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El señor Soames estaba pintando un cuadro. Habían clavado un gran pedazo de cartón blanco sobre un improvisado caballete de madera instalado en una mesita de noche, y el paciente, equipado con cuatro pinceles de diversos tamaños y media docena de tarros de pinturas de colores brillantes, trazaba diseños en el cartón. Pintaba al descuido, sin apasionamiento, con la misma actitud ociosa de quien hace figuras con el dedo en la superficie de un anaquel polvoriento.

El cuadro que estaba creando poseía cierto interés por la simplicidad de las formas. Conway reconoció en él una impresión inexperta y borrosa, en sólidos retazos de color, del parque del Instituto, con el óvalo dentado y azul del lago en el centro del cartón, rodeado por un verde estriado de marrón y salpicado de verdes más oscuros que representaban los árboles del bosquecillo. Aunque no tenía ningún mérito intrínseco, la pintura parecía extrañamente dotada de color y movimiento, como si de algún modo los dedos del señor Soames, pese a su torpeza, hubieran aprendido cómo comunicar la esencia de su visión primitiva mediante su arte inmaduro.

A Soames no parecía preocuparle que Conway y el doctor Takaito estuvieran detrás, observando sus esfuerzos vacilantes con el pincel. Era típico de él en su fase depresiva, comprendió Conway; era como si se hubiera retirado tras una barrera invisible donde el mundo exterior no podía afectarle la mente, y en la rigidez impasible de sus rasgos no había indicios de interés o satisfacción. Al mismo tiempo era evidente que prefería pintar a no hacer nada, y esto, tal vez, podía interpretarse como un indicio de que hasta el se— ños Soames se estaba aburriendo del aburrimiento.

—¿Sabe que estamos aquí? —le preguntó Takaito a Conway en voz baja.

Lo sabe, pero no quiere saberlo. Cuando está así actúa como si fuera sordo y ciego.

—Es una retirada defensiva, un retroceso a la época en que de hecho era sordo y ciego, en el tanque. Durante treinta años no tuvo problemas. Dormía. Ahora que está despierto tiene demasiados problemas y quiere volver a dormir.

Conway frunció los labios.

—¿Usted se refiere a una especie de necesidad freudiana de regresar a la tumba?

Takaito no respondió a la pregunta, y prosiguió:

—Pinta el-lago, y lo ubica en el centro del cuadro. También hay una razón para eso.

—Sí. Le gusta hacer ejercicio en el parque..., caminar alrededor del lago y a veces golpear el agua con las manos.

—Es la misma motivación —explicó Takaito—. El agua es fría y profunda y silenciosa. Para él simboliza el tanque frío,

Conway miró al cirujano japonés con escepticismo.

—¿No le parece que exagera la extrapolación, doctor Takaito? No ha de haber necesariamente una motivación freudiana para todo lo que Soames hace...

—No soy discípulo de Freud —recalcó Takaito— ni he mencionado a Freud. Me refería al tanque frío, pero usted dflo vientre. Es usted, doctor Conway, quien está introduciendo la idea de motivación freudiana. Yo hablo de motivación pura y simple.

—Muy bien, pero aun así me cuesta aceptar que el señor Soames prefiera regresar a la inconciencia en el tanque frío.

—No es consciente de esa necesidad, del mismo modo que no recuerda el tanque, pero en las profundidades del subconsciente lo sabe. Para él fue un período de paz. Es lógico que involuntariamente busque regresar.

—Creo que si vamos a hablar del paciente deberíamos pasar a otra habitación —dijo Conway con firmeza.

Takaito se encogió de hombros.

—No es necesario. Hemos estado usando palabras que él no entiende. Pero de todos modos nos iremos a otra habitación. Si el señor Soames prefiere ignorarnos, debemos respetar sus deseos. Si queremos que demuestre consideración, tenemos que predicar con el ejemplo.

