Ana de Austria

Cigales, 1549 – Badajoz, 1580

El destino a veces tiene cosas bien extrañas. Isabel de Valois había estado prometida con el príncipe Carlos antes de casarse con Felipe II. Al príncipe Carlos también estaba destinada Ana de Austria, la que fue cuarta y última esposa del rey Felipe.

El mismo día del fallecimiento de Isabel de Valois, el nuncio de su santidad en Madrid escribía a Roma diciendo que la corte española daba por seguro que el rey volvería a casarse, lo cual no es de extrañar por cuanto el ansia del rey era tener el deseado hijo que pudiese heredar sus Estados.

En principio se vaciló entre Ana de Austria, hija de Maximiliano II y sobrina del rey español, y Margarita de Valois, hermana de la fallecida reina Isabel, y por tanto cuñada del rey.

A ello aludía el nuncio de su santidad cuando decía que el Vaticano sabría antes que nadie la decisión del rey por cuanto, en ambos casos, era necesario pedir a Roma la oportuna dispensa de consanguinidad.

Las razones que decidieron a Felipe II a inclinarse por Ana y no por Margarita fueron probablemente políticas. Por un lado, Francia tenía conflictos entre católicos y protestantes, lo cual hacía improbable cualquier actividad del país vecino en Flandes o en Italia; en cambio, Maximiliano de Austria podía proporcionar la protección necesaria a los intereses españoles en los Países Bajos y en Italia.

No hay duda de que fueron razones políticas y no sentimentales las que llevaron al rey a su cuarto enlace, si las primeras se han enunciado digamos para aseverar las segundas que el rey Felipe vistió de luto a la muerte de Isabel de Valois y no se lo volvió a quitar en su vida.

Felipe tenía cuarenta y un años, Ana de Austria veinte. Había nacido en España, concretamente en Cigales, pueblo próximo a Valladolid, hablaba perfectamente el castellano y era una joven rubia de mediana estatura nada extraordinaria de cara, pero de buen ver. El nuncio decía en una de sus cartas a Roma que era modesta, humilde y devota.

El 4 de mayo de 1570 casaba Ana por poderes con su real novio. La boda se celebró en Praga, en el castillo que domina la ciudad. Representó al novio el archiduque Carlos, hermano del emperador. La novia vestía un traje de raso carmesí bordado en oro, plata y pedrerías, con las mangas de tela de plata adornadas en oro y, después de la ceremonia, se aceleró una recepción en la que Ana estuvo sentada en el estrado a la misma altura que sus padres, pues ya era reina como ellos.

Sólo a finales de junio, casi dos meses después de la boda, empezó el viaje de la nueva reina hacia España. Pasando por Nuremberg la comitiva, después de tres semanas empleadas en recorrer unos seiscientos kilómetros, llegó a Spira, de donde salió el 1 de agosto con dirección a su reino.

A las nueve de la mañana del día fijado, después de oída misa, Ana se despidió de la emperatriz, de la archiduquesa Isabel y de todo el mundo «con el sentimiento que se deja considerar» y, montando a caballo, se dirigió al embarcadero. A su lado cabalgaban su padre, el emperador Maximiliano II, y sus tres hermanos, los archiduques Matías, Alberto y Wenceslao. En la comitiva, espléndida y rumorosa, figuraban también el arzobispo de Munster y el gran maestre de la orden teutónica, encargados de hacer la entrega de la nueva reina de España al duque de Alba en el límite de los dominios españoles de Flandes.

Mientras la joven reina de España subía a caballo, su madre, llorosa y emocionada, estuvo en una ventana de la residencia imperial y no se retiró hasta que el cortejo hubo desaparecido de su vista. Llegados al embarcadero, todos se despidieron, subiendo a la barca sólo los más allegados, para asistir a la comida. Después de ésta, el archiduque Matías se despidió también y la flotilla levó anclas, partiendo Rin abajo. A la mañana siguiente el emperador se despidió de sus hijos. Se encerró con Ana en la cámara que ésta ocupaba en el barco y estuvo un buen rato a solas con ella, «con tanta ternura, que se le pareció bien en el rostro cuando salió a meterse en una barca con que pasó de la otra parte del agua donde tenía sus coches y se volvió a Spira»[12].

El viaje continuó hasta que el 25 de setiembre se embarcó la reina con su séquito en el puerto de Bergen-op—Zoom, llegando a Santander ocho días después, el 3 de octubre de 1570, exactamente dos años después del fallecimiento de Isabel de Valois.

De Santander a Burgos tardaron siete días, a pesar de que el tiempo, que era espléndido, favorecía la comitiva. El día 11 de noviembre llegaban a Valverde, cerca de Segovia, a donde llegó el día siguiente en medio del entusiasmo del pueblo, entre el que se mezcló el rey ansioso de ver a su cuarta esposa.

