Isabel de Valois
Fontainebleau, 1546 – Madrid, 1568
Muerta María Tudor, Felipe II pensó en casarse con la reina Isabel de Inglaterra, pero varios inconvenientes imposibilitaron la realización del proyecto. Uno de ellos era la religión protestante de la reina. Felipe quería que Isabel abjurase del protestantismo, cosa que Isabel no quiso hacer, no se sabe si por convicción religiosa o porque estaba segura de que con ello se enajenaría la obediencia de sus súbditos protestantes, que eran mayoría.
Otro inconveniente era la imposibilidad de la reina de tener hijos. Los historiadores ingleses de la época la denominaron «la Reina Virgen», en lo que llevan muchísima razón, aunque omitieron la causa de tal virginidad, que es que la reina Isabel por una malformación congénita no tenía vagina.
Los proyectos matrimoniales de Felipe II tuvieron que cambiar de dirección y volvió para ello sus ojos a Francia.
Francisco I, el rey francés derrotado en Pavía, había muerto de sífilis, sucediéndole su hijo Enrique II, casado con Catalina de Médicis. La enfermedad del rey francés tiene un origen muy curioso. Se había enamorado o por lo menos encaprichado de una bella y joven dama de la corte que era conocida por todos con el nombre de la Bella Ferronniére por estar casada con el señor Le Ferron. Si la dama acogió con alegría las proposiciones del rey, no fue así con su marido, que no se contentó con su papel de cornudo, aunque fuese por obra del rey. Para vengarse no se le ocurrió otra cosa que frecuentar los peores prostíbulos de París hasta contraer lo que en Francia se llamaba «mal italiano», en otras partes «mal francés» y que, desde el poema de Fracastor Syphillis sive de morbo gallico, ha sido conocido con el nombre del protagonista: un pastor que había contraído este mal. Una vez comprobado que se hallaba infectado, Ferron se acostó con su esposa, inoculándole el mal, y ella a su vez lo transmitió a su real amante. Como se ve, la combinación es casi sainetesca y lo sería del todo si no fuese por sus desagradables consecuencias. En el museo del Louvre existe un retrato hecho por Leonardo da Vinci conocido como La Bella Ferronniére, aunque los expertos han averiguado que representa a una dama italiana llamada Lucrezia Crivelli.[8]
Enrique II de Francia, casado con Catalina de Médicis, había empezado su vida amorosa a los quince años de edad, cuando se convirtió en amante de Diana de Poitiers, veinte años mayor que él. Estas relaciones duraron toda la vida del rey, que murió a los cuarenta y un años. Esta casi matrimonial relación no le impidió cumplir con sus deberes conyugales, ya que la pareja real tuvo nada menos que diez hijos, y era la propia Diana de Poitiers la que incitaba a su amante a cumplir con su deber, a lo que correspondió el rey nombrándola aya de sus hijos. Como puede verse, casi un vodevil.
Cuando Enrique era el delfín de Francia el 13 de abril de 1546, nacía en el castillo de Fontainebleau su segundo hijo, una niña a la que se impuso por nombre Isabel, que a los tres años de edad fue prometida en matrimonio con el rey de Inglaterra Eduardo VI. Pero en 1553 fallecía el rey inglés y en la busca de un nuevo pretendiente surgió el nombre de don Carlos, hijo de Felipe II, enlace que se acordó en 1558, cuando Isabel tenía doce años y don Carlos trece.
Era el príncipe Carlos un muchacho enfermizo y retrasado a quien le hizo mucha ilusión su prometido enlace al contemplar el retrato que de su novia había enviado la corte francesa a la corte española.
Pero si cuando se iniciaron las negociaciones para el enlace vivía todavía la segunda esposa de Felipe II, la muerte de María Tudor hizo cambiar los planes. La alianza matrimonial con Francia era absolutamente necesaria y, comprendiéndolo así, y viendo que la boda de su hijo Carlos tardaría mucho en realizarse, Felipe II decidió sustituir a su hijo y ofrecerse él mismo como esposo de Isabel. La idea tenía una mera base política, ya que fue la política la que dirigió los cuatro matrimonios del rey Felipe, La historiografía protestante y los autores románticos dieron una versión sentimental del hecho magnificando la figura de don Carlos y ennegreciendo la del rey. Recuérdese a este respecto el Don Carlos de Schiller o el Don Cario de Verdi, basado en el drama del autor alemán.
El 22 de junio de 1559 se celebraba en la catedral de Nuestra Señora de París la boda de la princesa Isabel de Valois con Felipe II, representado por poderes por el duque de Alba.
El magnate había llegado de Bruselas acompañado de un brillante séquito en el que figuraba la flor de la corte de Felipe II: Ruy Gómez de Silva, el príncipe de Orange, el conde de Egmont y muchos otros. Los enviados españoles llegaron a París unos días antes al señalado para la boda. Una inmensa multitud los contemplaba curiosamente mientras atravesaban la capital, en cabalgata rumorosa, hasta llegar al Louvre. El duque se arrodilló ante el rey, que le aguardaba, el cual le hizo levantar y, cogiéndole amistosamente del brazo, penetraron ambos en el gran salón, donde esperaban Catalina e Isabel rodeadas de toda la corte. Alba se arrodilla a los pies de la princesita besándole el borde del vestido. Ella pierde el color del rostro y se pone en pie para escuchar así el mensaje que, en nombre de su novio, don Fernando lee con fuerte voz.
