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—Me parece que Soames ha estallado como una bomba A —estaba diciendo Conway; Ann Henderson le observaba con interés absorto reclinada en la cama angosta y fumando un cigarrillo—. Es difícil entender por qué reaccionó tan positiva y violentamente —prosiguió—. La muchacha fue el detonante, claro. No podía tener un aire más seductor. Supongo que el pobre Soames se sorprendió reaccionando sin saber por qué y sin darse cuenta de lo que le pasaba.
—Al menos es un signo saludable —comentó ella—. Significa que pese a su encierro monástico sus instintos son incondicionalmente heterosexuales.
—Siempre ha sido muy tajante sobre lo que le gusta y lo que le disgusta —observó Conway—. Parece haber pocas dudas de que la cercanía de Toni le resultó placentera de una manera irresistible. Es interesante especular sobre qué habría hecho si nosotros no hubiéramos intervenido.
—Le habría costado aprender, pero habría aprendido tarde o temprano.
Conway frunció el ceño.
—No estoy tan seguro. Los instintos son vagos y generalizados. Tal como están las cosas nunca lo sabremos, y el mismo Soames despertará ignorando completamente la razón real de esa reacción en cadena.
—Pero ha aprendido algo.
—Mucho. Ha aprendido que hay ciertos tipos de seres humanos que tienen una forma diferente, un aspecto diferente y sentimientos diferentes, y son increíblemente excitantes de una manera indefinible. Temo que no podremos dejar las cosas allí.
—¿Qué se puede hacer, al margen de proveerle otra muchacha para propósitos experimentales?
El se encogió de hombros.
—No sé. Inmediatamente después del hecho tuvimos una larga conferencia en el despacho del doctor Breuer. Hubo algunas palabras violentas entre Breuer y Takaito, y no estoy muy seguro de que Takaito no tenga razón.
—¿Qué dijo?
—Bien, Takaito piensa que habría que liberar a Soames, que al mantenerlo encerrado en el Instituto estamos coartándole las posibilidades de llegar a una vida normal. Piensa que Soames tendría que haber gozado de una vida normal desde el principio, con un cierto grado de supervisión para impedirle entrar en conflicto con la ley. Aprenderá por experiencia, y asistiría a una escuela especial dentro de un plan de instrucción comunal, como miembro de una clase mixta de varias personas de la misma edad —hizo una pausa para encender un cigarrillo; Ann lo observaba solemne y pensativamente—. Esta mañana Takaito realizó una serie de tests extraoficiales con el señor Soames, usando drogas y ciertos equipos eléctricos que trajo consigo. Estima que Soames, tiene un C.I. excepcionalmente alto... alrededor de ciento veinte.
—¿Entonces por qué aprende tan despacio?
—Precisamente — enfatizó Conway—, Aprende rápido. Tiene una gran capacidad para aprender, pero se niega obstinadamente a usarla. Rechaza vivamente la instrucción que se le ofrece. Su mente alerta se está dedicando a adquirir actitudes prejuiciosas en vez de los conocimientos académicos que se le imparten.
—Sí, entiendo a qué te refieres —murmuró ella—. Es vir— tualmente un prisionero y asocia el aprendizaje con el patrón general de la disciplina y la restricción.
—Más o menos. Si fuera un niño no importaría. Sería más dócil ante la autoridad bajo la amenaza de castigos. Pero como adulto contempla la autoridad en términos de fuerza física. No nos considera mejores que él, y no entiende por qué está obligado a aprender cosas que no le interesan.
—Pues bien, ¿qué cosas le interesan?
—Eso es precisamente lo que hemos estado tratando de averiguar —dqo Conway, algo perplejo—. Takaito opina que de todos modos no somos nosotros quienes debemos averi— guarió. La única persona que puede averiguar qué le interesa es el mismo Soames, y hasta que se le permita participar en la vida más activamente es improbable que se interese en nada, aparte del lago.
—¿El lago?
—Takaito cree que el lago simboliza el tanque frío, y que Soames tiene una necesidad subconsciente de regresar a esa paz y seguridad.
—No me gusta como suena eso —comentó ella—. Si el señor Soames desarrollara tendencias suicidas...
