18
Dos horas más tarde la radio recibió un mensaje importante, y el operador hizo una seña al inspector Bryce. Conway, que se paseaba por el salón fumando un cigarrillo tras otro, caminó hacia el escenario con la vaga esperanza de que hubiera alguna novedad decisiva. El doctor Takaito, quien antes había partido en una misión misteriosa y había regresado con una botella de whisky, estaba sentado en un rincón tranquilo bebiendo sorbos rápidos y jugando un solitario con un mazo de naipes en miniatura como los que se ponen en los calcetines de los niños en Navidad. La policía no miraba el whisky con buenos ojos, pero nadie había hecho comentarios.
—La granja Heywards informa que hay un intruso —oyó Conway que decía el operador—. Los perros estaban ladrando y les pareció oír que alguien se movía en el galpón sur.
—¿Cuál es la patrulla más cercana? —pregunto Bryce.
—Panadero Azul... Y posiblemente la número cuatro del ejército.
—De acuerdo. Que cierren el cerco. Vaya al cuartel general y telefonee a la gente de Heywards para que no intervenga y controle a los perros. Soames es un asesino en potencia, y ahora nos toca a nosotros.
—Sí, señor.
—Diga a las patrullas que cubran los lindes de la granja y esperen órdenes. Sólo usarán los perros si Soames trata de escapar.
El operador regresó al equipo de radio. Bryce se pasó el dorso de la mano por los ojos en un ademán de fatiga y bajó del escenario para dirigirse hacia el doctor Conway.
—¿Oyó eso, doctor Conway?
—Sí.
—Puede que lo tengamos, o quizá sea otra falsa alarma. Pienso que esta vez tendremos suerte. Hace un cuarto de hora una patrulla vio una silueta perfilada contra las luces de un coche cerca de la carretera principal de Oxleigh, no lejos de la granja Heywards. Después perdieron el rastro, pero había huellas en la hierba húmeda y ramas rotas en el seto por donde probablemente había entrado.
—Siempre presumiendo que sea el señor Soames —observó Conway.
—A esta hora de la noche y en esa zona, creo que podemos darlo por seguro.
Conway se miró el reloj. Eran casi las tres de la mañana.
—Además — dgo desde el fondo la voz serena de Takaito— está lloviendo a cántaros otra vez„y dudo mucho que alguien que no sea Soames esté caminando a la intemperie en tales condiciones.
Conway miró en derredor. Takaito había dejado los naipes y el whisky como si hubiera sabido intuitivamente, aun desde el otro extremo del salón, que había llegado el momento de actuar y de algún modo sutil pareció tomar la iniciativa.
—Tomando las altas probabilidades como certezas —continuó, mirando directamente al inspector Bryce—, creo que es el momento de ir al centro operacional, por así llamarlo. Si le hemos echado el guante al señor Soames, es muy importante que nadie lo lastime y que no se le dé la oportunidad de lastimar a nadie.
—De acuerdo —convino Bryce—, Saldremos ahora. Llevaré dos coches patrulleros.
Takaito lo contuvo con un gesto.
—Algo más, inspector, y es muy importante. Debemos llevar con nosotros a la señora Dewison.
Bryce pareció sorprendido.
—¿Quiere decir...?
—Existe un lazo entre Soames y la mujer que quiza sea extremadamente útil. Puede resolver muchos problemas.
—Pero ella es un testigo fundamental y principal en el caso Soames.
—No hay tal caso Soames hasta que Soames no sea aprehendido...con vida —afirmó Takaito con una sonrisa benigna—. Es importante que la señora Dewison nos acompañe, tiene que venir con nosotros.
—¿Lo ha consultado usted con ella? —preguntó Bryce dubitativamente.
—En cierto modo. Naturalmente se requeriría una autoridad más alta que la mía para vencer su resistencia... La suya, por ejemplo.
—Bien, ¿puedo preguntar con qué objeto? ¿Qué espera que haga la señora Dewison?