La ceremonia tuvo lugar, como se ha dicho, en la catedral de Nuestra Señora, el 22 de junio. La corte vistió sus mejores galas para celebrar una fiesta que hacía subir al trono más alto de Europa a la más gentil de sus princesas. Un cortejo imponente marchó desde el palacio del obispo a Nuestra Señora. Numerosos criados arrojaban monedas a la inmensa multitud que se apretujaba para ver a la novia. La catedral había sido adornada con la misma riqueza que si el propio rey de Francia fuera a contraer matrimonio. Isabel, alta y morena, realzaba su belleza con un traje de tejido de oro tan cubierto de pedrerías que apenas se distinguía la tela que lo formaba. Sobre los negrísimos cabellos de su erguida cabeza llevaba una corona cerrada en cuyo centro una espiga de oro sostenía un deslumbrador diamante que su padre le había regalado. Se apoyaba en el brazo de Enrique II. Llevaban la cola del gran manto de terciopelo azul, su hermana Claudia, duquesa de Lorena, y su cuñada María Estuardo, reina de Escocia y delfina de Francia. El acompañamiento era digno de su belleza y su gracia: dos reinas, las de Francia y Navarra, seguidas de sus damas de honor, todas vestidas de seda color violeta con adornos de oro, y una infinidad de princesas, duquesas y otras damas de la más alta nobleza de Francia fueron con ella hasta el altar. Terminada la ceremonia, Ruy Gómez se adelantó y puso en el dedo de la que ya era reina de España una sortija adornada con un diamante fabuloso; era el primer regalo de Felipe de España a su tercera mujer[9].
A esta ceremonia nupcial siguieron una serie de fiestas a cuál más aparatosa, la última de las cuales fue un gran torneo que se realizó en el patio del palacio Des Tournelles. Enrique II era hombre dado a los deportes, fuesen ésos la caza, las cabalgatas, la lucha, los torneos o los juegos de pelota. Como final de las fiestas se había organizado un torneo en el que participaban los más brillantes caballeros de la corte francesa, entre ellos, como es natural, no podía faltar el rey, que justó con cuantos adversarios se le pusieron por delante, venciéndolos a todos. Cuando estaba ya retirándose, se dio cuenta de que el conde de Montgomery había puesto su lanza en alto por haber sido vencedor de sus adversarios. El rey quiso también luchar contra él y en el choque se rompió la lanza del conde con tan mala fortuna que una astilla penetró por los intersticios de la visera real, incrustándose en un ojo. El rey vaciló sobre su cabalgadura y cayó al suelo. Se llamó en seguida a los médicos de corte, que no sabían qué hacer en aquel caso. Por de pronto se hizo decapitar a cuatro condenados a muerte y en sus cabezas se reprodujo la herida del rey de la mejor manera que se supo. Desgraciadamente, la ciencia de aquel tiempo no pudo hacer nada y el rey moría cuatro días después.
A las alegrías por la boda de Isabel sucedían los llantos por la muerte del rey. En poco tiempo Isabel había pasado a ser casada y huérfana. Pero a rey muerto rey puesto, y el hijo de Enrique II fue proclamado rey con el nombre de Francisco II y coronado en Reims el día 14 de setiembre de 1559. Al acto acude Isabel, que recibe los honores debidos a su condición de reina de España.
Todos estos hechos hicieron retrasar la partida de la nueva esposa de Felipe II hacia su nuevo país. No fue hasta enero del siguiente año 1560 cuando Isabel sale del castillo de Blois camino de su reino. Su equipaje es tan voluminoso que su parte más importante es enviada por mar a España, pues sería difícil encontrar las necesarias acémilas, sin contar las dificultades que representaba su transporte por tierra teniendo que atravesar los Pirineos.
El viaje es duro; hasta el 30 de enero no llega a la frontera y allí la sorprende una tempestad de nieve tan grande que no recordaban otra semejante los más viejos habitantes de Roncesvalles, a cuyo monasterio llegó la comitiva a duras penas y con sus componentes transidos de frío y habiendo perdido algunos mulos portadores de equipajes de las damas del séquito de la reina. Los pobres animales habían resbalado y caído por los precipicios pirenaicos, de lo que se responsabilizó a los acemileros.
En la gran sala del monasterio tiene lugar la entrega de la reina a los representantes del rey español. Es curioso anotar los términos en que se hace la entrega por parte francesa: «Os entrego esta princesa que he recibido de la casa del mayor rey del mundo para ser entregada entre las manos del rey más ilustre de la tierra». El cardenal de Burgos contestó con una culterana oración muy al estilo de la oratoria de la época. El discurso, difuso y prolijo, fue contestado por la reina en tono jovial y en un castellano correcto, pues no se olvide que esta lengua era como el inglés, hoy en día la más universal y usual de su tiempo.
Continúa la caminata de la comitiva hasta llegar a Guadalajara, donde se alberga en el palacio del Infantado, pues Felipe II ha escogido esta ciudad como homenaje a la familia Mendoza, titulares del ducado del Infantado.