—Improbable. Todavía no sabe de la muerte en un sentido real. Takaito sugirió que el modo más fácil de resolver el conflicto del lago en la mente de Soames sería enseñarle a nadar, para que el agua perdiera su simbolismo. Pasaría a representar actividad y estímulo en vez de paz y reposo.
Ann asintió pensativamente.
—Parece bastante sensato. ¿Takaito resolvió también el problema sexual?
—Bien, él piensa que Soames tendría que vivir con un grupo de personas, en una especie de comunidad pequeña. Habría que permitirle hacer progresos sexuales instintivos a su manera, y descubrir por sí mismo que invariablemente recibirá una bofetada de la dama en cuestión. Lentamente aprendería las reglas del juego y descubriría los verdaderos significados de amor, infatuación, deseo y así sucesivamente. No puedo evitar darle la razón también en esto. Desde luego, tendría que haber cierta supervisión y guía hasta que llegara a la etapa de entender que la violencia y la violación son criminales y tabú.
—El doctor Takaito —dijo ella solemnemente— parece conocer la conducta humana mucho mejor que todo el personal del Instituto Osborne.
—Bien, sin duda sabe mucho sobre perros —admitió Conway a regañadientes—. Quizá los perros y los humanos no sean tan diferentes en los aspectos fundamentales.
—¿Cuál fue la reacción del doctor Breuer?
—Escéptica y hostil, temo. Pensó que Takaito estaba criticando al Instituto en general. Pero ha convenido en llamar a una conferencia de alto nivel, con la asistencia de tes autoridades ministeriales y educacionales, para reconsiderar nuestra política. Creo que vale te pena intentarlo. Harfa ahora parece que no nos fue muy bien con el señor Soames.
—Ojeó el reloj-pulsera y añadió:— Mejor voy a ver si Soames está despierto, aunque Mortimer calculó que seguiría inconsciente hasta después de medianoche.
Ella se levantó y se dejó abrazar.
—Buenas noches, querido — dijo en voz baja.
El la besó ligeramente.
—Buenas noches, Ann.
Salió del cuarto y se dirigió al anexo, pero el señor Soames dormía apaciblemente bajo la mirada vigilante del enfermero.
Al día siguiente el Courier reseñó la reunión del señor Soames con su madre y su hermana usando solamente fotos de la mujer y la muchacha, estas últimas principalmente por sus curvas atractivas. La agresión a Toni fue presentada bajo una luz diferente. Tan feliz estaba John Soames de conocer a su hermana que accidentalmente le rasgó el vestido mientras la abrazaba con incontrolable entusiasmo, decía el artículo. Aunque la nota era imprevistamente discreta y no demasiado sentimental (aparentemente el señor Finch se había inquietado un poco ante la verdadera conducta de Soames después de las recomendaciones y advertencias anteriores del doctor Breuer), el asunto traía cola.
Muchos creen, decía el párrafo final, que es un gran error mantener a John Soames confinado en una clínica como si fuera un paciente mental. La señora Martínez apelará al ministerio de Salud para liberar al hijo de lo que en definitiva es un encarcelamiento falso. El Courier exige una investigación pública inmediata del caso Soames y de los métodos utilizados para instruirlo y educarlo.
Esto desató una oleada de llamadas telefónicas de otros diarios, requiriendo explicaciones, declaraciones y entrevistas. Breuer instruyó a su asistente personal, el doctor Bennett, para que actuara como vocero del Instituto y no hiciera ningún comentario, y esto mantuvo a Bennett ocupado el resto del día mientras Breuer se apresuraba a informar al resto del personal sobre la situación actual y enunciaba la política a seguir con las indagaciones periodísticas.
Sin embargo, el doctor Takaito no siguió esas instrucciones, pues pese a las exhortaciones de Breuer todos los diarios de la noche publicaron una declaración del cirujano japonés que había sido transmitida por Reuter y PA. Takaito parecía suscribir a las críticas del Instituto que habían sido editadas en otras partes.
