil su matrimonio, y el emperador sin escrúpulo, que por salvarse dejó después su imperio y tantos reinos y señoríos. Confírmalo el tercero matrimonio en Francia, y el último en Alemania con su sobrina la infanta Ana, viviendo la persona amada, y el rey con la seguridad de conciencia, con que prevenida, aconsejada y santamente murió».
De tan complicado texto parece deducirse lo siguiente: el príncipe tenía relaciones, más o menos íntimas, con cierta dama castellana (probablemente Isabel Osorio), a la cual, contra lo afirmado por la propaganda francesa en Inglaterra, jamás dio promesa de matrimonio; por eso Felipe pudo casar por tres veces sin escrúpulos de conciencia, viviendo «la persona amada», la cual murió, por fin, cristianamente, resignada con su suerte. De todo ello, si no queda clara la índole de las supuestas relaciones de la dama con Felipe durante la primera viudez de éste, sí parece poder afirmarse que, a partir del matrimonio por razón de Estado con María Tudor, todo lazo amoroso quedó roto para no volver a reanudarse jamás. Es extraño que un tema tan bellamente romántico no haya tentado, hasta aquí, a ningún literato para forjar una novela o un drama de amor y sacrificio.
Sea como sea, el caso es que Felipe llega a cumplir veintiséis años y su tálamo nupcial está vacío. Tiene en sus manos el poder más grande sobre el más grande imperio conocido, pero es hombre que se debe a su condición real, prescindiendo de sus sentimientos. Si antes su boda había sido con Portugal, pues dejémonos de romanticismos que no existieron, sino de realidades que en este caso eran los intereses del imperio. Lo importante en este momento era proyectar una alianza con alguna nación. Si primero fue en Portugal, ahora será en Inglaterra y, adelantándonos en la historia, después serán Francia y Austria. El amor no contaba para nada, ni la belleza, ni la edad, sólo importaban los intereses del Estado.
Esta vez la unión será con Inglaterra y la mujer escogida será la prima de Felipe II, María Tudor, hija de Catalina de Aragón, hija a su vez de los Reyes Católicos y de Enrique VIII, rey de Inglaterra.
María Tudor cuenta en este momento treinta y ocho años, doce más que Felipe, es auténticamente fea, el color del pelo rojizo, apenas tiene cejas y sus ojos carecen de brillo. En el museo del Prado se conserva el retrato que de Inglaterra envió María, reina de Hungría y hermana de Carlos I, en el que a los defectos citados se añade una adustez en el rostro muy considerable. Teniendo en cuenta que el pintor Antonio van Moor, llamado en España Antonio Moro, sin duda dedicó parte de su habilidad en disimular la fealdad de su modelo, queda claro que la pobre María Tudor era lo que vulgarmente se llama un adefesio.
Y la pobre mujer ha de añadir a su fealdad la tragedia de una vida que no ha tenido compasión de ella.
Cuando Enrique VIII quiso deshacerse de su esposa Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena intentó hacerlo solicitando a Roma la anulación de su matrimonio con Catalina, partiendo de la base de que era viuda de su hermano Arturo, lo que era un signo de consanguinidad. Pero Roma no quiso aceptar esta excusa y ello provocó la separación de la Iglesia de Inglaterra de la Iglesia de Roma.
Catalina fue encerrada en el castillo de Kimbolton en 1533 y no salió de allí sino muerta tres años después. Su hija María fue considerada hija bastarda y su padre la fuerza a servir a Ana Bolena.
María es fea, pero es muy honesta, muy culta y habla, escribe y lee en francés y en italiano, aparte naturalmente del inglés, su idioma materno, domina el latín, comprende el castellano, aunque no lo habla.
En un primer momento se habló de casar a la princesa con el emperador Carlos I, pero el compromiso no llegó a hacerse efectivo, pues las conveniencias reales hicieron fracasar el proyecto. Pasaron los años y lo que se había proyectado con Carlos I se realizó con Felipe II, cuando María Tudor ya era reina de Inglaterra desde 1553.
Recordemos que Felipe es todavía príncipe, pues su padre Carlos I vive aún. El proyecto de unir las dos coronas, la inglesa y la española, a través de un enlace matrimonial, hace recordar un poco a lo sucedido en España cuando los Reyes Católicos unieron bajo su cetro los diversos reinos de España que continuaron con su independencia habitual. Lo mismo sucedería con el enlace de Felipe y María, sometiéndose Felipe a condiciones tan vejatorias como la de acceder que su trono esté situado más bajo que el de su esposa, a la que debía ceder siempre el paso y demostrar su sumisión. Claro está que esto sucedía en Inglaterra, pues es de suponer que, de haber venido María a España, se hubiesen cambiado las tornas. Pero este caso no sucedió jamás.