—Hablar con el señor Soames, tal vez vencer su obstinada rebeldía y permitir que intervengamos el doctor Conway y yo...
—Pero por esa razón les pedí a usted y el doctor Conway que vinieran aquí esta noche, como profesionales médicos con un conocimiento profundo de su mente. La idea era que ustedes le hablaran.
Takaito meneó la cabeza.
—Nosotros representamos la autoridad, y él se ha rebelado contra la autoridad. Ahora está contra todos los hombres y piensa que todos los hombres están contra él.
—¿Y por qué él va a creer que una mujer, y nada menos que la señora Dewison, no estará en contra de él?
—Porque tengo razones para pensar que ella se ganó la confianza de Soames...,que la presunta violación fue un acto de complicidad, o cooperación, más bien, seguido por un cambio de actitud que ella adoptó para defenderse.
—Sí, puede que tenga razón —admitió Bryce—. Yo, al menos, tenía mis sospechas. Hablaré con ella, pero debe usted comprender que no tengo autoridad para obligarla a venir con nosotros.
—No se requiere la fuerza —dgo Takaito, sonriendo—. Sólo un poco de persuasión y adulación.
—Veremos —dijo Bryce, y se dirigió a la mesa con caballetes.
La granja Heywards estaba en una cuesta al pie de una colina desnuda cubierta de canteras. En la oscuridad era imposible ver la totalidad de la granja, una pequeña propiedad de poco más de cinco hectáreas dedicadas principalmente a la remolacha, las patatas y las verduras. Detrás de la casa había un corral de aves, un edificio relativamente nuevo con instalación eléctrica para producir pollos de buena calidad sobre la base de la automatización. Había dos cobertizos pequeños, usados principalmente para almacenar los equipos, y se pensaba que el señor Soames se había refugiado en el del sur.
El propietario de la granja no era el señor Heyward, como cualquiera habría supuesto con toda razón, sino el señor Caravel, un hombre alto y rubicundo de pelo quebradizo y bigote incipiente que parecía muy nervioso por toda la situación. Su esposa, igualmente baja pero muy morena y corpulenta, preparó café sin decir nada, pero escuchaba con atención.
Se sentaron en sillas de madera toscas. El inspector Bryce se hizo cargo del procedimiento mientras Takaito, Conway y la señora Dewison se sentaban en el fondo, sorbiendo enormes tazas de café negro. Takaito había traído la botella de whisky y había vertido una generosa cantidad en su café, en el supuesto tácito de que nadie más quería. Era una cocina austera, demasiado amplia para sus funciones, con paredes pintadas al temple, cortinas plásticas en las ventanas, una mesa sencilla de pino blanco, y en un rincón, cerca de un calefactor de acero, un lavarropas y un secador que parecían fuera de lugar con sus superficies blancás y esmaltadas.
—Ya tenemos dos patrulleros recorriendo el perímetro de la granja —explicaba el inspector Bryce—, y tres más estarán aquí en menos de media hora. Lo único que queremos es confumar es si él está aquí...,dentro de los límites de la granja.
—Está aquí, sin duda alguna —insistió el señor Caravel—, aunque no sabría decirle si es o no el señor Soames. Está en el galpón sur, se metió allí cuando lo persiguieron los perros. ¿Sabe qué hizo? Tomó una horquilla y mató a un perro... lo traspasó y lo clavó al suelo.
Bryce suspiró.
—Usted presenció todo.
—Sí, claro que lo presencié. Tenía una linterna, pero no me acerqué mucho porque oí comentar que este Soames es una especie de maniático homicida. Se metió en el galpón. Después cerró la puerta y se quedó allí con la horquilla, mientras afuera el perro aullaba desangrándose. Cuando traté de recogerlo me tiró una dentellada, y pocos minutos después murió. Cuando volví llamé a la policía.
—De modo que todavía está allí, por lo que usted sabe.
El granjero asintió.