El día 14 tuvo lugar en el alcázar segoviano la misa de velaciones, siendo de notar que el archiduque Wenceslao de Austria, hermano de la reina, que la había acompañado durante todo el viaje y que actuaba como padrino, vistió de negro como homenaje a Felipe II. Doña Ana se dio cuenta en seguida de que su cometido no era el de hacer olvidar al rey a su anterior esposa, sino el de provocar en su real consorte un nuevo amor, lo que dice mucho del tacto e inteligencia de la nueva reina.

De Segovia pasaron los reyes al palacio de Valsain, y el 26 de este mismo mes de noviembre hacen los reyes su entrada en Madrid.

Allí esperaban a la reina las infantas Isabel Clara Eugenia, de cuatro años, y su hermana Catalina Micaela, de tres, a las que se les había dicho que su madre iba a volver del cielo. En cuanto vio Isabel Clara Eugenia a doña Ana se echó a llorar diciendo:

—Ésta no es mi madre, ésta tiene el pelo rubio.

Con habilidad, Ana de Austria se inclina hacia las pequeñas y les dice que efectivamente no es su madre, pero que iba a quererlas tanto como si lo fuese. Y, en efecto, fue así, pues puso en las infantas un cariño maternal al que correspondieron ellas con afecto verdaderamente filial.

¿Se enamoró Ana de su esposo? ¿Se enamoró Felipe de su esposa? No lo sabemos; lo que sí es cierto es que la vida en la corte se parecía mucho a la de los matrimonios de conveniencia de la burguesía del siglo XIX. Incluso si es verdad que Felipe II tuvo relaciones íntimas con la princesa de Éboli, viuda de su íntimo amigo Ruy Gómez de Silva, esto añadiría más similitud con la burguesía decimonónica y daría al ambiente conyugal de los reyes un aire muy a lo Balzac o a lo Pérez Galdós.

Los gustos de la real pareja eran muy sencillos. La reina no gustaba de las fiestas brillantes de la corte y del ceremonial que acompañaba los actos de los reales consortes.” Como buena alemana, sentía afición a la naturaleza, los montes, los árboles y se encontraba a su gusto en El Escorial, donde practicaba la caza, tanto con ballesta como con arcabuz. Mientras el rey trabajaba en su despacho, ella cosía o secaba la tinta de los documentos que escribía echándole la arenilla o salvilla. Todo ello en silencio. No podemos imaginar una escena más burguesa. Aunque parece mentira, éste era el ideal de vida de Felipe II, quien dijo muchas veces:

—A no ser rey no apeteciera el ser duque, ni conde, ni marqués, sino ser un caballero de hasta seis u ocho mil ducados de renta desobligado de las cargas y obligaciones de los titulados grandes señores.

El rey visitaba a su esposa por lo menos tres veces al día. Por la mañana, antes de oír misa, más tarde para tomar juntos un refrigerio y por la noche. Eran casi los únicos momentos en que solían estar solos sin los infantes.

El embajador veneciano Badoero describe la alcoba real y explica que en ella había dos camas bajas separadas dos palmos una de otra y cubiertas con una cortina de tal manera que parecían una sola.

El tálamo nupcial era el lugar más importante para el rey Felipe. Empieza a sentir los dolores de la gota, ya no puede bailar como lo hacía con su anterior esposa; por otro lado, Ana, de costumbres más sencillas, había cambiado el ambiente de tal forma que el embajador francés afirma que parecía un convento de monjas.

De todos modos, no le faltaban energías al rey, por cuanto el 4 de diciembre de 1571 nacía un niño al que se le puso el nombre de Fernando, debido a la admiración que el rey sentía hacia la figura de su bisabuelo Fernando el Católico.

El 12 de agosto de 1573 nace un segundo hijo, al que se le impone el nombre de Carlos Lorenzo, y el 12 de julio de 1575 nace el tercer hijo, que es bautizado con el nombre de Diego y que viene a sustituir a Carlos Lorenzo, fallecido días antes.

No para aquí la descendencia del rey. El 14 de abril de 1578 nace un cuarto hijo, al que se le pone por nombre Felipe, y que será el futuro rey Felipe III.

El infante Fernando, príncipe de Asturias, fallece ese mismo año, cuando cumplía siete de edad.