Entraron en el anexo contiguo, desde donde el señor Soames podía ser observado a través del conducto de ventilación falso en caso necesario. Takaito se apoyó en la esquina de la mesa y encendió un cigarrillo.

—Bien, ¿qué piensa usted? —preguntó Conway.

—¿Qué puedo pensar a esta altura? Apenas eché una ojeada al señor Soames. Cuando tenga tiempo de hablar con él y hacer los tests...

—Quizá él no esté dispuesto a cooperar.

Takaito curvó los labios enigmáticamente.

—No me importa tanto su cooperación como la de usted, doctor Conway.

Conway lo miró inquisitivamente.

—Usted comprenderá que tengo un interés absoluto en el señor Soames —prosiguió Takaito—. En cierto sentido lo he creado, pero ahora veo que el doctor Breuer y sus colegas están decididos a destruirlo.

—Esta acusación es injusta.

Los ojos de Takaito destellaron tras las pesadas lentes de las gafas.

—Todos tienen buenas intenciones, pero el señor Soames está siendo gradualmente arrastrado a un estado de neurosis cicloide que puede terminar en una introversión total, incluso en la locura. Si lo aislan de la vida y el amor creará un mundo propio dentro de su mente, un mundo infantil y huraño poblado de imágenes y sentimientos oscuros. Detestará su prisión y odiará más a sus doctores cada día que pase.

—Entendemos ese problema —admitió Conway—, pero es difícil ver qué se puede hacer. Cuando haya progresado un poco más y sea pasible de disciplina ordinaria podríamos intentar terapia de grupo...

—Para entonces puede ser demasiado tarde, doctor Conway. La verdadera educación del señor Soames debe empezar sin demora.

—¿Qué sugiere?

Takaito se levantó e inhaló profundamente el humo del cigarrillo, soltándolo luego como si le repugnara.

—En los próximos días puedo hacer un trabajo de campo preliminar para averiguar qué pasa en la mente del señor Soames, y me propongo hacer unos experimentos que quizá no sean aprobados por el doctor Breuer. Por eso necesito la cooperación de usted, doctor Conway.

—¿Qué clase de experimentos?

—Nada alarmante. Experimentos sobre el estudio del comportamiento, basados en mi experiencia con perros.

Conway se frotó la barbilla dubitativamente.

—No puedo colaborar con algo que el doctor Breuer podría considerar antiético...

—No habrá nada antiético, salvo la realización de tests sin el permiso del doctor Breuer, sabiendo muy bien que de todos modos él negaría el permiso.

—¿Qué quiere que haga yo?

—Nada en absoluto. Requiero acceso al señor Soames a horas convenientes, sin supervisión ni interferencias, y ninguna pregunta después.

Conway titubeó un largo rato.

Eso es pedir mucho, doctor Takaito.

—¿Piensa que mataré al señor Soames?

—Claro que no...

—¿O que lo dañaré más de lo que ya lo han dañado?

—No, pero comprenda usted mi posición...

—Comprendo su posición, de veras, y me disculpo por

ponerlo en esta situación embarazosa, pero permítame asegurarle que es por el bien del paciente. Y le prometo esto, doctor Conway: gradualmente lo pondré al tanto hasta que al fin trab^emos juntos con un propósito común. Estoy seguro de que entre nosotros podemos transforíhar al señor Soames en un hombre.

—Bien, de acuerdo — dgo Conway tras reflexionar un rato—. Es decir, provisionalmente. Veremos qué pasa, y si descubro que no estoy de acuerdo con sus métodos, se lo diré.

Takaito sonrió cordialmente.

—Muchísimas gracias. Eso es razonable y justo.

