Isabel de Portugal
Lisboa, 1503 – Toledo, 1539
10 de mayo de 1525. Carlos I ha reunido a su consejo formado por dos italianos, cuatro flamencos y dos españoles. Falta uno, Hugo de Moneada, prisionero de los franceses. La situación es grave. En Italia las tropas españolas están pendientes de un ataque francés. No había dinero para pagar a los soldados, a los que se les debía meses de soldada. Carlos I está desanimado, quisiera estar al lado de los suyos combatiendo en Italia, y en vez de ello se encuentra en España en su empeño burocrático de arreglar las cosas.
En esto se anuncia la llegada de un correo procedente de Italia. Carlos I 110 puede reprimir un gesto de temor, pero, antes de dar la autorización para que el correo penetre en la estancia donde se encuentra, se abren las puertas de un empujón, se ve a los guardias apartados con violencia y un hombre que casi gritando se dirige al emperador:
—¡Majestad, el 24 de febrero hubo en Pavía una gran batalla! ¡La victoria fue nuestra! ¡Se ha derrotado al ejército francés y su rey ha sido hecho prisionero!
La emoción es grande. Nadie se atreve a decir nada y las preguntas que imaginan no acaban de salir por la boca. Carlos I murmura una y otra vez:
—¡El rey prisionero! ¡Francisco I prisionero! ¡El rey prisionero!
Luego, con un gesto a sus consejeros, sale del aposento y se dirige a la capilla. Se arrodilla en un reclinatorio y da gracias al Señor, mientras murmura:
—¡El rey de Francia prisionero! ¡El rey Francisco prisionero!
Después volvió a reunirse con sus consejeros y pidió detalles de la batalla. Supo así que Francisco había pedido escribir una carta a su madre. En ella se leían unas palabras que se han hecho célebres: «De cuanto tenía no me ha quedado más que el honor y la vida, que se han salvado». (Como se ve, en la célebre frase «todo se ha perdido menos el honor» se borra lo de la vida, que también tiene su importancia).
En los días siguientes fueron llegando al rey noticias complementarias: los generales franceses Bonnivet, La Palisse y Francisco de Lorena habían muerto en el campo de batalla y el ejército francés había sido diezmado. Francia estaba a merced del rey español y sus consejeros le sugirieron el ataque.
Pero Carlos I no lo hacía. ¿Por qué? Por dos razones principales. La primera porque Carlos no tenía ambición de conquista. Su sentido del honor le impedía hacer la guerra a un rey prisionero al que quería como aliado para bien de la cristiandad. La segunda razón era que no tenía dinero para pagar sus tropas. El oro de América había servido hasta entonces para sobornar a los electores alemanes para que le proclamaran emperador. El oro de América había pasado por España para ir a parar a los cofres de los banqueros flamencos sin dejar casi rastro de su paso por la península.
El dinero, éste era el problema principal de Carlos. Como dice Philippe Erlanger: «A pesar del saqueo del campamento francés, a pesar de los numerosos prisioneros que tendrían que pagar rescate, los soldados creían que sus jefes estaban todavía en deuda con ellos. Se debían catorce meses de sueldo a los seis mil lansqueretes de la guarnición de Pavía, cinco meses a los veinticinco mil reclutados por el condestable de Borbón y siete meses a los soldados de infantería españoles. Los caballeros llevaban esperando dos años».
¿Fue éste el problema que le hizo buscar para casarse a la hija del rey de Portugal, en aquel momento el más rico de los soberanos occidentales?
No es probable; en cambio, más cierto parece ser que la boda, que en las Cortes castellanas de 1525 se había instado al emperador, fue resultado de la política familiar de doña Leonor, reina de Portugal, viuda del rey Manuel I, quien de su matrimonio con María de Aragón, infanta de España, había tenido una hija llamada Isabel.