En 1554 se celebraron los esponsales por poderes y el 10 de mayo salía el príncipe don Felipe de Valladolid, iniciando su viaje hacia Inglaterra, a donde llegó el 19 de julio; el 23 visita de incógnito a María Tudor y no sabemos la impresión que le causó, y al día siguiente es presentado oficialmente a la corte inglesa no como príncipe, sino como rey, pues lo era de Nápoles por cesión de su padre. Al día siguiente, 25, se celebra en la catedral de Winchester la misa de velaciones que ratifica el matrimonio.
Poco duró la estancia de don Felipe en Inglaterra, pues el 29 de agosto salía hacia Flandes, donde en el mes de octubre recibió la abdicación que su padre hacía de la corona de los Países Bajos. En enero del año siguiente Felipe II es proclamado rey de España por abdicación del emperador, y el 20 de marzo de 1557 Felipe II, ya rey de España y de sus Indias, vuelve a Inglaterra.
Éstos son los hechos en su escueta cronología, pero veamos cómo se desarrollaron cada uno de ellos.
María era católica y por ello tuvo que sufrir muchos disgustos y penalidades. Cuando su padre Enrique VIII se casó con Ana Bolena, que dicho sea de paso tenía seis dedos en una mano, tuvo que sufrir la pobre María la humillación de ser llamada «lady Tudor», como otras hijas bastardas de la casa real.
Más adelante tuvo que firmar un documento en el que declaraba: «Reconozco, acepto, tomo y declaro a su majestad el rey como cabeza suprema en la tierra, después de Cristo, de la Iglesia de Inglaterra, y niego rotundamente al obispo de la pretendida autoridad de Roma poder y jurisdicción sobre este reino hasta ahora usurpado». Lo curioso del caso es que en aquellos momentos se trataba de casar a María con su primo hermano Carlos I de España, quien le aconsejó, trámite el embajador, que para salvar su vida debería hacer todo lo que le mandasen y disimular por algún tiempo.
El matrimonio entre María y Carlos no se realizó, pero en el ánimo del emperador quedaba intacta la idea de la necesidad de aliarse con Inglaterra en beneficio de la política española. Por otro lado, Carlos veía también la necesidad de casar a Felipe para asegurar más fuertemente la sucesión en el reino español, ya que el hijo que el príncipe había tenido con María de Portugal no presentaba indicios de buena salud, cosa que por desgracia resultó exacta, ya que el príncipe Carlos fue el tristemente protagonista de actos y conspiraciones que, popularizadas más tarde por los enemigos de España, dieron lugar a uno de los capítulos más negros y falsos de la falsa leyenda negra española.
Y en la corte inglesa sucedían entonces hechos que iban a cambiar totalmente la política y la situación del país. Enrique VIII moría y le sucedía Eduardo VI, que muere a los dieciséis años de edad. Queda como único sucesor en el trono la pobre María, que de cenicienta de palacio pasa a ser reina de Inglaterra.
El panorama político europeo se transforma ante este hecho. El Papa y el emperador ven como un signo del cielo el hecho de que una católica suba al trono inglés, y por su parte Francia ve la posibilidad de aliar sus fuerzas con las inglesas para luchar contra los ejércitos de Carlos I. Este, por su parte, vuelve a acariciar la idea de una boda entre María y un representante del trono español: en este caso sería su hijo Felipe, y no él mismo, como con anterioridad se había pensado.
Felipe tiene en este momento veintiséis años, como ya hemos dicho —es decir, doce menos que la reina María— pero la razón de Estado es superior a cualquier otro sentimiento y la boda se da por concertada. Ya se ha dicho también que en la firma de los esponsales había condiciones vejatorias para el príncipe español, citándose la diferencia de altura del sitial que debían ocupar los contrayentes, y, como cosa curiosa, añadamos que se convenía que en las comidas a la reina se le serviría con vajilla de oro y a Felipe de plata. Cominerías esas muy propias de la época, que ahora nos hacen sonreír y que entonces tenían tanta importancia que su transgresión podía provocar una guerra. Citemos como curiosidad que la noche que siguió a la firma de los esponsales, el conde de Egmont, que representaba al príncipe, a la vista de todos los cortesanos, se acostó en el lecho nupcial al lado de la reina María, eso sí, vestido de pies a cabeza y, según dicen algunos, puesta la armadura, cosa que me resisto a creer, dado lo engorroso que significaba dar un paso llevando encima los kilos de acero que constituyen una armadura, y si alguien lo duda puede sopesar una cualquiera en casa de un anticuario.