El programa educacional al cual se somete al señor Soames carece de imaginación, coordinación y comprensión simpática de las necesidades del paciente, decía Takaito. En verdad, su principal defecto es contemplar al señor Soames como un paciente antes que un alumno, un paciente que potencialmente es tan peligroso que tiene que ser segregado a la fuerza de la sociedad y del sexo opuesto. Si esta fricción se prolonga es muy posible que el señor Soames se vuelva potencialmente peligroso a causa del resentimiento y el odio hacia el pequeño círculo de hombres que procuran mejorarle la mente con métodos académicos mientras lo reprimen corporalmente. Ambas cosas son inconciliables.
Takaito propiciaba abiertamente una investigación oficial, de modo que, según sus propias palabras, "la educación del señor Soames estuviera sometida al escrutinio público y no librada a las maquinaciones secretas del erróneo aunque afanoso entusiasmo de un equipo".
Fue inevitable una confrontación entre Breuer y Takaito. La tensión física denotaba la contención del doctor Breuer, pero Takaito conservó la calma y el dominio de sí. Se sentó cómodamente en uno de los sillones del despacho de Breuer y buscó de una ojeada la acostumbrada botella de whisky, pero en esta ocasión no la encontró.
Breuer agitó un ejemplar de un diario de la noche.
—Creo que esto es una infidencia imperdonable, doctor Takaito —declaró, esforzándose por no levantar la voz—. Más aún, es absolutamente antiético. Es complacerse en el sensacionalismo periodístico justo cuando los cambios de política se están considerando, cuando estoy tratando de establecer contacto con el ministerio y la Autoridad Educacional para una conferencia de alto nivel.
—Lamento que no estemos de acuerdo, doctor Breuer — dijo Takaito con serenidad—. Si el señor Soames fu era realmente un paciente, sí cabría observar ciertas formalidades. Pero de hecho es un ciudadano libxe retenido contra su voluntad sin orden judicial o certificado médico alguno. La prensa está usando a la señora Martínez como punta de lanza de un ataque que proseguirá implacablemente, y el resultado final puede ser una investigación pública en vez de la conferencia secreta que planea usted. La educación es de dominio público, doctor Breuer. ¿Por qué tanto secreteo?
—Por el bien del paciente. De lo contrario sería el blanco de todos los reporteros inquisitivos del país.
—¿Y qué es ahora? ¿Qué se consiguió?
—No hubo secreteos deliberados, doctor Takaito —vociferó el doctor Breuer—. Simplemente hemos observado la habitual confianza profesional implícita en cualquier relación doctor-paciente.
—¿Cuántas veces debo insistir en que es un gran error considerar al señor Soames un paciente? No está enfermo ni sufre ningún desequilibrio mental. En realidad tiene un C.I. que me parece considerablemente más alto que el de usted, e incluso que el mío. No debe permanecer aislado como si fuera un interno de Broadmoor.
Breuer inhaló profundamente antes de hablar.
—La teoría es una cosa, pero la práctica es otra —continuó—. Este ha sido un caso único y dificultoso, y hemos tenido que avanzar tanteando en la oscuridad. Ahora, finalmente, cuando podíamos evaluar los problemas y estábamos a punto de reorganizar completamente todo el programa de educación y entrenamiento, la señora Martínez, la prensa y usted, doctor Takaito, intentan sabotear todos nuestros logros.
—Pamplinas —declaró Takaito—. Simplemente creemos que el señor Soames debería ser sacado a la luz del día y gozar de una oportunidad real de vivir y aprender como un ser humano ordinario. A un chico retardado no se lo encierra en un hospital. El chico lleva una vida normal pero recibe instrucción especial. Esa es más bien la situación del señor Soames, excepto que no es siquiera un niño retardado, sólo un adulto desorientado y sin educación con una mente potencialmente brillante.
—Y precisamente porque es un adulto tenemos que segregado temporariamente —afirmó el doctor Breuer—. Usted vio lo que pasó ayer, cómo reaccionó con esa muchacha...
—Una reacción absolutamente normal — digo severamente Takaito—. El sexo opuesto le resulta físicamente atractivo. Es un buen comienzo. También aprendió que a las mujeres no les gusta ser tratadas toscamente. Chillan y forcejean y patean y muerden. En unos segundos de experiencia personal el señor Soames aprendió más sobre la conducta sexual que lo que usted o su personal podrían enseñarle en meses con la ayuda de libros y diagramas.