Escribe González-Doria:
«Nueve años hacía ya que el hijo de Juana I reinaba en España como asociado al trono de su madre, la reina propietaria, y cinco iban a cumplirse del momento en el que el 22 de octubre de 1520 se había coronado emperador de Alemania en Aquisgrán con el nombre de Carlos V de aquellos Estados. Y ante las Cortes de Toledo interpuso sus buenos oficios la reina viuda doña Leonor, logrando que su hermano el rey-emperador diese su doble conformidad a este proyecto: pedir para sí al rey Juan III la mano de su hermana Isabel, y otorgar él al nuevo monarca portugués la de la más pequeña de sus hermanas, la infanta doña Catalina, hija póstuma de Felipe el Hermoso, que no se había separado nunca de su infeliz madre, junto a quien llevaba ya varios años de reclusión en Tordesillas. Fue así cómo esta inteligentísima doña Leonor, que tan importantes servicios prestaría a su hermano en varias ocasiones, se convertía en cuñada de dos primos hermanos suyos y a la vez hijastros».
Para entonces, como es fácil suponer, don Carlos había sido pretendido para marido de casi todas las princesas solteras o viudas que había en Europa, pero él no había demostrado interés especial por el matrimonio. La categoría de los dos hijos bastardos que habían de sobrevivirle ha contribuido a aureolar la fama galante del emperador muy por encima de la realidad. La verdad es que al momento de ir a sellar sus capitulaciones matrimoniales con su prima hermana doña Isabel de Portugal, solamente se le había conocido al novio un galanteo amoroso de alguna trascendencia: tenía veintiún años, había sido ya proclamado emperador y se hallaba en Flandes, cuando conoció a una hermosa dama llamada Margarita van Gest, hija de los nobles flamencos Juan van Gest y María Vander; fruto de aquellas relaciones del emperador con la bella Margarita nació una niña en diciembre de 1522, a quien se puso el nombre de su madre, pero que, reconocida desde el primer momento por su padre, se le conoció históricamente con el dinástico apelativo de Austria, celebró por dos veces brillantísimos enlaces matrimoniales, llegó a ser gobernadora de los Países Bajos, y trajo al mundo nada menos que al famoso caudillo Alejandro Farnesio.
Una vez que el emperador hubo otorgado el consentimiento para la celebración del doble matrimonio que propuso su hermana doña Leonor, se envió desde Toledo a Lisboa como embajador a don Juan de Zúñiga, con el encargo de ultimar los preparativos para traer a España a la novia del rey, a quien su hermano Juan III de Portugal había dado en dote nada menos que novecientas mil doblas castellanas de oro de a trescientos sesenta y cinco maravedíes cada una. Ello da idea de la riqueza que disfrutaba la dinastía lusitana de Avis. El emperador, por su parte, según las capitulaciones firmadas el 23 de octubre de 1525, fecha del desposorio, daba a doña Isabel en arras la cantidad de trescientas mil doblas, para lo cual había hipotecado las ciudades de Obeda, Baeza y Andújar. Esto quiere decir, que si bien los príncipes portugueses eran muy ricos, la fortuna económica del rey emperador estaba muy lejos de correr pareja a la grandeza de sus Estados.