El 28 de enero de 1560 llega la regia comitiva a Guadalajara, aposentándose en el espléndido palacio. Dos días después arriba Felipe desde Toledo, donde había reunido cortes, e, impaciente por conocer a Isabel, espía su paso desde la penumbra de un corredor.
Al día siguiente, 31 de enero, se bendijo la unión en la capilla de palacio, oficiando el cardenal Mendoza; el día pasó entre banquetes y fiestas, y, al llegar la noche, se planteó un nuevo problema. La condesa de Clermont exigió que se respetara la tradición francesa de bendecir el lecho nupcial el mismo religioso que oficiara la misa de velaciones, y, después de las consabidas discusiones, se aceptó la sugerencia-imposición. Pero el cardenal está durmiendo, y se recurre al obispo de Pamplona. Cuando éste llega ante la puerta de la estancia nupcial se la encuentra cerrada con doble llave, y tiene que limitarse a bendecir el lecho desde allí.
Contra lo que con toda seguridad los de afuera creían, en el interior de la bien guardada cámara no se estaba consumando el matrimonio. Con sus catorce años aún sin cumplir, Isabel era impúber. Sólo unos meses más tarde pudieron los cónyuges realizar la ansiada unión.
Según la leyenda negra, antes mencionada, a la boda asistió en calidad de testigo el príncipe don Carlos, afirmando que en aquel momento el príncipe se enamoró de la reina y ésta del príncipe, comenzando así los celos de uno y la pena de la otra. Pero nada es más falso. Por una parte, el príncipe no asistió a la ceremonia por estar enfermo de cuartanas y, por otro lado, la leyenda quiere hacer ver que la diferencia de edad en los nuevos esposos pesaba en el ánimo de Isabel, prefiriendo a Carlos, que contaba entonces catorce años. Todo ello es absurdo. Felipe tenía treinta y dos años, el pelo rubio, por lo que parecía más flamenco que español, aire juvenil, delgado y facciones más que correctas. Carlos era un muchacho con la cabeza grande, el cuerpo enclenque, una pequeña giba en la espalda y una pierna más corta que otra; es decir, todo lo contrario de como nos lo presentan los novelistas y no historiadores románticos.
Isabel tiene catorce años; es decir, esta edad en que las niñas se creen mujeres porque empiezan a serlo. Brantóme dice que «tenía hermoso rostro y los cabellos y ojos negros, su estatura era hermosa y más alta que la de todas sus hermanas, lo cual la hacía muy admirable en España, donde las estaturas altas son raras y por lo mismo muy apreciadas; y esta estatura la acompañaba con un porte, una majestad, un gesto, un caminar y una gracia mezcla de la española y la francesa en gravedad y en dulzura». Por su parte, el cronista Cabrera de Córdoba la describe «de cuerpo bien formado, delicado en la cintura, redondo el rostro, trigueño el cabello, negros los ojos, alegres y buenos, afable mucho».
Añádase a ello la diferencia de edad ya citada que influye sin duda en el ánimo de Isabel, pero en sentido contrario a como lo presentan ciertos autores. Una muchacha es más mujer a los catorce años que un muchacho es hombre a la misma edad. No hay duda que en el ánimo de una mujercita de catorce años influye más el trato de hombre a mujer que puede proporcionar un galán de treinta o treinta y cinco años que no la camaradería de un muchacho de su misma edad.
Los retratos que de Isabel se conservan muestran que si no era clásicamente hermosa, tenía, en cambio, el rostro mignon y la figura grácil y esbelta. Además tenía la elegancia y el charme de los Valois, todo lo cual la hacía sumamente atractiva. No cabe duda que, en España, gozaba, además del prejuicio favorable que, entre nosotros, acompaña a las francesas. Así Brantóme asegura haber oído decir que «los cortesanos no se atrevían a mirarla por miedo a enamorarse de ella y despertar celos en el rey su marido y, por consiguiente, correr peligro de la vida»; y que «los hombres de iglesia hacían lo mismo por temor a caer en tentación, pues no confiaban tener bastante fuerza y dominio sobre su carne para guardarse de ser tentada por ella». Afirmaciones que si son seguramente excesivas, resultan elocuentes respecto a la fama de que gozaba la belleza de Isabel entre los súbditos de su esposo.
A finales de 1560 Isabel tuvo la primera regla y Felipe II se decidió a consumar el matrimonio, lo cual no fue fácil porque, como el embajador francés escribía a la reina Catalina de Médicis, «la fuerte constitución del Rey causa grandes dolores a la reina, que necesita de mucho valor para evitarlo».
La corte española era muy distinta a como nos la pintan algunos historiadores, que ven como únicas diversiones los autos de fe. Al rey Felipe II le gustaba mucho bailar y al parecer lo hacía con gracia compartida por la de su esposa. Se celebraban pequeñas y grandes fiestas, entre las que figuraban las partidas de caza que tanto gustaban a la reina por ser una magnífica cazadora con ballesta.
Era también Isabel coqueta y algo malgastadora, pues sus vestidos los usaba una sola vez y, como puede verse por los retratos de la época, no eran precisamente sencillos. Se dice que hizo venir a España a un sastre de París que hizo mucho dinero al servicio de la reina y de sus damas, a las que proporcionaba además de vestidos, perfumes, lociones, polvos y lo que ahora llamaríamos complementos del vestir. Ni que decir tiene que muchos de sus clientes eran caballeros que compraban para sí o para sus damas legítimas o no.