—No obstante, no se puede soltar a un hombre así en medio de la sociedad... No todavía, al menos.
Takaito se encogió de hombros.
—¿Por qué no? El señor Soames no es tonto. Aprenderá rápidamente las pautas normales de conducta mediante la aprobación o reprobación de los demás. Pero hay que dejarle resolver sus propios problemas, con consejos y amabilidad y comprensión. Con amor, si usted prefiere. Uno no puede ofrecer amor si jamás lo ha recibido.
Breuer refunfuñó audiblemente.
—Primero me habla de educación, después de amor. Creo que no volveremos a trabajar juntos en este tema, doctor Takaito, y pienso que usted ha perjudicado muchísimo al Instituto, a mí y a los miembros de mi personal. Muchísimo.
—Como usted prefiera —dijo Takaito, levantándose—. Dadas las circunstancias, usted naturalmente preferirá que yo me marche del Instituto...
—No dije eso. Sería el último en negarle mi hospitalidad. Sólo quería expresarle que desapruebo totalmente la irresponsabilidad de hacer a la prensa semejante declaración. En cuanto a su permanencia aquí, es algo que deberá decidir usted mismo.
Takaito reflexionó un instante, la mirada borrosa tras las gafas cóncavas.
—Si me voy, la prensa dará por sentado que me echaron del Instituto, o que me marché por un conflicto personal con el director, lo cual no es estrictamente cierto. Hemos tenido un desacuerdo, sin duda, pero en un nivel puramente profesional. Por lo demás, si me quedo, usted me solicitará, como es natural, que no vuelva a criticar su labor públicamente.
—¿No es razonable? —preguntó Breuer.
—Muy razonable —Takaito sonrió cordialmente—. Sería tan descortés de mi parte rechazar su hospitalidad como de parte de usted negármela, doctor Breuer. Creo que lo mejor será que me quede hasta que se celebre la conferencia, y durante ese período me comprometo a no hacer más comentarios a la prensa. Después, cuando se haya determinado el futuro del señor Soames, me marcharé liberado ya de aquel compromiso.
—Muy bien —convino el doctor Breuer.
—A menos, por supuesto, que el ministerio me solicitara aceptar la responsabilidad personal por la educación del señor Soames, en cuyo caso me quedaré.
—Me parece más que improbable —dijo Breuer con una nota de sarcasmo.
Takaito se inclinó amablemente y salió del despacho.
Durante ese día el señor Soames estuvo tenso y deprimido. Comía muy poco, y pasaba buena parte del tiempo paseándose desconsoladamente por el cuarto como un animal enjaulado. Ocasionalmente miraba por la ventana el verdor distante de la hierba y los árboles, y luego se arrojaba en la cama y yacía tieso una hora, moviéndose apenas y observando fijamente el cielo raso.
Había llovido constantemente desde la madrugada, de modo que no era posible llevarlo a hacer ejercicios en el parque. El programa educativo había sido suspendido temporalmente hasta que se celebrara la conferencia. El señor Soames, por lo tanto, no podía hacer más que entretenerse con sus juguetes, rompecabezas, pinturas y libros, pero prefería esa crispada inactividad. Tal actitud causó ansiedad a Conway, que estaba cada vez más convencido de que la dirección completamente errónea de 1a educación de Soames, combinada con 1a segregación y el encarcelamiento virtual, estaban arrastrando esa mente inocente a una condición neurótica muy seria.
Al atardecer, cuando el doctor Hoff inició su turno, Conway regresó a su cuarto y encontró una carta. Algo en la letra del sobre le pareció vagamente familiar pero no pudo identificarla inmediatamente, y sólo cuando la hubo abierto y leído la firma advirtió que era del padre de Penélope.
Con una sensación ominosamente opresiva, leyó la carta, que empezaba cordialmente con un "Mi estimado David".
Sé perfectamente que las relaciones entre mi hija Penélope y usted no han sido óptimas desde hace algunos meses, y que existen posibilidades de que se inicien trámites de divorcio. Sin embargo me creo en la obligación de informarle que Penélope sufrió un accidente automovilístico hace unos días y las lesiones son bastante graves. Ahora está internada en el Brockfield District Hospital, Surrey.