El 2 de enero de 1526 salieron de Toledo hacia Badajoz para recibir allí a la infanta portuguesa don Fernando de Aragón, duque de Calabria, el arzobispo de Toledo, los duques de Medina-Sidonia y de Béjar, y los condes de Aguilar, de Belalcázar y de Monterrey. Doña Isabel llegó a Elvas el 6 de enero, acompañada de sus hermanos los infantes don Luis y don Fernando y del duque de Braganza. Se determinó que la infanta, desposada con el emperador, por lo que ya se le daba título de emperatriz, entraría en España el día 7, para lo cual ambos cortejos llegaron hasta la misma raya fronteriza idealizada en el cauce del río Caya. La ceremonia de entrega de doña Isabel por sus hermanos a los enviados de don Carlos se efectuó de esta forma, según relata con lujo de detalles el celebrado autor padre Flórez:
«… a unos treinta pasos antes de la raya salió la emperatriz de la litera en que venía, subiendo a una hacanea blanca, en cuya disposición se apearon los portugueses a besarle la mano, llegando cada uno por su orden y, despidiéndose de ella, la trajeron los infantes a la raya de Castilla, donde los nuestros la esperaban. Apeáronse todos; besáronle la mano y volvieron a tomar los caballos. Hízose un gran círculo de las dos comitivas, portuguesa y castellana, que formaban un lucido anfiteatro cual jamás se había visto en aquel campo que lo era ya de competencia entre las dos naciones sobre quién habría de vencer en el brillo de galas y aderezos… Ceñían los costados de la emperatriz los infantes sus hermanos; acercáronse a ella el duque de Calabria, el arzobispo de Toledo y el duque de Béjar, y teniendo los sombreros en la mano, dijo el primero:
»—Señora, oiga vuestra majestad a lo que somos venidos por mandado del emperador nuestro señor, que es el fin mismo a que viene vuestra majestad.
»Y dicho esto mandó a su secretario que leyese el poder que traía del emperador para recibirla. Leído en alta voz, dijo el duque:
»—Pues vuestra majestad ha oído esto, vea lo que manda.
»Manteníase la emperatriz con real serenidad, pero callando. El infante don Luis tomó la rienda de la hacanea, y dijo al duque de Calabria:
»—Señor, entrego a vuestra alteza a la emperatriz mi señora, en nombre del rey de Portugal, mi señor y hermano, como esposa que es de la cesárea majestad del emperador.
»Y dicho esto se apartó del lado derecho de la emperatriz donde estaba y el duque, tomando el mismo lugar y rienda, dijo:
»—Yo, señor, me doy por entregado de su majestad en nombre del emperador mi señor.
»Los infantes besaron la mano de la emperatriz, mereciendo que su majestad los abrazase, y todos se despidieron muy de prisa por el sobresalto que los conturbaba».
Hasta casi dos meses después, no llegó la comitiva a Sevilla, donde debía celebrarse la misa de velaciones. La nueva reina llegó el 3 de marzo y tuvo que esperar al día 10 para dar lugar a que llegase el rey. El mismo día, con prisas, se celebró la ceremonia, oficiando el cardenal Salviati, legado pontificio, y actuando como padrinos el duque de Calabria y la condesa de Faro, portuguesa, que fue dama de la emperatriz en lo sucesivo.
¿Cómo era Isabel de Portugal? Sin duda alguna era bellísima, como lo demuestra el retrato de Tiziano que se conserva en el museo del Prado de Madrid. Según dicen, Tiziano no vio nunca a la emperatriz y el retrato fue hecho a través de otros, de peor factura, que pusieron a su disposición. De todos modos debió de reflejar con exactitud los rasgos de la reina, por cuanto Carlos I no sólo lo aceptó sino que lo tuvo siempre consigo instalándole, cuando quedó viudo, en la alcoba real, donde se pasaba largos ratos contemplándolo.
La feliz pareja se trasladó a Granada, ciudad que gustó tanto a Isabel que, por un momento, se pensó en instalar en ella la corte, y la idea pasó casi a la realidad por cuanto, para complacer a su esposa, Carlos I encargó construir en la Alhambra un palacio que dirigió Pedro Machuca, arquitecto formado en Italia. Esto sucedió en 1526 y las obras continuaron hasta casi cien años después, en 1621, en que «estando para cubrirse el edificio quebraron los empresarios de la renta de los azúcares, que era uno de los arbitrios consignados para la obra y el edificio quedó como hoy se encuentra».
En Granada fue donde Carlos I obsequió a su esposa con una desconocida flor que luego ha pasado casi a ser símbolo español: el clavel.