A todo ello hasta mayo de 1564 no llegó el deseado embarazo de la reina, cosa que satisfizo al rey, pues, aparte de la natural alegría por volver a ser padre, esperaba con ansia el nacimiento de un nuevo vástago masculino, ya que le preocupaba hondamente la salud física y mental del enfermizo príncipe de Asturias, don Carlos.
Pero el embarazo provoca gran malestar a la reina. Vahídos, dolores de cabeza, vómitos. Consultados los médicos, éstos recomiendan abundantes sangrías, con lo cual no hacen más que provocar un aborto de dos mellizos de tres meses.
El rey quedó muy afectado por ello, hasta el punto de que arrepentido de su vida extramatrimonial prometió «cesar en aquellos amores pasados que mantuvo fuera de casa». La protagonista de estos escarceos extramatrimoniales era doña Eufrasia de Guzmán, con la que había iniciado lo que hoy se llamaría un romance a poco de llegar la reina Isabel a España y ver el rey que no podía consumar el matrimonio.
Todo ello sucedía en Madrid, a donde se había trasladado la corte. Los reales esposos se instalaron en el alcázar, sombrío, y que tuvo que ser acondicionado para recibir a los reyes. Era entonces Madrid una ciudad, o mejor dicho una villa, de unos doce mil habitantes. El traslado se había hecho a consecuencia de unas viruelas benignas que había sufrido la reina y que no dejaron huellas en su rostro gracias a unas cremas que desde París le había enviado Catalina de Médicis. Más adelante volvió a reproducirse la enfermedad, que tampoco afeó su rostro, tal vez debido a los potingues maternales o tal vez por estar casi ya inmunizada por la primera enfermedad. Se creyó que el clima de Madrid era más sano que el de Toledo y allá se trasladó la corte, que por fin se vio fijada definitivamente en una capital. Como, por otra parte, se habían iniciado ya las obras del real monasterio de San Lorenzo de El Escorial, Felipe II se encontraba más cerca de la obra en la que había puesto tanta ilusión.
El 12 de agosto de 1566, la reina Isabel da a luz una niña que fue bautizada con los nombres de Isabel, Clara, Eugenia en honor de su abuela la emperatriz Isabel, esposa de Carlos I, de la santa del día y de san Eugenio, de quien era muy devota la reina Isabel, hasta el punto de pedir a su hermano el rey de Francia el regalo del cuerpo del santo que fue llevado desde Saint-Denis a la catedral toledana.
Un año después da a luz la reina una nueva hija, que recibe el nombre de Catalina Micaela, con evidente disgusto del rey, que había vuelto a esperar un hijo varón, pues se iban acentuando las desavenencias con su hijo el príncipe don Carlos, cada vez más desquiciado.
En estos momentos tienen lugar unas fuertes revueltas en Flandes y el rey está dispuesto a trasladarse allí, pero no se atreve a hacerlo para no dejar la regencia en manos de su hijo. Ello produjo en don Carlos un gran disgusto, que le duraría toda la vida, pues ya se veía regente del reino. El Consejo de Estado recomendó que el rey se quedase en España, mandando a Flandes a una persona de confianza, que fue don Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel, tercer duque de Alba. Aceptó éste el encargo y fue a presentar sus respetos al príncipe, pero éste, que creyó ver en el nombramiento del duque una ofensa a su persona, sacó un puñal queriendo matarle. El duque era corpulento y no le costó nada reducir al príncipe, y al ruido y gritos de éste entraron los guardias y otros caballeros que apoyaron al duque y tranquilizaron en seguida a don Carlos.
Y aquí hemos de hacer un paréntesis para hablar de este desdichado príncipe. Para ello nada mejor que seguir la obra de Luis Próspero Gachard Don Carlos y Felipe II, cuya venerable edad no impide que sea tal vez la mejor obra sobre este personaje que nos ocupa y que ha sido saqueada, sin decirlo, por la mayoría de los autores posteriores.
Ya en 1561 había sido llevado a Alcalá de Henares para curarse de las fiebres que padecía[10].
El príncipe salió para Alcalá el 31 de octubre de 1561. Pocos días después se le unieron don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, sus habituales compañeros de estudios y diversiones. El cambio de aire ejerció desde el primer momento una saludable influencia. Los accesos de fiebre se fueron haciendo cada vez menos violentos, hasta desaparecer por completo. El estado del enfermo mejoraba a ojos vistas, y engordó bastante. El rey, que le hizo dos visitas durante los meses de noviembre y diciembre, se felicitaba por haberlo sacado de Madrid.
Una de las distracciones favoritas de don Carlos, durante su convalecencia, consistía en jugar con un pequeño elefante que le había regalado el rey de Portugal, y al cual había tomado tanto cariño que hacía que se lo llevasen a su cuarto. Pero se procuraba también otras diversiones, algunas bastante singulares. Un día se presentó ante él un mercader indio para mostrarle una perla que valía tres mil escudos. Don Carlos la cogió, fue quitándole con los dientes todo el oro en que iba engastada y se la tragó, con gran desesperación del pobre indio, que tardó varios días en recuperarla[11].