Penélope me encareció que no le avisara de lo sucedido, pero pensé que debía enterarse. Naturalmente, usted deberá decidir por su cuenta si visitarla o no en estas circunstancias.
Amablemente, etc.
Dejó caer la carta en la cama mientras las ideas se le arremolinaban en la mente. Era una complicación, desde luego, pero no una complicación mayor.
Sin duda tendría que ir a verla, eso era obvio, pero antes necesitaba tiempo para pensar y quizá para hablar con Ann.
Ann, recordó, había ido a visitar a una amiga a Hampstead, pero regresaría alrededor de las diez. Por un rato permaneció indeciso, sin saber qué hacer el resto de la tarde. Finalmente, sintiéndose cansado y algo sediento, se dirigió a la parte trasera del edificio, donde aparcó, frente al The Green Man.
En el bar encontró a Blamey con otro miembro del personal médico llamado Hughes, bebiendo cerveza. Conway se reunió con ellos y pasó una hora conversando ociosamente de problemas profesionales hasta que no pudo soportar más el cinismo de Blamey y decidió volver al Instituto.
Estacionó el coche, y lentamente, muy preocupado, caminó hasta la entrada principal del edificio en medio del aire fresco de la noche. La fina llovizna aún cubría como la niebla, pero apenas reparaba en ella mientras caminaba por la hierba húmeda. Distraído, cambió de dirección y enfiló hacia el pequeño lago y la arboleda distante. Al principio sólo había oscuridad total, pero cuando los ojos se le adaptaron el cielo iluminó algo más y el perfil del suelo se endureció con trazos más negros. Más allá de los árboles una bruma luminosa colgaba en el cielo, un resplandor de las brillantes luces de neón de un cine, detrás de la pared sur del parque.
Se detuvo frente al lago, tratando de distinguir el movimiento apenas visible del agua en la penumbra. Si pensaba, lo hacía de una manera abstraída; con emociones, más que con la imaginación. Ninguna palabra le acudía a la mente, pero Conway percibía una pulsación cambiante y modulada, un compuesto de muchas pulsaciones más pequeñas y conflictivas que no podían ser traducidas en lenguaje. Probablemente el señor Soames había pensado así en los días antes que le ofrecieran los bienes gemelos del vocabulario y la gramática y sin duda todo el mundo en algún momento de la vida regresaba a esa especie de oscuro pensamiento animal, cuando el cerebro fatigado abandonaba la capa civilizada del lenguaje. La sensación era descansada, cuando no apacible, de tal modo que uno podía pasar horas caminando en la noche a pesar de la lluvia.
Algo se movió entre los árboles a su izquierda. Su mente se puso alerta en un instante y sus oídos rastrearon una repetición del sonido. El tráfico rugía sordo en la carretera, impregnaba el aire nocturno de ruidos azarosos, y luego el sonido se oyó de nuevo: algo se arrastraba entre la hierba y las ramas húmedas.
No sintió una alarma inmediata, sólo una crispación abrupta en el cuerpo, como un resorte dispuesto a brincar apenas se tocara un mecanismo. Cautelosamente, casi como un animal de presa, se alejó del lago y avanzó hacia la arboleda oscura. Mejor que trate de interceptar al intruso y lo detenga, decidió, que regresar a la clínica y hacer cundir la alarma y quizá dejar que escapara trepando el muro.
El sonido no se repitió. Aunque caminaba lenta y cuidadosamente, levantando los pies para hacer el menor ruido posible, tuvo la inquietante convicción de que el otro hombre estaba muy tieso entre los árboles, observándolo, y se acercó. La oscuridad pareció espesarse en ébano tangible, y de pronto percibió que tenía las ropas apelmazadas por la llovizna incesante, pero siguió adelante con obstinada determinación.
Algo crujió a pocos pasos. Se detuvo instintivamente. Por un momento de desconcierto imaginó que podía oír un resuello profundo muy cerca, pero parecía proceder de todas partes. La tensión aumentó hasta transformarse en aprensión, le parecía que su cerebro vibraba a medida que la adrenalina de la sangre le iba aguzando la percepción.
Continuó avanzando con cautela. Ya estaba entre los árboles, y la oscuridad giraba en parches amorfos e incomprensibles delante de sus ojos. De nuevo el crujido, alto y cercano. Se detuvo. Contenía el aliento.