La señora Martínez era una mujer morena y delgada con el aspecto de una matrona bien conservada, la clase de mujer que parecía especialmente diseñada para encajar en un uniforme azul marino. En realidad vestía un traje pardo que parecía especialmente comprado para la ocasión, y el pequeño sombrero gris plata que llevaba sujeto al pelo hacía juego con los zapatos de tacón alto. Aunque ya tenía más de cincuenta años, parecía una generación más joven para un observador poco atento, y no aparentaba mucha más edad que la hija, aunque tras una inspección profunda, las inevitables arrugas y surcos aparecían bajo la capa de cosméticos.

Antonetta, que apenas tenía más de veinte años, si no menos, era un poco más alta que la madre y vestía un llamativo vestido blanco y rojo que con el largo cabello negro y la tez cálida contribuía a realzar su aspecto latino. Según las flexibles pautas del doctor McCabe pertenecía a la clase de las beldades despampanantes, y parecía bastante fogosa para matar el aburrimiento en un día nublado. McCabe salía por la entrada principal del Instituto cuando la delegación Martínez llegó en un Zephyr verde con un letrero en el parabrisas: 'Prensa'. Así que se quedó a observar. Encendió un cigarrillo mientras estudiaba a los recién llegados.

Las mujeres iban acompañadas por dos hombres, obviamente miembros del staff del Daily Courier, aunque el mayor, con su traje gris oscuro y sombrero hongo, parecía más un empleado de banco que un reportero. El más joven tenía más aire profesional, con su maltrecho sombrero de fieltro y la cámara con flash colgada del hombro. Conferenciaron un momento al pie de la escalinata y luego entraron en la clínica. McCabe chupó pensativamente el cigarrillo, se encogió de hombros y luego siguió su camino.

Pobre Breuer, pensó sardónicamente. No me gustaría estar ahora en su pellejo, con esta situación tan explosiva. Y en cuanto a Soames...,bien, ella ejercería un efecto perturbador aun en el hombre más equilibrado.

El "efecto perturbador" de Antonetta era el resultado de muchos años de cultivo cuidadoso desde la temprana adolescencia. Era delgada y de piernas largas, pero los labios eran carnosos y el busto opulento y firme, y el frente del vestido estaba dividido por una llamativa "V" que descubría buena parte de la separación entre los senos. Usaba pocos cosméticos, pero con muy buen gusto para equilibrar los colores, realzando el tono cálido y brumoso de la tez. Los ojos eran pardos y lánguidos, con una chispa de vivacidad latente detrás de las pestañas largas y oscuras. Cuando se sentó y se cruzó de piernas en el despacho del doctor Breuer, las medias de nylon relucieron llamativamente bajo el vestido, y hasta el doctor Breuer se distrajo un momento a su manera objetiva. Takaito, empuñando con firmeza el vaso de whisky, adoptó su expresión más oriental y estudio a los recién llegados entornando los ojos.

—Soy Roger Neame —dgo el hombre de sombrero de hongo—. Noticias especiales del Courier. Este es John Ken— ney, fotógrafo del diario. Entiendo que el señor Finch ya le ha explicado la situación a usted, doctor Breuer.

—Así es —admitió Breuer.

—Naturalmente no queremos tomarle más tiempo del necesario. Quizá si pudiéramos ver a John Soames de inmediato...

—Averiguaré si está listo —dijo serenamente Breuer.

Levantó el interno y apretó un botón.

—Hola, doctor Conway —una pausa—. Habla el doctor Breuer; la señora Martínez y su hija están aquí, con un reportero y un fotógrafo del diario —otra pausa—. De acuerdo... Asegúrese de que todo esté en orden. Iremos dentro de diez minutos.

Colgó y se volvió a la señora Martínez con aire melancólico.

—Quiero señalar que me opongo a esta visita —dijo con determinación.

—Pero, doctor, es mi hijo —dqo la mujer con innegable sinceridad.

—Permítame explicarle —continuó Breuer—, no me opongo a la visita en sí, sino al momento. Creo que es prematura, en el mejor de los casos. Su hijo ha progresado muchísimo, y todos estamos muy satisfechos, pero a veces se presentan dificultades cuando él trata de ejercer su independencia. Habría sido mucho mejor si usted hubiera esperado un tiempo...,digamos tres meses, seis...