Habían transcurrido cuatro semanas sin que don Carlos tuviera fiebre, cuando cometió algunas imprudencias que determinaron la repetición de los accesos. Fue a fines de diciembre de 1561. Al principio los nuevos accesos fueron muy violentos; pero declinaron poco a poco y a mediados de febrero el embajador de Francia pudo anunciar a su corte que el estado del príncipe había mejorado notablemente. Sus accesos febriles eran entonces muy ligeros y el 12 de marzo se encontró lo bastante bien como para trasladarse al Pardo en compañía de don Juan de Austria y Alejandro Farnesio, a fin de asistir a una fiesta que daba su padre en honor de la reina y la princesa doña Juana. Felipe II había engrandecido y embellecido mucho aquella residencia real desde su regreso a España y no había querido que la reina la viese hasta entonces. Después de la comida, tuvo lugar un torneo a caballo, en el cual participaron ochenta hombres de armas. Por la tarde don Carlos regresó a Alcalá.
Llevaba cincuenta días justos sin fiebre, y su restablecimiento hacía rápidos progresos cuando un funesto acontecimiento vino a destruir todas las esperanzas que su mejoría permitía concebir, e incluso a poner en grave peligro la vida del príncipe.
Don Carlos se había encaprichado de una de las hijas del portero de palacio, y a fin de poderla ver descendía al jardín por una escalera de servicio, oscura y de peldaños muy altos. La mayor parte de las personas de su séquito que conocían estas relaciones no las miraban con disgusto. Creían que el amor espabilaría y estimularía la inteligencia del príncipe y le daría alguna energía física. Pero el gobernador de su casa, don García de Toledo, no debía de ser de la misma opinión cuando mandó clavar la puerta que comunicaba la escalera con el jardín. Don Carlos trató de abrirla en vano, ayudado por uno de sus gentileshombres. El domingo, 19 de abril, firmemente decidido a hablar con la muchacha, le envió recado de que se verían a las doce y media del mediodía, junto a la famosa puerta. En cuanto acabó de comer, alejó a todas las personas que lo rodeaban para que nadie supiera adonde iba, y en cuanto estuvo solo corrió a la escalera y bajó sus peldaños con precipitación. Había terminado casi de bajarla cuando le falló un pie y cayó de cabeza.
A los gritos que dio, acudieron don García de Toledo, don Luis de Quijada y otros varios servidores, los cuales lo levantaron y llevaron a su habitación. Los doctores Vega y Olivares, médicos de cámara, y el licenciado Dionisio Daza Chacón, cirujano del rey, que se encontraba en Alcalá de Henares, fueron llamados inmediatamente. Daza, después de reconocer al príncipe, informó que se había causado en la parte posterior izquierda de la cabeza una herida del tamaño de la uña del pulgar, y se la curó inmediatamente. La cura le produjo a don Carlos bastante dolor y le hizo quejarse varias veces. Quijada, creyendo que esto podía coartar al cirujano, le dijo:
—No curéis a su alteza como a un príncipe, sino como a un particular.
Al terminar la cura, don Carlos se acostó. Sudó durante hora y media y luego le hicieron tomar una medicina y le sacaron ocho onzas de sangre.
Don García de Toledo, en cuanto hubieron vendado la herida, despachó a don Diego de Acuña, gentilhombre del príncipe, para que informase al rey de lo que había pasado. Felipe II, al recibir la noticia, ordenó al doctor Juan Gutiérrez, su médico de cámara y protomèdico general, que partiese inmediatamente hacia Alcalá, acompañado de los doctores Portugués y Pedro de Torres, sus cirujanos. Llegaron a su destino el día 20, al salir el sol.
Cuando aquel día por la mañana se presentó Daza para levantar la venda al príncipe, don Carlos le dijo:
—Licenciado, me gustaría que el doctor Portugués se encargase de esta tarea; no os molestéis por ello.
El licenciado le contestó que si era ésa la voluntad de su alteza, se conformaba con ella muy gustoso. Hizo la cura el doctor Portugués e inmediatamente se celebró, en presencia de don García de Toledo, una consulta de todos los médicos que se encontraban en el palacio. Todos convinieron en que se le debían sacar al príncipe otras ocho onzas de sangre.
Después de la primera sangría, don Carlos había tenido alguna fiebre. Aumentó al cuarto día, pero disminuyó luego de un modo gradual, y al séptimo, que era el 26 de abril, estaba ya libre de ella. Se quejaba a ratos de dolor de muelas, de la inflamación de unos ganglios en el lado izquierdo del cuello y de que se le dormía la pierna derecha.
Felipe II había ido también a Alcalá, pisándole los talones a su protomèdico, pero como ninguno de los galenos encontraba nada alarmante, ni siquiera grave, en la herida de su hijo, se volvió para Madrid.