Volviéndose a Takaito, Bryce dijo:
—¿Qué opina usted? Está en el cobertizo, armado con una horquilla. Pronto amanecerá. Si queremos evitar problemas innecesarios será mejor esperar el día.
—¿Hay luz eléctrica allí? —preguntó Takaito.
—No —dijo el granjero.
—¿Qué guarda allí dentro?
—Herramientas, un tractor, un banco de embalaje y una gruesa de cajas de madera... Y bolsas, claro. Alrededor de mil bolsas.
—Así que sería difícil encontrar al señor Soames con linternas.
—Claro que sí. Se quedaría cómodamente sentado, él y su horquilla.
—Creo que deberíamos admitir que el señor Soames piensa en los mismos términos — dijo Conway—. Durante las horas de oscuridad se sentirá perseguido y desmoralizado... Pero hay una diferencia. La luz del día para él significa el fin del camino; podrá ser visto y perseguido —se interrumpió para acariciarse pensativamente la nariz—. Mi opinión es que en este momento sufre un proceso de depresión mental, provocado ante todo por la desesperación. Cuanto más dure más intratable se volverá. Con la luz del día quizá esté dispuesto a luchar hasta morir para no ser capturado.
—El doctor Conway tiene razón —dijo Takaito sorbiendo el café con whisky—. El señor Soames acaba de matar un perro, y tiene miedo de los perros. Ahora probablemente está tiritando en el galpón, aferrándose a la horquilla y preguntándose cómo podrá romper el cerco antes del amanecer. Con el paso de las horas su desesperación y obstinación aumentarán.
—¿Entonces? —preguntó Bryce.
—Debemos aprovechar ahora, mientras todavía está inseguro e indeciso. Debemos enfrentarlo con la señora Dewison.
Jennifer Dewison, pálida y fatigada, estaba sentada al fondo mordiéndose las uñas.
—Realmente no veo para qué —dijo Bryce—. Es demasiado riesgo. Llegado el caso podemos pedir gas lacrimógeno y obligarlo a salir.
—No se trata de un pistolero profesional —señalo Takaito—. Creo que sería un grave error dramatizar excesivamente esta etapa final. Que la señora Dewison hable con él unos minutos a solas, luego iremos el doctor Conway y yo. A esta altura estará harto de su libertad. Es como el loro que escapa de la jaula a la libertad del mundo exterior sólo para sufrir el hambre, el frío y los ataques de las golondrinas. Bendecirá el cautiverio, pero hay que persuadirlo.
—De acuerdo. ¿Pero sabe la señora Dewison qué decirle..., o cómo tratar con él?
El doctor Takaito sonrió inescrutablemente, a su manera oriental.
—Creo que eso nadie lo sabe mejor que la misma señora Dewison.
Bryce asintió resignadamente, y minutos después se acercaban al galpón sur. La lluvia había amainado un poco, pero todavía caía una niebla fina, agitada por un viento frío que soplaba desde más allá de las colinas. Cerca del galpón estaban apostados dos soldados y un policía, con un perro alsaciano negro y silencioso como la noche misma.
Se acercaron a la puerta cerrada del galpón, Bryce, Takaito, Conway y la señora Dewison. Hablaron unos instantes en voz baja, y luego los tres hombres se retiraron a las sombras, dejando que la mujer tratara con el señor Soames a su manera.
Ella recogió una madera del suelo y golpeó la puerta.
—John Soames —llamó—. John Soames..., soy Jennifer.
Transcurrieron dos minutos en silencio. Ella golpeó otra vez.
—John Soames. Soy Jennifer.
Poco después la puerta del galpón se entreabrió. Ella no podía ver nada, pero lo imaginó atisbando por la hendjja, escudriñándola recelosamente.
Cuando habló, la voz era ronca y vacilante.
—¿Estás... ¿Estás sola?
—Sí... Totalmente sola.
La hendía se ensanchó.