—La señora Martínez tiene derecho a ver al hijo cuando le plazca, doctor —declaró sin rodeos Neame. Obviamente Finch lo tenía bien aleccionado.

—No lo niego —dgo Breuer—. Al mismo tiempo sé que la señora Martínez querrá actuar en beneficio del hgo.

—Sólo esta vez —suplicó la mujer—. Esta gente —se volvió fugazmente a los periodistas— tuvo la amabilidad de traernos a Toni y a mí desde Perú. Quizá no tengamos una nueva oportunidad... Al menos, en mucho tiempo.

—Me gustaría de veras ver a mi hermano —aventuró Toni, cambiando las piernas de posición—. De algún modo nunca fue real para mí. Me cuesta creer que es verdad.

—Lo es —dijo Breuer—, gracias al doctor Takaito —el japonés se inclinó ligeramente y esbozó una sonrisa borrosa—. Sin embargo, quisiera que ambas comprendieran que pese a que el señor Soames parece estar en excelentes condiciones, aún le queda un largo camino por recorrer... Mentalmente, quiero decir. Su educación será un proceso lento y más bien complejo, dadas las circunstancias.

—Estoy segura de que usted hará todo lo posible, doctor —dijo la señora Martínez—. Pero hay un favor que quisiera pedirle, si no le molesta. En nuestra familia siempre hemos sido católicos, y apreciaría muchísimo que usted se asegurara de que John sea educado de acuerdo con la fe romana en el plano religioso. Para nosotros es importante.

—Sí —dijo vagamente Breuer, desconcertado por un instante. En ningún momento se había detenido a pensar en la educación religiosa—. Claro que aún no hemos llegado tan lejos, señora Martínez. Principalmente nos hemos ocupado de enseñar al señor Soames a leer y escribir, y a impartirle un conocimiento elemental del mundo que lo rodea. Pero no se preocupe, lo tendré en cuenta.

Se volvió a Roger Neame.

—Quizá usted pueda decirme qué tiene en vista, con respecto al diario.

—Nada sensación alista, doctor Breuer. Sólo unas fotos. Después del encuentro inicial, la señora Martínez quiere hacer una serie de preguntas al hijo, y también Toni, desde luego. Ella estará presente, naturalmente. Es su hermana...

Breuer observó a Toni consternadamente. El aire del despacho ya estaba impregnado de perfume exótico, y cada curva de ese cuerpo joven irradiaba seducción.

¿No seria mejor que la señora Martínez entrara sola a ver al hijo? —dijo Breuer—. Toni podría verlo en otra ocasión. No podemos confundirlo presentándole tantas caras nuevas al mismo tiempo.

Neame sonrió paternalmente.

—Esta es una reunión de familia, doctor Breuer. ¿Por qué habríamos de excluir a la hermana de John Soames?

—Usted quiere decirme que siempre hay espacio para la fotografía de una muchacha bonita en el Daily Courier.

Neam asintió con un gesto lacónico.

—En términos periodísticos, sí. Pero usted sabe tan bien como yo, doctor, que es pura coincidencia que Toni sea bonita. Podía no haberlo sido. Incluso podía haber sido un hermano en vez de una hermana. Al principio no teníamos idea, realmente.

Toni sonrió seductoramente, y Breuer miró su reloj.

—Creo que es mejor que vayamos al anexo —dijo.

El miedo relampagueó en los ojos oscuros del señor Soames. Su pequeño mundo estaba de pronto lleno de gente, gente conocida y gente desconocida. Un aroma impregnaba el aire, parecido al olor de los árboles del parque después de la lluvia, pero más dulce y embriagador. Dos de las personas vestían ropas extrañas y coloridas, y tenían cabello oscuro, tez clara y labios rojizos, y la forma de los cuerpos bajo las ropas era redondeada e inesperadamente curva. Retrocedió aprensivamente hasta la pared de la ventana.