Los médicos españoles de aquel tiempo parecían haber permanecido ajenos a los progresos que los trabajos y las obras de Vesalio habían impreso a la medicina. Toda su actuación, desde el principio hasta el fin de la enfermedad provocada por la caída de don Carlos, denota poca experiencia y habilidad. El 29 de abril la herida del príncipe empezó a presentar un aspecto más inquietante. Durante la noche, el enfermo despertó con una fiebre ardiente, mucho dolor de cabeza, y las mismas molestias, aunque mucho más intensas que antes, en el cuello y en la pierna. Don García de Toledo se apresuró a llamar al doctor Olivares, el cual, para tranquilizar al príncipe, le dijo que aquello no era nada y que sólo se trataba de un poco de agitación. Pero don Carlos le replicó:
—La fiebre, a los once días de producirse una herida en la cabeza, es de muy mal augurio.
No se engañaba en lo más mínimo. El dolor se hizo tan violento que juzgaron oportuno no dejarle dormir hasta que se hizo de día.
El día 30, muy de mañana, don García de Toledo reunió a los médicos y cirujanos que se encontraban en el palacio para estudiar lo que convenía hacer. Todos se mostraron de acuerdo en que los síntomas que ofrecía el príncipe parecían indicar una lesión en el cráneo y acaso en el cerebro. A fin de comprobarlo, resolvieron poner al descubierto la parte del cráneo situada debajo de la herida.
Practicaron la operación inmediatamente y observaron que el cráneo estaba intacto. Cínicamente el pericráneo parecía ligeramente afectado.
El príncipe don Carlos iba de mal en peor; volvió a aumentar la fiebre y el dolor de cabeza acompañados esta vez de vómitos, insomnios, flujos de vientre, inflamación del rostro, oftalmía, parálisis de la pierna derecha. La herida adoptó un aspecto lívido e infecto y el enfermo tenía los labios entreabiertos como los de un muerto y el 5 de mayo empezó a delirar.
Los médicos estaban divididos sobre el carácter de la herida y la enfermedad del príncipe, y después de largas discusiones se decidió hacerle la trepanación, la cual se llevó a cabo el 9 de mayo por la mañana.
Como remedio milagroso se pensó en llevar a la alcoba del príncipe el cuerpo momificado de fray Diego de Alcalá, muerto en olor de santidad cien años antes, y así lo hicieron.
Se pensó luego en un morisco valenciano llamado el Pinterete, curandero de fama, cuyos emplastos y ungüentos no sirvieron para nada, como era de suponer, pero poco a poco fue recuperándose el enfermo y el 14 de junio pudo levantarse por primera vez.
He insistido en esta descripción de la herida de don Carlos, ya que luego se atribuyó muchas de las rarezas del príncipe a consecuencias de la herida y de la operación.
Durante la enfermedad del príncipe, la reina, como es natural, se interesó por el estado de don Carlos enviando continuamente correos para enterarse del estado de su salud, lo cual, tal vez, dio origen a las habladurías que tomaron cuerpo en la leyenda negra.
Una vez curado don Carlos, éste continuó con su conducta rara y atrabiliaria, demostrando siempre gran antipatía hacia su progenitor. Mandó que le hicieran un libro en blanco y como por burla le puso el título de Los grandes viajes del rey don Felipe, y luego escribió: «… el viaje de Madrid al Pardo, del Pardo a El Escorial, de El Escorial a Aranjuez, de Aranjuez a Toledo, de Toledo a Valladolid, etc.». Todas las hojas del libro las llenó con estas inscripciones y escrituras ridículas, burlándose del rey su padre y de sus viajes, así como de las jornadas que hacía a sus casas de recreo. El rey lo supo, vio el libro y se incomodó mucho contra él.
Volvamos al inevitable Gachard. Una sola persona en toda la corte era objeto de sus deferencias y homenajes: la reina Isabel de Valois.
Catalina de Médicis, al separarse de su hija, le había ponderado la importancia que para ella podía llegar a tener la benevolencia del príncipe de Asturias. Era natural suponer que don Carlos sobreviviría a su padre, y la suerte de Isabel y de los hijos que hubiese tenido se hallaría entonces en sus manos. Además, el proyecto que había concebido Catalina, y cuya realización intentó con tanto empeño, de casar a su otra hija Margarita con el heredero del trono español aumentaba su interés en que Isabel se congraciase lo más posible con el príncipe.
Pero la bondad y la generosidad innatas de la reina de España determinaron, en mucha mayor medida que los cálculos de la política, su conducta con don Carlos. Al llegar a España, encontró al príncipe presa del mal que lo minaba, se compadeció de su situación y se esforzó en consolarle e inspirarle resignación y valor, lo admitió en su intimidad y no descuidó nada que pudiera distraerle y procurarle honesto pasatiempo. El cuerpo enfermo y el espíritu trastornado de don Carlos reclamaban cuidados y atenciones que ella le prodigó con angélica dulzura en cuanto estuvo en su mano, y mientras vivió su hijastro no dejó de interesarse por su destino. Si de ella hubiese dependido, habría puesto término a la discordia que reinaba entre el príncipe y su padre.