Veamos ahora cómo se desarrolló el viaje y la entrevista primera con la reina. Ya se ha dicho que el 10 de mayo salía don Felipe con su séquito de Valladolid, llegando a Santiago de Compostela el 22 de junio, lo cual demuestra la poca prisa que tenía don Felipe en consumar su matrimonio. En Santiago pasaron varios días trasladándose luego a La Coruña, de donde zarparon hacia Inglaterra el 13 de julio, llegando a Inglaterra seis días después y, como no podía ser menos, bajo una lluvia torrencial. Lluvia que no cesaba, hasta el punto de que, cansados de esperar, la comitiva, bajo la lluvia, se traslada de Southampton a Winchester, a donde llegaron Felipe, el duque de Alba y los séquitos español e inglés calados hasta los tuétanos.
Noticiosa María de que ya está su marido en la ciudad, no puede resistir la tentación de verle en seguida, y está don Felipe cambiando sus mojadas ropas por otras, cuando llega a decirle el chambelán de la reina que su majestad le está aguardando para mantener una entrevista de incógnito, habiéndose preparado la entrevista oficial para el día siguiente. A las diez de la noche llega el rey a palacio acompañado de Alba y Ruy Gómez, y son conducidos hasta una gran galería donde los aguarda la reina con su corte. Al verla don Felipe, pese a que iba armado de la mayor abnegación posible, no pudo por menos de pensar, como lo pensaron sus acompañantes, que Antonio van Moor había sido muy piadoso, idealizando bastante a la modelo. A sus treinta y nueve años María Tudor tenía el rostro surcado de arrugas, era tan flaca que el vestido parecía bailarle y esto era un defecto gravísimo en una época en que a las mujeres se les pedía que si no eran bellas procurasen al menos ser rollizas, y al saludar con sonrisa más amplia de lo que hubiera sido aconsejable permitió ver una dentadura careada en muy lamentable estado. Sandoval dice que la reina estaba vestida a lo francés, y tenía en el pecho un diamante de increíble grandeza y hermosura que todo lo había bien menester, para suplir lo que le faltaba…[7]
Don Felipe, que era muy duro para aprender idiomas, habló en castellano con la reina, que lo comprende pero no lo habla; ella le contesta en francés, que él entiende pero no lo habla.
Al día siguiente se celebra la misa de velaciones, con lo que el rey Felipe pudo cumplir por fin con sus deberes matrimoniales que, dada la catadura de la esposa, le debieron parecer más bien una obligación que no un goce. Poco tiempo después la reina creyó estar embarazada. Desgraciadamente, a medida que aumentaba la hinchazón del vientre de la reina aumentaba también la duda de que el embarazo fuese cierto y, en efecto, al pasar los meses el tal embarazo resulta ser hidropesía.
Una de las cláusulas del contrato matrimonial era que el primogénito del matrimonio heredaría la corona de Inglaterra y la de los Países Bajos y que si don Carlos, el hijo de Felipe y María de Portugal, moría sin descendencia el primogénito de Felipe y la Tudor sería el heredero universal de los tronos de Inglaterra y de España. Es difícil imaginar lo que hubiera sucedido si dos pueblos tan dispares como el español y el británico se hubiesen unido bajo una sola corona.
Pero esto significaba la enemiga de Francia, que desde entonces se dedicó a apoyar cualquier política opuesta a los intereses angloespañoles.
Felipe, que demostró siempre ser un gran político, en Inglaterra no hizo más que acumular equivocaciones. En su afán de congraciarse con los ingleses y ante la descortesía con que los caballeros españoles son tratados por los británicos, Felipe hace decir a los primeros «que conviene al servicio de su majestad que se disimule todo esto».
Más aún, consiguió del Papa Julio III el levantamiento de la excomunión a quienes habían abjurado del catolicismo para pasarse al protestantismo con la sugestiva cláusula de que no tenían que devolver a la Iglesia los bienes de los que se habían apoderado.
González Cremona en su libro Soberanas de la casa de Austria dice: «Los resultados no fueron los esperados; el protestantismo había calado hondo entre los ricos viejos y nuevos. Es natural, entre una religión que dice que el triunfo material es un signo de proximidad al Señor y otra que sostiene que al Cielo entrarán en primer lugar los pobres, más lo del ojo de la aguja, se entiende que los ricos fueran protestantes y los pobres católicos».