Unos dedos le aferraron el brazo. Una voz le chistó en el oído. Se quedó quieto.
—No haga ruido —susurró la voz, tan baja que era casi inaudible. Los dedos se aflojaron—. ¿Quién es usted?
Conway la reconoció con infinito alivio. La tensión se disipó. Pese al susurro había cierta inflexión forzada y un aire de autoridad que permitían identificarla.
—El doctor Conway —respondió.
—No tan alto. Soy el doctor Takaito. No se mueva. Sólo escuche y observe.
Conway obedeció, distendiéndose. Presumía que Takaito estaba a su izquierda, a dos o tres pasos, y podía distinguir el sonido tenue de su respirar, pero pronto oyó otro sonido que perturbaba la quietud del aire nocturno: el crujido de la hierba y las ramas que primero le había llamado la atención junto al lago. Era lejos, en la hondura de los árboles.
Paró, empezó de nuevo, y le pareció que se acercaba. Un arrastre lento y tentativo, pensó, como el de un gran animal vagando sin rumbo entre los árboles. Ya los ojos se le estaban acostumbrando a la oscuridad más intensa bajo el techo cavernoso de la enramada, y era posible ver retazos de cielo, como fragmentos aislados de un rompecabezas a través del follaje de ébano. Aquí y allá podía distinguir los altos troncos de árboles cercanos perfilados contra la iridiscencia distante y ovoide del lago que relucía en la lluvia.
—Mire —jadeó el doctor Takaito.
Conway miró. Al principio no vio nada, pero los pasos se acercaban acompañados por un sonido más tenue, el ritmo de una pesada respiración. Surgió una figura, moviéndose anónimamente entre las sombras, no definida del todo hasta que de golpe se recortó ásperamente contra el trasfon— do más claro del lago. Cuando la reconoció, Conway no se sorprendió demasiado; desde el momento en que había encontrado al doctor Takaito había intuido la identidad del otro merodeador. Era el señor Soames, por supuesto; un señor Soames muy mojado pero feliz, al parecer, que caminaba con el pijama empapado y los pies descalzos, tocando los árboles como para guiarse en la oscuridad y agachándose en cada ocasión para tironear de la hierba con sus dos manos.
El señor Soames siguió de largo, al parecer sin darse cuenta de que tenía un público de dos personas. Pronto había desaparecido en la negrura del bosquecillo y el sonido de los pies descalzos en la hierba húmeda se fundió con el murmulló del tráfico distante.
—Sígame —susurró el doctor Takaito—, pero sin hacer ruido.
Caminando con mucho cuidado, Conway siguió al menudo doctor japonés entre los árboles, dirigiéndose hacia el oeste del lago. Cuando salieron a campo abierto, Takaito se detuvo, tomando a Conway del brazo y arrastrándolo a la sombra de un roble imponente. A no más de veinte metros el señor Soames avanzaba hacia el lago. Se detuvo en la orilla, luego se apoyó sobre las manos y los pies y bajó la cabeza como si observara atentamente las ondas. Apoyó la mano en el agua, moviéndola de tal modo que la superficie se quedó en círculos y olas que se entrechocaban. Minutos después se tendió en la hierba mojada y sumergió la cabeza y los brazos en el agua fría, quedándose quieto tanto tiempo que Conway sintió el impulso de intervenir. En ese preciso instante el señor Soames se levantó, aparentemente saciado, se pasó las manos mojadas por el pijama húmedo y siguió caminando alrededor del lago, sin apresurarse, deteniéndose con frecuencia para inspeccionar el suelo como un niño que pasea por el campo.
Cuando estuvo a más de cien metros de distancia, Conway le preguntó a Takaito:
—¿Qué pasa?
—Lo dejé escapar. Durante la ausencia del doctor Hoff le hice al enfermero un encargo trivial para mantenerlo ocupado y dejé abierta la puerta de la habitación.
—¿Pero por qué?