Don Carlos se sintió profundamente conmovido por la acogida y atenciones de la reina. Su intratable naturaleza no se pudo resistir a tantas gracias y virtudes. A pesar de que no conocía freno a sus caprichos y de que todos cuantos le trataban temían su arrogancia, en presencia de Isabel se mostraba lleno de respeto, reverencia y sumisión. Le gustaba participar en sus juegos y buscaba el modo de tenerla siempre contenta. No descuidaba ocasión de testimoniar la simpatía que sentía hacia ella. En las cuentas de sus gastos encontramos numerosas indicaciones que vienen a confirmarlo: unas veces se trata de una sortija de rubíes, comprada para regalársela a la reina, y otras, de dos alfombras de oro y seda, otras de un cofrecillo y una pintura; y otras, en fin, de un sombrero de paja, adornado con un brochecillo de oro al cual iba sujeto, en forma de medalla una imagen de Jesús, hecha con diamantes sostenida por ángeles y rodeada de rubíes y esmeraldas. Las damas de Isabel disfrutaban también con frecuencia de sus liberalidades.
Los poetas y novelistas han transformado en ardiente pasión amorosa el respeto y la simpatía que don Carlos sentía por la reina, su madrastra. Y no contentos con esto, han querido que Isabel, princesa purísima y esposa casta y enamorada, correspondiese a la pasión de su hijastro. Pero la novela y el teatro no tienen nada en común con la historia. Hemos expuesto con la mayor imparcialidad las verdaderas relaciones que existieron entre el hijo y la mujer de Felipe II. Sólo nos resta añadir que don Carlos estaba tan poco dispuesto por la naturaleza para sentir el amor como para inspirarlo.
La reina Isabel había servido de embajadora de Felipe II cerca de su madre Catalina de Médicis y el rey de Francia Carlos IX. Se organizaron unas entrevistas en Bayona en la que la reina defendió las peticiones de su esposo presentadas por el duque de Alba.
Catalina en un momento de la negociación dijo a su hija:
—Vuestro esposo no tiene más que desconfianza hacia mí y hacia vuestro hermano. Con tales sentimientos se corre peligro de llegar a la guerra.
—Mi marido no ha tenido jamás tales ideas. Se las atribuyen vuestros consejeros.
A lo que la reina francesa replicó:
—Muy española venís.
—Lo soy —dijo Isabel—, pero no por ello he dejado de ser vuestra hija como cuando me mandasteis a España.
El rey católico quería que el rey cristianísimo tomase medidas contra los protestantes franceses, lo cual ha dado lugar a que algunos historiadores atribuyesen origen español a la célebre matanza de la noche de San Bartolomé, lo cual es completamente absurdo si se considera que las entrevistas de Bayona tuvieron lugar en 1565 y la matanza de San Bartolomé en 1572, es decir, siete años después.
Volviendo atrás en cronología histórica, el gran problema del rey era don Carlos. El príncipe era un loco y nadie lo ignoraba, y menos que nadie su padre. Recordaba éste cuando su hijo de niño se divertía torturando pájaros y otros pequeños animales. Ya adolescente llegó a matar el caballo preferido del rey y se distraía maltratando a los caballos de las caballerizas reales. Más adelante pegaba a sus servidores y en un libro de cuentas consta que se dio cien reales de indemnización a un tal Damián Martín por ser padre de una niña pegada por don Carlos. Pero el verdadero objeto de su odio era su padre el rey.
Cuando se proyectó el viaje del rey a Flandes, al que antes hemos aludido, y que debía dejar a don Carlos como regente del reino, éste se hizo ilusiones de sustituir a su padre por lo menos en los Países Bajos. El hecho que al final fuese el duque de Alba el que se trasladase a Flandes hizo concebir en don Carlos el absurdo proyecto de conspirar contra el rey. Se había hecho la ilusión no sólo de gobernar en Flandes, sino de casarse con la archiduquesa Ana, todo lo cual produjo en la mente ya desquiciada del príncipe una serie de ideas a cuál más peregrina.
Don Carlos acumulaba sobre su cabeza la tempestad que había de dar ocasión a perderle. Al enterarse de la suspensión del viaje a Flandes se desesperó hasta tal extremo que renació en su ánimo el disparatado propósito de huir de España y presentarse en los Estados. Ya con anterioridad, en 1565, don Carlos había pensado escapar, con pretexto de trasladarse a Malta, atacada a la sazón por los turcos. Por cierto que, en tal ocasión, probó el desgraciado su mentecatez, puesto que no se le ocurrió otra cosa más que confiar su proyecto a Ruy Gómez, a quien su padre había puesto a su lado como mayordomo mayor, como si el príncipe de Éboli no fuera precisamente la persona más adicta y fiel al rey que pudiera encontrarse en todos sus reinos. Ahora, después de la suspensión del viaje regio, Carlos, desesperado, no duda en realizar su propósito, y para ello comete innumerables imprudencias, que demuestran su falta de cabeza. Manda emisarios pidiendo dinero, escribe a los grandes dándoles cuenta de su intento, encarga al correo mayor, Raimundo de Tasis —encargado de las comunicaciones de la casa real—, que prepare caballos, etc. Por cierto que esta tenaz afición a la huida para pasar a Flandes y, no se olvide, casarse con la primita Ana, revela cualquier cosa menos una confirmación de los supuestos amores con su madrastra. ¿Quién es el hombre que huye de la mujer amada que le corresponde? Y aun dando por supuesto que dicho amor fuera unilateral por parte del desgraciado, es evidente que la ambición era mayor en él que aquel sentimiento. Y, desde luego, su frenesí por casarse con Ana se compagina poco con la idea de una avasalladora pasión, como le han supuesto los románticos.