El 10 de diciembre salieron de Granada los soberanos para dirigirse a Valladolid, ciudad a la que llegaron el 24 de enero del siguiente año de 1527, instalándose la reina en el palacio de Pimentel, rodeada de sus damas, entre las que figuraba Isabel de Freyre, la musa inspiradora de Garcilaso de la Vega.
El 21 de mayo del mismo año de 1527 da a luz al que había de ser el futuro rey Felipe II.
Es conocida la anécdota según la cual cuando empezaron los dolores del parto hizo que la habitación quedara en la penumbra para que no se observasen los rictus de dolor en su cara, que pidió que fuera cubierta con un velo para más seguridad. Creía la reina que su dignidad le impedía mostrarse dolorida y gemebunda a los cortesanos. En un momento dado la comadrona le dijo que gritase para así aliviar el dolor, a lo que Isabel respondió en su lengua nativa:
—Nao me faléis tal, minha comadre, que en morrerei mas non gritarei.
Por cierto que el parto fue difícil y la comadre, doña Quirce de Toledo, le imploró que le permitiera solicitar el auxilio de los médicos, pero la reina fue inflexible, y sus médicos, Ruiz y Ontiveros, tuvieron que aguardar en la antecámara.
El día 5 de junio fue bautizado Felipe en la vecina iglesia de San Pablo. La tradición dice que fue sacado de palacio por la ventana que hace ángulo con la plaza, pero no hay constancia fehaciente del hecho.
El 12 de junio Isabel fue a la iglesia a la misa de parida y durante varios días hubo festejos populares en los que los nobles y el propio emperador participaron alanceando toros. Carlos I se llevó la palma, siendo aplaudido y festejado por la multitud. Pero días después, exactamente el 25 de junio, llegó a la corte la noticia del asalto y saqueo de Roma por las tropas imperiales. El emperador se indignó, mandó que se liberase al Papa, que había caído prisionero, castigar a los culpables, cosa que no sucedió, que se suspendieran las fiestas y la corte vistiera de luto.
Un año más tarde, en 1528, Isabel dio a luz un segundo hijo que fue llamado Juan. Murió al poco tiempo. En aquella época la mortalidad infantil era enorme. Y, cosa curiosa, el padre Flórez, en sus Memorias de las reinas católicas, menciona que, en este mismo año, la reina perdió un tercer hijo que murió a poco de nacer y que fue llamado Fernando. Y al año siguiente, 1529, el 21 de junio dio a luz esta vez a una niña a la que se le impuso el nombre de María, que más adelante casaría con el emperador Maximiliano II de Alemania. Al enviudar, volvió a España y se recluyó en el monasterio de las Descalzas Reales, que había fundado su hermana Juana, menor que ella, cuando quedó viuda del príncipe Juan Manuel de Portugal. Era el triste sino de las viudas de la época: el convento.
El emperador mientras tanto viajaba de cortes en cortes pidiendo dinero. Causa pena considerar cómo el oro que venía de América no se quedaba en nuestro país y que el gobierno estaba siempre sin blanca. Se entera del nuevo parto de su esposa mientras está en Aragón luchando con sus cortes, que le niegan reiteradamente los subsidios solicitados.
En una de estas visitas por tierras aragonesas es cuando sucede el pintoresco episodio ocurrido en Calatayud. El prognatismo exagerado del monarca le impedía cerrar del todo la boca, y un notable de la ciudad sin reparar en ello le dijo:
—Majestad, cerrad la boca que las moscas de este país son muy traviesas.
Se ignora la reacción y la respuesta de Carlos I.
Durante los viajes de su esposo, Isabel queda al frente del gobierno de España con el título de regente. Carlos había ido poco a poco enterándola de los asuntos del gobierno a la vez que estaba asesorada por los Consejos de Estado y de Guerra.