—John —dijo la señora Martínez con voz acariciante—. John... Mi hijo, mi bebé.

Avanzó hacia el temeroso señor Soames, le acarició la cara y lo besó bajo la mirada vigilante y cautelosa de Conway y el doctor Breuer. El enfermero se paseaba ansiosamente en el fondo.

El flash de la cámara relampagueó. El señor Soames gruñó alarmado.

—Soames —dijo Conway, adelantándose—, esta es tu madre. Conoces la palabra madre. Todos tienen una madre. Esta es tu madre. ¿Entiendes?

El señor Soames no respondió. Estaba mirando la atractiva silueta de Toni.

—Y esa es tu hermana —continuó Conway, señalando a la muchacha y llamándola con una seña.

Ella se adelantó lentamente con movimientos calmos y felinos, hasta que estuvo a pocos centímetros de Soames.

—Hola John —dijo suavemente—. Soy tu hermana, Toni —y añadió, sin congruencia—. Hace tiempo que no nos vemos, ¿verdad? —luego le apoyó las manos en los hombros y lo besó.

El flash de la cámara relampagueó otra vez.

El señor Soames, todavía tieso e intimidado, tendió las manos y tomó los brazos de la hermana. Acarició lentamente la piel suave y bronceada, mientras la muchacha cambiaba miradas divertidas con la madre.

—Creo que es inteligente —dijo—. Y tan apuesto.

—¿Podríamos repetir esa escena? —preguntó el fotógrafo.

—No —dijo Conway con firmeza.

—Pero es tan tosco y frío. Nos gustaría retratar un poco de afecto.

—El no siente ningún afecto. Estas mujeres son extrañas para él.

—¿Cómo puede decir eso? —gimoteó la señora Martínez—. Es mi hijo.

—El problema es que él no lo sabe —insistió Conway—. En este momento una relación no significa nada para él.

—Sólo dos fotos más —suplicó el fotógrafo—. Primero la madre y después la hermana...,en primer plano.

Conway se volvió impotente hacia el doctor Breuer, quien a su vez se encogió de hombros, como diciendo "Ya que hemos llegado hasta aquí, qué más da".

—De acuerdo — dijo Conway—. Dos fotos más, y basta.

La señora Martínez repitió su saludo afectuoso, besando a Soames en la mejilla. El le aferró los brazos por un mentó de concentrado interés, luego la arrojó a un lado con impaciencia. Toni se le acercó.

El señor Soames tendió las manos lentamente y le tocó el pelo negro y sedoso. Ella sonrió y le palmeó la mejilla.

—Hola, John. Me llamo Toni. Soy tu hermana.

—Hueles bien —dijo en voz baja Soames.

—Caray —dijo ella, simulando sorprenderse—. Bueno, gracias.

—Ahora —urgió el fotógrafo. Por primera vez la expresión del señor Soames era cordial.

Ella se adelantó para abrazarlo y besarlo. Hubo un instante de expectativa.

La cámara relampagueó.

—Bien —comentó el fotógrafo.

En ese momento la muchacha gritó. En el encandilamiento fugaz que siguió al estallido del flash nadie atinó a comprender qué sucedía. Pronto todos vieron al señor Soames y la muchacha estrechados en un fuerte abrazo, pero los pies de ella estaban levantados del suelo y pataleaban salvajemente. El brazo derecho del señor Soames la aferraba con fuerza por la cintura mientras los dedos de la mano izquierda hurgaban ansiosamente en el cabello.

Conway y el enfermero saltaron simultáneamente, y cada uno agarró un brazo del señor Soames. La señora Martínez, tapándose la boca con la mano, observaba paralizada de horror. El reportero y el fotógrafo se movían indecisos de un lado a otro, sin saber si intervenir o simplemente observar. El doctor Breuer salió corriendo del anexo, presumiblemente a buscar ayuda.