—Entra... Pronto —invitó él.
Ella entró aprensivamente en la oscuridad fría del galpón. La puerta se cerró con un chasquido a sus espaldas. Un objeto pesado se arrastró por el cemento del suelo. El señor Soames estaba atrancando la puerta.
—¿Dónde están ellos? —le preguntó.
La voz jadeante le llamó la atención. Se tanteó el bolsillo buscando un cigarrillo y luego lo encendió. La cara del señor Soames, consumida y hueca, se iluminó a dos pasos de ella; tenía la piel blanca y los ojos parecían abrasados por una fiebre interior. De pronto Jennifer pensó que estaba enfermo, irracionalmente enfermo... Tal vez, peligrosamente enfermo.
—No están lejos, pero no se acercarán más —dijo ella con calma—. Quieren que vayas a ellos. Quieren ayudarte.
—Quieren mandarme de vuelta al Instituto.
—No. Sólo quieren ayudarte. Por eso me dejaron venir aquí para hablar contigo. Puedes volver conmigo, si quieres.
—¿Cómo volver contigo?
—No quieren problemas. No quieren que sigas matando perros y lastimando a la gente. Piensan que si estuvieras conmigo tú... estarías bien.
—Sí —dijo él—. Yo tampoco quiero problemas. Contigo no habría problemas.
—Entonces vuelve conmigo. A mi casa.
—No. Me quedo aquí. Tienen perros, y están esperándome.
—Nos dejarán pasar.
—No.
La llama del encendedor se acortó y contrajo y apagó. La negrura descendió como una niebla sólida e impenetrable. Ella intuyó sus movimientos y no se sorprendió cuando sintió el cuerpo de él cerca del suyo, los brazos que la rodeaban, pero de pronto percibió el calor de esa carne, la temperatura abrasadora, la fragilidad de esa energía.
—Estás enfermo —dijo en voz baja—. Tu cuerpo es como una llama ardiente.
—Tengo frío —dijo él—. Si mañana hay sol, tendré calor.
—Vuelve conmigo ahora. Estarás más caliente en la cama, y Richard no está, así que nadie podrá molestarte. Te dejarán pasar.
—No lo creo, no creo que me dejen pasar.
—Lo harán, te lo prometo, si vamos juntos.
La tozudez de él pareció disolverse. El hedió de que ella estuviera en el galpón parecía milagroso, lo último que él hubiera imaginado.
—Ya sé —digo abruptamente—. Nos quedamos aquí, tú y yo, y nos traen comida. Así no causamos más problemas.
—No podemos hacer eso. Mañana el granjero querrá usar su galpón y estaremos nosotros en el camino.
—Podemos quedarnos en un rincón para que no nos vea...
—No —insistió ella—, debes venir conmigo ahora.
—Hablas como ellos —acusó él—. Me dices lo que tengo que hacer. Y cuando salga ellos estarán afuera con perros y me llevarán de vuelta al Instituto.
—Te equivocas —mintió ella—. Totalmente. No se meterán contigo si te portas bien.
—Bueno —djjó él dubitativamente—. ¿Tienes tu coche?
—Sí...,no está lejos.
Estiró los brazos en la oscuridad y las manos calientes palparon las ropas de Jennifer.
—Quizá vaya contigo. Tengo mucho cansancio y frío.
Ella lo condujo hacia la puerta del galpón, y un momento después habían salido a la lluvia. Dieron cuatro o cinco pasos, y entonces un perro gruñó en las cercanías. El se puso rígido, arrojó a Jennifer a un lado y se volvió. En el mismo instante un haz de luz brillante hendió la noche, iluminándole la cara y los hombros y encandilándolo. Oyó ˆ1 sonido de pasos y voces susurrantes, y los dedos de la mujer se le clavaron en el brazo.
Se zafó frenéticamente y corrió hacia el galpón. Takai— to y Conway lo seguían a poca distancia. La luz se movió, luego enfocó crudamente la hendjja de la puerta entornada.