En el verano de 1529 Isabel enfermó de paludismo. Quiso hacer testamento creyendo llegada su hora, pero no fue así sino que curó, atribuyéndose la curación al agua de la fuente de San Isidro que había bebido con devoción. En este mismo verano emprende el emperador un viaje a Italia y Alemania que va a durar hasta la primavera de 1533. Continuamente escribe cariñosas cartas a su esposa, y es de notar que Carlos, que había tenido escarceos amorosos antes de casarse, de uno de los cuales, como se ha dicho, había nacido una hija, permanece fiel a su esposa sin que nadie le pudiera atribuir ninguna aventura erótica.
La guerra contra los turcos, que tan victoriosamente condujo el emperador, obligó a Isabel a reunir cortes en 1532, en Segovia. Pidió una ayuda extraordinaria para su esposo, pero no obtuvo más que 150 cuentos de maravedíes, lo que equivalía prácticamente al servicio ordinario. Los procuradores aprovecharon para pedir lo que ya era constante; es decir, que se impidiera a los extranjeros ocupar cargos públicos; que se pusiera orden en la recaudación de tributos; rápida administración de justicia y otras peticiones más curiosas, como las de que los médicos recetaran en castellano y no en latín y que no utilizaran abreviaturas, y que no se echara yeso al vino.
González Cremona, de quien es el párrafo anterior, apostilla: «Como puede apreciarse, los problemas de España no han variado mucho en cuatro siglos».
También de González Cremona son los párrafos siguientes:
«El paludismo no abandona a Isabel, que suele pasar los veranos en Ávila, por ser más sano que el de Madrid el clima de la ciudad de las murallas. Pero los inviernos, otoños y primaveras no descansa. Va a Toledo, a Valladolid, a Sevilla, a Barcelona y, cosa inusual para la época, embarca hasta Mallorca. Sin duda, aparte tantas otras cualidades, también había heredado de sus abuelos maternos la idea de la unidad de España». Unidad muy sui generis, añado yo.
Por fin, un día de comienzos de la primavera, llega el tan ansiado correo que anuncia el regreso del emperador, que ha dispuesto desembarcar en Barcelona. Con la emoción que es de imaginar, Isabel organiza la comitiva que ha de acompañarla a la Ciudad Condal, y que se integra con los príncipes, diecinueve damas de su corte y un lucido grupo de caballeros.
El 28 de abril de 1533, con todo el boato que podemos apreciar en la iconografía de la época, arriban las galeras de Andrea Doria, y de la nave capitana desciende el emperador. El encuentro de los imperiales cónyuges es tan afectuoso que emociona a los presentes, los que comprenden muy bien la prisa que Isabel y Carlos ponen en abandonar el fastuoso recibimiento.
Lamentablemente, las pertinaces fiebres de la emperatriz vuelven a presentarse, postergando las amorosas efusiones. Restablecida, puede acompañar a Carlos V a Monzón, donde se celebraban cortes.
Y aunque sea de pasada digamos dos cosas: primera, que la real pareja usaba casi siempre los títulos de emperador y emperatriz, por serlo de Alemania, cuando ni siquiera eran reyes de España, pues continuaba siéndolo Juana la Loca, que ni había abdicado ni había sido depuesta; y segunda, que cuando al regreso de Italia, una comisión del Consell de Cent barcelonés fue a preguntarle con qué título se le había de recibir el emperador respondió:
—Como de costumbre, pues más tengo en consideración el título de conde de Barcelona que el de emperador de romanos.
Y es que el título de conde de Barcelona es título de soberanía y no puede ser ostentado más que por el rey, pese a hechos que indiquen lo contrario.
Los viajes del emperador hacen que, cuando el 15 de junio de 1535 la emperatriz da a luz una niña, Carlos I se halla ausente de España y lejos de su esposa. La infanta, que será llamada Juana, casará con el príncipe Juan Manuel de Portugal, enviudará al año de su boda y tendrá un hijo póstumo, el que fue rey Sebastián de Portugal y cuya muerte en la batalla de Alcazarquivir dio lugar a la anexión del reino lusitano al español bajo el cetro de Felipe II.