La locura va acentuándose y don Carlos va acumulando imprudencia sobre imprudencia, llegando incluso a dirigirse a don Juan de Austria, solicitándole su ayuda para que le facilite el paso a Italia, a cambio de lo cual le hará rey de Nápoles y de Milán. Don Juan, fiel siempre a su hermano Felipe, da tiempo al tiempo y pide unos días para reflexionar la propuesta, y en cuanto sale de las habitaciones de don Carlos monta a caballo y se dirige corriendo a El Escorial para contárselo todo al rey.
Es duro tener que actuar contra el propio hijo y Felipe II, siempre prudente, se toma unos días de reflexión y rezo.
El 17 de enero de 1568 regresa a Madrid y al día siguiente, como es domingo, oye la misa junto a su hijo sin que nada trasluzca de lo que está pensando.
Don Carlos hace llamar a don Juan de Austria y le pregunta cuál ha sido su resolución; por su respuesta comprende que no acepta su proposición y que tal vez ha informado al rey, por lo que desenvaina la espada y se lanza sobre él, teniendo don Juan el tiempo justo para desenvainar la suya y parar el ataque. A los gritos de don Juan acude la servidumbre, que reduce a don Carlos, el cual se encierra en sus habitaciones.
A las once de la noche el rey manda llamar al príncipe de Eboli, al duque de Feria, a don Antonio de Toledo y a don Luis Quijada y les comunica que ha determinado tener a su hijo y heredero en condiciones tales que no pueda poner en peligro los intereses del reino. Los cuatro caballeros, impresionados por esas palabras, advierten que el rey lleva cota de mallas bajo su traje y se coloca el casco, empuña la espada y los invita a seguirle.
Llegan a la habitación de don Carlos y Ruy Gómez abre la puerta de la habitación, en la que penetra primero el rey y los demás caballeros, que en rápido movimiento se apoderan de las armas que el príncipe tenía al lado de la cama. Don Carlos quiere resistirse, pero deja de hacerlo cuando distingue al rey, al que pregunta:
—¿Quiere vuestra majestad matarme o encarcelarme?
El rey responde que desde aquel momento le tratará como rehén y no como padre, y a continuación ordena que se tapien las ventanas, se incauten de todos los papeles y armas de su hijo y que se ponga guardia a la puerta de la habitación del príncipe.
Entre los papeles figuran dos listas, una de sus amigos y otra de sus enemigos. La lista de los amigos comprendía en primer término a la reina Isabel y a continuación don Juan de Austria, Luis Quijada y pocos más. Mucho más larga era la lista de los enemigos, que iba encabezada con el nombre del rey su padre.
La noticia de la detención causó sensación no sólo en España sino en toda Europa. La reina Isabel lloró durante dos días hasta que el rey le mandó que dejase de hacerlo, pues a él también le dolía lo sucedido y procuraba aguantarse.
Felipe II encarga a un tribunal presidido por el cardenal Espinosa que estudie el caso y proceda a la inhabilitación de don Carlos, el cual, en plena exaltación, se declara en huelga de hambre, a lo que sigue días de glotonería sin medida. Bebe cantidades ingentes de agua helada con la que también rocía su cama, acostándose después en ella, lo cual sin duda ayudó a su muerte, que tuvo lugar el 24 de junio de 1568. Poco antes de su muerte recobró su lucidez, pidió perdón a todos y solicitó la presencia del confesor. Murmura: «Deus propitius esto mihi peccatori». Sus últimas palabras fueron para pedir que se le enterrase con el hábito franciscano. Cuando murió tenía veintitrés años recién cumplidos.
La corte se vistió de luto y todos los cortesanos estaban acordes de que el negro sentaba muy bien a la belleza de la reina Isabel, que, desde el nacimiento de la infanta doña Catalina, se encuentra delicada de salud.
En el mes de mayo de 1568 sintió los síntomas de embarazo, pero esta vez acompañados de debilidad general, desmayos, ahogos, fuertes dolores de cabeza, que fueron combatidos con purgas, sangrías, ventosas, más sangrías y más purgas. Naturalmente, la reina cada vez se encuentra peor y la muerte de don Carlos le afectó definitivamente hasta tal punto que comprende que ha llegado su hora y acepta con serenidad y resignación el fatal desenlace.
Ruega a su esposo que se mantenga en buenas relaciones con la corte francesa y añade:
—Tengo grandísima confianza en los méritos de la pasión de Cristo y me voy a donde pueda rogarle por la larga vida, estado y contentamiento de vuestra majestad.
El rey esta vez no puede contener las lágrimas: contrastaba su desesperación con la serenidad de la moribunda.
El 3 de octubre a las diez y media de la mañana dio a luz una niña, como de cinco meses, la cual, si bien murió en seguida, nació viva y pudo ser bautizada.
Poco después murió plácidamente.
Fue enterrada en el monasterio de las Descalzas Reales de Madrid, hasta ser llevada a su definitivo destino en El Escorial, donde está enterrada en el panteón de Infantes, puesto que, si bien fue reina, no fue madre de ningún rey, tradición que se ha venido manteniendo hasta nuestros días, en que se ha producido una sola excepción.
La tumba de Isabel de Valois, reina de España y esposa de Felipe II, se encuentra frente a la de don Carlos.