En resumen, la generosidad de Felipe —y del emperador que le aconsejó al respecto— fue altamente perjudicial para el catolicismo, ya que, al permitir a los capitostes protestantes disponer de ingentes cantidades de dinero, propiedades, etc., se les dio las armas necesarias para proseguir la lucha hasta hacer de Inglaterra el país protestante que es hasta el día de hoy. Ésta es la tesis del historiador inglés Walsh, que cita Nadal, y que parece muy ajustada a la verdad. Aunque también es cierto lo que apostilla Nadal, en el sentido de que lo que resultó fatal para el catolicismo fue que María y Felipe no tuvieran descendencia, y que el trono pasara a manos de Isabel.
Felipe II, a quien una leyenda, más estúpida que negra, hizo pasar a la historia como un hombre de dureza sin límites en lo tocante a la fe, fue excesiva y perniciosamente débil en tal materia en Inglaterra, llegando al incomprensible extremo de apoyar abiertamente, antes y después de la muerte de su esposa, a la protestante Isabel para que la sucediera en el trono, en contra de la muy católica María Estuardo. Esta Isabel era hija de Enrique VIII y Ana Bolena y fue después la reina Isabel I de Inglaterra.
Cuando se tuvo la certeza de que el embarazo de María Tudor no era tal, sino enfermedad, Felipe aprovecha la ocasión para abandonar Inglaterra e ir hacia Flandes, donde su padre Carlos I le reclama para abdicar en él el trono de los Países Bajos, y es precisamente durante esta ausencia de Felipe cuando María emprende la persecución contra los protestantes. En las hogueras perecen un número indeterminado de ellos, que algunos autores elevan a mil y otros rebajan a doscientos. Éste es el origen del mote Bloody Mary, María la sangrienta, con que fue llamada por sus enemigos. Hoy Bloody Mary se ha popularizado como nombre de una bebida.
El 25 de octubre de 1555 Carlos V abdica en su hijo Felipe el trono de Flandes y, meses después, concretamente el 16 de enero de 1556, le cede el trono de España de las Indias y Sicilia. Cuando se retira a Yuste el avejentado emperador, que sólo contaba cincuenta y seis años pero que estaba achacoso, gotoso y falto de dentadura, pudo amargado meditar en el fracaso de sus sueños imperiales que definitivamente desaparecían con la cesión del trono de Alemania a su hermano Fernando.
Poco después se reproducía la tradicional guerra contra Francia, y Felipe corre otra vez hacia Inglaterra para conseguir la ayuda de este país. Llega a Inglaterra el 18 de marzo de 1557, consigue del Parlamento inglés que declare la guerra a Francia y, después de pasar la noche con su esposa, la última que pasarían juntos, sale otra vez hacia el continente. El 10 de agosto las tropas españolas triunfan en San Quintín y el 12 de setiembre se firma la paz. María Tudor, contenta ante las noticias, pide a su esposo que le envíe un retrato vestido con ropas militares. Felipe no tiene a mano más que uno pintado por Tiziano. No lleva yelmo, y en una carta Felipe explica a su esposa que no permite la etiqueta que se presente cubierto ante la reina.
Felipe II, a quien se le ha presentado siempre como fanático católico, intenta que el trono de Inglaterra pase a Isabel, protestante, en vez de a María Estuardo, católica, y lo hace con tanto más empeño cuando la Estuardo se casa con el delfín de Francia, más tarde Francisco II. Isabel ve con alegría que tiene a su favor no sólo a sus fieles protestantes sino también al católico rey de España.
Pero todo se está terminando. María, enferma, contrae una gripe y adivina que se acerca su final. El 5 de noviembre de 1558 el Consejo de Estado inglés le exige que nombre a Isabel como heredera del reino, y María así lo hace, poniéndole como condición que debía mantener la religión católica, cosa que Isabel promete y que luego no cumplirá.
El 17 de noviembre de 1558 María Tudor, reina de Inglaterra durante cinco años y reina de España durante tres, moría sin haber pisado nunca el suelo español.
El último acto católico celebrado en la catedral de Westminster fue su funeral, presidido por la protestante Isabel I, ya reina de Inglaterra.
Cuando Felipe II se enteró de la muerte de su esposa se recluyó durante unos días en un monasterio del que salió con la idea de casarse con Isabel I.