¿Cómo era la vida en la corte durante la ausencia del emperador? Pues bastante aburrida. He aquí cómo el obispo Guevara describe una comida de la emperatriz en carta que dirige a Carlos I:
«A lo que decís de qué come y cómo la emperatriz, seos, señor, decir que come lo que come frío y al frío, sola y callando, y que la están todos mirando. Si yo no me engaño, cinco condiciones son éstas que bastará sólo una para darme a mí muy mala comida… Sírvese al estilo de Portugal, es a saber: que están apegadas a la mesa tres damas y puestas de rodillas, la una que corta y las dos que sirven; de manera que el manjar lo traen hombres y lo sirven damas. Todas las otras damas están allí presentes en pie y arrimadas; no callando, sino parlando; no solas, sino acompañadas; así que las tres dellas dan a la emperatriz de comer y las otras dan bien a los galanes que decir. Autorizado y regocijado es el estilo portugués; aunque es verdad que algunas veces se ríen tan alto las damas, y hablan tan recio los galanes, que pierden de su gravedad y aun se importuna su majestad».
Según el médico Villalobos, se comía poco y mal, lo que contrastaba con la abundancia de manjares que servían en la mesa del emperador, el cual, pese a la gota que le atormentaba, comía como un desesperado con una bulimia espantosa, pidiendo siempre platos nuevos y más abundantes, hasta el punto que, conociendo su afición por los relojes, un miembro de la corte o de su cocina le dijo un día:
—No sé qué más puedo servir a vuestra majestad como no sea un plato de relojes.
Era Isabel, aparte de hermosa mujer, de agradable trato, con sentido del humor, que a veces rozaba con la ironía, como cuando viendo al duque de Nájera muy acicalado y vistoso dijo a sus damas:
—Más viene el duque a que lo veamos que no a vernos.
Poco tiempo le quedaba de vida a la emperatriz. En 1539 llegó a Toledo y se alojó en el palacio de Fuensalida, donde se le reunió su esposo. Eran los últimos meses de felicidad para entrambos. Isabel estaba de nuevo embarazada, esperándose el parto para el verano, pero en abril un parto prematuro dio a luz un niño muerto. La emperatriz guardó cama y de ella ya no se levantó.
El 1 de mayo moría. Tenía treinta y seis años de edad y llevaba trece de feliz matrimonio.
Carlos I aquel día estaba en Madrid y, aunque se apresuró a salir hacia Toledo, no tuvo tiempo de ver a su esposa con vida. Se desesperó de tal forma y lloraba con tanto sentimiento que los cortesanos temieron por su vida y por su razón. Se retiró al monasterio de la Sisla, cerca de la Ciudad Imperial, y no quiso salir de allí. Se pasaba el día llorando y rezando.
Encargó de los detalles del entierro a su gran amigo y hombre de confianza Francisco de Borja, duque de Gandía y marqués de Lombay.
¿Estuvo Francisco enamorado de la emperatriz? Pudiera ser. Ella era admirada por todos y tal vez, platónicamente en todo caso, el duque estuvo bebiendo los vientos por ella. No sería extraño. Y tal vez también, teniendo en cuenta la muda adoración de Francisco hacia Isabel, Carlos I le encargó el traslado de los restos de su esposa a Granada. Sea como sea nadie puede dudar de la pureza de los sentimientos del duque de Gandía.
Nadie mejor que Fernando González-Doria para terminar esta semblanza. Sus palabras se encuentran en el libro Las reinas de España.