Takaito fue el primero en llegar. Titubeó en la entrada, escudriñando la oscuridad del galpón.
—Señor Soames — dijo, con voz baja y apremiante—, somos sus amigos. Soy el doctor Takaito y me acompaña el doctor Conway. Somos sus amigos y queremos ayudarle...
Un gruñido aterrado y animal vino desde la oscuridad. Conway vio algo que centelleaba y relampagueaba en la luz de la linterna, algo con dientes largos y füosos que volaba a increíble velocidad hacia la silueta menuda del doctor Takaito. Antes que atinara a darse cuenta de lo que ocurría los dientes largos y puntiagudos de la horquilla habían atravesado el estómago del cirujano japonés, derribándolo de espaldas sobre el suelo húmedo. La horqueta quedó oscilando encima del cuerpo. La cara aterrada del señor Soames relumbró pálidamente entre las sombras más profundas del galpón.
Un segundo después el inspector Bryce y el policía, seguido por dos soldados y el perro, entraban en el galpón mientras Conway se arrodillaba junto al cuerpo del doctor Takaito. A sus espaldas la señora Dewison sollozaba y jadeaba histéricamente. La lluvia continuaba cayendo.
El juicio duró tres días, durante los cuales consultores y testigos expertos debatieron el problema de la cordura del señor Soames. Técnicamente la acusación era asesinato, pero el hecho del asesinato era menos importante que la evidencia médica y psiquiátrica. La muerte había sido deliberada, pero podía alegarse que el acusado ignoraba que su acto defensivo podía provocar la muerte, pues su experiencia de la vida era demasiado limitada. Además estaba la cuestión de la falta de responsabilidad absoluta. Aunque el señor Soames fuera cuerdo a su manera, no podía decirse que poseyera la plena responsabilidad característica de un adulto normal. Era inteligente en términos de su edad mental real, calculándola desde la fecha de la exitosa operación de Takaito, pero la inteligencia no confería por sí sola las cualidades del juicio y la prudencia.
La sentencia final del juez había sido:
—El acusado, que mentalmente es igual a un niño, no es el producto de un hogar, de un medio doméstico seguro y afectivo, sino de una clínica psiquiátrica, así que no es sorprendente, quizá, que tienda a comportarse como un paciente psiquiátrico. El producto de un hospital bien puede adquirir, por así expresarlo, una perspectiva hospitálea.
"Fundamentalmente, desde luego, debemos reconocer que la educación es algo más que un programa científico de formación de hábitos y adoctrinamiento, e implica algo más que mera instrucción y disciplina. Un hombre disciplinado y adoctrinado no es necesariamente un hombre educado. La educación en su sentido más amplio concierne al individuo como organismo social, y se propone integrar al individuo, de acuerdo con su inteligencia y capacidad innatas, al complejo diseño de las relaciones humanas que es la base de la sociedad moderna.
Tras demorarse un tiempo en los detalles de la educación del señor Soames, el juez había continuado:
—Pueden ustedes considerar, damas y caballeros del jurado, que se prestó muy poca atención a lo que podríamos denominar el aspecto humano de la educación e instrucción del acusado, y en efecto, la prensa popular ya ha dado considerable publicidad a numerosas críticas en ese sentido. Pero también deben ustedes tener en cuenta que el programa educacional apenas se había iniciado. El personal ejecutivo del Instituto había realizado, no sin justificación, un plan a largo plazo, y razonablemente presumían que se necesitarían unos cinco años, tal vez más, para transformar al acusado en un adulto normal y responsable. Que el acusado no haya respondido al programa educacional a corto plazo no significa necesariamente un fracaso a largo plazo.
"Aquí tenemos un hombre prácticamente nacido a la edad de treinta años, que aprende rápidamente, y pronto adquiere un sentido de independencia, de tal modo que en pocos meses queda insatisfecho por el medio inmutable y tal vez demasiado austero del hospital y se va rebelando contra la rutina cotidiana de esa educación.