—Porque deseo observar cómo se porta cuando no está bajo supervisión continua, cuando es libre de seguir las inclinaciones de su propia mente. Usted ha visto que la lluvia no le molesta y no se siente incómodo, pese a que lleva muy pocas ropas. Se interesa vivazmente en las cosas que lo rodean: los árboles, la hierba, y por supuesto el lago. Usted presenció el ritual del lago, el bautismo subconsciente en un tanque frío de paz y seguridad. Probablemente ahora se siente purgado y renovado.
—¿Pero eso qué demuestra, doctor Takaito?
—Sólo que nuestro amigo Soames no tiene nada de siniestro ni de sutil. Como todos nosotros, necesita libertad, y la aprovechará cuanto pueda. Cuando se haya hartado, regresará a la relativa calidez y comodidad de su cuarto y su cama, como un perro que regresa a la casilla después de trotar por el jardín.
—Parece que es lo que está haciendo ahora —convino Conway.
En efecto, el señor Soames regresaba despreocupadamente al edificio principal, siguiendo el flanco donde estaban las salas de psiquiatría y sus anexos. Estaba a ciento cincuenta metros de distancia y apenas era visible en la oscuridad, de modo que Takaito y Conway empezaron a avanzar, bordeando el lago y apurando el paso.
—Aquí es donde puede empezar el problema —señaló Takaito—. Quizá no recuerde la puerta por donde escapó. Tal vez se confunda, quizá desespere. Tal vez entre por otra puerta y se encuentre en un ambiente extraño y lo venza el pánico...
Las sospechas del doctor Takaito nunca serían sometidas a una prueba práctica. Mientras el señor Soames estaba aún a considerable distancia del edificio, una puerta se abrió repentinamente, arrojando un largo rectángulo de luz amarilla sobre la hierba mojada. Perfiladas contra la abertura estaban las figuras reconocibles del enfermero y el alto y delgado doctor Hoff, quien cumplía el turno de esa noche. El enfermero llevaba una gran linterna eléctrica que movía a derecha e izquierda, barriendo la noche como el reflector de un campo de concentración. Salieron del edificio, avanzando resueltamente hacia el lago.
El señor Soames se paró en seco. Tal vez intuyó el peligro y se quedó paralizado como una fiera, o quizá se dio cuenta de que inevitablemente lo descubrirían y capturarían. El haz de la linterna lo bañó poco después en una luz líquida. Por unos instantes se quedó tieso y congelado, y luego se lanzó a un costado con un gruñido animal claramente audible, alejándose del haz de la linterna. A Conway le pareció que caía al suelo y rodaba en la oscuridad. La linterna temblequeó incierta y se puso a sondear de modo inquisidor como un haz de radar que busca el blanco. Pronto encontró al señor Soames. Corría de vuelta hacia el lago, agazapándose, zigzagueando instintivamente para eludir a los perseguidores.
—Necios —susurró el doctor Takaito. Inmediatamente echó a correr, y sus zapatos chapaleaban pesadamente en la hierba mojada. Conway lo siguió de cerca. Poco después el haz de la linterna se cruzó con ellos, siguió de largo, luego volvió y permaneció fijo como un reflector. La noche circundante se condensó en ébano sólido.
—Detengan a Soames — dgo la voz frenética del doctor Hoff, como cualquiera gritaría "detengan al ladrón". Una pausa, y luego—: Soames escapó..., deténganlo.
El doctor Takaito aminoró la marcha para que Conway lo alcanzara.
—Necios —repitió con vehemencia—. Hato de imbéciles.
—No podían saber —comentó Conway.
—Cualquiera diría que el señor Soames es un prisionero escapando de la cárcel, o un loco criminal escapando de un manicomio —declaró Takaito con desprecio—. No parecen darse cuenta de que es un niño. No se trata a un niño de esa manera...,ni siquiera a un perro.
Conway no hizo comentarios. Estaba escindido entre dos puntos de vista conflictivos. Apreciaba la lógica de Ta— kaito y al mismo tiempo comprendía demasiado bien que él mismo probablemente habría actuado del mismo modo que el doctor Hoff en esas circunstancias.
—Les tiene miedo —continuó Takaito—, y todo lo que hacen lo intimida aún más. Estaba regresando, Conway, por propia voluntad, y ahora lo ahuyentaron. Puede hacer cualquier cosa.