La única persona que en el palacio de Fuensalida parece hallarse serena, tal vez porque a su edad aún no ha alcanzado a comprender lo que ha de suponer para él la muerte de su madre, es el príncipe don Felipe, a quien falta solamente un mes para cumplir los doce años, y que ya ha recibido de su padre desde el monasterio de la Sisla la orden de presidir la comitiva que trasladará desde Toledo a Granada el cadáver de la emperatriz. Junto al príncipe hará las jornadas a caballo el duque de Gandía, que es quien llevará en su poder la llave con la que va a cerrarse el féretro, que deberá ser abierto al llegar a la cripta de la catedral de la ciudad que, exactamente trece años atrás, fuese testigo de la luna de miel de los emperadores.
Carlos I, desde su retiro de la Sisla, parece seguir con vidriosa mirada el avance del lúgubre cortejo por los campos de Castilla. A partir de este momento el emperador, salvo muy contadas excepciones, vestirá ya siempre de luto riguroso, un luto que guardarán también durante mucho tiempo todos sus nobles y vasallos. La despedida que Toledo ha hecho al cadáver de la emperatriz ha sido multitudinaria. El féretro es sencillo, y todavía hoy puede verse en la cripta granadina el ataúd primitivo donde quedó depositado al trasladarse los restos de doña Isabel en 1574 a El Escorial. Va, eso sí, cubierto por un repostero en el que están bordadas las armas del emperador, y es llevado a hombros de diez palafreneros, que se turnan por horas con otros diez, y a medida que avanzan, lejos de aminorar la marcha por el lógico cansancio, tienen mayor prisa por descargarse del féretro, y no precisamente porque éste resultase muy pesado.
Camina junto al duque de Gandía el príncipe de Asturias, y Francisco de Borja, que le observa frecuentemente, no le ha visto derramar ni una sola lágrima; ello es sin duda producto también de las ideas que doña Isabel ha enseñado a su hijo: «… de ella aprendió Felipe, por vías de sangre, aquel su catolicismo integèrrimo: ella le inculcó, asimismo, aquella inclinación no sólo a sobreponerse a los afectos de la vida, sino también a velarlos bajo la máscara de una fría y noble reserva».
La llegada de la fúnebre comitiva a Granada es ya legendaria, e inmortalizada ha quedado en el famoso cuadro que impropiamente se titula Conversión del duque de Gandía. Prescribía la etiqueta de la corte que el caballerizo de la emperatriz era el encargado de cerrar el féretro al depositar en él el cadáver, y a él competía la misión de abrirlo al llegar al lugar del enterramiento, para dar fe de que el cuerpo depositado en el ataúd seguía siendo el mismo.
El príncipe don Felipe saca un pañuelo de hilo y encaje, y algunos miembros de la comitiva piensan que por fin va a llorar el heredero, pero el pañuelo tiene en este caso solamente el destino de taponarse el príncipe con él la nariz. Los clérigos que han de hacerse cargo de los restos no pueden reprimir el dar un paso de retroceso ante el macabro espectáculo que se presenta y los palafreneros se sienten por fin aliviados, aunque dos de ellos se desmayan. Ni siquiera Gandía, que tan grabado lleva en la mente el rostro de la emperatriz, puede reconocerlo ahora en aquella masa informe, deshaciéndose, desintegrándose en vermes, tumores y gusaneras. Y Francisco de Borja no certifica que sea aquél el cadáver de doña Isabel de Portugal, respondiendo a la pregunta que se le ha hecho al efecto: «jurar que es su majestad no puedo, juro que su cadáver se puso aquí». Si añadió aquello tan profundo de «no volveré a servir a señores que se me puedan morir…», es algo en lo que ni los biógrafos de Gandía ni los de doña Isabel coinciden. Lo más probable es que solamente pensara la frase, sin pronunciarla, dejándola grabada en su mente, y trasladándola de allí a su voluntad por un firmísimo propósito de abandonar inmediatamente los placeres 11 que le había deparado el mundo con sus títulos, riquezas, honores y dignidades.
Francisco de Borja renunció después al mundo e ingresó en la Compañía de Jesús, de la que fue tercer general. Fue canonizado en 1671. Su fiesta se celebra el 10 de octubre.