Indudablemente el señor Soames era fuerte. Como no pudieron aflojarle los brazos lo apartaron de la pared y lo obligaron a cruzar el cuarto. Las rodillas se le atascaron en el costado de la cama, y poco después él y la muchacha yacían abrazados en diagonal sobre el cobertor azul. Conway pudo entonces tomarle un brazo con ambas manos y hacer palanca, mientras la muchacha se escabullía tironéandose del vestido. Hubo un desgarrón entrecortado y la tela roja y blanca del vestido se abrió oblicuamente al frente como si fuera de papel.

La cámara relampagueó.

Un arrebato de extrema violencia se adueñó del señor Soames. Volvió convulsivamente el cuerpo y arrojó a Conway al extremo opuesto de la habitación, donde se estrelló contra el reportero de traje oscuro. Toni y la madre gritaron a dúo. La muchacha, virtualmente desnuda, estaba arrodillada en el suelo al lado de la cama, mientras el señor Soames le tironeaba del cabello y el enfermero hacía frenéticas contorciones para aplicar una toma de judo al paciente.

Fue en ese momento cuando regresó el doctor Breuer, acompañado por el doctor Mortimer y el doctor Takaito. Conway, de nuevo de pie, se arrojó sobre Soames, y de pronto la pelea terminó. Soames yacía quieto, sólidamente sujeto y respirando pesadamente.

—El brazo —dijo Mortimer, sacando una hipodérmica de una caja de níquel plateado, preparando una aguja y llenándola en un frasquito con tapa de goma.

Conway se apresuró a rasgar la manga de Soames. Un botón suelto atravesó la habitación. Toni, desaliñada y semidesnuda, sollozaba en brazos de la madre.

—Ahora —dijo Mortimer, clavando la aguja en el brazo desnudo de Soames. El paciente hizo un último esfuerzo convulsivo para liberarse. Segundos más tarde perdió el conocimiento.

La cámara relampagueó.

Conway se levantó lentamente de la cama y se acercó al fotógrafo. La cámara era una Rolleiflex con un aparato de flash que colgaba de una correa sujeta al cuello del hombre, mientras el generador electrónico zumbaba tersamente colgado de otra correa.

Conway tendió la mano.

—Démela —ordenó.

—Un momento, doctor —dijo el fotógrafo, que retrocedía.

—Démela —repitió Conway.

El fotógrafo echó un vistazo a los rostros consternados de Breuer, Mortimer, Takaito y el enfermero, y finalmente al de Neame, su colega, quien meneó la cabeza tristemente.

—Mejor hazle caso, Kenney —murmuró morosamente—. Parece que la maniobra se nos fue al cuerno, y de todas maneras no podríamos emplear esas fotos...ahora.

El fotógrafo entregó la cámara de mala gana. Conway la abrió con gran cuidado, las manos trémulas, quitó la película y la desenrolló meticulosamente para que cada centímetro quedara expuesto a la luz del día que se filtraba por la ventana. Luego devolvió la cámara y la película.

—Gracias —fue todo lo que dijo.

—Creo que convendría enviar a la señorita Martínez a la enfermería —dijo Breuer—. Seguramente que necesitará un sedante. Y les agradeceré que después pasen todos por mi despacho. Obviamente hay varias cosas que necesitarán de una aclaración.

—Me encargaré de la señorita Martínez — djjo Conway—. Luego iré para allá.

—Bien — dflo Breuer—. Entretanto, el señor Soames debería dormir unas seis horas. En ese tiempo tenemos que revisar todo el programa educacional basándonos en el infortunado episodio de hoy. Debemos encarar el hecho de que Soames, en ciertos aspectos, es un individuo diferente.

Salieron lentamente del cuarto encabezados por el doctor Breuer.