—Mej or tratemos de encontrarlo —sugirió Conway.
Avanzaron maldiciendo a la linterna que seguía centelleando entre ellos, relampagueando a un lado y a otro. Conway advirtió que las opiniones de Takaito le parecían cada vez más atinadas. Eran necios, indudablemente. Parecía que estaban persiguiendo al doctor japonés y a él mismo en vez del señor Soames. Este había desaparecido en la noche sin dejar rastros, y parecía casi imposible predecir sus movimientos.
—Soames escapó —gritó el doctor Hoff—. ¿Lo ha visto, Conway?
Conway maldijo entre dientes. La linterna le relampagueó en los ojos, por un momento lo cegó.
—Aparte esa condenada hiz —gritó furiosamente—. ¡Se supone que está buscando a Soames, no admirándome a mí!
El enfermero se disculpó con un murmullo, y la linterna se puso a oscilar nuevamente, escrutando la hierba y barriendo el lago. No había rastros del señor Soames. Había desaparecido en la noche como un espectro.
Pronto Conway y Takaito se enfrentaron cara a cara con el doctor Hoff y el enfermero. La atmósfera estaba tensa de mal humor, especialmente el que emanaba Takaito.
—¿Tenía que perseguir a ese desdichado como si fuera un convicto? —preguntó Takaito.
—Pero escapó, señor —se disculpó Hoff.
—¿A qué se refiere con que escapó? ¿Lo han condenado a prisión o lo han declarado demente?
—Bien, no exactamente.
—Yo le permití escapar —djjo audazmente Takaito—. Lo seguí para observar su conducta, y Conway se reunió conmigo. Actuó de manera perfectamente normal, tal como era previsible que actuara en este nivel de desarrollo mental. Estaba regresando a su habitación cuando ustedes dos irrumpieron como policías persiguiendo a un maniático homicida. Lo aterrorizaron. Probablemente está oculto entre los árboles como un animal acosado por perros aullantes.
—Lo siento, señor... Es que no me di cuenta —aventuró el doctor Hoff.
Takaito resopló desdeñosamente.
—Ahora tenemos que hallarlo —dijo amargamente—. Tenemos que seguirle la pista como a un delincuente, por su propio bien. ¿Piensa usted que eso lo beneficiará psicológicamente?
—Si usted tan sólo nos hubiera avisado —dijo Hoff con cierta dignidad—. A fin de cuentas, sólo sabíamos que el paciente había desaparecido, y es potencialmente peligroso en ciertos aspectos.
Takaito suspiró con impaciencia.
—Muy bien. Actuó de acuerdo con sus principios e instrucciones. Lo importante, aquí y ahora, es encontrar al señor Soames. Deme la linterna.
El enfermero le entregó la linterna sin objeciones.
—Vayan a ver al doctor Breuer —ordenó Takaito—. Que llame a todo el personal disponible para que patrulle el terreno. El señor Soames debe ser encontrado inmediatamente. Después de este episodio nunca volverá por su propia voluntad.
—Muy bien —dijo Hoff, rígida y formalmente. El y el enfermero regresaron al edificio.
—¿Ahora entiende a qué me refiero? —le dijo Takaito a Conway.
—Sí, en cierto modo creo que sí. Al mismo tiempo, doctor Takaito, usted llevó a cabo un experimento sin informar a nadie. No puede culpar al doctor Hoff por hacer lo que hizo.
—No culpo a nadie — djjo serenamente Takaito—. Y menos aún a los necios. Si hubiera pedido permiso para dejar escapar al señor Soames me lo habrían denegado —suspiró—. Si sólo ese estúpido enfermero y el doctor Hoff hubieran descubierto la ausencia de Soames cinco minutos más tarde... Quiero decir que para entonces habría estado de vuelta en su habitación, calado hasta los huesos y sucio, pero contento a su manera infantil. Habría sido un hito importante en su educación.
Conway frunció los labios en la oscuridad.
—Bien —dijo—, no tiene sentido perder el tiempo. Mejor echemos un vistazo y tratemos de pescar a Soames.
—Lamentablemente, pescar es la expresión adecuada —dijo Takaito con ironía.
Trazó un círculo con el haz de la linterna y echó a caminar de regreso hacia el lago.