"Poco después del comienzo de esta fase es sometido a ciertas influencias perturbadoras, en lo mínimo desde un punto de vista externo, pero quizá demasiado agobiantes para el paciente en su mundo restringido. Me refiero a la llegada de su madre y su hermanastra, auspiciada con dudosos motivos por el periodismo, seguida por el breve período de libertad que le concedió el difunto doctor Takaito, que desdichadamente terminó en una cacería nocturna en el parque del Instituto, y se podría pensar que con resultados desastrosos para el equilibrio mental del acusado.
"En verdad, pueden ustedes considerar que los factores que desencadenaron la rebelión y la fuga finales eran de índole accidental o exterior, de modo que tendieron a socavar y sabotear el trabajo del Instituto, y así magnificaron y quizá distorsionaron cualquier leve sensación de descontento que el acusado hubiera experimentado previamente.
"Mucho se ha dicho como evidencia de la segregación forzada y poco natural del acusado respecto del sexo opuesto, pero en realidad nada demuestra que esto fuera de por sí un agente de desobediencia y violencia, o que la violencia se debiera a motivos sexuales. Por el contrario, la señora Dewison nos ha contado, con encomiable franqueza, que en ocasión de la presunta agresión sexual por parte del acusado su única ofensa fue la insistencia, sumada a la ignorancia, y lo que siguió no fue más que el resultado de la insistencia y no del uso de la fuerza.
"Considero mi deber destacar ante los miembros del jurado que no se trata de un caso de demencia. El único descargo que la defensa alega en favor del acusado es la disminución de responsabilidad. Podríamos suponer por un momento que el acusado es un nativo inculto del Africa o el Asia que hubiera matado a un hombre en circunstancias similares, perseguido por tropas y policías y con el miedo mortal de ser capturado. Más aún, que hubiera matado utilizando un arma, concretamente una horquilla, sin darse cuenta, como se ha sugerido, que el uso de dicha arma podía provocar la muerte.
"Deben ustedes preguntarse si tales circunstancias son indicio, o mejor aún, evidencia, de disminución de responsabilidad. Y deben ustedes considerar de qué manera queda disminuida esa responsabilidad. Si por ignorancia, y por cierto; ignorancia de la ley, la defensa no es válida. No es defensa alegar que no sabia que matar fuera incorrecto. Por otra parte, si debido a su falta de experiencia en la vida puede suponerse razonablemente que el acusado no podía haber sabido que el acto de violencia podía provocar muerte, esa sí que es una defensa contra el cargo de asesinato, aunque no de homicidio sin premeditación. Al mismo tiempo deben tener en cuenta que el acusado ya había usado la misma horquilla para matar un perro, y por lo tanto debía conocer muy bien sus propiedades letales.
"Quizá es importante comprender que en cierto sentido estamos tratando de evaluar a un hombre, y las acciones y motivaciones de un hombre, que ha vivido concientemen— te sólo unos meses, y ha pasado buena parte de ese tiempo en una clínica psiquiátrica. Su educación fue rápida y concisa, considerablemente exitosa, pero desde luego, cuando su personalidad hubo evolucionado, él empezó a elegir y seleccionar la clase de información y experiencia que deseaba sin saber qué era bueno o malo para él a largo plazo. Nunca se ha sugerido que el acusado supiera qué educación le convenía, pero él se encargó de rechazar la educación que no le complacía.
"La pregunta inevitable es si el acusado, durante su período de libertad violenta, era el producto de sus mentores, como se ha insinuado, o el producto de su propia y obstinada independencia, rebelde a sus mentores. ¿Mató a causa de su educación, o fallas en su educación, o porque su verdadera personalidad, detestando las restricciones a su libertad, empezaba a emerger?