La corte se ha visto precisada a guardar luto en varias ocasiones, con lo que ya puede uno figurarse lo que debieron ser aquellas temporadas de duelo oficial en un ambiente que de suyo había dejado de ser risueño desde 1568. Fue la primera en desaparecer, después de casados los reyes, aquella hermana que tan unida estaba a Felipe II, la princesa viuda de Portugal, doña Juana, el 8 de diciembre de 1573, con lo que se ahorró la pena de conocer la misteriosa desaparición de su hijo don Sebastián. Falleció en 1574 el rey Carlos IX de Francia, cuñado del rey Felipe, como hermano de Isabel de Valois, y cuñado también de la reina Ana, como esposo de su hermana la archiduquesa Isabel de Austria. Hemos dicho que en julio de 1575 perdieron los reyes a su segundo hijo, el infante Carlos Lorenzo, y ese mismo año fallecía también la reina viuda de Portugal, doña Catalina de Austria, hermana pequeña del emperador Carlos V, última superviviente de los hijos que tuvieron doña Juana la Loca y don Felipe el Hermoso. En 1576 le tocó el turno al emperador Maximiliano II, padre de la reina de España, y, unos días antes de que falleciese el primogénito de este cuarto matrimonio del rey, se apagaba en Bouges, cerca de Namur, en Flandes, la vida de don Juan de Austria, cuando sólo contaba treinta y tres años de edad, el 1 de octubre de 1578[13].

Se está terminando de construir el monasterio de San Lorenzo de El Escorial. Por orden expresa de Felipe II se trasladan a él los cadáveres de su padre y de su madre y sus esposas fallecidas. Cada cadáver va acompañado de un duque y un obispo.

Felipe II ha sido siempre más negociador que guerrero, pero esta vez se ve obligado a combatir defendiendo sus derechos a la corona de Portugal, cuya sucesión le corresponde por línea materna, puesto que los sucesores por línea paterna eran bastardos. Catalina, esposa del duque de Braganza, era hija única e ilegítima de don Eduardo, hermano del rey, cardenal de Portugal. Antonio, prior de Crato, era también hijo único e ilegítimo de don Luis, otro hermano del rey.

El duque de Alba es llamado de sus tierras para dirigir la lucha contra las tropas del prior de Crato. El duque estaba enfermo y algo enemistado con el rey, pero éste pensó que era el mejor guerrero que podía encontrar y a aquél la posibilidad de luchar le curó de sus achaques, aunque fuese momentáneamente.

El pueblo portugués vacilaba entre ser súbditos del rey de España o del prior, cuyas ambiciones desagradaban a la mayoría de los portugueses. Fuera lo que fuere, la guerra se redujo a un paseo militar. Pero cuando todo parecía tranquilo, el rey Felipe contraía la gripe, que por aquel entonces diezmaba poblaciones enteras.

Los días pasan y el estado de salud de Felipe empeora, y en esto narra el padre Flórez: «… poniéndose la reina en fervorosa oración, ofreció a Dios su vida porque no quitase al reino y a la Iglesia la de su marido tan sumamente necesaria a todos, y oyó Dios su oración, pues, mejorando el rey, cayó mala la reina y el que en aquél fue sólo amago de la Parca en ésta fue irresistible golpe».

Felipe, durante su enfermedad, hizo testamento, en el cual disponía un consejo de regencia, pero no dejaba a la reina como gobernadora del reino, según era costumbre. Don Antonio de Padilla, que acompañaba al rey en su calidad de letrado, descubrió este pormenor a la reina, la cual se quejó amargamente a Felipe, atribuyendo la disposición a poco amor y estimación. El rey dio explicaciones que no se sabe si contentaron o no a doña Ana. Por lo que respecta al delator, el rey le llamó a su presencia, y una sola mirada y unas pocas palabras de reprensión bastaron para castigar al delator, que murió de pena a los pocos días.

La enfermedad de la reina se agravó y los médicos no supieron encontrar el remedio. La gripe acabó con la vida de doña Ana, que murió el 26 de octubre de 1580, cuando le faltaban seis días para cumplir treinta y un años. El rey Felipe quedaba viudo por cuarta vez a los cincuenta y tres años de edad, sobreviviendo dieciocho más a su última esposa.

El cuerpo de la reina fue enterrado en El Escorial.

Pero el miedo de quedar sin descendencia masculina en aquellos tiempos de tanta mortalidad infantil hizo pensar a Felipe II en un quinto matrimonio.

En el momento del fallecimiento de la reina vivían cinco hijos del rey: las infantas Isabel Clara Eugenia y Catalina, hijas de Isabel de Valois; el príncipe de Asturias don Diego, y los infantes Felipe y María, hijos de la reina Ana.

En 1582 fallecía su hijo Diego, y ello incitó a Felipe II a programar su quinto enlace, esta vez con la hermana de Ana de Austria, Margarita, que, al morir la reina de España, tiene trece años; es decir, cuarenta menos que el rey.

Pero este enlace no se celebrará nunca: Margarita ingresó en el convento de las Descalzas Reales, donde pasó el resto de su vida después de haber profesado sus votos definitivos en 1584 ante Felipe II y toda su corte.

El rey vio cómo la mujer que había escogido se unía a un esposo más poderoso que él.