"¿Y fue un hombre quien mató, o un niño? Nos han dicho que en relación con su verdadera edad mental, o sea contando desde el momento en que adquirió la conciencia, el acusado tiene un coeficiente intelectual extremadamente alto, pero se puede juzgar intrascendente ese dato puesto que él posee un cerebro que, en términos físicos, es totalmente evolucionado y adulto. Por otra parte, es probable que la cantidad real de conocimiento e información que posee el cerebro adulto sea considerablemente inferior a la de un niño de ocho o nueve años. Adicionalmente hubo otras influencias que actuaron como factores distorsionantes, influencias derivadas del instinto sexual y consideraciones emocionales que no afectarían de ese modo a un niño.
La síntesis del juez había durado más de dos horas y media, y al final el veredicto del jurado no sorprendió a nadie. Homicidio sin premeditación era un cargo razonable, con el aditamento de que si el señor Soames no era de veras un demente al menos podía considerarse que no poseía plena responsabilidad.
Más tarde, en el Instituto, discutiendo el asunto con Ann, Conway dijo:
—En realidad no había otro veredicto posible. No fue asesinato, pero al mismo tiempo no podía dejárselo en libertad. Temo, considerando todos los detalles, que el pobre Soames era indudablemente culpable de homicidio sin premeditación.
—¿Y la sentencia? —preguntó ella.
—Dadas las circunstancias, no hubo alternativa. Cinco años de prisión.
Ella frunció el ceño.
—¿Piensas con franqueza que eso le hará bien?
—Entiendo que ya se ha hecho una solicitud al secretario del Interior. Probablemente Soames permanecerá detenido mientras lo desee Su Majestad y terminará en Boadmoor o algún otro asilo.
—Como si estuviera loco, ¿verdad?
—Al menos recibirá tratamiento.
—Pero, Dave... No necesita tratamiento, sólo educación. Verdadera educación, eso es todo... Vivir la vida, en vez de aprenderla en libros y películas, guiado por ratas de biblioteca.
El sonrió amargamente.
—Sí, lo sé. Supongo que eso vale para muchos de nosotros, en cierto sentido. Vivimos la vida vicariamente, y los errores que cometemos se deben a la falta de alguna experiencia que jamás tuvimos.
Tras un intervalo de silencio tenso, ella dijo:
—Me pregunto si el señor Soames comprenderá alguna vez que destruyó a su creador.
—Algún día, tal vez. En cierto modo, lamento que le haya tocado a Takaito y no a mí. El tenía más para ofrecer al mundo.
Ella se llevó los dedos a los labios.
—Dave, no debes decir eso. Lo lamento por Takaito, pero a veces debemos ser egoístas.
—Tienes razón, querida —murmuró él, tomándole los dedos—. Y a veces debemos ser generosos.
—Estás pensando en Penelope —dijo ella, comprendiendo intuitivamente—. Nunca me dijiste qué había pasado.
—Las cosas se sucedieron precipitadamente después de eso. Nunca tuve oportunidad de hablarte. En cierto modo es mejor. He tenido tiempo de reflexionar.
—¿Fue muy serio el accidente?
—Más o menos... ya sabes cómo son esas cosas.
—¿Y bien...?
El titubeó un momento.
—Dejaré el Instituto, Ann. Lo he conversado con el doctor Breuer, y entiende mi posición. Con lo de Soames y otros asuntos...
—¿Quieres decir que me dejas a mi, verdad, Dave?
—En la práctica, sí. No porque quiera, sino porque debo.
Ella guardó silencio, bqjando la cabeza.
—Quizá no sea para siempre —dgo él—, Pero por el momento, tal vez meses o aun años, no hay más remedio.
—¿No habrá divorcio? —preguntó ella con una sonrisa triste.
El meneó la cabeza.
—El destino no permite un divorcio.
—Pues bien —dijo ella, con forzado buen humor—, salgamos a tomar una cerveza juntos, sólo esta vez, por los viejos tiempos.
El la besó ligeramente.
Salieron a tomar una cerveza.